30 abril, 2007

Nuevo desalojo del Estado: secretarios e interventores.

Nuestro amigo Francisco Sosa Wagner publica hoy en El Mundo un artículo tan sugerente y certero como siempre. Aquí lo copio:

Nuevo desalojo del Estado: secretarios e interventores. Por Francisco Sosa Wagner.
Cuando se echa la vista hacia las estructuras administrativas del pasado es fácil advertir que los ayuntamientos han sido tradicionales nidos del más desnudo favoritismo y caciquismo. Precisamente los «cuerpos nacionales» de secretarios e interventores nacieron para luchar contra el poder oligárquico que lograba colocar como empleados a sus cercanos allegados, pues el Ayuntamiento era presa apetecible para los muñidores electorales y para quienes, con sus trucos, servían en bandeja a los mandarines madrileños las actas de diputados a Cortes. El secretario fue una pieza minúscula pero pieza imprescindible en el fraude electoral del sistema político de la Restauración. De ahí, el interés de las mentes más lúcidas de aquellos años (Costa, Moret, Canalejas, Maura ...) por asegurar una carrera administrativa alejada de los tentáculos de los poderosos. Es decir, centralizada y reclutada por especialistas.

Ya en las Cortes de Cádiz, contra la venta de los oficios públicos, se decidió que habría «un secretario en todo Ayuntamiento, elegido por éste a pluralidad absoluta de votos, y dotado de los fondos del común». Obsérvese que, a la consideración de los cargos públicos como cosas enajenables y transmisibles, se opuso la idea de la representatividad y por ello se confió a la elección el nombramiento de los secretarios, sustitutos de los escribanos de Concejo o secretarios propios de la monarquía absoluta.

Sin embargo, en la época de los gobiernos moderados, su designación ya era una facultad privativa de los ayuntamientos, aunque alcanzaron una de sus reivindicaciones, la de no poder ser removidos «sino en virtud de expediente en que resulten los motivos de esta providencia» (1845), garantía ésta muy poco observada. Aparecen en escena igualmente los depositarios a los que se atribuyó «la intervención de los fondos del común donde sean necesarios». Este depositario compartiría sus atribuciones, a partir de la ley de presupuestos y contabilidad provincial de 1865, con el contador, reforma ésta que fue uno de los frutos de la obra legislativa de Posada Herrera a su paso por el Ministerio de la Gobernación.

En los amenes del isabelismo y, después, con la Revolución septembrina de 1868, se intentó -con poco resultado- exigir la superación de pruebas técnicas para algunos empleos locales. La reforma municipal que inicia la legislación de 1877 apenas si contuvo cambios significativos, rigiendo pues el principio de libre elección y remoción de los empleados municipales, con excepción de los contadores, a quienes se exigía una oposición pública en Madrid.

La realidad era que el poder político hacía con estos servidores públicos lo que les petaba, según consta en los expresivos testimonios de los escritores, insuperables notarios de su tiempo: Pérez Galdós, Pardo Bazán, Clarín y, antes, Mesonero, Antonio Flores... Hasta en la zarzuela los secretarios son personajes irrisorios, como ocurre en El Caserío de Guridi.

Fue Calvo Sotelo quien logró poner en pie una reforma que estaría llamada a alcanzar destacada influencia en la Administración española. Con el Estatuto Municipal de 1924 se crea el Cuerpo de Secretarios, ingresados por oposición, y luego nombrados por la Corporación. Y algo parecido ocurrió con los interventores. Ahora bien, el acierto del sistema no pudo superar el contexto autoritario en que la reforma nació, lo que no sólo agostó sus posibilidades en el momento en que fue concebida, sino que fue la mala gestión en el escalón local una de las causas que contribuyeron al desafecto de las masas urbanas al régimen monárquico que se expresará en las urnas (elecciones locales) en 1931.

La II República, que realizó una depuración a fondo de las leyes de Primo de Rivera, dejó sin embargo subsistente la obra de Calvo Sotelo en todo lo relativo a funcionarios municipales y provinciales. Y, cuando se aprueba la ley municipal de 31 de octubre de 1935, por primera vez se habla, al referirse a estos empleados locales, de «cuerpo nacional», al tiempo que se crea una Escuela de funcionarios de Administración local, consciente la República española de la responsabilidad del Estado en la selección y formación de este personal (excepciones fueron Cataluña y, en parte, Navarra). La seriedad con la que los gobernantes republicanos se tomaron este cometido, ligado a la ordenación racional de la función pública, es digna de ser recordada a aquéllos que gustan invocar la II República sin más equipaje intelectual que el proporcionado por un alijo de tópicos.

El régimen franquista no se alejaría mucho de esta concepción, aunque acentuó la centralización de los cuerpos al atribuir el nombramiento y destitución de sus funcionarios al Ministerio de la Gobernación. Con tal modelo, sólo marginalmente alterado en el declive de la dictadura, se encontraría el régimen democrático. En él, la ley 7/1985 (Gobierno de Felipe González) sustituyó los «cuerpos nacionales» por la «habilitación nacional», pero quedó intacto el objetivo de asegurar al Estado una selección unitaria y una formación común de este personal, que es hoy generalmente muy competente.

Ha sido una lástima que el modelo legal fuera malogrado por la discrecionalidad implantada a partir de las «libres designaciones» y otras corruptelas (finales de 1991), amén del progresivo vaciamiento de competencias de tales funcionarios, especialmente lacerante en las «grandes poblaciones» (diciembre de 2003, Gobierno de Aznar), proclives a convertirse, a poco que nos esforcemos, en campo del más añejo caciquismo, ahora en favor de los partidos políticos y de sus intereses clientelares.

Porque éste es el riesgo, no lo olvidemos, presente -como el eterno retorno- en toda la andadura histórica de estos funcionarios. Se comprenderá que, al tener atribuidas las funciones del asesoramiento legal preceptivo y el control y fiscalización de presupuestos y cuentas, resulta muy goloso para el político contar con personas sumisas que asperjen sobre sus ocurrencias las palabras litúrgicas de la ley o apliquen con astucia el bálsamo de la cobertura presupuestaria.

A ello hay que añadir las necesidades crecientes de los partidos políticos españoles que compensan su endeblez ideológica y sus carencias económicas con una atrevida voracidad a la hora de colocar a sus afiliados y allegados en las estructuras administrativas de los ocho mil y pico municipios que hay en España. Esta circunstancia ha llevado a un incremento espectacular del personal de confianza de los responsables políticos que, a menudo, disputa al funcionario especializado atribuciones y, por supuesto, rango e influencias en la Corporación.

Y es que el Ayuntamiento es un palco privilegiado para percibir la enorme falacia que considera «progresista» esa cantinela de la «cercanía» a la Administración. Sabemos perfectamente que esto no es necesariamente así y que, a menudo, la objetividad y la imparcialidad derivan justo de lo contrario, de la «lejanía». Fue este sencillo razonamiento -parece mentira tener que recordarlo- el que sirvió para desmontar el régimen feudal.

Se comprenderá, a la vista de estos argumentos, el recelo con el que contemplo -en este punto- el Estatuto de los empleados públicos que acaba de ser aprobado por las Cortes y que ha supuesto el desapoderamiento práctico del Estado de su responsabilidad en la selección, formación, disciplina, retribuciones y demás extremos del régimen jurídico de los funcionarios locales. «Todo el poder para las comunidades autónomas», ha sido la consigna que buena parte de los legisladores han convertido en derecho positivo, fragmentando una vez más al Estado.

