22 abril, 2015

La sentencia de la semana. Sobre ponderaciones y penas. A propósito de la Sentencia del Tribunal Supremo (Sala Penal) 161/2015, en el caso del asedio al Parlamento de Cataluña



Sobre ponderaciones y penas. A propósito de la Sentencia del Tribunal Supremo (Sala Penal) 161/2015, en el caso del asedio al Parlamento de Cataluña.
Juan Antonio García Amado*


            1. Los hechos del caso son los siguientes, muy resumidamente expuestos. Para los días 14 y 15 de junio de 2011 se convocó una concentración ante el Parlamento de Cataluña con ocasión de la sesión que en el mismo se había convocado para aprobar los presupuestos de la Comunidad. El lema de la manifestación era “Aturem el Paralament, no deixarem que aprovin retallades” (“Paremos el Parlamento, no permitiremos que aprueben recortes”). La concentración se comunicó a la autoridad gubernativa, tal como la ley prescribe, y no fue prohibida ni alteró dicha autoridad ningún detalle de la misma. Tampoco adoptó la autoridad gubernativa medida alguna para regular la manifestación. Tras diversos incidentes en distintas partes de la ciudad, los manifestantes se congregaron en la única calle que se había dejado franca para el acceso de los diputados al Parlamento. La policía ni acotó un perímetro ni levantó un cordón policial para garantizar el paso de los parlamentarios por esa calle hacia el Parlamento. Algunos de los diputados lograron llegar a su destino, pero otros tuvieron serias dificultades y hasta hubo alguno que volvió sobre sus pasos y arribó al Parlamento en helicóptero. Otros lograron acceder por la esa calle, pero al lado de la policía y entre las increpaciones de los manifestantes.
            Los concretos hechos por los que cada acusado acabará siendo condenado por el Tribunal Supremo se expondrán al final de este comentario.

            2. No tocaré las consideraciones de la sentencia en sus primeros fundamentos, sobre admisibilidad de la declaración de testigos por videoconferencia o sobre la exclusión por el Tribunal de instancia del valor probatorio de ciertas fotografías de los acusados realizadas sin asistencia de letrado y con invasión de la privacidad de los mismos, fotografías tomadas durante las diligencias policiales y que suponían más que una simple reseña fotográfica, y tampoco el debate sobre posible error en la apreciación de la prueba. En ninguno de tales temas contradice la sentencia que comentamos las apreciaciones del Tribunal de instancia.
            Me centraré en el asunto central de la sentencia, que es el referido a si los hechos declarados probados por la Audiencia Nacional son o no constitutivos del delito contra altas instituciones del Estado previsto en el artículo 498 del Código Penal, que reza así: “Los que emplearen fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave para impedir a un miembro del Congreso de los Diputados, del Senado o de una Asamblea Legislativa de Comunidad Autónoma asistir a sus reuniones, o, por los mismos medios, coartaren la libre manifestación de sus opiniones o la emisión de su voto, serán castigados con la pena de prisión de tres a cinco años”.
            El eje del debate, en este caso, se halla (o debería hallarse) en si concurre o no la causa de exención de la responsabilidad criminal mencionada en el apartado séptimo del artículo 20 del Código Penal, concretamente la eximente de ejercicio legítimo de un derecho: “Están exentos de responsabilidad criminal… 7º El que obre en cumplimiento de un deber o en ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo”.
            Bajo un punto de vista de teoría del derecho y de metodología de la decisión judicial, los dos temas capitales que en un caso como este se han de dirimir son los siguientes: a) si, conforme a los hechos probados, la conducta de los acusados encaja o no bajo el tipo penal descrito en el artículo 498 del Código Penal; b) si en favor de los acusados concurre o no la causa de justificación de ejercicio legítimo de un derecho. Comenzaré con unas consideraciones metodológicas, referidas al método o tipo de razonamiento que en casos como este resulta más apropiado.

            3. Las eximentes recogidas en el artículo 20 del Código Penal, que excluyen la antijuridicidad de la acción operan como excepciones expresas al carácter antijurídico y, con ello, penalmente sancionable, de las conductas delictivas típicas recogidas en el propio Código. El esquema genérico puede exponerse así:
            Son antijurídicas las conductas C1. … Cn, a no ser que concurra alguna de las causas de exención de responsabilidad criminal E1…En.
            Aplicado tal esquema al caso que comentamos, quedaría de este modo:
            Es antijurídica la conducta descrita en el artículo 498 del Código Penal a no ser que concurra la causa de exención de responsabilidad del apartado 7º del artículo 20 del Código Penal, concretamente la de ejercicio legítimo de un derecho.
            Sentado que las acciones de los acusados realicen la conducta típica del delito en cuestión, el del artículo 498, se ha de dilucidar si mediante tales acciones dichos acusados estaban o no ejerciendo un derecho legítimo. Denominemos D a ese derecho legítimo, sea el que sea y antes de entrar en el análisis de nuestro caso en concreto.
            Respecto de D, las cuestiones a resolver serán siempre dos, analíticamente diferenciables, aunque siempre relacionadas en la práctica, en cada concreto supuesto práctico:
            (i) Cuál es, en abstracto o genéricamente, el contenido esencial o típico de D.
            (ii) Si en los hechos del respectivo caso que se enjuicie la conducta que se declare probada constituye o no una instancia particular de D, un caso subsumible bajo aquel contenido definitorio de D.
            Entre esos dos pasos o fases del razonamiento existe una indudable relación, un “ir y venir de la mirada”. La caracterización en abstracto del contenido definitorio de D condiciona el que resulte o no viable plantearse el encaje de la acción en cuestión bajo dicha causa eximente de ejercicio legítimo de tal derecho, pero, al mismo tiempo, los perfiles de tal derecho son en cada ocasión reexaminados, y, en su caso, matizados o modificados, lo que puede conducir a una reformulación del alcance genérico de D, sea ampliándolo, sea restringiéndolo.
            Tratemos de esquematizar lo anterior de manera simplificada. La caracterización en abstracto de D puede representarse así:
            El ejercicio legítimo de D consiste en la acción genérica X.
            En el juicio sobre el caso específico se trata de dilucidar si la acción A constituye o no un supuesto o instancia de X y, por tanto, ejercicio legítimo o no de D. Imaginemos un periodista profesional que en una reunión de amigos en un bar, al margen completamente de su oficio, relata a las veinte personas presentes un dato sobre la vida de una persona que afecta gravemente al honor o la intimidad de esa persona y que dicho periodista conoce por razón de su profesión. Por muy elemental y básica que sea la caracterización que hagamos del derecho fundamental a informar, como derecho de los periodistas, no se estimará que tal conducta se encuadre o sea subsumible bajo tal derecho a informar, pues faltaría algún elemento definitorio del mismo. No cabría ahí debatir sobre si estamos o no ante un ejercicio legítimo del derecho a informar, dado que falta algún componente determinante para que el derecho a informar concurra. Es como si, por poner un ejemplo aún más claro y extremo, nos planteáramos si hay o no ejercicio legítimo del derecho a la libertad de expresión cuando un sujeto nada de nada ha expresado de ninguna forma o simplemente está plenamente probado que ha hablado en sueños o bajo los efectos de la anestesia.
            Ahora bien, puede suceder que concurran los elementos de X y que, en las circunstancias del caso, la duda verse sobre si tal realización de X es o no ejercicio legítimo de D. Aquí no debatimos sobre si el comportamiento de marras pasa o no aquel primer filtro (ser ejercicio de un derecho), sino sobre si tal ejercicio, que en principio sí se compadece con X, es ejercicio legítimo de D. En este paso segundo el razonamiento es fuertemente circunstancial, tiene una de sus bases en las precisas circunstancias del caso, tanto las circunstancias atinentes a la acción misma como las circunstancias referidas al contexto de la acción. El esquema, pues, sería:
            En las circunstancias (personales, sociales, ambientales…) K1… Kn, la acción A vale como un caso de X y, por extensión, como ejercicio legítimo de D.
