(Base de ponencia y texto para las actas de congreso en el que participaré, en Colombia, en octubre de 2015)
¿QUIÉNES
SON LOS VERDADEROS FORMALISTAS EN LA TEORÍA DE LA DECISIÓN JUDICIAL?
JUAN
ANTONIO GARCÍA AMADO
RESUMEN.- Partiendo de la distinción entre
teorías formalistas de la validez jurídica y teorías formalistas de la decisión
judicial, se señala que en el siglo XX las teorías formalistas de la validez
judicial, como la de Kelsen, han sido, como todo el iuspositivismo de la época,
teorías antiformalistas de la decisión judicial, mientras que el formalismo de
la decisión de los jueces lo heredaban las doctrinas iusmoralistas, que afirman
la única respuesta correcta para cada caso y niegan o convierten en excepcional
la discrecionalidad judicial. El actual neoconstitucionalismo principialista y
ponderador es una de esas doctrinas formalistas de la decisión judicial. En su
forma canónica de hoy, viene marcado por la síntesis que hace Alexy entre la
jurisprudencia de conceptos alemana y Dworkin, a lo que Alexy añade un método
acabado de ponderación. De esa manera, este constitucionalismo principialista y
ponderador es una especie de reflejo invertido de aquella metafísica
decimonónica de la jurisprudencia de conceptos. Por esa vía, la metafísica
alemana sigue hoy impregnando la teoría del derecho continental, y muy
especialmente en Latinoamérica.
PALABRAS CLAVE. Formalismo. Decisión judicial.
Ponderación. Neoconstitucionalismo. Jurisprudencia de valores. Alexy.
Argumentación.
1. Planteamiento de la cuestión y breves
notas sobre algunos mitos y lugares comunes del constitucionalismo de nuestros
días.
En
la actual teoría y filosofía del derecho, y creo que de manera muy destacada en
Latinoamérica, están muy extendidos una serie de lugares comunes que podríamos
sintetizar del siguiente modo, atendiendo nada más que a la temática que en
este trabajo nos interesa: a) el positivismo jurídico es formalista, mientras
que las corrientes antipositivistas o pospositivistas son antiformalistas; b)
el constitucionalismo positivista es poco sensible a los elementos morales y
políticos que dotan de fundamento moral al Estado de Derecho, mientras que el
constitucionalismo antipositivista, muchas veces llamado neoconstitucionalismo,
es mucho más receptivo frente a esas bases morales de las constituciones y las
defiende mucho mejor; c) el iuspositivismo en general, y en particular el
constitucionalismo iuspositivista, casa bien con planteamientos políticos y
sociales de carácter conservador, mientras que el pospositivismo y el
neoconstitucionalismo cuadran de mejor manera con designios progresistas y
reformistas.
Tales
lugares comunes conforman auténticos mitos de la teoría jurídica y el
constitucionalismo de nuestros días, y muy particularmente en América Latina,
repito. Son muchos los que los cultivan de buena fe y sin conciencia de que en
la base de cada uno late una falsedad promovida las más de las veces por
teóricos de moral turbia y trayectoria dudosa, al servicio de poderes políticos
o económicos escasamente democráticos y, desde luego, poco propensos a la
promoción sincera de los derechos fundamentales y, menos, de los derechos
sociales.
No
es propósito de este escrito el de desmontar en detalle cada uno de esos mitos
que se conjugan al modo de una ideología como falsa conciencia de juristas
ingenuos, y hasta da un poco de vergüenza ajena reparar en quienes en verdad se
creen tales patrañas
sin respaldo histórico ni textual. Nada más que voy a resaltar lo que podríamos
llamar la paradoja del formalismo, consistente, en que en la teoría de la
decisión judicial, los verdaderos y más propiamente formalistas son los que se
dicen antipositivistas, principialistas y ponderadores. En este punto hay que empezar
por deshacer la confusión entre teorías formalistas de la validez de las normas
jurídicas y teorías formalistas de la decisión judicial.
Son
teorías formalistas de la validez las que mantienen que, dentro de un sistema
jurídico, el que sea, una norma jurídica es válida si satisface ciertas
condiciones que son “formales”, en sentido amplio de la expresión: si dicha
norma ha sido creada por el órgano y con el procedimiento que se estipula en
otras normas del mismo sistema jurídico. La de Kelsen es posiblemente el
ejemplo más radical de teorías formales o formalistas de la validez jurídica.
Son
teorías formalistas de las decisión judicial
las que afirman que el juez puede y debe decidir correctamente los casos que se
le someten, mediante la aplicación de un método de razonamiento o un
procedimiento intelectual que le permita hallar en el sistema jurídico la
solución única correcta (o casi) que en este se contiene para cada pleito, sin
que en tal proceso de decisión del juez tenga que darse (o casi sin que tenga
que darse) ningún elemento de valoración subjetiva, ninguna parte de
discrecionalidad judicial. En este ámbito de la decisión judicial, todos los
autores que a lo largo del siglo XX y hasta hoy se pueden denominar como
iuspositivistas y sean cuales sean las variantes de su iuspositivismo, son
profundamente antiformalistas, pues todos, en medida mayor o menor, niegan que
la decisión judicial correcta pueda objetivamente hallarse para cada caso (o
casi) a base de aplicar métodos lógicos, mecánicos, aritméticos o puramente
formales, y todos resaltan el insoslayable componente de discrecionalidad
judicial. Hasta tal punto es esto así, que una de las notas definitorias del
iuspositivismo jurídico del siglo XX es precisamente esa, la afirmación de la discrecionalidad
judicial. Ese antiformalismo iuspositivista puede ser muy radical, como en el
caso del iuspositivismo empirista del realismo jurídico escandinavo, puede ser
muy fuerte, aunque matizado por la asunción del componente ideológico que
acompaña la autopercepción del juez como vinculado a la ley (Kelsen), o puede
ir de la mano de una filosofía política que haga énfasis en el sustrato moral
de los sistemas jurídicos modernos y que propugne que los jueces hagan un uso
de su discrecionalidad lo más leal posible con tal sustrato moral (Ferrajoli).
En
ese tema de la decisión judicial, el formalismo ha tenido dos configuraciones
principales: el paleopositivismo o positivismo metafíco del siglo XIX,
encarnado, en el Derecho continental, por la escuela de la exégesis y la
jurisprudencia de conceptos, y el iusmoralismo principialista y ponderador, que
tiene su antecedente primero en la jurisprudencia de valores, toma la noción de
principios jurídicos de Dworkin y halla su síntesis metodológica en la doctrina
de Alexy y su diseño de la ponderación como método para alcanzar las decisiones
correctas de cada caso, en el marco de una ética de signo constructivista y con
muy escaso espacio para la discrecionalidad judicial. Esa es la paradoja
histórica que pretendo acreditar aquí, la de que el principialismo alexyano y
el conceptualismo decimonónico, el del primer Jhering, estructuralmente se
parecen como dos gotas de agua, pues comparten la fe en la perfección del
sistema jurídico, rellenan de metafísica el derecho y piensan que hay un método
que permite al juez arribar con objetividad y mucha certeza a la solución única
correcta para cada caso.