Esperemos que tal poder decisivo se ejerza adecuadamente, pero adelanto que el tamaño y la envergadura de muchas comunidades, más los riesgos de la «cercanía» denunciada y la progresiva e implacable ocupación de las administraciones públicas por los intereses partidarios, hacen temer los peores presagios. Contar con un señor lejano en Madrid ha sido siempre una garantía para muchos secretarios e interventores de pueblo, como lo era tener un juez en Berlín para el campesino prusiano. Pero el Estado actual ha dicho adiós a estas responsabilidades, lo que nos distancia de lo que vieron con claridad los políticos de la II República.

28 abril, 2007

Tontunas legislativas. 1.

En estos tiempos en los que nada es lo que parece y ninguna cosa figura donde le corresponde, quien busque buena literatura humorística que lea el BOE. Mucho hablar de inflación legislativa, pero nadie aplica antídoto a esta incontinencia de los legisladores, que los lleva a llenar la gaceta oficial de deposiciones a cual más chusca. A veces talmente parece que Groucho Marx hubiera tomado al asalto la imprenta del Boletín. Insisto e insisto en que a ver cuándo formamos un pequeño equipo de juristas resabiados que ojeen el Boletín Oficial con ojo crítico y vayan preparando una buena antología de mamarrachadas legales y reglamentarias. En las modesta medida de las fuerzas y la paciencia de uno, me propongo ir colocando aquí algunas muestras para general alborozo.
Permítanseme unas mínimas disquisiciones teóricas a modo de llevadera introducción. No está mal que nos preguntemos qué es –o qué debe ser, si hablamos en serio- una norma jurídica y a qué se dedica en el fondo el legislador cuando parece que se le va la olla en bobadas y frasecitas para la galería.
A las normas que propiamente quieran ser Derecho les es esencial la sanción y/o la estipulación de mecanismos de garantía de su efectivo cumplimiento. Pensemos que un precepto legal establezca que los conductores deben abstenerse de hurgarse en la nariz mientras aguardan con el semáforo en rojo. La pregunta que de inmediato habremos de hacernos es la siguiente: bueno, ¿y qué me pasa si incurro en tal entretenido comportamiento que la norma reprocha? Si la respuesta es que nada, el instrumento legal se habrá rebajado a mero consejo, a ruego impotente, a petición más o menos amable, pero exenta de toda trascendencia jurídica. Muy distinto será el dictamen si para el incumplidor se prevé algún tipo de castigo real y efectivo. Es como si la mamá le dice al niño: Joseluisito, tienes que ser bueno. El infante dirá que vale y luego seguirá tranquilamente con sus trapacerías habituales.
Llama la atención lo mucho que el Derecho se va pareciendo al orden dentro de las familias. Al igual que los padres de hoy se desviven en súplicas que los hijos atienden sólo si les da la gana y les conviene, pues líbrennos los hados de la tentación de aplicar sanciones que desagraden a los benjamines mimados, así el legislador se pasa el rato elaborando leyes que no son más que brindis al sol y que no encierran más cosa que promesas de beatitud general, pero que ninguna previsión tangible contienen para que los ruegos y las promesas puedan tornarse en comportamientos reales, pues les falta en el fondo la intención de que los bienintencionados propósitos se hagan verdad, ya sea porque ninguna amenaza prevén para el que no las atienda, ya porque no contemplan instrumento procesal ninguno para que el ciudadano pueda reclamar su efectividad.
La fórmula más común es la de aquellos preceptos en los que se dice que “el Gobierno procurará...”, y similares. ¿Procurará? Sí, bajo palabrita del Niño Jesús. Y si no procura ni hace nada, o si hace todo lo contrario, ¿qué pasa? Generalmente rien de rien. Vaya usted a un juez y exija el cumplimiento de lo solemnemente prometido y verá cómo se tronchan todos a su costa. El único propósito de normas así es persuasivo y propagandístico, retórica barata; esto es, sólo se quiere que nos creamos que vivimos en el mejor de los mundos posibles y gobernados por los sujetos más puros e ilustrados. Mentira cochina. Se degrada lo jurídico a los modos de las argucias de la vida privada, como cuando cualquiera le dice a su esposo o esposa que va a hacerlo muy feliz toda la vida, o le dice al jefe que va a dar la vida por la empresa. Luego ya veremos. Si sale con barbas, San Antón; si no, a reclamar al maestro armero.
¿Y entonces por qué pierden el tiempo sus señorías en simplezas tales? La respuesta está en el concepto de legislación simbólica. Se trata de simular que se ocupan de lo que en el fondo les importa un bledo y que sólo les interesa por su efecto propagandístico. Son normas-simulacro o simulacros de normas. Es el viejo vicio de aparentar lo que no se es y de poner cara de que se atiende a lo que al público mejor le suena. Porque nosotros, los ciudadanos, también tenemos nuestra buena parte de culpa, por deslumbrarnos tan fácilmente ante palabrerías vanas y con semejantes poses para la galería. ¿Que existe una preocupación social, cierta o inducida, porque los borrachos entonan a voz en grito el Asturias patria querida? Tranquilos, pronto aparecerá la Ley para los cantos en paz y en su artículo 1 se dirá que “El Gobierno procurará que los beodos canten bajito” y en el 2 se afirmará que “El Gobierno pondrá los medios necesarios para que se respete en las calles el sano sentimiento nacional de los asturianos, sin perjuicio de la libertad artística y de las preferencias estéticas de cada ciudadano y cada ciudadana”. Y todos tan contentos, oiga, problema resuelto. ¿Resuelto? No, pero lo parece, que es de lo único que se trataba. Al cabo de cinco años seguirán los gritos desafinados alterando el sueño de la parroquia, pero vaya usted a pedir que dimita alguien y verá qué corte.
A veces son leyes enteras las que se reducen a una lista de gilipolleces sin más propósito que el de dar la impresión de que nuestros gobernantes son muy monos y la monda de progres y guapetones. Es muy fácil aplicar el test que detecte esas normas que son tan intrascendentes como intensa es la publicidad que reciben. Basta hacer la siguiente pregunta: ¿cambiaría algo si esta ley no existiera? Y, si queremos ir un poco más lejos, esta otra: ¿otorga esta ley algún derecho a alguien o compromete seriamente a los poderes públicos a hacer alguna cosa concreta? Si la respuesta es no, no nos quepa duda de que estamos ante una mera mamonada legislativa para comerles el coco a los electores.
De ese cariz, por ejemplo, la reciente Ley 27/2005, de 30 de noviembre, de fomento de la educación y la cultura de la paz (BOE de 1 de diciembre de 2005). El título es de lo más chiripitifláutico, no se me digan que no. ¿Y el contenido? La síntesis insustancial de una de las melopeas favoritas de los ordeñadores de lo políticamente correcto. Ya la Exposición de Motivos contiene alguna joya que delata las profundidades filosóficas y conceptuales en que se mueven los padres de la patria. Miren esta impagable definición: “La cultura de la paz la forman todos los valores, comportamientos, actitudes, prácticas, sentimientos, creencias, que acaban conformando la paz”. Maravilloso, la piedra filosofal. Con ese modelo podemos ya definir lo que se nos antoje. ¿Que quiere usted una ley para el fomento de la cultura del ocio? Muy sencillo, defina así el asunto: “La cultura del ocio la forman todos los valores, comportamientos, actitudes, prácticas, sentimientos, creencias, que acaban conformando el ocio”. Chachi. ¿Que prefiere una ley para el fomento del placer? Pas de problem, comience así su sesuda actividad legislativa: “El placer lo forman todos los valores, comportamientos, actitudes, prácticas, sentimientos, creencias, que acaban conformando el placer”. Más claro, agua.
Si ahora nos ponemos a seleccionar alguno de los vacuos artículos de esa Ley no sabremos por dónde empezar, pues todos van de lo mismo: que el Gobierno se compromete a hacer cosas muy majas que no se sabe cuáles serán, pero que mira qué bien todo y qué gustito más grande. Eso sí, no se pregunte qué pasa si el Gobierno no hace nada o no lo hace bien, pues sobre ese pequeño detalle ninguna previsión se contiene. Al fin y al cabo, la Ley sirve para lo que sirve y nada se pretende con ella que no sea entonar la cantinela de la paz, que, como sabemos, está en el top de los cuarente tópicos principales para uso de descerebrados guapitos.
Así que eche un vistazo el amable lector, si anda bien de paciencia este fin de semana, al texto íntegro de la norma que, por lo demás, es bien corto. Si quieren una pequeña muestra aquí, para ir abriendo boca, miren este apartado 2 del artículo 1: “El Gobierno promoverá la paz a través de iniciativas de solidaridad, culturales y de investigación, de educación, de cooperación y de información”. O vean este prodigio del artículo 2, del que sólo transcribo sus cuatro primeros apartados: “Corresponde al Gobierno, para la realización de los fines mencionados en materia de cultura de paz: 1. Promover que en todos los niveles del sistema educativo las asignaturas se impartan de acuerdo con los valores propios de una cultura de paz, y la creación de asignaturas especializadas en cuestiones relativas a la educación para la paz y los valores democráticos. 2. Impulsar, desde la óptica de la paz, la incorporación de los valores de no violencia, tolerancia, democracia, solidaridad y justicia en los contenidos de los libros de texto, materiales didácticos y educativos, y los programas audiovisuales destinados al alumnado. 3. Promover la inclusión como contenido curricular de los programas de educación iniciativas de educación para la paz a escala local y nacional. 4. Combinar la enseñanza dentro del sistema educativo con la promoción de la educación para la paz para todos y durante toda la vida, mediante la formación de adultos en los valores mencionados". La conclusión se impone por sí sola: que nos dejen en paz.
¿Ven qué Gobierno tan comprometido? ¿Con qué? Con la paz, hombre de Dios, ¿no lo ve? ¿No se da cuenta que este artículo obliga a que hasta las matemáticas se impartan en las escuelas “de acuerdo con los valores propios de una cultura de la paz"? ¿Y podrán los alumnos mentarle la madre al profesor? Caray, eso qué tiene que ver, aquí estamos a lo que estamos.
En fin, el que crea que exagero que pinche aquí y que se lea el texto entero. Somos un Estado de los más chulis del mundo mundial. Al menos en el BOE.