            Los problemas de justificación de la decisión pueden, entonces, surgir por una doble vía:
            (i) Si al hacer de esa manera de A un supuesto de X incurrimos en incongruencia con el significado de X. Imaginemos que está pacíficamente asumido que el derecho de libertad de informar sólo se ejerce mediante algún medio de comunicación pública (periódico, televisión, radio…) y que, no obstante, se estima que está aquel periodista del ejemplo anterior ejerciendo tal derecho cuando expone ante sus amigos en el bar, en atención a circunstancias tales como que dicho periodista tiene una trayectoria intachable, es muy honesto y está enemistado con el individuo sobre cuya intimidad se expresa. En buena lid, ninguna de esas circunstancias debería servir para que concluyamos que está haciendo uso de su derecho a informar si falta aquel elemento definitorio de lo que a estos efectos significa derecho a informar, el que la información se exponga a través de algún medio de comunicación pública.
            (ii) Si, aun cuando concurran los elementos definitorios de la acción en que el ejercicio del derecho consiste, se está ante una extralimitación o inadecuada extensión del ejercicio del derecho en cuestión. El caso podría ser el de un periodista que sí informa en medio público de un delito de alguien, pero lo hace en términos abiertamente insultantes y vejatorios para esa persona.

            En el actual debate doctrinal y metodológico se ha introducido con gran fuerza y enorme eco la cuestión de la ponderación. Un caso del tenor de los que venimos exponiendo, donde hay una conducta encajable en un tipo delictivo y se trata de ver si concurre o no la eximente de ejercicio legítimo de un derecho, puede plantearse de dos maneras:
            (i) Mediante un enfoque interpretativo-subsuntivo. Se razona sobre cuál es el contenido definitorio de ese derecho, D, y sobre si, en las circunstancias del caso, está o no justificada la extensión o no de ese derecho al caso en cuestión.
            (ii) Mediante un planteamiento ponderativo. Una vez que se ha establecido que, en principio, los hechos del caso pueden ser incardinados bajo los términos o alcance genérico del derecho D, no se pone el acento en la interpretación de D (de la norma que contiene D), sea la interpretación en abstracto, sea la interpretación atenta a las circunstancias del caso para resolver ese supuesto fronterizo o de “zona de penumbra”, sino que se trae a colación otro derecho, D´, y, mediante una operación de ponderación o de sopesar D y D´ en las circunstancias de la ocasión, se decide a favor del que en dichas circunstancias tenga mayor peso. Si D es el derecho sobre el que se debate si ha sido o no legítimamente ejercido por el acusado, se concluirá que hay tal ejercicio legítimo y, por tanto, exención de responsabilidad criminal, cuando D pese más que D´ en esas circunstancias; y si es D´ el que tiene peso mayor en el caso, se concluirá que no concurre dicha causa de exención de responsabilidad penal. Así pues, la ponderación presupone que el asunto se presenta o reconstruye como de conflicto entre derechos, o entre el derecho de referencia (aquel sobre cuyo ejercicio legítimo se debate) y un principio constitucional que para el caso brinda una solución opuesta.
            Volveré sobre esos dos métodos o modos de razonar y sobre su utilidad y sus respectivas ventajas e inconvenientes. Ahora pasemos al análisis de la sentencia que comentamos y, antes, de la sentencia de instancia que parcialmente anula.

            4. El Tribunal a quo, la Audiencia Nacional (Sección Primera de la Sala de lo Penal), en su sentencia de 7 de julio de 2014, lleva a cabo un peculiar razonamiento interpretativo-subsuntivo a tenor del que justifica una interpretación extensiva de los derechos de reunión y manifestación, interpretación extensiva mediante la que justifica que las conductas de los acusados constituyen ejercicio legítimo de dichos derechos y que, por tanto, procede aplicar la eximente de ejercicio legítimo de un derecho, frente a la pretensión del fiscal y de las acusaciones particulares para que fueran los acusados condenados como autores del delito tipificado en el artículo 498 del Código Penal.
            Los argumentos con los que respalda la Audiencia Nacional tal interpretación y el consiguiente fallo absolutorio deben ser presentados de modo pormenorizado, riguroso y enteramente fiel a la propia sentencia de instancia, no sólo para comprobar en qué medida la sentencia del Tribunal Supremo aquí analizada reconstruye correctamente los fundamentos de fallo que, en lo referido al delito del artículo 498 del Código Penal, anula[1], sino también para valorar, por contraste, las razones del Tribunal Supremo. Podemos ordenar de la siguiente manera la fundamentación por la Audiencia Nacional de su absolución de los acusados por el delito contra la inmunidad de los parlamentarios del artículo 498:
            (i) Los tipos penales por los que la fiscalía y las acusaciones particulares acusan a los encausados “operan como límites externos del derecho fundamental del artículo 21 de la Constitución”, que es el derecho de reunión y manifestación (“Se reconoce el derecho e reunión pacífica y sin armas”).
            (ii) “[L]a cláusula del estado de derecho obliga a determinar el contenido constitucionalmente protegido de los mencionados derechos”, pues si la conducta que se juzga se encuadra en el ámbito propio de un derecho fundamental, no podrá ser objeto de sanción penal[2].
            (iii) Conforme a la ley reguladora de este derecho, “la reunión es la concurrencia concertada y temporal de más de veinte personas con una finalidad determinada” y “debe entenderse como una manifestación colectiva de la libertad de expresión, que se ejercita mediante la asociación transitoria de personas, para la exposición e intercambio de ideas y opiniones, la defensa de intereses o la difusión de problemas y reivindicaciones”.
            (iv) “La vinculación del derecho de reunión con la libertad de expresión significa reforzar su consideración como cauce del principio democrático participativo, inscrito en lo que se ha denominado el núcleo duro del sistema democrático, en términos de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de derechos humanos cuando aborda el libre juego del debate político, el corazón de la noción de sociedad democrática”.
            (v) “La doctrina constitucional ha puesto de relieve que para muchos grupos sociales el derecho de manifestación es, en la práctica, uno de los pocos medios de los que disponen para poder expresar públicamente sus ideas y reivindicaciones”.
            (vi) Las “voces críticas de minorías o de sectores sociales débiles” están sistemáticamente marginadas y se vuelven invisibles “ciertas realidades dramáticas” “por la dificultad, cuando no, en muchos casos, de la más absoluta imposibilidad de quienes las sufren de acceder a la opinión pública para difundir y hacer llegar sus proclamas y opiniones”. Esa dificultad o imposibilidad para acceder al espacio público obedece a que dicho espacio está “delimitado y controlado por los medios de comunicación, en manos privadas, o, pocos, de titularidad estatal pero gestionados con criterios partidistas”.
            (vii) En tal situación, “[p]ara muchos sectores sociales la reunión y la manifestación es el único medio por el que expresar y difundir sus pensamientos y opiniones, el único espacio en el que puede ejercer su libertad de palabra. De ahí su importancia en la sociedad democrática”.
            (viii) En cuanto valor superior de nuestro ordenamiento, el pluralismo “obliga al Estado a garantizar la visibilidad de las distintas opiniones presentes en la sociedad, sobre todo de las voces silenciadas -más cuando soportan mensajes sobre violaciones graves de derechos humanos básicos -frente a las voces habitualmente sobrerrepresentadas”, y las libertades de reunión y manifestación “ponen a prueba la existencia de una auténtica autonomía de la sociedad civil que el aislamiento en la vida privada y la pasividad social, cuando menos, debilita”.
            (ix) “En conclusión, la libertad de expresión y el derecho de reunión y manifestación, íntimamente vinculados como cauces de la democracia participativa, gozan de una posición preferente en el orden constitucional, por lo que han de ser objeto de una especial protección” y cuando “los cauces de expresión y de acceso al espacio público se encuentran controlados por medios de comunicación privados, cuando sectores de la sociedad tienen una gran dificultad para hacerse oír o para intervenir en el debate político y social, resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación si se quiere dotar de un mínimo de eficacia a la protesta y a la crítica, como mecanismos de imprescindible contrapeso en una democracia que se sustenta sobre el pluralismo, valor esencial, y que promueve la libre igualdad de personas y grupos para que los derechos sean reales y efectivos, como enuncia la Constitución en su título preliminar”.