2.
Racionalidad del Derecho vs. racionalidad del juez
En
la teoría del derecho se han dedicado ingentes esfuerzos y ríos de tinta para fundar
la decisión racional de casos jurídicos. Siempre se conjugan dos elementos a
este propósito: la racionalidad que se predique del derecho mismo en tanto que
materia, objeto o “realidad”, y el grado de esfuerzo, metodológicamente guiado,
que se le pida al sujeto que en derecho decide, a fin de alcanzar la decisión
jurídica correcta. Y rige prácticamente sin excepción la siguiente regla: cuanto más alta es la racionalidad que al
derecho como tal (y sea cual sea la materia prima de lo jurídico, según la
teoría de turno) se le atribuye, menor es el énfasis que se pone en el esfuerzo
reflexivo o cognitivo del juez; y, a la inversa, cuanto mayor es el énfasis en los defectos estructurales e inevitables
del derecho en tanto que medio regulador, más de destaca el papel determinante
del conocimiento, la agudeza metodológica o las actitudes del juez o sujeto
llamado a decidir los casos jurídicos.
Generalmente,
y en particular en la literatura anglosajona, se presenta el panorama como de
muy simple contraposición entre enfoques formalistas y enfoques propios del
llamado realismo jurídico (norteamericano). Formalistas serían aquellas viejas
teorías que pensaban que la decisión judicial consiste en un muy elemental
silogismo en el que se ponen en relación los hechos y la norma que a ellos se
ajusta y surge sin esfuerzo del juez el fallo, con poco que argumentar, pues
allí donde las dos realidades se ajustan perfectamente, la realidad fáctica y
la normativa, poco más cabe añadir, si no es mostrar el prodigio lógico y hasta
metafísico. A ese formalismo habría venido a ponerlo en serios apuros el
realismo de aquellos jueces y profesores que desde las primeras décadas del
siglo XX nos hicieron conscientes de que no es la lógica, sino la ideología la
que mueve las decisiones judiciales, y que no es la competencia deductiva, sino
la muy personal y “situada” intuición la que determina los contenidos de los
fallos.
Pero,
sin que quepa invalidar por completo el anterior esquema, habría que matizar
que, al menos en los ámbitos del llamado derecho continental, las cosas son algo
más complejas. No podemos comprender la mutación en el modelo de racionalidad
jurídica si atendemos solo al elemento subjetivo, al modo como el juez razona o
a la base subjetiva de su decisión. Hay que considerar también la idea del
derecho, y, al menos en el derecho continental, lo determinante fue el cambio
en la idea de lo jurídico.
El
tránsito del siglo XIX al XX fue, en la teoría jurídica, el paso del modelo del
derecho perfectamente racional (o casi) al modelo del derecho no perfecto,
defectuoso, por así decir. Sobre la francesa escuela de la exégesis influía el
llamado mito del legislador racional
y, en consecuencia, el derecho positivado en el código era contemplado como
derecho perfectamente racional. El sistema jurídico tenía tres propiedades que
lo hacían poco menos que perfecto: plenitud, coherencia y claridad; es decir,
no había lagunas ni antinomias y los problemas interpretativos o no existían o
eran desdeñables, o se podían resolver con ayuda de un método bastante
sencillo, generalmente consistente en la averiguación, mediante indicios
históricos patentes, de cuál había sido la voluntad del legislador. Si, además,
se pensaba que los hechos hablaban por sí mismos y que poca o nula relevancia
tenía la valoración de la prueba por el juez,
mero fedatario de lo fácticamente acaecido, era fácil desembocar en la visión
de la decisión judicial como simple silogismo o elemental subsunción, sin
componentes creativos o subjetivos, pura objetividad parangonable a la
científica y modo en que razón teórica y razón práctica se daban la mano en el
campo de la praxis jurídica.
Para
los alemanes de la jurisprudencia de conceptos, también en el XIX, los esquemas
de fondo no eran muy diferentes, pese a que, para ellos, no contaba de igual
manera la idea del legislador racional y ya que en los territorios alemanes la
codificación no se había impuesto desde los inicios del siglo, como en Francia,
sino que fue cristalizando con más lentitud y en medio de muy conocidos debates[5]. Lo que
cambiaba era la materia prima de lo jurídico, pues donde los franceses veían en
los preceptos del Código la esencia racional y plenamente objetiva del derecho,
los alemanes ubicaban tal racionalidad y objetividad perfectas en las ideas o
“conceptos”, que componían algo así como la pirámide ontológica del derecho.
Baste recordar cómo, en derecho privado, la idea matriz es la autonomía de la
voluntad y de ella se van deduciendo, con una especie de necesidad derivada de
algo así como la lógica material, los contenidos que dan su ser y su sentido a
los conceptos que hacia abajo se encadenan según su nivel de abstracción:
negocio jurídico, contrato, compraventa y demás contratos, etc. Si los
franceses subsumían bajo enunciados claros, precisos y coherentes del Code, los alemanes encajaban bajo los
contenidos necesarios e inmutables, metafísicamente impuestos e invariables, de
cada concepto jurídico. Al igual que los artículos del Código se van
desplegando con arreglo a la figura de un árbol del saber jurídico, los
conceptos jurídicos, para la ciencia jurídica alemana, se van esquematizando
conforme a los trazos de un árbol “lógico” y en una escala que baja de la
abstracción a la concreción, paso a paso y hasta llegar a los conceptos más
concretos, siempre genealógicamente dependientes de los más abstractos que
ocupan los peldaños superiores de la pirámide[6].
De
una manera o de la otra, o bien porque el Código encarna la autorregulación de
la nación y es expresión de la sabiduría ínsita en el legislador que a la
nación representa y a sí misma se regula, o bien porque los contenidos
conceptuales o ideales de lo jurídico expresan un orden necesario del ser, un
orden metafísico incontestable, lo jurídico es perfecto y plenamente racional y
sus reglas (se deriven de las palabras del código o de los contenidos de cada
concepto) permiten pensar que hay para cada caso una única solución correcta
predeterminada en el sistema jurídico y que el juez puede y debe hallar en cada
litigio que resuelva. Bajo tales puntos de vista, los jueces no crean derecho,
no ejercen discrecionalidad y cuentan con un método plenamente operativo para
extraer con acierto la solución que para cada asunto yace en el subsuelo del
sistema, sea ese subsuelo semántico y lógico o sea ontológico o metafísico. Tal
vez los seres humanos resultan sumamente imperfectos y no muy sabios, y lo
mismo los jueces, como humanos que son, pero poco importa si la perfección está
en el derecho mismo y ese humano que juzga no tiene que hacer mayor cosa que,
con ayuda de elementales consignas metodológicas, sacar del sistema jurídico la
solución única correcta para cada caso, por completo predeterminada a su
voluntad, independiente de su subjetividad, no condicionada en modo alguno por
sus preferencias personales o sus convicciones morales o ideológicas. Al igual
que las verdades científicas no dependen de lo que al físico o al químico le
guste o le convenga, la verdad de las soluciones jurídicas, lo que sea para
cada caso la solución jurídica verdadera, no depende de nada que esté a merced
de la conciencia o la opinión del juez, sino de un orden objetivo que el juez
ni manipula ni condiciona, pero que puede conocer si emplea el método debido.