En Massachusetts como aquí

Cada vez que me entero de alguna historia de troleros triunfadores me acuerdo de los que yo conozco aquí al lado y me da la risa, acompañada de unas arcadas incontenibles. Hoy el ABC habla de una decana del Massachusetts Institute of Technology (MIT) que se montó sus ascensos académicos a base de aducir tres exigentes titulaciones académicas que luego resultó que no tenía, que se las había inventado por el morro. Como cuando aquel Luis Roldán de nuestros cuarteles, que se llevó las pesetas y resultó descubierto justo el día antes de que lo nombrara ministro del interior Felipe González, que tenía un ojo clínico especial para dar cargos a sinvergüenzas.
Pues la gringa de la noticia se llama Marilee Jones, y manda cataplines. Llegó a decana porque, según cuenta ahora, cariacontecido, el canciller del MIT, “para el puesto inicial ocupado por Jones no se necesitaba titulación universitaria y cuando ascendió, nadie se molestó en comprobar sus credenciales”. Aquí también se ocupan muchos puestos por Jones, más que nada porque los que proponen y los que nombran para los respectivos sillones (caray, algunos días anda uno con las rimas revueltas) pierden los papeles en cuanto los pillos les trabajan un poco los cajones (y dale) y les masajean la vanidad. Suelen ser tan majos esos pícaros, que cómo les vas a pedir los papeles si tú mismo los pierdes ante sus requiebros y añagazas. Mira por donde, para colmo, la Jones se había hecho simpática y famosa dentro de aquella prestigiosa comunidad universitaria porque publicaba artículos en los que “insistía en la necesidad de restaurar la alegría y tranquilidad de los jóvenes obsesionados con su formación”. Si fuera española, seguro que trabajaría en un alto cargo del Ministerio de Educación y se encargaría de redactar gilipolleces así para ponerlas en esas leyes educativas tan monas que nos están regalando últimamente. Artículo 69: “Las universidades velarán para que a sus estudiantes, profesores y personal de los servicios no les falte la alegría ni los embarguen las preocupaciones”. Un éxito seguro. Aquí llegaría sin duda a ministra de educación, si no tuviera la mala suerte de que se le meta antes una arenilla en el ojo al Presidente.
Lo de las tres titulaciones me trae a la cabeza algunas de esas historias chuscas que en mi universidad protagonizó nuestro Jones local, ése que ahora es la mano –derecha- que mece la cuna de rectorados y consejerías de la cosa. Como aquella vez que llegó por aquí una profesora latinoamericana y él la metió en su despacho y se puso a contarle que tenía tres licenciaturas –Derecho, Economía y Filosofía-, amén de ser dueño de media Patagonia. Sí, eso le dijo, que media Patagonia era suya. La buena mujer se hallaba sobrecogida por haber ido a dar en tierras leonesas con semejante portento de la intelectualidad y el latifundio, y en estas estaban cuando sonó el teléfono. Él contestó con monosílabos y, después de colgar, se levantó y le dijo a la perpleja dama: mire, viene ahora mismo mi mujer a buscarme y de esto que acabamos de hablar es mejor que no le comentemos nada, pues hay cosas de uno que no tiene por qué saber ni su esposa. Con un par de jones. Y ahí lo tenemos, triunfando a día de hoy como si tal cosa. Atrápalo si puedes.
Pero no es el único, no. Hay otro, a quien tampoco le va mal, al que le da por echarse novias con efectos retroactivos. Conmigo la tiene tomada porque cada vez que me emparejo –muy de tarde en tarde y ya se acabó, de verdad- le da por ir diciendo que le he levantado la chica a él y que no hay derecho. Una vez se publicó un libro del que figuraba como autor y consiguió que se lo prologara un profesor muy reputado y al que había convencido de que él también poseía varias titulaciones universitarias –todos tienen las mismas obsesiones: títulos, propiedades y macizas enamoradas-. El bueno del prologuista expresó su genuina admiración en el prólogo, aludió a la meritoria combinación de carreras que había logrado el autor y se quedó tan contento. Tan contento hasta que se enteró de que el otro le había metido doblada la carrera extra que no tenía ni por asomo.
Yo no sé cómo sería exactamente lo de la Jones allá en Massachusetts y si los que la jaleaban irían de buena fe o sabrían la dura verdad de que era una pirada con jeta grande y buenas mañas para la adulación. De lo que sí estoy convencido es de que los de aquí sólo engañan a los que quieren ser engañados. La secretaria anuncia la visita: que viene el Sr. Jones. Y el otro responde: hágalo pasar, que ya me voy poniendo en pompa. Más de una vez yo mismo se lo he dicho con todas letras a sus valedores: ¿pero no os dais cuenta de que está como un cencerro y es mentira todo lo que cuenta? Y la respuesta se repite, siempre la misma: sí, ya lo sé, pero es tan majo y tan sensible... Si en ese momento uno observa detenidamente a tal interlocutor, capta los espasmos de su vanidad recientemente meneada. El misterio no está en el que se la magrea, sino en el que consiente, corazón tendido al sol. Debería contarnos el canciller del MIT de qué manera la Jones lo hacía disfrutar con sus inventos y qué resortes le movían a él las fabulaciones de ella. Ahí está la clave, no les quepa duda.
De todos modos, la Jones de allá ha tenido que dimitir. Aquí, en una universidad de las nuestras, condenarían al ostracismo al que la hubiera denunciado, por andar crispando.