            (x) Los elementos configuradores del derecho de reunión pacífica y sin armas son cuatro: uno subjetivo (una agrupación de personas), uno temporal (duración transitoria del encuentro y actuación coral), uno finalístico, que debe ser lícito (la comunicación o difusión pública de mensajes y de conflictos) y otro objetivo (lugar o espacio de celebración).
            (xi) El ámbito del derecho protegido está, según la jurisprudencia constitucional, configurado por varios criterios que se interrelacionan: a) libertad de los contenidos del mensaje de protesta; b) libertad de elección del espacio de la intervención; y c) “la libre selección de los medios adecuados para ejercer la crítica y alcanzar la máxima publicidad, lo que se denomina el catálogo de las formas de protesta”.
            (xii) En el caso de autos se dan plenamente todos esos elementos mencionados. “la convocatoria estaba destinada a hacer coincidir voluntades individuales para expresar una subjetividad colectiva, coincidiendo con la sesión del órgano legislativo de la Comunidad Autónoma en la que se habían de decidir el contenido y el destino de la cuentas públicas, la finalidad era divulgar mensajes de protesta en relación a las decisiones legislativas, y para ello se trataba de ocupar los alrededores del edificio parlamentario para dirigir a los diputados, a los medios de comunicación y a la sociedad el rechazo de tales medidas de recorte del gasto social en detrimento de los servicios públicos y de la efectividad de los derechos sociales”. Además, “El lema de la convocatoria de la manifestación contenía dos mensajes precisos. Quienes protestaban no querían las restricciones económicas de las prestaciones y de los servicios públicos; y quienes adoptaban tales decisiones ya no les representaban. Mensajes directamente relacionados con la Constitución social, que protege los derechos fundamentales sociales, económicos y culturales (el acceso a la salud, a la enseñanza, a la vivienda y al trabajo, la protección frente al desempleo, la enfermedad y la vejez), y con la Constitución democrática, en la medida que requerían a los representantes políticos, a los diputados, para que respondieran a los intereses generales, a los de la mayoría de la sociedad, y cuestionaban la legitimidad de ejercicio de su propia representación. Desde esa perspectiva conviene hacer notar que la protesta suponía la defensa de la Constitución y de sus contenidos básicos. No trataban de cambiar el marco de relaciones jurídico-políticas, sino plantear que se estaba operando un vaciamiento de los derechos fundamentales y hacer resistentes las garantías de los derechos”.
            Así pues, “[p]or sus elementos y contenidos, la acción colectiva de protesta se hallaba dentro del ámbito constitucionalmente protegido del derecho de reunión y manifestación. Estaba dirigida a configurar un espacio público que tuviera en cuenta la voz de los desfavorecidos por las políticas denominadas de austeridad, en defensa de la Constitución formal”.
            (xiii) Frente a partidos que en las recientes elecciones no habían planteado ni propuesto en sus programas los recortes de gasto social que ahora aplicaban, la protesta que se ejercía “moldeaba algo parecido a lo que, bien es cierto que en pocos momentos de la historia de las sociedades, se ha conocido como acción revocatoria de mandatos, una forma de intervención democrática directa para el control de la representación”.
            (xiv) La protesta, que estaba autorizada, iba a abarcar dos formas de acción. Una, “la manifestación frente a la institución donde se iban a tomar determinadas decisiones, mediante la presencia de ciudadanos que querían hacer visible su indignación y oposición a las políticas de recorte del gasto social”. Otra, “la confrontación con los diputados personalmente, para hacerles llegar el malestar ciudadano y su propia responsabilidad por el voto que iban a emitir”.
            (xv) En ese segundo componente se “actualizaba el derecho de reunión en la modalidad de concentración o reunión estática” mediante lo que se conoce como “piquete”. “La figura del piquete, en el contexto de las modalidades de protesta social, significa el establecimiento de un espacio de confrontación física y simbólica entre quienes disienten y las personas a las que se quiere hacer llegar el mensaje (de modo paradigmático los piquetes de extensión de la huelga, que buscan convencer a otros empleados de las buenas razones de la protesta y neutralizar el poder del empresario sobre ellos para influir en que no ingresen en el lugar de trabajo y se unan al conflicto). Esa forma de acción colectiva supone un enfrentamiento político y moral entre los sujetos. Quienes participan en el piquete plantean una estrategia de oposición frente a ciertas políticas o decisiones, públicas o privadas, y asumen un sacrificio o incomodidad que conlleva la pérdida de salario, en el caso de la huelga, el empleo del tiempo exigido para la protesta, el desplazamiento hasta el lugar, la exposición pública, incluso, el riesgo de ser objeto de persecución policial o de sanción de algún tipo. Como ha puesto de manifiesto la jurisprudencia de los foros públicos, la especificidad de la conducta del piquete es su concreta ubicación (a la puerta de la fábrica, del Parlamento o del domicilio de quienes toman las decisiones, en el caso del llamado escrache)”.
            (xvi) Dadas las características y formas de actuación del piquete, “el Estado está obligado a intervenir para regular esa modalidad de conflicto. No puede admitirse la supresión de la protesta, pero hay que evitar la intimidación o el hostigamiento, confiriendo una oportunidad razonable al enfrentamiento”. “El poder público ha de intervenir para establecer los límites, incluso físicos, de la confrontación, con la finalidad de proteger el ejercicio del derecho fundamental de reunión y, al tiempo, preservar los legítimos intereses de las partes concernidas. La ley que regula el derecho de reunión y manifestación permite al Estado decidir ese tipo de injerencia, para ordenar una forma de protesta que genera incomodidades y sacrificios. La autoridad gubernativa, cuando concurran razones fundadas de que puedan producirse alteraciones del orden público, con peligro para personas o bienes, tiene la potestad de proponer a los organizadores una modificación en el lugar o itinerario de la manifestación”.
            (xvii) En este caso de la protesta frente al Parlament, la autoridad pública incumplió ese cometido suyo, pues, por ejemplo, no estableció “un perímetro para hacer compatible, de un lado, la acción de los piquetes” y, “de otro lado, la libertad de los diputados de acceder a la asamblea para ejercer sus funciones”. “De esta manera, se hubiera delimitado la acción colectiva, sus contenidos y, sobre todo, el espacio, físico y simbólico, de la confrontación. La importancia de la ordenación del espacio, aquí, no puede olvidarse, porque permitía a los propios manifestantes, a quienes secundaban la convocatoria, autodeterminar su conducta, estableciendo pautas claras. (Así se hizo, por ejemplo, en la convocatoria de una manifestación en Madrid, el 25.9.2012, bajo el lema "Ocupa el Congreso", donde la autoridad gubernativa estableció un perímetro de seguridad alrededor de la sede de dicha institución, de lo que da cuenta el Auto del juzgado Central de Instrucción n. 1 de 4.10.2012”. Así pues, en el presente caso y por la deficiente actuación de la autoridad pública, “[e]l diseño de la intervención hizo inevitable el encuentro de los diputados con los manifestantes, que ocupaban todo el espacio disponible para el tránsito. La obligada confrontación, en los términos en que se produjo, fue debida al cierre, por razones de seguridad, de todos los accesos al Parlament salvo uno, dejando franca la entrada del Parc de la Ciutadella, donde confluyeron los piquetes, provocando no solo la contaminación física entre unos y otros, sino la necesidad de los parlamentarios de abrirse camino entre las gentes allí congregadas”.
            (xviii) “En medio de la tensión ambiental que habían generado varias cargas policiales, ante la muchedumbre aparecieron los diputados, visibles por sus trajes y carteras, algo que la gente no se esperaba; fueron los propios manifestantes quienes protegieron a los parlamentarios frente a los más exaltados”.