Fue
esa concepción optimista y metafísica, idealista y confiada del derecho, la que
sucumbió por completo con el paso del siglo XIX al XX. En Francia, la crítica
destructiva de Gény no dejó
de la escuela de la exégesis títere con cabeza, justo en el cambio de siglo, y
luego llegó el particular sociologismo jurídico de los franceses y remató la
faena. En Alemania, el Jhering de la segunda época inicia los ataques cuando
faltan más de tres décadas para que el XIX termine, y con el cambio de siglo se
consuma el descrédito definitivo de la jurisprudencia de conceptos, que muere
bajo el fuego cruzado de Kelsen y su normativismo antimetafísico y su
relativismo moral, de Ehrlich y los que bajo su ejemplo se adscriben al
sociologismo jurídico, de la escuela de derecho libre (Fuchs, Kantorowicz,
Isay…), de la jurisprudencia de intereses
que funda Heck y desarrollan autores como Müller-Erzbach o Rümelin, etc.
Se
puede decir con bastante seguridad que en los años veinte y treinta del siglo
XX no queda en Europa un solo autor informado e influyente[9]
que siga anclado en la visión optimista e hiperracionalista que de lo jurídico
se tenía en el XIX y que todavía sostenga que el derecho es obra acabada de la
razón, que la decisión judicial es un elemental silogismo o una subsunción muy
sencilla, que los valores del juez no influyen determinantemente en sus fallos,
que no hay discreción judicial o que no importan las razones de la sentencia,
porque si ha sido correcto el razonamiento del juez, en el fallo se plasma la
razón del derecho. Y el realismo jurídico escandinavo firma la definitiva
sentencia de muerte del optimismo de los juristas.
En
medio de las enormes polémicas que en la primera mitad de siglo y en la teoría
jurídica europea enfrentan a normativistas con empiristas, a psicologistas con
socioligistas, a neokantianos y a neohegelianos, etc., etc., hay un acuerdo de
fondo en que el optimismo metafísico del siglo XIX está muerto, en que, por
mucho que los legisladores se esfuercen, el derecho es incapaz de abarcar la
compleja realidad social, en que los términos jurídicos tienen siempre su halo
de indeterminación y en que los jueces crean o recrean el derecho y obran con
muy amplios márgenes de discrecionalidad. Pero cuando los jueces de la
República de Weimar, primero, y del nazismo, después, usaron todo ese poder que
ahora la teoría les reconocía para derribar las estructuras del Estado de
Derecho, para darle marchamo jurídico al crimen y para convertir en agua de
borrajas los derechos subjetivos que las leyes y los códigos reconocían por
igual a los ciudadanos, la teoría jurídica sintió la necesidad de retornar a
los tranquilizadores esquemas de la fe en la razón, una fe bien contrafáctica,
y el idealismo, y empezó a decir de nuevo que donde no exista justicia no puede
haber propiamente derecho y que allí donde en verdad el derecho existe
proporciona a los jueces certezas racionales con las que resolver cada pleito
del modo objetivamente correcto, sin discrecionalidad y sin espacio para el
abuso o la tergiversación. Esa va a ser la historia principal del pensamiento
jurídico de la segunda mitad del pasado siglo, y hasta hoy o poco menos.
3 La jurisprudencia de valores alemana y su
conservadurismo.
Ante
lo que podríamos llamar la duda sobre el elemento humano en lo jurídico, se
imponía re-racionalizar el Derecho, y para eso había que alejar la teoría
jurídica del positivismo, que es la doctrina que afirma que las normas son
jurídicas en razón de propiedades independientes de su condición moral, de la
legitimidad del sistema político en el que rijan y de la racionalidad mayor o
menor de su uso. El primer y decisivo paso lo da, en Alemania, la
jurisprudencia de valores, que tiene su expresión emblemática en una afirmación
que en 1958 aparece tanto en el comentario que Günter Dürig
publica sobre el apartado 1 del parágrafo 1 de la Ley Fundamental de Bonn[11], como en
la sentencia del Tribunal Constitucional Alemán en el caso Lüth, y que reza
así: la Constitución es un orden objetivo
de valores.
La
naturaleza de la Constitución es concebida como esencialmente axiológica y los
valores constitucionales son los primeros y más altos del orden moral en que,
en su esencia, el Derecho consiste.
Y de esos supremos valores que conforman el sustrato básico de lo jurídico, el
primero es el valor dignidad, recogido en aquel apartado primero del primer
parágrafo de la Constitución. Hasta tal punto es todo el orden constitucional
un conjunto de valores deducidos de ese valor primero o fundante, y hasta tal
punto los contenidos del sistema jurídico son la plasmación normativa o
regulativa de esos valores, que afirma Dürig que aun cuando la Ley Fundamental
no tuviera más texto expreso que ese primer apartado referido a la dignidad, el
contenido real de la Constitución sería el mismo, pues todo lo que tras el
parágrafo 1 está escrito en la Ley Fundamental es pura deducción o desarrollo
ineludible a partir del valor dignidad.
Es
obvio en la jurisprudencia de valores, lo mismo que en cualquier otra doctrina
de impronta fuertemente iusmoralista, que si el elemento primero del sistema
jurídico auténtico es axiológico, esos valores no pueden ser de cualquier
contenido, sino que han de ser los de la moral verdadera. De esa manera, cuando
el juez decide conforme a derecho ya no importan tanto las deficiencias o
insuficiencias de los preceptos positivos, de los enunciados constitucionales,
legales o reglamentarios, ya que puede completarlos, precisarlos y hacerlos
plenamente coherentes a base de verlos sobre el trasfondo de ese orden
axiológico de contenidos verdaderos y necesarios. Por esta vía, y a partir de
la jurisprudencia de valores, reaparece,
pues, el sueño decimonónico de que el
derecho es, en su trasfondo y más allá de la superficie, un orden perfecto
(completo, coherente y claro) que encierra para cada caso una solución
correcta, y de que la discrecionalidad judicial es inexistente o escasa,
pues lo que al juez se le pide no es que colme lagunas, resuelva antinomias o
elija interpretaciones posibles de los enunciados jurídicos, sino que realice
las operaciones intelectuales o siga las pautas metodológicas debidas para dar
con la solución objetivamente correcta para cada caso, que será la solución
moralmente correcta y, simultáneamente, la solución jurídicamente adecuada, ya
que moral y derecho se dan la mano y se aúnan en ese fondo axiológico o
valorativo de lo jurídico. O, como más adelante dirá Alexy, el derecho es un
caso especial de la razón práctica general.