27 abril, 2007

Formas y protocolos

El otro día me dio por pensar en asuntos de formas y protocolos. Me parece que en eso, como en tantas cosas, la llamada revolución del sesenta y ocho marcó la transición de un pasado oprobioso a un presente lamentable, supuso el paso de unas prácticas teñidas de un tradicionalismo rancio y de unas formas que iban perdiendo su anclaje en las mentalidades sociales, a un todo vale y tonto el último, que tampoco ha sido precisamente la panacea.
En el mundo político los vaivenes alcanzaron tintes grotescos. El bienintencionado igualitarismo y las ansias democratizadoras duraron exactamente hasta que los primeros representantes de aquella generación rupturista trincaron sillón y cargo. La evolución de la cazadora de pana y el tuteo general a los trajes de Hugo Boss, el chofer sumiso y la secretaria complaciente se produjo en un abrir y cerrar de ojos. Es muy significativo al respecto el resurgir del protocolo. Allá por los ochenta se apresuraron universidades e instituciones varias a organizar cursos de protocolo y a formar especialistas en la materia, con el propósito de que volviera a quedar claro en cada acto y ceremonia quién manda y dónde le toca estar a cada uno. Qué incidentes tan bonitos hubo en esos momentos en algunas universidades, por ejemplo, donde rector y presidente autonómico se disputaban presidencias de actos y hasta los centímetros que debía levantar el sillón de cada uno.
Las reglas de protocolo han variado su fundamento. Antes servían para la organización solemne de actos mediante los que las instituciones se legitimaban simbólicamente y se afirmaban en su especificidad y excelencia. Ahora el protocolo ya no sirve tanto a las tales instituciones como a sus ocasionales mandatarios, y lo que se quiere resaltar no es la valía de la institución como tal y el sentido de sus rangos y jerarquías, sino meramente la estatura crecida de los enanos que suelen gobernarlas. Por eso la participación en esos actos es menor y se da prioridad a la figura del espectador, al mirón que, aun siendo de la casa, contempla con ojos de espectador las galas que visten cuatro cantamañanas con ínfulas.
En resumen se podría decir que ha sido un bonito viaje que ha servido para que ya no manden los de siempre, pero gobiernen los nuevos cachorros con las mañas y las maneras de los de siempre; o peor, si se me apura, y conste que ninguna nostalgia cabe guardar de las tiranías sociales de antaño. Pero, hombre, al menos deberíamos haber conseguido que los mandarines de nueva hornada supieran las cuatro reglas, hablar con mínimo decoro y no creerse que sus cargos implican derecho de pernada. Es que, francamente, acaba uno haciéndose conservador por defecto, y eso ya es el colmo.
Tengo para mí que dentro de veinte años proliferarán los cursos y especialistas en cortesía y hábitos sociales, como ahora abundan los de protocolo, y todo lo que en las escuelas y las familias ya ni se usa ni se enseña –con las excepciones de rigor, por supuesto-, se echará de menos antes o después, y se descubrirá que las formas civilizadas no son una pesada imposición, sino una inteligente manera de relacionarse más gratamente y de disfrutar con mejor arte de los placeres de la vida.
Pero puede que ya sea tarde, no sé. Mi cabeza andaba en tales elucubraciones y resulta que ayer asistí a los actos que en mi universidad se celebraban con ocasión de la festividad del patrono. Definitivamente debe de ser un problema de mi edad –aunque tampoco es tanta, rediez- y tal vez sea un servidor el que necesita un reciclaje. Pero me chocaban bastantes cosas. Se entregaban insignias a los que se doctoraron el pasado curso y los premios fin de carrera. Y, bueno, no es que haya que ir de levita o de vestido largo ni que sea imprescindible la corbata tan siquiera. Pero, hombre, aparecer en el evento como si hubiera estado uno revolcándose en un pajar o conduciendo un rebaño trashumante tampoco es plan, creo. Fue muy enternecedor, y cito sólo un caso, ver a aquella muchacha subirse al estrado a recoger su insignia de doctora con su camisetita y ese pantalón informal que dejaba ver por detrás unas bragas rojas de tipo enterizo, que ni tanga eran, ya metidos en gastos.
Llegó el instante solemne del rito en el que cuatro doctores nuevos, que representaban a la nueva promoción de tales, reciben de sus padrinos con cierta formalidad la medalla correspondiente y un abrazo protocolario. ¿Y qué pasó? A buena parte del público le dio la risa. Y uno no puede evitar un pensamiento triste, el de que esa gente que se dice académica considera, también ella, que todos estos actos, reconocimientos y símbolos son payasadas y que lo realmente normal es lo que hacen los tarados de El Gran Hermano o lo que gritan los cabestros con tetas que salen en Aquí hay tomate y heces similares. Y puede que por ahí debieran ir los tiros. Voy a proponer que alguna cadena televisiva organice un Gran Rector o que otra emita en la sobremesa La isla de los catedráticos o un Aquí hay birrete en el que rectores y vicerrectores varios griten, se saquen trapos sucios y se acusen de andar metiéndose mano por los pasillos o de ser pichicortos. A lo mejor es esa la manera de que la sociedad vuelva a tomarse la universidad en serio. Y, de paso, algunos confirmaríamos unas cuantas sospechas.

26 abril, 2007

Descríspate, cabrón.

Mientras me duchaba esta mañana escuchaba una emisora de radio que no era la COPE, no. Pero debí de entender unas cuantas cosas mal, somnoliento como andaba todavía y sin la escafandra que conviene ponerse cuando salen noticias de nuestros políticos. El caso es que me pareció oír lo siguiente: que ayer hubo sesión de control parlamentario del Gobierno, que Acebes preguntó algo y la de La Vega le respondió que en España vivíamos en un Estado de Derecho a su pesar, de él. Y que luego Zaplana le dijo algo a Rubalcaba y éste, ni corto ni perezoso, lo llamó miserable; así, con todas las letras.
Claro, claro, claro, me faltan datos esenciales, que tampoco encuentro ahora mismo en los periódicos. Por ejemplo, qué fue lo que dijeron a los dos pacíficos miembros del Gobierno los muy retrógrados tunantes del PP. Pero me juego un dedo a que les salieron con cosas tales como mentarles a la madre a ambos, o ciscarse en la modista de Tere o decirle a Rubalcaba que como va ETA a negociar con un Gobierno que tiene de ministro de la policía a quien también formó parte del Gobierno de los GAL. Porque estos del PP son así, todo el día insultando, todo el día diciendo palabrotas, mordiéndose las uñas y tirándose pedos. No como Tere, pongamos por caso, que es un primor de dulzura y suavidad, pacifista nata –y fresa-.
Y si esta vez Tere y Rubi se pasaron, y por mucho que fueran merecidos sus improperios ante los desatinos de los otros, que se preparen, que menudo chorreo les va a caer. Porque Zapatero no soporta ese clima de crispación, se desvive por el consenso, ansía la paz con todos de un modo que a mí me emociona, hija.
¿Por qué este país nuestro admira tanto a mentirosos, trapaceros y falsarios? Deberíamos un día de estos hablar del tema en serio.