            (xix) Las conductas examinadas pueden verse o bien como actos de ejercicio legítimo de un derecho fundamental o como delito, pero no ambas cosas a la vez. Pero entre esos dos polos hay un territorio intermedio, compuesto por “aquellas conductas que expresan un exceso o abuso del derecho, que no acaba por desnaturalizarlo o desfigurarlo, porque se encuentran íntimamente relacionadas con el ejercicio del mismo, en atención a su contenido y finalidad, inscritas en la razón de ser constitucional del derecho”. Ahí “la intervención penal debe superar los filtros que establece el principio de proporcionalidad y, en especial, la doctrina del efecto desaliento. Pues no es suficiente constatar que la acción sobrepasa el ámbito de la protección constitucional del derecho, porque entre lo protegido y lo punible hay zonas intermedias que pueden ser reguladas por el derecho público o privado sin necesidad de intervención penal, la última razón, según señala la jurisprudencia constitucional (…). Hay que observar que analizamos conductas que suponen el ejercicio de los derechos, por lo tanto, nos movemos en la praxis de la libertad de expresión y del derecho de manifestación, de derechos en acción se trata, que siempre se presentan en la esfera pública en conflicto con otros bienes e intereses, en una tensión donde la medida de lo admisible y el significado de la transgresión es siempre discutible, la delimitación de lo normal frente a lo abusivo se hace muchas veces mediante una delgada línea, inevitablemente con criterios oportunistas. Cierto exceso, posiblemente, es consustancial al ejercicio del derecho de manifestación en una sociedad abierta y compleja”.
            (xx) “Por lo tanto, resulta necesario diferenciar el abuso en el ejercicio del derecho de su relevancia penal y, para ello, atender a las circunstancias de los hechos y a la intensidad del exceso, así como la vinculación o distancia de la conducta respecto al contenido y fines del derecho”[3].
            (xxi) “La mayoría de las conductas probadas que se atribuyen en la sentencia a alguno de los acusados consistieron en participar en la manifestación, permaneciendo en el lugar -acotado por la autoridad gubernativa, mediante el cierre de las puertas de acceso al parque que rodea la sede del Parlament, y delimitado en concreto por la acción de los agentes que intervenían secuencialmente, desplazando a los grupos de manifestantes-y encontrándose con alguno de los parlamentarios (…) Respecto a todos ellos solo podemos afirmar su presencia en el lugar por donde los diputados se vieron obligados a transitar para acceder al Parlament y en algún caso la confrontación con ellos. Todos ejercieron el derecho fundamental de manifestación, sin que pueda imputárseles acto alguno que pudiera significar un exceso o abuso”.
            “Otras conductas pudieran tener un significado añadido. Así, el Sr. Jeronimo Urbano se interpuso delante de los parlamentarios Sr. Torcuato Ignacio y Sr. Gaspar Romulo con los brazos abiertos, para impedirles el paso; posteriormente, siguió al segundo cuando buscaba una vía alternativa, levantando los brazos y moviendo las manos, al tiempo que gritaba las consignas de los manifestantes. La Sra. Isabel Filomena siguió también al diputado Gaspar Romulo con los brazos en alto, repitiendo los lemas de la manifestación. El Sr. Ildefonso Valeriano exhibió una pancarta ante los diputados Sr. Matias Teofilo y Sr. Eugenio Octavio, invitando a otros manifestantes a hacer una barrera para que no pudieran pasar, siendo respondido que había que dialogar. Son acciones que deben contextualizarse en la propia dinámica de la manifestación. Se encuentran singularmente vinculadas al ejercicio del derecho de manifestación en los términos en los que había sido convocada: las conductas tuvieron lugar en el tiempo y espacio de la protesta, estaban destinadas a reivindicar los derechos sociales y los servicios públicos frente a los recortes presupuestarios y a expresar el divorcio entre representantes y representados; fueron actos de confrontación con los parlamentarios, inevitables en el modo que la autoridad gubernativa había planteado el ejercicio del derecho”.
            (xxii) En cuanto a las acusaciones por delito contra la inmunidad de los parlamentarios (artículo 498 del Código Penal), “la misma exigencia del principio de proporcionalidad demanda que toda conducta fuere idónea para impedir asistir a la reunión o coartar la libre voluntad del parlamentario. En este punto cabe reseñar que dicha idoneidad lleva implícita la gravedad de la acción, en consideración a la circunstancia y condición del sujeto pasivo, un político, persona pública que ejerce uno de los poderes del Estado, habituado a adoptar decisiones bajo la ética de la responsabilidad, hecho a la crítica, al conflicto y la presión de los medios y de la opinión pública”.
            “Las acciones que hemos identificado -con criterios estrictos de una normalidad planteada como modelo fuera del conflicto- con un cierto significado de exceso o abuso del derecho de manifestación consistían, según hemos dicho, en ponerse delante de los diputados con los brazos abiertos o caminar detrás de ellos con los brazos en alto, al tiempo que se coreaban las consignas sobre el recorte presupuestario o la falta de legitimidad de la representación que ostentaban. Desde luego, son conductas íntima e inequívocamente conectadas con el derecho a la protesta que allí se ejercitaba. Entendemos que formalmente esas conductas pudieran parecer como coactivas; pero materialmente carecían de la idoneidad necesaria y de la entidad suficiente como para ser consideradas típicas”.
            (xxiii) La doctrina del efecto desaliento juega como “pauta del juicio de proporcionalidad cuando se afectan derechos fundamentales” y despliega sus efectos en este caso, porque “la sanción penal que no tuviera en cuenta que los acusados cuyos actos analizamos ejercían un derecho fundamental, enviaría un mensaje de desincentivación de la participación democrática directa de los ciudadanos en las cosas comunes y del ejercicio de la crítica política”. Así pues, “[l]a prohibición de exceso aconseja una interpretación estricta del tipo penal ante una acción íntimamente relacionada, por su contenido y fines, con el ámbito constitucionalmente protegido del derecho fundamental, dejando fuera de lo prohibido conductas de escasa lesividad, que carecen de la capacidad suficiente como para comprometer el bien jurídico, ya que no tenían idoneidad para impedir a los diputados la asistencia a la reunión del Parlament o para coartar, siquiera influir, su libertad de opinión o de voto”.

            5. Ciertamente, esa argumentación de la Audiencia Nacional en la sentencia de instancia es peculiar, si bien no desentona del tipo de enigmáticas metafísicas que impregnan la actual jurisprudencia de tantos tribunales, incluidos los penales. Veamos esto brevemente.
            a) Hay una confusión notable entre el contenido esencial de un derecho fundamental y la proporcionalidad de su ejercicio. Pero, por definición, el ejercicio de un derecho fundamental que cae dentro de lo que es su contenido esencial no puede ser desproporcionado. No verlo así implica que caben casos en que el ejercicio de lo que indubitadamente es el contenido esencial de un derecho fundamental pueda ser restringido en virtud del mismo principio de proporcionalidad.
            b) El lenguaje de la proporcionalidad deja en segundo plano la cuestión que verdaderamente importa en este tipo de casos: la de si, dándose la acción típica, falta la antijuridicidad por concurrir la eximente de ejercicio legítimo de un derecho (artículo 20, 7º del Código Penal). Lo que haría, así, legítimo el ejercicio de un derecho no es que la acción cumpla con los elementos definitorios de tal derecho y su ejercicio, sino que resulte “proporcionado” o no “proporcionado” castigarla penalmente. De tal manera, los límites de la antijuridicidad de la acción se tornan fluctuantes y su determinación será puramente casuística. En otras palabras, no se cuenta con la eximente cuando se ejerce legítimamente un derecho, sino cuando concurren en las circunstancias del caso razones suficientes para rechazar el castigo por esa acción. En consecuencia, concurrirá la eximente en casos en que no se trate del ejercicio legítimo de un derecho, sino de ejercicio ilegítimo, pero habiendo buenas razones para excluir la punición de ese comportamiento penalmente típico. Entre la regla (que las acciones subsumibles en el tipo penal T son delito y como tal deben castigarse) y la excepción (que la responsabilidad penal se exonera si se da la causa de justificación E) se inserta un elemento imprevisto y sorprendente: aun no concurriendo la causa de justificación E (ni ninguna otra causa de justificación prevista) la regla puede ser excepcionada. ¿Cuándo? Cuando, pese a concurrir todos los requisitos para la imposición de la pena por el correspondiente delito y no darse causa de justificación, la imposición de la correspondiente pena resulte desproporcionada en cuanto carga o traba para el derecho fundamental en cuestión; por ejemplo, porque tendrá un efecto de desaliento para otros sujetos que en el futuro se planteen el ejercicio de ese derecho.