La
jurisprudencia de valores fue el recurso doctrinal de un constitucionalismo
alemán de posguerra extraordinariamente conservador y que quería poner, desde
la constitución misma, cortapisas a una eventual victoria algún día de partidos
de izquierdas o menos conservadores.
Eso explica algunas tremendas sentencias del Bundesverfassungsgericht en este tiempo en el que supuestamente se
inspiraba en los mejores contenidos de los supremos valores constitucionales.
El
antiparlamentarismo de fondo y la fobia al liberalismo se disfrazaban como
apelación a la densidad moral de una la constitución, la Ley Fundamental de
Bonn, de la que se quería alejar toda visión o interpretación de sus términos
en clave positivista y mostrar que no importaba tanto lo que la constitución
dijera, como la unidad del pueblo bajo los valores constitucionales que esa
doctrina ultraconservadora quería amarrar para siempre, para, ante todo, hacer
el sistema inmune a los cambios que pudiera pretender la izquierda si un día
ganaba las elecciones democráticas. Toda “jurisprudencia de valores” ha sido
siempre bien contraria a cualquier “jurisprudencia democrática”, y quienes “materializan” la constitución para
lanzarla contra la ley que no sea formal o semánticamente inconstitucional lo
hacen siempre para apoderarse de la constitución misma y hacer pasar su moral
personal por moral constitucional objetiva. Esa paradoja del
constitucionalismo alemán de postguerra sigue lastrando el constitucionalismo
actual de medio mundo: los profesores que interpretaban y sistematizaban la
constitución eran (y siguen siendo, muchas veces) absolutistas morales que
abominaban del pluralismo, la libertad, la autonomía individual y la democracia[14].
Se
trataba, por tanto, de hacer ver que el contenido de la Ley Fundamental es
mucho más denso y preciso de lo que la Constitución dice y que cuanto en las
palabras del texto constitucional queda impreciso o ni siquiera es mencionado
está, sin embargo, perfectamente definido y regulado en ese fondo moral que
también es Constitución y es la parte esencial de la Constitución. Se buscaba,
pues, que pudiera el Tribunal Constitucional declarar inconstitucionales normas
legales que en modo alguno contradijeran los enunciados constitucionales o que
fueran plenamente compatibles con la semántica constitucional, pero que se
opusieran a instituciones, tradiciones o reglas sociales que ese
constitucionalismo ultraconservador consideraba intocables y que quería librar
de todo riesgo de reforma por medio de la legislación. La historia del
constitucionalismo del siglo XX nos enseña que el mejor recurso para evitar los
cambios sociales por vía legal que más duelen a los poderes dominantes en un
país consiste en “materializar” la Constitución a fin de que, digan lo que
digan sus artículos, sea posible convertirla en guardiana del orden material y
las prácticas establecidas que más favorezcan a tales poderes. De Weimar para
acá, el gran enemigo del constitucionalismo conservador ha sido siempre el
legislador, y la mayor desconfianza la han tenido siempre las élites políticas
y jurídicas respecto de la soberanía popular y el parlamentarismo. La forma de
precaverse ante las posibles reformas impulsadas desde los partidos de la
izquierda ha sido la de volver sus programas incompatibles con el orden
constitucional. Así, por ejemplo, en aquella Alemania de los años sesenta,
dominada en lo jurídico por constitucionalistas que, en su mayor parte, no le
habían hecho ascos al nazismo en su día, importaba ante todo poner a salvo el
orden tradicional de la familia y el alcance máximo de los contenidos del
derecho de propiedad, y por eso había que agregar a los artículos de la Ley
Fundamental que a la familia o a la propiedad se referían algo más: los valores
de una moral particular y partidista que convertían en inconstitucional el
ataque contra el viejo orden familiar y económico.
3. Subsumir y ponderar: dos “métodos” con
un designio común.
Esa
pátina conservadora, que está en los orígenes doctrinales de lo que más
adelante se denominaría neoconstitucionalismo, se oculta a base de fundir, un
par de decenios después, la jurisprudencia de valores con la teoría del derecho
de Ronald Dworkin,
pensador de lo jurídico que no es conservador en sus propósitos políticos.
Dworkin combatía en otro frente, el norteamericano o anglosajón, estaba en otra
disputa y seguramente no tenía ni la más lejana noticia del constitucionalismo
alemán de la jurisprudencia de valores y muy sucinta información sobre la
historia de la teoría jurídica y constitucional europea y del derecho continental.
Quien sí conoce bien tanto la obra dworkiniana como el pasado del
constitucionalismo alemán es Robert Alexy, y a él le correspondió elaborar la
gran síntesis. Desde
posturas políticas o morales también conservadoras, pero de un conservadurismo
ya no autoritario como el de sus antecesores, sino más próximo a lo que se
podría llamar la doctrina social de las iglesias cristianas (católica y
protestantes), a partir de los años ochenta y con un lenguaje que abandona los
viejos tonos de la metafísica y adopta ropajes analíticos, Alexy insiste en la
idea de que ni el derecho constitucional de un estado se acaba en lo que dice
su constitución o deciden sus tribunales ni es la ley democrática de ese estado
constitucional acorde con la constitución solamente si no violenta los términos
de esta, pues, también para Alexy, el verdadero derecho es el que está de
acuerdo con la moral verdadera, razón por la que la moral verdadera es la
auténtica constitución o la parte superior
de toda constitución auténtica.
Puesto
que Alexy presenta su teoría fortísimamente iusmoralista ya no en alianza con
un iusnaturalismo con aromas de incienso, y bien alejado Alexy de actitudes
políticas ultramontanas, dado que toma esquemas conceptuales de Dworkin, cuya
filosofía política pasa por progresista, y en cuanto que actualiza la metaética
iusmoralista con una síntesis del constructivismo que late en filósofos tan
poco sospechosos como Habermas o Rawls, entre otros de los que llevaron a cabo
la llamada “rehabilitación” de la razón práctica, Alexy alcanza su más
relevante logro en clave de sociología constitucional, como es que se piense
que es progresista, liberador de los pueblos y protector de los derechos un
constitucionalismo iusmoralista que quiere poner cortapisas a la soberanía
popular, limitar los poderes del poder legislativo más allá de lo que en los
términos de las constituciones se establece y hacer que la última palabra
(dentro de los límites constitucionalmente marcados) sobre los derechos de los
ciudadanos no la tengan los legisladores legítimos mediante el instrumento
constitucional de la ley general, sino las judicaturas, y en particular los
tribunales constitucionales, más afines generalmente a los poderes “decentes” y
más controlables con las herramientas de la política tradicional y, por qué no,
más cercanos a las antiguas iglesias y los viejos cenáculos.