25 abril, 2007

Recuerdos de otra vida. 1

A la escuela íbamos en invierno con madreñas o chanclos. Dentro de las unas o los otros, las zapatillas nos mantenían calientes los pies en medio de aquel frío y aquella humedad. La escuela de Ruedes apenas tenía calefacción, salvo una especie de estufa que encendíamos con papeles y cargábamos con leña. Pero en aquel enorme salón no alcanzaba para calentarnos y por eso íbamos todos bien embutidos en jerseys y forrados de gruesas camisetas de media manga. Encima llevábamos el mandilón azul.

En la época de sumo apogeo de aquella escuela rural llegamos a ser veintiocho niños. Muchos de ellos caminaban desde pueblos vecinos, por “caleyes” embarradas y saltando entre los charcos. Yo tenía más suerte y sólo debía caminar quince o veinte minutos, acompañado siempre de los niños de las casas más cercanas, Pichi, Meri, Manuel Ángel y Pili. Durante el recorrido nos íbamos juntando con otros (Marcelino, Anabel, Carmelí, Merche, Jose el Vetuneru). Llegábamos a la escuela siempre con mucha antelación e íbamos a buscar a la maestra, doña Manolita, a medio camino. Ella tomaba el autobús de línea de la empresa Arrojo en Gijón y tenía que andar sus tres o cuatro kilómetros hasta la escuela. Doña Manolita, cuánto le debo.

Me mandaron a la escuela creo que con cinco años recién cumplidos, pero pronto volví a casa, hasta el curso siguiente. Los mayores me pegaban, o al menos así lo sentía yo, poco acostumbrado a su brutalidad de recios muchachos cercanos a los catorce años. Allí estaban, para mi sufrir, Delfino y José Manuel el de Carretu. Pero cuando regresé ellos ya se habían ido y reinaba una bucólica paz en el aula –qué extraña se me hace la palabra-, que duró ya para siempre o, al menos, hasta que cuatro años más tarde me tocó emigrar a un colegio gijonés de claretianos.

Las jornadas escolares tenían perfectamente marcadas sus rutinas. Doña Manolita tocaba palmas y entrábamos todos en tropel. Lo primero era rezar y luego dábamos una vuelta al salón entonando el Cara al Sol. Sí, sí, el Cara al Sol. Luego comenzábamos con las cuentas. La maestra ponía unas cuantas en la pizarra y cada uno debíamos hacer las que nos correspondían. Todavía tengo pesadillas con aquellas divisiones. El que se equivocaba tenía que repetir sus cálculos una y otra vez hasta dar con la solución. Después tocaba un buen rato de caligrafía, en aquellos cuadernos de Rubio que tanto me torturaban, pues mi letra nunca fue del gusto de doña Manolita. Más tarde, el dictado y a copiar unas docenas de veces cada palabra en la que se hubiera cometido una falta de ortografía. No se usaban libros de texto, aunque creo que en algún momento llegamos a ver algún tema en la Enciclopedia Álvarez. Al final de la mañana correspondía lectura. La maestra nos convocaba por grupos alrededor de su mesa y cada uno leía en voz alta unos cuantos párrafos de algún libro de la escuálida biblioteca.

La biblioteca era un armario que tenía tal vez veinte libros ajados y dispares. De vez en cuando doña Manolita nos decía que leyéramos en nuestra mesa lo que quisiéramos y yo, enfermo ya de este mal de lector, aprovechaba para empaparme de los tomos más raros que allí se contaban. Una vez conseguí acabar una biografía de Edison y la buena mujer se pasó semanas comentando elogiosamente semejante hazaña nunca vista.

También había un par de mapas colgados de la pared, uno de España y otro del mundo. Allá nos enviaba a veces a que buscáramos países y capitales. Era divertido. Cualquiera de nosotros decía, por ejemplo, dónde está Helsinki y se ganaba un aplauso el primero que localizaba tan enigmático lugar.

Mientras los críos andábamos en nuestras tareas, doña Manolita se empapaba de novelas de Corín Tellado. Cada dos o tres días aparecía con una nueva y cuando el desenlace amoroso de la trama estaba próximo sabíamos que se prolongaría el recreo o nuestros ratos de libertad en el salón. También tenía un palo de bambú con el que no se extralimitaba, esa es la verdad, pero de vez en cuando sí le caía algún golpecillo al que tuviera el día más revoltoso. Nos llamaba a su mesa, nos mandaba juntar las uñas y en ellas nos arreaba unos cuantos golpes sin demasiada saña. Su castigo favorito consistía en ponernos de rodillas de cara a la pared. A veces estaba de malas o, simplemente, se le iba la cabeza con las andanzas amatorias de las novelas y nos dejaba largo rato así. Acababa uno con las rodillas enrojecidas y con un serio propósito de enmienda.

Los recreos eran momentos de plenitud. Cuando llovía, que era a menudo, nos encerrábamos en los soportales de la iglesia vecina a jugar al “barullu”. El tal juego consistía en dar patadas sin ton ni son al balón que rebotaba sin parar en las paredes. Teníamos el lugar bien decorado a base de balonazos embarrados. En aquel tiempo las niñas eran un gran enigma para los niños, y viceversa. Así que de vez en cuando tramábamos alguna jugarreta para espiarlas a ellas, a la caza de algún misterioso recoveco de su anatomía. Teníamos quintacolumnistas entre las crías y eso nos daba alguna ocasional ventaja. De los momentos supremos, me acuerdo de aquella vez en que convencimos a Pili la del Pepitu, una de las de más edad –tendría unos doce años- para que se quedara jugando con las otras en el salón a través del que se accedía al aula. El plan era convencer a Mari Fe, tal vez la más ingenua, para que se bajase las bragas un ratito. Mientras, nosotros estábamos apostados en el lado de fuera de las ventanas, con los ojos saliéndosenos de sus cuencas. Pero Mari Fe no estaba por la labor, por lo que tuvo nuestra cómplice que recurrir a maniobras más contundentes para darle gusto a nuestra curiosidad. La contemplación duró aproximadamente tres segundos, pero nos colmó de dicha y emoción para una larga temporada.

No había agua corriente en la escuela, por lo que cada día la maestra enviaba a dos de los mayores –todos éramos pequeñajos en aquella época- con un par de latas a acarrear agua desde la fuente del Palacio, que estaba a unos quinientos metros. No había ningún palacio, ni mucho menos, y siempre me he preguntado por qué se llamaría así aquel lugar. Los afortunados con el encargo solíamos aprovechar para coger unas cuantas “cucharapes” (renacuajos) en el bebedero del ganado que había al lado de la fuente, donde también existía un lavadero al que iban a hacer la colada semanal unas cuantas paisanas del pueblo. En otras ocasiones, cuando había llovido, nos enviaba a todos a coger caracoles entre las piedras de los muros que separaban los prados. Luego se los llevaba en una bolsa y nos pasábamos la vida preguntándonos para qué diablos los querría. Mucho más tarde supe que los caracoles se comen, cosa que en aquel momento ninguno de nosotros estábamos dispuestos a admitir ni por asomo.