            Con esto último hallamos otro aspecto curioso, una nueva inversión del razonamiento. En lugar de pensar en el “desaliento” que la pena está llamada a producir en quienes puedan verse tentados para ejercer ilegítimamente el derecho de marras, es decir, para rebasar los límites de su ejercicio legítimo y en perjuicio de otros derechos de otros, se toma en cuenta ese efecto de “desaliento” que puede la pena tener sobre quienes quieren ejercer el derecho legítima o ilegítimamente, y todo ello por la importancia abstracta o genérica de ese derecho de referencia. Se acaba, así, en una especie de ponderación entre la ilegitimidad de la vulneración del bien jurídico que el correspondiente delito protege y la legitimidad de un derecho fundamental en sí y que, sin embargo, en el caso no se ha ejercido legítimamente.
            c) Entre los propios derechos fundamentales se señala una relación que podríamos por analogía denominar como de dinámica de fluidos. Por un lado, cuanta mayor sea la dificultad para su legítimo ejercicio, menores son los requisitos para la legitimidad de tal ejercicio. Por otro lado, cuantos más obstáculos encuentre el ejercicio legítimo de un derecho, mayor deberá ser la tolerancia con la vulneración de otros derechos, al menos en lo que tiene que ver con la protección penal de tales derechos en cuanto bienes jurídico-penales de los correspondientes delitos. No hay vía más expedita para la plena y radical politización de la jurisprudencia penal. 
            Ilustremos lo anterior con un ejemplo caricaturesco o de reducción al absurdo. Supongamos que cierto grupo social se topa con serias dificultades para hacer oír sus opiniones y demandas, tal vez porque los medios de comunicación están enteramente en manos del grupo opuesto, que sistemáticamente margina a los de ese otro. Un comando salido de ese grupo discriminado me secuestra a mí y aprovecha el eco mediático de la noticia para exigir que, a cambio de mi liberación, se lea en todas las radios y televisiones un comunicado que contiene sus quejas y reclamaciones ante la situación inicua que ese grupo vive. ¿Consideraríamos que, aun cuando no se trate de un ejercicio legítimo de la libertad de expresión, no procede la condena penal de los autores de mi secuestro, dada la importancia de la libertad de expresión como derecho igual de los ciudadanos y ante las trabas que los de aquel grupo encuentran para hacer que oiga la sociedad sus opiniones y reivindicaciones? Y, por cierto, ¿qué hay de mi derecho a la libertad, amparado como bien jurídico-penal por la norma que tipifica el secuestro como delito?
            En mi opinión, o es típica la conducta o no lo es; y si lo es, o es antijurídica porque no concurre causa de justificación tasada o concurre tal causa y no es antijurídica, procediendo entonces la absolución. Cuando la causa de justificación es esa de ejercicio legítimo de un derecho, o damos caracterizaciones generales y universalizables del ejercicio del derecho de que se trate o nos abocamos, en lo penal también, a un radical casuismo y una sorprendente y revolucionaria justicia penal del caso concreto. Lo penal y su precisión y taxatividad se difumina en un mar de ponderaciones y proporcionalidades que conducirán a que pueda haber condenas allí donde las causas de justificación claramente concurren y absoluciones allá donde no hay tales causas de justificación pero no parece conveniente ni proporcionado el castigo legalmente previsto, a la luz de los valores que se quieran considerar.
            d) En el razonamiento de la Audiencia Nacional se insinúa una confusión entre fines y medios y terminan los fines por justificar los medios. Primero se recalca la importancia del derecho fundamental de reunión y manifestación. Como si en verdad fuera tan relevante destacar que cualquier derecho fundamental es, precisamente, “fundamental”. Después se explica que hay un derecho fundamental, el de libertad de expresión, en cuanto medio de las personas y grupos para exponer sus ideas y defender sus intereses en la esfera pública, que está resultando restringido para determinados grupos vulnerables por causa de la propiedad privada de la mayoría de los medios de comunicación y el partidismo de los medios de titularidad pública. Y a partir de ese diagnóstico se concluye que semejante restricción de la libertad de expresión debe ser compensada o contrapesada con la admisibilidad del exceso en el ejercicio del derecho de reunión y manifestación. De nuevo aquello que denomino dinámica de fluidos iusfundamentales: la deficiente protección de la libertad de expresión se compensa con la justificación del exceso en el ejercicio de la libertad de manifestación y por los efectos “expresivos” de tal exceso. Vendría a ser, mutatis mutandis, como si, en una hipotética situación inversa, ante las restricciones que se aplicasen a la libertad de reunión y manifestación se juzgase que cabe compensar dichas restricciones permitiendo abiertamente el insulto y la calumnia, ejercicios de la libertad de expresión que se tildarían de “excesivos”, pero que no constituirían delitos, en virtud de ese juego retorcido y curioso del principio de proporcionalidad.
            e) ¿Estaría la Audiencia Nacional haciendo un ejercicio de uso alternativo del derecho? Podría pensarse así. Su veredicto sobre la realidad social y política española del presente apenas podría ser más rotundo. Derechos como el de libertad de expresión son reducidos a su mínima plasmación por la acción combinada de la propiedad privada de la mayoría de los medios de comunicación y el partidismo desaforado de los públicos; los partidos políticos traicionan al electorado porque cuando acceden al gobierno hacen recortes en recursos y derechos sociales, recortes que no habían anunciado en sus programas; el Derecho penal amenaza con convertir en delictivas las acciones que constituyen explicable reacción ante tanta opresión de los derechos y semejante pauperización de muchos ciudadanos. Los jueces penales, entonces, deben obrar como contrapeso frente a tanta perversión o degeneración de lo político y lo gubernamental, justamente a base de darle un abierto cariz político a sus decisiones y de forzar los conceptos y las interpretaciones cuanto sea necesario para dicho fin político y “alternativo”.
            Ante ese diagnóstico que de la situación política hace la Audiencia Nacional, habría que preguntarse varias cosas. Una, si en verdad en los medios de comunicación opera esa exclusión de la voz de las personas y grupos socialmente más desfavorecidos y perjudicados por los recortes en derechos sociales y servicios públicos; dos, si la transmisión de las protestas legítimas y, al parecer, sistemáticamente ocultadas en los medios tiene su cauce adecuado en los “excesos” en el ejercicio de derechos como el de manifestación y si no ocurrirá exactamente lo contrario, es decir, que resulte socialmente deslegitimado el mensaje de protesta como consecuencia de esas maneras en que se expresa. Si algo de esto último hubiera, escaso favor le estaría haciendo la Audiencia Nacional a la libertad de expresión de tales grupos oprimidos al legitimar penalmente el “exceso” en el ejercicio de la libertad de reunión y manifestación.
            f) Llamativa es también la sutil manera de cargar responsabilidad sobre el Estado. A juicio de la Audiencia, es plenamente legítimo que los manifestantes formen piquetes, buscando “un espacio de confrontación física y simbólica” con los parlamentarios, piquetes cuyo cometido puede ser el de ubicarse en la puerta del Parlamento para evitar la entrada de los parlamentarios. Esos piquetes, al parecer, serían aquí legítimos, aun cuando su finalidad patentemente se oponga al artículo 498 del Código Penal, que tipifica como delito el impedir mediante fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave a parlamentarios la asistencia a reuniones de la cámara legislativa. Pero, con ser legítimos los piquetes así conformados, el Estado estaría llamado a poner los medios para que no consumen sus propósitos, en este caso los de impedir el acceso de los diputados al Parlamento de Cataluña. Puesto que la ley permite al Estado tomar las correspondientes medidas, si no lo hace abocará a los propios piquetes a alcanzar el contacto físico que buscaban y, de tal modo, quedará desprotegido el mismísimo derecho de reunión. Curiosísimo razonamiento. Al final resulta que el pretendido encuentro de los manifestantes o sus piquetes con los diputados se consumó, pero no cabe reproche ni puede haber delito porque el Estado no puso los medios para frustrar tal encuentro físico. Es legítimo que los manifestantes quieran impedir el paso de los parlamentarios, pero si lo consiguen será por culpa de la imprevisión del Estado y no podrán esos hechos constituir delito, aunque encajen a la perfección en la dicción del artículo 498 y el ejercicio del derecho de reunión y manifestación acabe resultando “excesivo”.