Lo
que eran para la teoría decimonónica el método silogístico o el de la pura
subsunción, lo es ahora el método de la ponderación.
Si aquellos subsumían, los dworkinianos y alexyanos de ahora ponderan, unos y
otros convencidos de que el sistema jurídico es perfecto en su fondo, de que la
discrecionalidad judicial no existe o juega un papel marginal o excepcional
y de que con ayuda del método en cuestión puede el juez dar con la única
solución correcta para cada caso, solución que no depende de su conciencia,
sino del recto conocimiento que ese juez alcance, caso por caso, de lo que
desde su fondo moral el sistema jurídico prescribe. Los franceses de la escuela
de la exégesis confiaban ciegamente en la lógica y la semántica y subsumían los
hechos del caso bajo las palabras de la ley que imaginaban siempre claras y
definitivas; los alemanes de la jurisprudencia de conceptos subsumían los
hechos bajo los conceptos que los abarcaban, conceptos que, vistos con los
anteojos del realismo conceptual, eran más que palabras, eran entidades ideales
(negocio jurídico, testamento, contrato, familia, patria potestad, prenda,
propiedad…) dotadas de un contenido metafísicamente necesario, inmutable y
universal y sustraído a cualesquiera vaivenes sociales o políticos, conceptos
que entre sí se encadenaban según su grado de abstracción y formando algo
parecido a aquel árbol genealógico del que habló el primer Jhering en cierta
ocasión.
El
constitucionalismo iusmoralista de Alexy, sobre la base de la jurisprudencia de
valores y de Dworkin, cambia la materia prima del derecho, que ya no se ve en
enunciados fruto de la razón jurídica imperecedera ni en conceptos jurídicos
universales y necesarios, sino en valores morales constitucionalizados por sí y
hasta al margen de las palabras y los propósitos mismos del poder
constituyente. Porque la moral es la constitución y la constitución verdadera
no puede ser más que la versión juridificada de la verdadera moral, que es la
moral verdadera. Precisamente, si ya no tiene sentido hablar de derecho natural
como contrapuesto al derecho positivo es porque el derecho natural se ha
constitucionalizado y ahora el derecho natural no solo es ya derecho positivo,
sino derecho positivo supremo, derecho constitucional. Así lo dijo ya Dürig en
1958 y así lo han repetido tantos luego, como mismamente Zagrebelsky, uno más
de los que convierten el dúctil el derecho para poder someterlo al imperio de
una moral rígida. Parece evidente que si el derecho natural se ha
constitucionalizado no ha sido a base de modificar sus esquemas, sino de
mantenerlos indemnes o adaptándolos a los tiempos, de la misma manera que el
iusnaturalismo ha ido siempre acomodándose a la evolución social. No olvidemos,
por ejemplo, que cualquier iusnaturalista de ahora mismo[19]
afirmará sin ruborizarse que el derecho natural siempre y en todo tiempo ha
estado a favor de la plena igualdad jurídica de hombres y mujeres o del
divorcio o de la libertad sexual entre adultos con capacidad para consentir.
4. Moral objetiva y decisión judicial
correcta.
Si
el derecho no es solo ni principalmente lo que dicen las constituciones, las
leyes, los reglamentos o los repertorios jurisprudenciales, sino que es lo que
manda la moral verdadera para cada caso y a base de concretar para cada caso
los contenidos prescriptivos que se deducen de los valores morales en liza, la
decisión correcta en derecho tiene que ser la de un juez que tenga recursos
aprendidos o naturales para conocer lo que ese orden moral-jurídico de fondo
determina y que posea un método capaz de traducir esas determinaciones de fondo
a contenidos de la sentencia.
Dicho
de otra manera, si, para la escuela de la exégesis, la aplicación del derecho
no es más que un sencillo silogismo para el que vienen dados, con independencia
de las valoraciones del juez, los contenidos de la premisa normativa y de la
premisa fáctica, los fallos judiciales son esencialmente previsibles y los
jueces son fungibles, en el sentido de que cualesquiera jueces capaces de
razonar correctamente y puestos ante el mismo caso, lo decidirán de manera
idéntica. Si, para la jurisprudencia de conceptos, la decisión judicial
consiste en subsumir o encajar los hechos del caso, perfectamente delimitables
y averiguables, bajo los contenidos ontológicamente ciertos y patentes de las
ideas o conceptos jurídicos, nada más que hace falta que los jueces tengan la
debida formación para conocer en detalle tales contenidos conceptuales y para entender
el modo en que entre sí se ordenan y se encadenan, pero, sentado tal
conocimiento, también son intercambiables los jueces sin que varíen los
contenidos de sus decisiones de los casos. Y si, para el principialismo
iusmoralista de ahora, en el subsuelo moral de los ordenamientos los valores se
acomodan según un orden que se manifiesta al pesar la manifestación de esos
valores en los principios jurídicos que concurren para cada caso, lo que
importa es que el juez sepa de tales valores y principios y que, a partir de
ese conocimiento y de un adecuado manejo de una balanza cuyos resortes él no
manipula, jueces diferentes pesarán o ponderarán igual en el mismo caso, pues
no tiene sentido pensar que, siendo objetiva la ponderación, varíe el resultado
dependiendo de quién pondere. Así que cuando, en un tribunal de cinco
magistrados, todos ponderan y deciden por mayoría y no por unanimidad,
necesariamente alguno yerra, ya que por definición no pueden haber ponderado
todos igual de bien y llegado a resultados divergentes.
Un
sistema jurídico cuyos contenidos regulativos y prescriptivos para cada caso
van más allá de los enunciados normativos positivos y sus indeterminaciones
(vaguedad, ambigüedad, antinomias, lagunas…) no abre al juez un abanico de
decisiones posibles (al tiempo que le cierra otras decisiones por incompatibles
con los enunciados normativos), sino que le prescribe una decisión única para
cada caso. Conforme a esas teorías de la única respuesta correcta, cuando el
juez hace lo que debe, decide como debe, que es como el derecho unívocamente le
manda, y de esa manera tal juez ratifica ese sistema como plenamente objetivo.