Durante las tardes se dedicaba un buen tiempo a que los muchachos hiciéramos trabajos manuales y las niñas costura. Qué cruz era para mí lo de las dichosas manualidades, sólo comparable a los sinsabores del dibujo. De vez en cuando doña Manolita llevaba a algún hijo suyo. Tenía tres, Marisa, Jesusín y María Elena. En una de esas ocasiones en que estaban cosiendo las chavalas yo le dije a María Elena no sé qué cosa y ella me tiró un zapato a la cabeza. Me pareció un gesto tan abrasadoramente romántico que me tuvo en vilo y enamorado lo menos dos semanas. Así se iba forjando nuestra educación sentimental.

No quiero ni pensar lo que dirían hoy de aquello educadores, pedagogos, inspectores y chupatintas varios. Pero era el paraíso. Y como sin darnos cuenta aprendíamos cosas, muchas cosas. Bien lo pude comprobar cuando con diez años me fui a un colegio semipijo de Gijón. Y eso, absolutamente decisivo en mi vida, se lo debo en primer lugar a doña Manolita. Un día llamó a mi madre para hablar con ella. No se estilaba lo de las visitas maternas o paternas a la escuela, si no era para, de vez en cuando, regalarle a la maestra una docena de huevos o unos chorizos y un poco de lomo de la reciente matanza. Matanza del cerdo, quiero decir, que en estos tiempos todo hay que aclararlo. El caso es que el mensaje para mi madre fue bien claro: este niño o se va del pueblo ahora a estudiar o se marchará de mayor a buscarse la vida vaya usted a saber cómo y dónde. Gran consternación. Yo era hijo único y me esperaban las vacas. Hasta existía el proyecto de comprar un tractor cuando fuera mayor y me hiciera cargo de la casería. Pero mis padres reflexionaron, en su condición de campesinos con añoranza de ilustración, y un día me preguntaron qué quería hacer, si irme o quedarme. Y me fui, y durante más de un año lloré cada noche en soledad, aunque sin arrepentirme nunca. Bendita doña Manolita, bendita.

Otro día más, cuando me vuelva esta morriña.

24 abril, 2007

Los misterios del tiempo

No, no vamos a hablar aquí ahora del cambio climático. Tampoco nos lo vamos a montar en plan Stephen Hawkin de provincias. Toca post de perplejidades personales, pero no se trata de darle vueltas a cómo se va envejeciendo y que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que de pronto son años, sin pasar tu por mí, detenida. Sólo quiero compartir una elemental reflexión sobre el misterio siguiente: por qué en el trabajo universitario a medida que se asciende y se podrían hacer más cosas útiles y que justifiquen el sueldo, ocurre todo lo contrario y no alcanzan las horas para más que bobadas estériles.

Es una especie de impepinable ley de rendimientos decrecientes. ¿Porque se van atorando las neuronas? Pues será también por eso, no digo que no. Pero hay algo más. En la universidad conviven –más o menos- dos tipos de profesionales: la mangancia que lo tiene muy claro desde su tierna infancia y que aplica a rajatabla la ley del mínimo esfuerzo y el aquí me las den todas, y los que consideran que después de meterles tantos años a los libros –y/o a las probetas y demás artilugios para experimentos, en su caso- el esfuerzo debería cundir de otra manera. Los primeros no se frustran; al contrario, se sienten realizados en su dulce holganza y les alcanza el título de la tarjeta –suelen adornar sus tarjetas con prolijidad de títulos, distinciones y cargos más o menos risibles- para rellenarse el paquete intelectual. Su carrera profesoral suele comenzar lentamente, sin especiales agobios y con una irrefrenable vocación funcionarial de nueve a dos, con sus cafelitos a media mañana, y con el paso de los ascensos la escasa aceleración alcanza ese punto muerto que se parece tanto al nirvana académico. Ponen cara de sabios estoicos volcados en su feliz ataraxia, pero cuando han acabado de amueblar el loft se les van las ganas en cargos y reuniones, para matar el tiempo más que nada, para asesinarlo alevosamente. Estragados de su quietud intelectual, llega el día en que, por leer algo, hasta repasan minuciosamente los programas electorales de los rectores, a la busca de alguna nueva dirección de área que puedan echarse a la bolsa con unas dosis de coba, para sí o para un discípulo sumiso, pues en las semanas que no se juega la Champions bien está un poco de mamoneo universitario. La suya es pura vocación de servicio, en el sentido de excusado de caballeros, y en él se aplican al lavado de manos y a los demás menesteres del caso, como corresponde a su vocación de estar a bien en cada instante con el que parta el bacalao. Sólo coquetean con la oposición cuando se acerca periodo electoral y la vaca lechera que hasta hoy alimentaba el ego y el complemento se halla exhausta sin vuelta de hoja. Nunca apuestan a caballo perdedor y acaba beneficiándose siempre su propio rucio.

Pero yo quería hablar de los otros, de los que pensaban que su estudio de ayer serviría para su mejor rendimiento académico de hoy y de mañana. Resulta muy curioso que todos estos acaban añorando aquel tiempo en que elaboraban su tesis doctoral. Costaba, agotaba, desesperaba entonces, pero con qué nostalgia se recuerda luego, pues las horas daban de sí y el fruto acababa apareciendo. Pero después, con los años y los éxitos..., qué fracaso. La gran mayoría de los que conozco y siguen al día y publicando algo interesante lo hacen a base de hurtarle tiempo al fin de semana, a la noche, a la familia. Se pasan en su Facultad tanto tiempo como el que más, pero no les da para más. ¿Por qué?

Existe algo que pervierte la vida profesoral tomada en serio, que anula las horas que pasamos en nuestros despachos y que las hace inanes, inútiles, vanas. Creo que es la combinación de burocracia y de fragmentación del tiempo. No hay apenas manera de lograr una hora de concentración. Cada dos por tres suena el teléfono y casi siempre es por alguna pendejada. Luego están las mil convocatorias de juntas, consejos, comisiones y reuniones varias, en los que toca tratar de asuntos que o no importan o no tienen arreglo o ya están decididos en oscuras esferas altas y que hay que legitimar con apariencias de democracia deliberativa, que manda narices. Y cada dos o tres días, el papelín de rigor. Que si prepara una memoria, que si justifica un proyecto, que si complementa una documentación, que si cuelga en la red un programa, previo devanarse los sesos para ver cómo se maneja algún infernal programa informático que te obliga a escribir con los dedos del pie mientras con las dos manos sujetas una antena parabólica. Cada semana, más o menos, se te pide que envíes escaneado tu DNI a alguna instancia oficial, cuyo servidor te rechaza el correspondiente archivo, no se sabe si por lo feo de tu jeta o porque has pillado a la máquina en su hora y media de café. El curriculum es un sinvivir, pues cada quien (ministerios, juntas, consejerías, diputaciones, ayuntamientos...) te lo pide en un formato distinto y hace que se lo envíes a través de página web más esquiva que las mozas de antaño. Ah, y luego la corrección de errores, apasionante aventura, insospechada expedición a lo desconocido.