            g) Para la teoría del derecho y de los derechos son todo un hallazgo las “zonas intermedias” entre el ejercicio legítimo de un derecho y el ejercicio no legítimo pero que penalmente excusa de la responsabilidad penal como si fuera legítimo. Se vuelve trimembre la clasificación que parecía dual. A las alternativas que pensábamos, las de ejercicio legítimo (causa de justificación penal) versus ejercicio no legítimo de un derecho (no causa de justificación penal), se agrega una tercera, la del ejercicio abusivo o excesivo del derecho, pero que sí excusa de responsabilidad penal. Al mismo tiempo, mientras que para la aplicación o la inaplicación de la eximente de ejercicio legítimo de un derecho (artículo 20, 7º del Código Penal) jugaría un razonamiento de tipo subsuntivo, en este sorprendente territorio intermedio o tierra de nadie se aplicará el principio de proporcionalidad. Que se aplique el principio de proporcionalidad supone que la solución sobre si el comportamiento es penalmente sancionable o no en el caso concreto ya no depende de una descripción típica del delito y de la causa de justificación y del contenido del derecho al que esa causa de justificación respectivamente remita, sino de un análisis de las circunstancias y el contexto del caso. Por ejemplo, y como en este mismo supuesto comprobamos, el que las acciones de impedir que los diputados accedan al Parlamento sean o no antijurídicas no depende del contenido estable o definido del derecho de reunión y manifestación, sino de las circunstancias políticas del momento: que los medios de comunicación sean mayoritariamente privados y los públicos apliquen estrategias informativas partidistas, que haya habido recortes sociales, que los partidos no se comporten en el gobierno con lealtad a sus programas electorales, etc. También el Derecho penal se vuelve dúctil y muy casuístico por ese camino, más etéreo que sólido, más indeterminado que previsible.
            Téngase en cuenta también que no estamos hablando de una sentencia del Tribunal Constitucional en ejercicio del control de constitucionalidad del tipo penal en cuestión, sino de una sentencia de la jurisdicción penal que absuelve porque considera desproporcionado castigar el comportamiento que pueda corresponderse con la descripción del tipo penal, y que no se afirma como ejercicio legítimo del derecho de reunión y manifestación, sino abusivo o “excesivo” (¿desproporcionado?). Se ha dado, así, con el camino para excepcionar tranquilamente la imposición de pena para la conducta encuadrable bajo el tipo penal y para la que no concurre causa de justificación; es cuestión de tiempo el que algún tribunal penal se anime a dar el paso siguiente, el de castigar la conducta para la que sí concurra con toda claridad eximente, con el mismo argumento de que resulte desproporcionada la impunidad de esa conducta en las peculiares circunstancias del caso concreto y de su contexto social y político. Lo difícil no es abrir ese tipo de puertas, sino cerrarlas.
            h) Y todo para qué. Acaba la Audiencia Nacional afirmando que aunque “formalmente esas conductas pudieran parecer como coactivas”, “materialmente carecían de la idoneidad necesaria y de la entidad suficiente como para ser consideradas típicas”. Acabáramos. Si no hay acción típica, no hay delito. Sobra, pues, toda divagación sobre la concurrencia o no de causa de justificación. Ahora las piezas encajan al fin, pero de otra forma: las anteriores apreciaciones sobre la importancia del derecho y de su ejercicio en la actual coyuntura iban dirigidas a justificar una interpretación restrictiva del tipo penal. Lo podrían haber aclarado mucho antes. Pero si lo dirimente es la interpretación del tipo penal del artículo 498, ¿a qué viene y para qué vale tanta alusión al principio de proporcionalidad? Posiblemente, para lo habitual: para no tener que abordar una justificación seria, rigurosa y general de esa interpretación aplicada a dicho artículo. En estos tiempos, siempre que un tribunal no quiere argumentar la interpretación rectora de su fallo, se pone a hablar de hechos y circunstancias del caso y dice que aplica el principio de proporcionalidad y que pondera. Así es como se va imponiendo, paso a paso y en los más variados ámbitos, la actual jurisprudencia, esencialmente desproporcionada (en el sentido de carente de proporción o metro preestablecido y cognoscible) y cada día más reñida con la seguridad jurídica.

            6. En su sentencia, el Tribunal Supremo embrolla todavía más la situación y añade oscuridad metodológica a la ya muy notable oscuridad metodológica de la Audiencia Nacional. Pronto se deja ver en toda su intensidad la actual obsesión de nuestros magistrados con la dichosa ponderación. Interpreta el Tribunal Supremo del siguiente modo la posición de la Audiencia Nacional: “La línea argumental que anima la sentencia recurrida, concluye con un juicio de ponderación de los bienes y derechos en conflicto que proclama la escasa lesividad de las acciones imputadas a los acusados y, al propio tiempo, la concurrencia de una causa de justificación amparada en el ejercicio legítimo de un derecho, tal y como se establece en el artículo 20.7 del Código Penal. La absolución resulta obligada con el fin -se razona- de evitar lo que los Jueces de instancia denominan ´el efecto desaliento`".
            ¿Fue ese el juicio de ponderación? No estamos seguros. Pero, sea como sea, para qué ponderar si se afirma que concurre la causa de justificación del artículo 20.7º? ¿O acaso cabría que concurriera y que a base de ponderar concluyéramos que habría que castigar de todos modos?
            El Tribunal Supremo casa la sentencia de la Audiencia Nacional, condena por delito del artículo 498 y fundamenta también con a base de ponderación. Si en el caso de la referida sentencia de la Audiencia Nacional nos quedábamos sin saber qué era exactamente lo que se ponderaba o balanceaba, lo que el Tribunal Supremo nos dice ahora es que la Audiencia Nacional no ponderó lo que debía ni como debía. Y, en efecto, una de las claves de la famosa ponderación es que cada uno elige lo que quiere poner en cada platillo de la balanza, en función de cuál desea que sea el derecho o principio ganador y cuál el perdedor.
            Según el Tribunal Supremo, la ponderación, en el caso de autos, tiene que darse entre el derecho de reunión (y el de libertad de expresión a él anejo) y el derecho de participación política de los ciudadanos a través de sus legítimos representantes en el órgano legislativo. Dado que el caso se plantea ahora como de conflicto entre esos dos derechos, y puesto que no lo había presentado así la sentencia de instancia, quedan descontextualizadas y faltas de aplicación al caso las sentencias del Tribunal Constitucional que la Audiencia Nacional había citado como precedentes y como base de su doctrina, y así lo hace ver el Tribunal Supremo. Se insiste en que en la resolución de instancia no se encuentra ni rastro de la “argumentación ponderativa singular” entre libertades de expresión y reunión, por un lado, y derecho de participación, por otro. Y, en efecto, no hay tal ponderación en la decisión del Tribunal a quo, por la sencilla razón de que no se planteó el caso como de conflicto entre esos derechos.
            Aparece en escena el artículo 23 de la Constitución, que abarca tanto “el derecho al acceso a las funciones y cargos públicos en condiciones de igualdad”, como “la necesidad de que los representantes designados puedan permanecer y ejercer libremente sus cargos”. Al obstaculizar el ejercicio de las funciones de los parlamentarios se obstaculiza el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos a través de sus representantes.
            Podríamos entender cabalmente que lo que el Tribunal Supremo está haciendo es justificar una cierta interpretación extensiva o, al menos, no restrictiva del artículo 498 del Código Penal, en virtud de la gran importancia del bien protegido por ese tipo penal, que viene a ser, a fin de cuentas, nada menos que uno de los componentes básicos del derecho de los ciudadanos a su participación política en democracia y a través de sus representantes libremente elegidos. Hasta a los valores superiores del artículo 1 de la Constitución, y en especial al pluralismo, apela el Tribunal para respaldar esa interpretación suya. Pero, entonces, ¿para qué hablar de ponderación? Bastaría decir que no puede ser ejercicio ilegítimo del derecho de reunión y manifestación el que viniera a dañar gravemente la sustancia misma del derecho de participación política. No en vano, y a fin de cuentas, hasta la sentencia de instancia había afirmado que, como ejercicio del derecho de reunión y manifestación, las acciones enjuiciadas resultaban un tanto excesivas o abusivas.