En
la economía nos mueve la mano invisible del mercado y en el derecho nos
determina la mano invisible de la moral. El derecho opera según su inmanente
racionalidad jurídica que es, en el fondo, una racionalidad moral. Somos tan
libres como previsibles, y porque somos a la vez libres y previsibles funcionan
el mercado y el derecho. Ahí estaría esa especie de analogía estructural entre
la teoría económica clásica y la teoría jurídica “clásica”, sea en la versión
del positivismo metafísico de la escuela de la exégesis y la jurisprudencia de
conceptos, sea en la adaptación casi posmoderna del iusmoralismo
principialista. Y siempre con un objetivo inconfeso y aglutinador: que todo
siga siendo como debe ser, a base de aparentar que las cosas ya son en todo
momento como deben. Al menos sobre el papel, cada uno ya tiene lo suyo, sea
según las reglas del mercado, sea de conformidad con los principios de la
constitución, y toda pretensión social o legislativa de alterar ese orden no
solo es antieconómica o inconstitucional, sino que es, ante todo, inmoral. De
eso es de lo que, en el fondo, se nos quiere convencer. Y por eso la teoría que
mejor se opone a la crítica al derecho vigente es la teoría iusmoralista al
estilo del principialismo, pues si las constituciones ya son perfectas en sus
contenidos axiológicos, a ver con qué cara se pone usted a reprocharles
injusticia a esas constituciones axiológicamente perfectísimas.
5. Constructivismo ético y verdadera
constitución.
No
podemos captar bien el panorama si no tomamos conciencia de lo que el
constructivismo ético representa para el constitucionalismo iusmoralista de
nuestros días. Las teorías de la única decisión correcta en derecho presuponen
algún tipo de sintonía entre el sujeto que en derecho decide y ese orden
objetivo externo a él. Si el derecho es un sistema normativo que, sea cual sea
la materia prima de sus normas (enunciados legales producidos por el legislador
racional, conceptos, valores…), contiene una única solución correcta
predeterminada para cada litigio (o casi), hará falta que los jueces posean
algún atributo o don o cuenten con algún método que les lleve a descubrir esa
solución, que dé pie a que esa solución se les manifieste cuando deben
sentenciar. En esto, podría quizá decirse que del siglo XIX a hoy hemos
evolucionado de la fe a la razón teológica o de (permítaseme la broma) una
teología jurídica luterana a una más católica. En el siglo XIX se venía a
pensar que bastaba con la fe o que la solución correcta del caso al juez se le
hacía presente algo así como por ósmosis. A un juez bien formado, usted lo
coloca ante unos hechos y a él se le manifiesta la norma o el concepto sin que
deba hacer más que dejarse llevar por su impulso lógico; hechos y normas se
acomodan solos, se “aparean” en la conciencia pasiva del juez y el fallo se
genera como fruto de esa metafísica síntesis.
En
cambio, el iusmoralismo actual, que abraza la idea de la única decisión
correcta y que rechaza o reduce a mínimos la discrecionalidad judicial, es más
complejo a la hora de indicar cómo se le vuelve visible al juez esa decisión
moral-jurídica que el sistema le brinda para cada caso. Ya no se apela a la
evidencia inmediata y el método se torna más intrincado. En eso, y en
particular en Alexy, es capital la aportación del constructivismo ético. No se
sostiene que una elemental operación intelectual o un mero cálculo pueda llevar
al juez a descubrir en el sistema jurídico-moral lo justo, sino que el juez ha
de hacer abstracción de su subjetividad y, una vez que ha delimitado cuáles son
los valores y principios concurrentes, debe preguntarse cómo decidirían ese
caso cualesquiera sujetos racionales que no estuvieran sometidos a
condicionamientos y limitaciones de todo tipo, y que buscaran el acuerdo de la
comunidad ideal de habla o del auditorio universal y no dejaran de argumentar
racionalmente con sus interlocutores igual de racionales hasta que se alcanzara
el acuerdo sobre la solución mejor, que por ser la solución así racionalmente
acordada, es la solución única objetivamente debida. Pues solución correcta
para cada caso será aquella sobre la que hipotéticamente podrían estar de
acuerdo cualesquiera sujetos que sobre las alternativas decisorias dialogasen
en condiciones argumentativas ideales y con pleno respeto a las reglas de la
argumentación racional.
Por
tanto, el sujeto de carne y hueso que, como el juez, tiene que dirimir un
conflicto que es jurídico sin dejar de ser en su fondo un conflicto moral[20], ha de
comenzar en sí mismo, planteándose las alternativas decisorias en el caso, y ha
de salir luego de sí mismo para interrogarse acerca de cómo decidiría él si en
lugar de ser él fuera muchos y en lugar de estar cognitivamente limitado como
él está, decidiera bajo condiciones de racionalidad perfecta. Y a ese juez que
por razón de sus limitaciones fácticas (falta de tiempo, insuficiencia de la información
disponible….) y cognitivas (no es un sabio absoluto, tienen lagunas en su
formación, prejuicios, sesgos, ideología…) no puede por definición descubrir
cuál es la solución objetivamente correcta, se le pide que aplique la solución
objetivamente correcta como si la hubiera podido descubrir; y por eso se dice
que no tienen discrecionalidad, sino que, el decidir cada caso, está amarrado a
la razón objetiva y de él independiente.
Uno
de los más interesantes enigmas de la teoría jurídica alexyana está en cómo
puedan conciliarse y combinarse el modelo de racionalidad argumentativa de la
decisión judicial que Alexy nos presenta en su Teoría de la argumentación jurídica, con su fuerte inspiración
constructivista, y el modelo de ponderación que nos propone a partir
principalmente de su obra Teoría de los
derechos fundamentales, ya patentemente formalista. Pero, más allá de esa
duda sobre la que no me toca extenderme aquí, en Alexy, y antes en Dworkin, y
en todo el constitucionalismo principialista actual, está de un modo u otro
presente esa idea de que la decisión correcta de cada caso en derecho no solo
se encuentra predeterminada en el fondo axiológico del sistema jurídico y es
cognoscible a base de seguir cierto proceder metódico que es más propio del
razonamiento moral que del razonamiento jurídico-formal o técnico-jurídico,
sino que el juez hallará esa solución tanto más, cuanto más sea capaz de
abstraerse de sí mismo y sus circunstancias y de razonar como un sujeto
genérico, como un decidor perfectamente imparcial, como un ser dotado de razón
que consigue pensar sin los condicionamientos de sus circunstancias y de su
biografía. De ahí que, desde esos patrones teóricos, se crea que si todos los
jueces fueran perfectamente racionales, todos decidirían de modo igual el mismo
caso porque, a la postre, la verdad no tiene más que un camino y ese camino es
el mismo para Agamenón o para su porquero.
Para
el iusmoralismo de la única respuesta correcta, ante casos jurídicos iguales
tendrán igual motivo todos los sujetos para dar con la misma respuesta, que es
la que en el fondo del sistema jurídico late y aguarda a ser aplicada; y si los
decididores a veces divergen, será debido a que existen defectos en el razonar
que ocluyen el camino hacia la verdad objetiva y el orden debido. Porque, a la
hora de la verdad, todo el que mentalmente visita el auditorio universal vuelve
de allá poseído por la solución justa del caso, que es la que aceptan
imparcialmente todos esos individuos ideales que en tal auditorio imaginario argumentan
y acuerdan.