Contaré un caso reciente. Envío al Más Allá la documentación pertinente para la cosa de los sexenios (el que no sea del gremio que no se apure, es un trámite para el control descontrolado de la investigación). Al cabo de un mes o dos recibo un correo electrónico en el que se me dice que falta uno de los papeles capitales. Cáspita, yo lo había mandado, pero me armo de paciencia. Releo el mensaje y está muy claro: falta el anexo 3. Bueno, pues lo envío de nuevo. Pasan dos semanas, suena y teléfono y una dulce voz me pregunta que por qué les he vuelto a mandar aquello. Corazón, porque me lo pidieron ustedes en un mensaje que lo decía bien clarito. Y entonces la sensible funcionaria me explica lo inexplicable, a saber: que no, hombre, que no, que sólo hacía falta que les dijera el ISBN de un libro y que eso lo podía haber hecho por teléfono en un momento. Le replico, manso como un corderito, que qué bien, pero que el mensaje decía lo que decía. Y me contesta que sí, que es que los mensajes salen así, con una fórmula estándar que es igual para todos, les falte lo que les falte. Vamos, como si a todos los que fueran al hospital los operaran de cataratas, aunque fuera el juanete lo que les doliera. Excelente aplicación de los medios de la informática, la robótica y la ergonomía.

Así que, en resumen, te tiras en tu Facultad cinco o seis horas seguidas y cada cinco días, más o menos, tienes una horita libre para leerte unas páginas de libro. Y total para qué, ya te trae más cuenta entrar en internet a mirar unas tías en bolas o consultar el Marca para ver si hizo algún nuevo fichaje el Pájara Playas.

Eso sí, el personal de administración y servicios ayuda un montón. Como en todas partes, hay de todo, seamos justos. Pero lo estadísticamente normal es que cuando vas a que te echen una mano con algún trajín administrativo (por lo de la administración, mayormente; en lo de los servicios no me meto, no vayamos a liarla) te ocurra alguna de estas cosas. Que el que buscas porque corresponde a tu Facultad-Departamento-Área-Hectárea-Sección y Tomo se haya operado de un lunar en salva sea la parte y esté completando sus reglamentarios tres meses de baja; y, claro, el sustituto, si lo hay, está en la inopia y te pone caritas de no sabe-no contesta. O que ese funcionario que ingenuamente ansías haya enlazados sus interminables moscosos con el puente anterior y las vacaciones posteriores. O que te diga que sí, que interesante lo tuyo, pero que no es tema de su incumbencia, pues para eso están sus compañeros del Vicerrectorado de Planeación Aleatoria Unificada, que son unos cabrones, no hacen nada y, encima, tienen un nivel ochocientos y un complemento de productividad con hipotenusa de seda. Y pides perdón y te marchas cabizbajo y doliéndote de lo que sufre esa gente.

Y, claro, para decirlo todo, luego llegas a casa y pasa lo que pasa. Con lo bien que se podría vivir sin dar golpe y rascándole el lomo al cantamañanas de turno con mando en plaza. A quién se le ocurre querer leer y escribir cosas. ¡Joder!

23 abril, 2007

Más sobre trabajo, familia y discriminaciones. Comentario al ATC de 27 de marzo de 2007