            Restablezcamos nosotros la auténtica índole del caso y de lo que para el caso viene a cuento. Hay una acusación por delito contra la inmunidad de los parlamentarios, de conformidad con el artículo 498 del Código. Las defensas alegan la concurrencia de la causa de justificación del artículo 20.7º, en su variante de ejercicio legítimo de un derecho. Tal derecho en cuestión sería el de reunión y manifestación (artículo 21 CE). La sentencia de instancia divaga grandemente, pues no se anima a mantener con todas las palabras que lo acontecido y juzgado suponga un ejercicio legítimo de tal derecho. Así que la sentencia de instancia explica que no es legítimo del todo el ejercicio de ese derecho, sino más bien excesivo o un tanto abusivo, pero que no se debe punir porque entonces se fomentará un “efecto desaliento” en el ejercicio de dicho derecho, tan necesario en estos tiempos de injusticia y ostracismo de los oprimidos. No llegamos a saber si se ponderó o no se ponderó, pero parece que aquella es la solución que respalda el principio de proporcionalidad bien aplicado, ponderando, intuyendo o como sea que se haya averiguado qué es lo proporcional en el caso.
            En la sentencia suya, el Tribunal Supremo sí que pondera, pero no sabemos muy bien por qué. El argumento esencial de esta resolución se halla en la afirmación de que la lectura de los hechos probados “evidencia, sin duda, que algunos de los partícipes en los incidentes desarrollados durante los días 14 y 15 de junio, a raíz de la concentración convocada ante el Parlament de Catalunya, incurrieron en el delito previsto en el artículo 498”, que es un delito de tendencia. Que, como delito de tendencia, el delito se consuma, parece obvio, según la sentencia, vistos los hechos y el fin con el que se realizaron, fin que ya quedaba bien patente en el tenor mismo de la convocatoria (“Paremos el Parlamento. No permitiremos que aprueben recortes”). Afirma el Tribunal que es claro el “juicio de subsunción”. Además, y en contra de lo insinuado en la sentencia de instancia, “el juicio de tipicidad no se ve alterado por el mayor o menor acierto de los agentes de la autoridad en el momento de fijar los perímetros de seguridad que podría haber aconsejado la aglomeración de ciudadanos en las inmediaciones del Parlament”.
            En opinión del Tribunal, según los hechos probados “la lesión del bien jurídico -el normal funcionamiento del órgano parlamentario- se dibuja con absoluta nitidez”. Uno por uno repasa la sentencia el comportamiento de los acusados y su encaje nítido bajo el delito del artículo 498. A lo largo de ese repaso y para uno u otro acusado, insiste nuevamente en que “el juicio de subsunción se manifiesta con absoluta nitidez”.
            ¿Dónde estuvo la ponderación del Tribunal Supremo y en qué consistió? Sienta, paso a paso, que las conductas examinadas son plenamente subsumibles en el tipo el artículo 498. Quedaría por ver si, con todo, es aplicable la eximente de ejercicio legítimo de un derecho. Lo niega el Tribunal. ¿Con qué argumento? ¿Acaso con el de la ponderación? Eso parece, pero de una ponderación metódicamente llevada, paso a paso, no encontramos huella en la sentencia. Solamente se dijo aquello que ya se ha reseñado, que no puede ser ejercicio legítimo del derecho de reunión y manifestación el que implique tan grave atentado al derecho de participación política, derecho que constituye el bien jurídico que el artículo 498 del Código Penal ampara. Pero eso no es ponderar y más si consideramos que, como el mismo Tribunal a quo admitía, el ejercicio de la libertad de reunión, antes que legítimo, resultaba en el caso “excesivo” o con un componente de “abuso” de ese derecho.
            ¿Ponderan? No, dice que ponderan. ¿Por qué? Una vez más para no tener que explayarse sobre lo más difícil, sobre la naturaleza jurídica del delito en cuestión, sobre las modalidades posibles de su comisión y sobre la interpretación del tipo penal del artículo 498.
            Sinteticemos las acciones de cada concreto condenado, tal como la sentencia misma las describe, de conformidad con la declaración de hechos probados en primera instancia:
            - Marco Antonio le pintó por la espalda la chaqueta a una diputada, valiéndose de un spray. Pero, según la sentencia que vemos, “Marco Antonio es (…) uno de los manifestantes que quiere paralizar el Parlamento impidiendo la aprobación de lo que considera recortes presupuestarios”. Así que, por eso, su acción sería típica a tenor del referido artículo 498. En palabras del Tribunal “entendemos que el acusado no hizo sino ejecutar una acción que es la concreción exacta del fin colectivo perseguido por los manifestantes”. Basta ver el lema de la convocatoria para conocer la intención de los participantes, Marco Antonio entre ellos.
            - Edemiro, según los hechos probados “se interpuso con los brazos en cruz ante los parlamentarios (…) y siguió al diputado autonómico Sr. Luis Pablo con las manos alzadas, gritando las consignas de la reunión”. Ya estamos al corriente de que el delito sobre el que se debate es descrito en el artículo 498 del Código Penal como empleo de la fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave para impedir a un parlamentario la asistencia a una reunión de la cámara legislativa. ¿Se cumple con esa descripción cuando el acusado no se interpone ante el diputado, sino que lo sigue con las manos en alto y gritando? Según el Tribunal, sí, pero por razón del “entorno tumultuario” en el que ocurrían cosas tales como que a un diputado alguien (no Edelmiro, ciertamente) le arrebató un bolso, a otros les impidieron el paso (pero no se lo impidió Edelmiro, eso no) o sobre las ropas de otros algún manifestante (no Edelmiro) derramó “algún líquido”.
            - Estela persiguió a un diputado “con los brazos en alto, moviendo las manos, coreando consignas de la manifestación”. Esa conducta supondría acoso al representante de los ciudadanos y, en suma, Estela “ejecuta su particular aportación al acto colectivo de obstaculización de las tareas parlamentarias”, contribuyendo, el igual que Edelmiro, “a reforzar la violencia e intimidación sufrida por los Diputados autonómicos Iván y Luis Pablo, impidiéndoles el normal desarrollo de sus respectivas funciones representativas”.
            - Leopoldo “sabe que está acosando a dos Diputados, en unión de otras personas que no han sido identificadas”, “pide expresamente que se les impida el paso” y “para rubricar la motivación de sus actos”, exhibe una pancarta. Se añade que “los dos Diputados, después de un altercado con otras personas no identificas, piden amparo a los agentes de policía. Sólo el traslado en helicóptero hizo posible que ambos representantes pudieran llegar al Parlament”. El subrayado es nuestro y vale para resaltar que no consta ni que fuera Leopoldo el que impidiera el paso a los parlamentarios, ni el que tuviera el altercado con ellos. Leopoldo sabía, sí, en qué acción colectiva participaba y cuáles eran los objetivos de esa acción. Pero de su conducta en concreto, consta nada más que exhibió una pancarta, ni siquiera que con ella cerrara el paso a los diputados ni cosa por el estilo. Para el Tribunal “[e]l juicio de subsunción se manifiesta con absoluta nitidez”. El juicio de subsunción bajo el delito del artículo 498 del Código. Por esto: porque el acusado “se vale de la atmósfera de coacción ejercida por otras cien personas, cuya identidad no ha quedado acreditada, y pide a otros manifestantes que obstaculicen el paso de los Diputados Raimundo y Baltasar para que, por su obligada ausencia, no puedan votar. El desenlace no es otro que la necesidad de sobrevolar en un helicóptero los obstáculos creados por los manifestantes”. Sería muy interesante analizar ese razonamiento desde el punto de vista de la relación causal entre la conducta de Leopoldo y el acaecimiento del daño al bien protegido por el tipo penal que se le aplica.
            - Eugenio, con la misma finalidad que los anteriores, “empeñó sus esfuerzos en que el Diputado Romualdo no accediera al Parlament”, concretamente por estar entre los que rodeaban al representante popular con las manos abiertas y los brazos en alto, pero “siempre a su espalda”. Era uno de los que lo rodeaban por detrás para que no avanzara hacia adelante, como se ve.