Insisto
en que para el derecho continental está mal planteada esa antítesis y en que la
contienda es entre racionalismo e irracionalismo jurídico. Así, por ejemplo,
Kelsen, que en tantas cosas discrepaba del realismo jurídico empirista de Alf
Ross, en su teoría de la decisión judicial se alinea con los irracionalistas,
mientras que, sin embargo, autores de hoy como Dworkin o Alexy tendrían que
incluirse sin duda entre los racionalistas. Y, por otro lado hay que recordar
de nuevo que poco o nada tienen que ver
las teorías formalistas de la decisión judicial con las teorías formalistas de
la validez jurídica. La doctrina kelseniana es formalista en cuanto a la
validez del derecho, pero indudablemente antiformalista en su concepción de la
decisión judicial y de la praxis jurídica. Su teoría es “pura” en cuanto teoría
de la ciencia jurídica, pero radicalmente “impura” al explicar la decisión
judicial y cuantas decisiones en el mundo del derecho acontecen. Y bastantes de
los iusmoralistas que combaten a conciencia las teorías formalistas de la
validez jurídica podrían seguramente ser incluidos entre los que se acercan a
una teoría formalista de la decisión judicial. Pues, insisto, si el contenido
de la decisión correcta está de alguna manera predeterminado y es independiente
por completo de la voluntad o discrecionalidad del que decide, y si hay un
método “formal”, como la ponderación, que vale para extraer con toda o mucha
objetividad esa decisión correcta para cada caso, algo o mucho de formalista
hay en tal teoría de la decisión judicial[21].
Lo contrario a decisión formalista sería decisión discrecional y si no llamamos
formalistas a los iusmoralistas que en su teoría de la decisión judicial niegan
la discrecionalidad o la convierten en marginal, habría que buscar un término
similar que los describiera.
El
formalismo de la decisión judicial, por tanto, es una dirección de la teoría
jurídica que se opone a la afirmación de la discrecionalidad como propiedad
insoslayable de la decisión de los jueces, tal como afirman las principales
corrientes iuspositivistas del siglo XX, empezando por Kelsen y Hart y
siguiendo con Bobbio o Ferrajoli, por no hablar del irracionalismo extremo del
positivismo empirista propio de los realistas jurídicos, antiformalistas
radicales. El formalismo de la decisión
judicial[22]
es característica definitoria de las teorías de la única respuesta correcta en
derecho. Si en el sistema jurídico está de algún modo predeterminada o
prediseñada la solución para cualquier caso, se necesita algún razonamiento
“formal” para que quien en derecho decide los casos pueda hacer llegar a su
conciencia, a su conocimiento, esa solución externa a él y que él de ninguna
manera determina o reconfigura. Podrá ser, por tanto, un cálculo lógico o
“aritmético”, un pesaje, una intuición objetiva o cualquier proceder que
afiance la correspondencia objetiva entre el fallo que el juez emite y lo que
el sistema jurídico manda que el juez falle, al margen por completo de las
preferencias de tal juez.
Así
puestas las cosas, el mayor riesgo se encuentra en la desfiguración de la
solución única objetivamente correcta, de resultas de la interferencia de algún
factor subjetivo del juez, sea su ideología, sus prejuicios, su interés, su
moral personal, etc. El juez será tanto más fiel al resultado objetivo que para
cada caso el sistema jurídico le señala cuanto más salga de sí mismo, cuanto
menos sea él mismo, como individuo “situado” y condicionado, y cuanto más se
comporte como individuo genérico, como sujeto sin atributos individualizadores,
como observador radicalmente imparcial, cuanto menos personal y más “mecánica”
sea su mantera de ubicarse ente el caso; cuanto más, en suma, consiga el juez
colocarse mentalmente en la rawlsiana posición originaria y bajo el velo de
ignorancia, o cuanto más sea capaz de imaginarse como uno más de los
argumentantes perfectamente racionales del perelmaniano auditorio universal o
de la habermasiana situación ideal de diálogo.
Aquí
es donde la teoría de la argumentación jurídica al estilo de Alexy se da la
mano con el constructivismo ético. El sistema jurídico, concebido en clave
iusmoralista como la de Alexy, prescribe que la decisión judicial sea ante todo
justa, y en caso de que haya una tensión fuerte entre las demandas de la
justicia y las del derecho “formal”, vencerá la justicia y la decisión
plenamente jurídica será, curiosamente, la decisión contra legem, porque como tantas veces resalta Alexy, la decisión
jurídica es un caso especial de la decisión práctica general y, por tanto, lo
que a la postre busca siempre es la decisión moralmente correcta de cada caso,
y gana la moral cuando es fuerte la tensión entre lo que la justicia prescribe
y lo que la norma jurídico-positiva manda. Para eso sirven los principios, con
su anclaje en valores morales, para justificar como plenamente jurídica la
decisión contra legem, la decisión
opuesta a la regla legal, presentada como decisión que no nace de una
preferencia moral personal del juez o tribunal, sino como objetivo resultado de
un pesaje llevado a cabo conforme a los pasos del método ponderativo. Pesar o
ponderar principios es una manera de sentar caso a caso cuál es la solución moralmente mejor para el caso jurídico,
si la que prescribe la norma positiva que venga al caso o la que mande el
principio de raigambre moral que a esa norma positiva en ese caso se opone.
Pues no debemos perder de vista que la ponderación es una operación de cotejo
moral
de opciones decisorias, es un esquema de razonamiento moral, como corresponde a
la radicalidad con que, para Alexy, el derecho está al servicio de la moral, y
a la rotundidad con la que pretende demostrar que jamás hay que hacer caso al
legislador, ni siquiera al más democrático, cuando su solución para un caso
choque con las demandas claras de la moral verdadera.
7. ¿Racionalidad argumentativa?
¿Cómo
puede el juez saber cuál es la solución moral y justa para el caso, a fin de
ver si esa solución moralmente correcta cuadra o no con la solución legalmente
prevista? Aquí, repito, Alexy ofrece dos opciones que no me parecen muy
fácilmente conciliables. La primera y más obvia es la de la ponderación. La
otra, la de la racionalidad argumentativa. La ponderación consiste en pesar y
aplicar la fórmula del peso, según aquel esquema aritmético que es distinto del
esquema lógico de la mera subsunción, pero igualmente formal y formalista.
La
racionalidad argumentativa consiste en exigir que los argumentos en pro de cada
solución se manejen no cotejándolos con las preferencias y creencias del juez o
individuo llamado a decidir el caso, sino del modo como los considerarían
cualesquiera miembros de una comunidad de argumentadores perfectamente
racionales e imparciales. Lo que ellos decidirían, en su caso, es lo que debe
decidir el juez, que en realidad no es ni puede ser uno de ellos, aunque lo
desee y se le pida que lo intente. Ese es el paso que va de Dworkin a Alexy.