            - También Rosario, Tomás y José Luis entorpecieron el libre tránsito de un diputado que se dirigía al Parlament. Están en el grupo de personas que  se interponen en su camino, lo interpelan y lo obligan a escuchar sus razones hasta que “agentes de policía acompañaron al diputado para que superara a los manifestantes. No consta que fuera agredido, ni empujado”.
            Esos son, en lo esencial y sin hurtar detalles relevantes, los motivos que el Tribunal alega para justificar la condena de todos los mencionados como autores del delito en cuestión, el del artículo 498 del Código Penal en su primera variante (empleo de “fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave para impedir a un miembro (…) de una Asamblea Legislativa de Comunidad Autónoma asistir a sus reuniones”.
            El razonamiento subyacente no es difícil de captar y se podría resumir según el siguiente esquema: a) por tratarse de un delito de tendencia, lo comenten todos los integrantes del grupo de manifestantes o reunidos que comparten esa “tendencia”, es decir, la finalidad ilícita de la convocatoria, por lo que podría decirse que, pese a estar autorizada la concentración por la autoridad gubernativa, se trata de una concentración delictiva; b) cualquiera que, de la forma que sea (por ejemplo, impidiendo a un diputado el avance a base de situarse detrás de él, no delante), haya formado parte de esa concentración es reo del delito, haya hecho lo que haya hecho y por la simple razón de que si estaba allí es porque comparte el ilícito objetivo común; c) los acusados y condenados  son solamente esos porque únicamente de esos consta en los hechos probados que estuvieran presentes en la reunión y se comportaran en consonancia con el objetivo aglutinador, pero potencialmente todos son culpables por estar y por estar para lo que estaban, e idealmente a todos se les podría haber condenado si de todos constara la identidad y la presencia[4].
            No se antoja fácil una justificación doctrinal de esa autoría delictiva ni de las peculiaridades de un delito que de esa manera se comete, aunque se opte por considerarlo delito de tendencia. Tampoco sería sencillo correlacionar los hechos probados con una bien argumentada interpretación de la norma. Por eso, según mi tesis, se tira por el camino de en medio, el de la ponderación. Se dice que se pesaron aquellos dos derechos (libertad de reunión y manifestación - artículo 21 CE- y participación política -artículo 23 CE) y que salió mayor el peso del de participación, por lo que no pueden quedar impunes los comportamientos de los acusados, al margen de que su subsunción bajo la norma sea más o menos problemática o de cómo deba el precepto interpretarse para que esa subsunción quepa, y al margen de que otro día y en otro caso algo diferente el pesaje de esos mismos derechos en competencia pueda dar un resultado distinto. Como casi siempre en este tipo de resoluciones ponderadoras, cada derecho tiene el peso que tiene porque el tribunal de turno dice que lo tiene. De ahí que ponderar sea tan práctico y tan cómodo. La balanza no se enseña, se indica nada más que el peso, pero no se ve por ningún lado el “ponderómetro”. Cuando se corrige el “balanceo” del Tribunal de instancia, se subraya que no pesó como es debido o que no pesó lo debido. Nuevos derechos o principios aparecen cuando se los necesita y para derrotar a quien se les mande.
            A mi modo de ver, que otras jurisdicciones se pierdan por esos esotéricos caminos de la ponderación es altamente preocupante, pero que sean los altos tribunales de lo Penal los que por ahí se embarquen puede acabar resultando trágico para nuestros derechos (precisamente) y garantías ante el sistema penal y ante el Leviatán que lo respalda. Y, entretanto, esa manera de razonar echa por tierra sin piedad siglos de sutil y aguda dogmática penal y de exigencia a la hora de motivar con esmero y sin trampa las decisiones judiciales, en particular las penales condenatorias.
            Por cierto, la pena para los ocho acusados condenados será de tres años de prisión.


* Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de León.
[1] En su voto particular a la sentencia del Tribunal Supremo, el magistrado Perfecto Andrés Ibáñez empieza diciendo que su discrepancia de la mayoría “versa, primero, sobre la forma en que interpreta las consideraciones del tribunal de instancia expresivas de su punto de vista acerca del modo de operar con los principios constitucionales e intereses en presencia e implicados en el caso de que se trata”.
[2] En verdad, el lenguaje de la sentencia de la Audiencia Nacional es un tanto equívoco en este punto: “Porque la dimensión objetiva del derecho fundamental y su carácter de elemento esencial del orden jurídico obliga a los poderes públicos a tener en cuenta su contenido constitucional, para impedir reacciones que supongan un sacrificio innecesario o desproporcionado, o que disuadan o desalienten su ejercicio (STC 185/2003 (RTC 2003, 185), Fj 5). Por lo tanto, el tribunal debe atender con carácter prioritario al contenido constitucionalmente protegido del derecho”.
[3] En este punto, sigue así el razonamiento de la sentencia de la AN: “El juez no puede ´reaccionar desproporcionadamente frente al acto de expresión, ni siquiera en el caso de que no constituya legítimo ejercicio del derecho fundamental en cuestión y aun cuando esté previsto legítimamente como delito en el precepto penal` (STc 110/2000 (RTC 2000, 110), Fj 5). La STc 104/2011, que hemos citado, estimó el amparo y anuló la sentencia condenatoria por delito de desobediencia contra la demandante, miembro del comité de huelga de los trabajadores de un Ayuntamiento, que había allanado el despacho de un concejal, le había impedido que recibiera a unas personas que tenían cita con una funcionaria que ejercía su derecho de huelga, y se había resistido a atender a la orden para que abandonara la dependencia. ´El contexto huelguístico, los hechos acaecidos y la función de la recurrente en esa concreta huelga, obligaban así a encuadrar la desobediencia en el marco objetivo del derecho fundamental` (Fj 8). De tal manera, la conexión de la conducta imputada con el derecho fundamental determinaba, a juicio del Tribunal Constitucional, que ´la imposición de una sanción penal a la misma constituya una reacción desproporcionada, vulneradora del derecho a la legalidad penal (art. 25.1 Ce ) por su efecto disuasorio o desalentador del ejercicio de aquel derecho fundamental`”.
[4] En su voto particular, escribe el magistrado Perfecto Andrés Ibáñez que el del artículo 498 “[s]e configura como un tipo delictivo generalmente caracterizado como de peligro abstracto. Por tanto, aplicable ya solo con que se dé el empleo -de alguna de aquellas [fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave]- para el fin contemplado, con independencia del resultado, en el primer supuesto; o cuando las formas de comportamiento previstas fueran aptas para ocasionar una perturbación del estado de ánimo del sujeto, que pudiese incidir en el sentido del voto”. Así que “lo requerido es que exista ´fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave`, aplicada, además, directa y materialmente sobre un sujeto o sujetos concretos investidos de aquella calidad”. Concluye el magistrado discrepante que “[s]ituados en este plano, no cabe afirmar que las acciones descritas (seguir, interpelar, corear consignas, etc., o manchar la ropa) (…) y que la sala de instancia consideró impunes a la luz del art. 498 Cpenal, respondan a las exigencias típicas de ese precepto. Ni siquiera por el hecho de haber tenido lugar en el marco y ambiente de referencia: un dato de contexto que no pudo transformarlas al margen de la voluntad de sus autores, hasta el punto de alterar de manera esencial su naturaleza, inscribiendo en ellas rasgos y un marchamo de violentas o intimidantes que en sí mismas no tenían”. Y todavía más: “El hecho de haber participado en la concentración-manifestación no tiene en sí mismo carácter típico, por falta de encaje en el campo semántico de cualquiera de los verbos utilizados por el legislador. Por otra parte, la circunstancia de que un grupo de los que se manifestaron lo hubiera hecho de forma violenta, incidiendo de este modo (de manera directa e inequívocamente criminal) sobre alguno de los parlamentarios, no puede convertir en violentos comportamientos que objetivamente no lo fueron, cuyos responsables carecieron subjetivamente del propósito de obrar de ese modo, y prácticamente realizaron acciones ayunas por completo de tal connotación. Por eso, desplazar sobre ellos la responsabilidad de unas conductas que no cabe atribuirles como suyas propias, es algo que está reñido con el principio de culpabilidad”.