Mientras que el Hércules dworkiniano es un ideal puramente postulado pero que
no se desempeña en ningún sitio, el argumentador racional de Alexy es un humano
genérico que vive en la teoría de una sociedad perfecta de argumentadores sin
tacha. Hércules es un genio imaginado, pero el argumentador racional de Alexy
es cualquiera de nosotros al que postulamos colocado en un contexto que asegure
la imparcialidad de su razonamiento; cualquiera de nosotros tal como somos,
pero sin biografía, sin ideología, sin prejuicios, sin creencias definidas…
Cualquiera de nosotros, como seres con biografía, ideología, prejuicios,
creencias, debe decidir los casos, en tanto que juez, como si estuviera “allá”
y no aquí, como si fuera perfectamente racional e imparcial, en lugar de ser
como es. Hay que empezar por intentarlo, luego conviene creérselo y a
continuación se decide diciendo que ya está y que así fue.
Por
su parte, las corrientes teóricas de estilo positivista que proclaman la
discrecionalidad judicial como elemento ineludible en la decisión,
ya sea en medida mayor o menor según los casos, y que, por tanto, se oponen al
formalismo de las teorías de la única decisión correcta en derecho (o casi),
ponen por delante lo que los otros niegan: la insoslayable influencia de los
elementos subjetivos en las decisión judicial. Lo que para los formalistas es
un riesgo que no logran ignorar, pero que tratan de desterrar, para
iuspositivistas o antiformalistas es una certeza y, todo lo más, se pueden
buscar recursos para que esa inevitable discrecionalidad judicial no degenere
en incontrolable y fatídica arbitrariedad. En esto es donde podemos apreciar
una escala de radicalidad, con su polo más optimista en quienes creen que caben
instrumentos que en alguna medida controlen el alcance y los efectos de la
discrecionalidad judicial, y con su polo opuesto en los más extremos
irracionalistas, para los que ningún modo existe de controlar la libérrima
voluntad de los jueces y su poder para decidir cada caso como les dicte su
preferencia o como determinen sus vísceras morales, si así se puede decir. Para
estos escépticos completos, la única vía que las sociedades tienen para evitar
los desastres derivados del supremo poder de los jueces para decidir como
quieran y presentar sus decisiones como resultado de lo más objetivo del
derecho y sus más recónditos principios consiste en procurar que esos jueces
tengan una buena formación, sean socialmente responsables y cultiven una ética
personal bien estricta, que los lleve a ser decentes y, en la medida de lo
posible, considerados con los intereses del prójimo y no preocupados tan solo
con el cultivo esmerado de los suyos propios[26].
Los
que no son tan irracionalistas o escépticos pueden llegar a algún acuerdo sobre
la utilidad de las reglas argumentativas o del modelo de racionalidad
argumentativa como herramienta para un cierto control del uso que de sus
márgenes de discrecionalidad el juez haga.
Tres grupos podríamos mencionar aquí sintéticamente. Los “formalistas” de la
única decisión correcta y que se inspiran en Alexy y el constructivismo ético
piensan que la racionalidad argumentativa, en cuanto racionalidad imaginada en
su ejercicio en una comunidad ideal de hablantes, sirve para mostrar el camino
hacia la única respuesta jurídicamente válida, que es la única respuesta
moralmente correcta, a la postre. Que no quede muy claro cuánto de esa decisión
jurídica perfectamente objetiva y racional se consigue mediante tal expediente
constructivo-argumentativo y cuánto se alcanza a base de ponderar siguiendo los
tres pasos por Alexy marcados (tests de idoneidad, necesidad y proporcionalidad
en sentido estricto), es algo que, repito, no me toca analizar en esta sede; y
tampoco puede aquí mi examen ir mucho más allá de señalar que en Alexy hay dos
épocas y que la segunda, la de la ponderación, implica un énfasis formalista
que no aparecía en sus primeros tiempos, los de su libro Teoría de la argumentación jurídica.
Como
segundo grupo, habría un positivismo jurídico no radical en su irracionalismo y
no necesariamente vinculado al relativismo ético o a posturas antiobjetivistas
en metaética. Ese iuspositivismo moderado vería utilidad al modelo de
racionalidad argumentativa, no como vía para el hallazgo de la única solución
correcta, sino como instrumento para detectar decisiones judiciales
deficientemente racionales por falaz o insuficientemente argumentadas. Y en el
tercer grupo estarían los que, más próximos a un iuspositivismo empirista de
corte realista que a uno normativista, piensan que para nada sirve tampoco la
teoría de la argumentación, con su énfasis en ciertos modelos de racionalidad
argumentativa, al tiempo de acotar o controlar la total libertad del juez
cuando decide como mejor le parece y de justificar su decisión como mejor nos
convenza.
Para
los primeros, los iusmoralistas como Alexy, la racionalidad argumentativa es
instrumento privilegiado de la razón práctica que manda sobre el derecho y la
decisión judicial. Para los segundos, los iuspositivistas no completamente
escépticos, la racionalidad argumentativa es un útil práctico para detectar
posibles decisiones arbitrarias, aunque no sirva para encontrar o fundar la
única decisión correcta en cada caso. Para los terceros, la racionalidad
argumentativa es una revitalización de la simple retórica, con la que puede cualquiera
que decida presentar seductoramente su decisión, si es hábil en el manejo de
los recursos argumentativos.
A
mi modo de ver, es indudable que la teoría de la argumentación, tal como la
iniciaran precursores como Viehweg, Perelman o Recaséns y tal como se plasma en
el “primer” Alexy, ha rendido frutos importantes a la teoría de la decisión
judicial, al margen de que se esté de acuerdo o no con la tesis del caso
especial de Alexy y con su iusmoralismo. Quiero decir que hay un modelo básico
de racionalidad argumentativa que es asumible por cierto iuspositivismo o por
cualquier teoría no iusmoralista del derecho. Son las bases de esa teoría que
compartieron autores en algunos sentidos tan diferentes como Aarnio, Peczenick,
Wróblewski, MacCormick, Alexy o Atienza, entre muchos otros. Esa que podríamos
llamar teoría básica de la argumentación jurídica ha servido para rehabilitar
la lógica formal como instrumento útil para el análisis de la racionalidad de
las decisiones judiciales, dentro de su dimensión de justificación interna,
según la archiconocida distinción introducida por Wróblewski. También ha
impulsado el estudio de las condiciones de uso racional de muy distintos
argumentos, interpretativos y no interpretativos, frecuentes en la motivación de
las sentencias. Y, por mencionar una tercera utilidad difícilmente negable, la
teoría “básica” de la argumentación ha incentivado el estudio en la teoría
jurídica de las falacias y su uso y su papel en el razonamiento jurídico.
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