Por Auto del Pleno del Tribunal Constitucional de 27 de marzo de 2007 se ha decidido no admitir a trámite la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el Juzgado de lo Social núm. 1 de Guadalajara a propósito del art. 140.2, en relación con el art. 109.1, apartado 1, ambos del Texto refundido de la Ley General de la Seguridad Social (LGSS), aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1994, de 20 de junio, por presunta vulneración del art. 14 CE. Frente a dicha resolución mayoritaria, la Presidenta del TC, doña María Emilia Casas Baamonde, y la Magistrada doña Elisa Pérez Vera, formularon voto particular. Aquí, una vez expuestos los pormenores básicos del asunto, comentaremos principalmente dicho voto particular.
En la cuestión de inconstitucionalidad se planteaba la posible vulneración del art. 14 CE por el hecho de que con carácter general los mencionados artículos de la LGSS establecen que cuando el trabajador haga uso del derecho a reducción de jornada por cuidado de hijos o de otras personas que reconoce el art. 37.5 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores (LET), el cómputo de las cotizaciones a la Seguridad Social se hará en proporción a la reducción de salario que tal reducción de jornada legalmente conlleva. Dicha reducción de las cotizaciones tendrá repercusión en el cálculo de la prestación que pueda corresponder a efectos de pensiones generadas por incapacidad permanente absoluta –como ocurría en el caso que el Juzgado de lo Social tenía que decidir- y similares. Alegaba dicho Juzgado en su fundamentación de la cuestión de inconstitucionalidad que de esa forma se opera una discriminación indirecta de las mujeres trabajadoras, pues la estadística muestra claramente que son las mujeres las que muy mayoritariamente hacen uso del derecho a la reducción de jornada para el cuidado de hijos menores de seis años o de otras personas dependientes.
Tal como en el Auto desestimatorio el TC entiende, en las alegaciones del Juzgado de lo Social se trataría de dar cuenta de que en los citados artículos de la LGSS existe una inconstitucionalidad por omisión, “en la medida en que el legislador no ha contemplado expresamente, al establecer la regla general de cálculo de la base reguladora de las pensiones por incapacidad permanente, una regla específica referida al supuesto de ejercicio del derecho a la reducción de jornada previsto en el art. 37.5 LET”. En otras palabras, “lo que reprocha el Juzgado proponente de la cuestión al legislador es que no haya establecido para dicho supuesto una excepción respecto de la norma general establecida para todos los beneficiarios (hombres y mujeres), considerando como cotizado a tiempo completo el periodo trabajado y cotizado en esa situación de jornada reducida por razón de guarda legal de menor de seis años o discapacitado”. Ahora bien, dicho Juzgado funda la cuestión en la discriminación indirecta que para la mujer supone el régimen vigente, dado que son las mujeres las que muy mayoritariamente se acogen a esta reducción de jornada.
El Pleno del TC, en el Auto que comentamos, señala que no hay visos de tal inconstitucionalidad, pues el principio de contributividad que preside el régimen de la Seguridad Social establece una proporción entre el tiempo del trabajo, el salario y las cotizaciones, por un lado, y por otro, el cálculo de las prestaciones. Tal vigencia general del principio de contributividad no choca con el art. 14 CE “ni desde la perspectiva de la cláusula general de igualdad ante la ley, ni desde la perspectiva de discriminación indirecta por razón de sexo, que es la concretamente planteada por el Juzgado proponente de la cuestión para demandar un trato diferente favorable o promocional de quienes se han acogido al derecho contemplado en el art. 37.5 LET”. Por consiguiente, concluye el Auto que es “al legislador a quien, en atención a las circunstancias económicas y sociales que son imperativas para la viabilidad y eficacia del sistema de la Seguridad Social, le corresponde decidir (dentro del respeto a la garantía institucional consagrada por el art. 41 CE), acerca del grado de protección que han de merecer las distintas necesidades sociales”.
El grueso de la argumentación en el Auto se dedica a mostrar que no cabe invocar en pro de la inconstitucionalidad la STC 253/2004, por ser diversos los supuestos que en ella se tratan del que aquí se enjuicia y que, al contrario, en dicha Sentencia se contiene expresamente la base para rechazar en el presente asunto la cuestión de inconstitucionalidad.
En el voto particular las dos Magistradas discrepan con apoyo en dos ideas principales: la existencia de discriminación indirecta contra la mujer y la insuficiente atención que la postura de la mayoría presta al fin que justifica el derecho legal a la reducción de jornada, como es el principio de protección de la familia contenido en el art. 39.1 CE.
Insisten en que “resulta innegable (...) que son las mujeres trabajadoras quienes de manera mayoritaria se acogen al derecho (art. 37.5 LET) considerado”, por lo que son las mujeres las más perjudicadas por el sistema general de cálculo de las prestaciones contenido en los citados artículos de la LGSS. Estaríamos ante un supuesto de discriminación indirecta, de los que se dan cuando una norma que en sí es neutra y que plantea un régimen general que no contiene discriminación directa por razón de sexo, tiene, sin embargo, consecuencias más desventajosas para un determinado grupo merecedor de igualdad, como ocurriría en esta ocasión con las mujeres. Se puede inferir de aquí que cabría considerar que sí opera la inconstitucionalidad por omisión que el Juzgado de lo Social alega y que, por tanto, no sería acorde a la Constitución la ausencia en el mencionado sistema de la Seguridad Social de una norma que considere la cotización de quienes ejercen el derecho a la reducción de jornada no equiparada, a efectos de cálculo de pensiones, a la de quienes cotizan efectivamente por su jornada completa.
Repárese en que, en la medida en que se eche mano de la discriminación indirecta contra las mujeres como justificación de la tacha de inconstitucionalidad posible del régimen vigente, no se está aduciendo propiamente el principio de protección de la familia presente en el art. 39.1 CE, pues en tal caso las razones para reclamar la cláusula favorable a los que ejercen el derecho a la reducción de jornada valdrían exactamente igual para hombres y para mujeres y la razón de la discriminación por motivo de sexo tendría un peso nulo, pues tan perjudicado resulta cualquier hombre como cualquier mujer por esa su atención a las cargas familiares. No, lo que se está afirmando es que, por ser mujeres la mayor parte de quienes usan de tal derecho, se perjudica ante todo a las mujeres y que por esa razón debería existir una norma que para mujeres y hombres en tal situación equiparara los efectos de su cotización a la de quienes no reducen su jornada.
Puestas así las cosas, podemos preguntarnos cómo debe el Derecho responder a las situaciones de discriminación social. Aunque en el voto particular en modo alguno se diga, cabe afirmar que es la situación social de discriminación la que lleva a muchas más mujeres que hombres a reducir su actividad laboral para atender ciertas situaciones familiares. En efecto, pocas dudas pueden caber de que es el prejuicio social de que tales labores son cometido principal de las mujeres el que fuerza a éstas a asumir ese rol socialmente impuesto y basado en una distribución de tareas que sitúa a la mujer como responsable principal de los cuidados de la familia, y al hombre como trabajador que ha de aportar el respaldo económico para la misma. Y aquí viene la pregunta decisiva: ¿debe el Derecho compensar la discriminación social con un trato jurídico más favorable para los socialmente discriminados o debe más bien forzar un trato jurídico igual para que aquella discriminación social, cuando, como en este caso, es evitable, desaparezca? En casos como el que analizamos, ¿la discriminación jurídica positiva de la mujer es un instrumento adecuado para disolver la discriminación social de base o al contrario? Si insistimos, como parece que hace este voto particular, en que puesto que las mujeres son las que preferentemente se ocupan de ciertas atenciones familiares, debe el Derecho procurar que no sufran menoscabo jurídico o, mejor dicho, que gocen de alguna ventaja que las compense –como que su cotización parcial a la Seguridad Social cuente como cotización plena-, ¿no estaremos ayudando a perpetuar dicha división sexista de los papeles en el seno de la familia? ¿No es el mensaje último el de que ha de compensarse jurídica y –de modo correlativo- económicamente a la mujer para que pueda seguir pasando en casa más tiempo que el hombre?
Una pregunta más podríamos hacernos: ¿se mantendría la hipótesis de la posible inconstitucionalidad de aquellos artículos de la LGSS si no existiera diferencia estadística entre el ejercicio del derecho a la reducción de jornada por hombres y por mujeres? Desde luego, ya no podría fundarse tal hipótesis en la existencia de una discriminación indirecta para las mujeres y no restaría más justificación posible que la de la mala conciliación de ese régimen general con el principio constitucional de protección de la familia. Pero muy discutible me parece que con base nada más que en ese principio pudiera recortarse tanto la libertad de configuración tal principio por el legislador, como señala el Auto.
El modo como las dos Magistradas discrepantes ligan protección de la igualdad femenina y protección de la familia puede dar lugar a una lectura de efectos perversos y fuertemente contraproducentes. En efecto, señalan que debería la mayoría en el Auto haber tomado en mayor consideración el dato de que el derecho a la reducción de jornada presente en el art. 37.5 LET se basa en el mandato del art. 39.1 CE, referido a la protección de la familia. Pero el énfasis de su argumentación no se pone, en modo alguno, en mostrar por qué el principio de contributividad que la LGSS aplica atenta contra la protección de la familia. Este aspecto no se desarrolla, no se concreta, y todo el esfuerzo se aplica al aspecto ya señalado, el de que son las mujeres las que en mucho mayor grado se aplican al cuidado de la familia y las que, por tanto, resultan más dañadas. De este factor dicen las dos Magistradas que “resulta a todas luces decisivo toda vez que pone de relieve que no cabe sostener, al analizar la omisión o insuficiencia legislativa que se cuestiona, que las mujeres trabajadoras que hacen uso de ese derecho de reducción de jornada (art. 37.5 LET), en tanto que es concreción del art. 39 CE, estén en la misma situación –o ejercitando un derecho asimilable en su naturaleza- que otros trabajadores que prestan sus servicios a tiempo parcial o reducen su jornada por razones diferentes. Si así se hiciera, se haría prevalecer sobre la dimensión constitucional en juego el hecho de que las prestaciones de Seguridad Social se calculen en función de las cotizaciones efectivamente realizadas, es decir, se haría prevalecer un determinado régimen legal sobre la garantía de que el ejercicio y disfrute de derechos de fuente constitucional (de protección a la familia y de no discriminación por razón de sexo, en este caso) no pueda causar perjuicios a su titular”. Y concluyen así: “De suerte que es imprescindible ese esquema unitario de aproximación, para evitar tanto la discriminación indirecta por razón de sexo como el impacto indirecto o reflejo que tiene la cuestión de referencia en las necesidades de la familia”.
¿Qué observamos en este planteamiento de las Magistradas? Una tácita pero muy significativa ligazón entre mujer y familia. Si la situación de hecho consiste en que la mujer viene ocupándose de la familia –menores, mayores, impedidos- en grado mucho mayor que el varón, que el derecho le otorgue nuevas facilidades y ventajas para que siga haciéndolo así implica que el Derecho en poco habrá de contribuir para que de hecho no siga siendo así. Se dan por buenos, al menos en cierta medida, los datos de que se parte y que son la fuente más clara de la discriminación que a fin de cuentas interesa combatir. Que la razón principal que aquí se invoca no sea la protección de la familia en sí, con lo que se argumentaría sólo desde el art. 39.1 CE, sino el facilitar que la mujer pueda seguir ejerciendo sus mayores “obligaciones” familiares, se puede perfectamente interpretar como que la mujer ha de disfrutar de ciertos “privilegios” jurídico-laborales para que la sociedad –y especialmente los varones- no tengan que hacer todo lo posible por cambiar la discriminación familiar de la mujer.
Una última observación, quizá rizando el rizo en exceso. En los planteamientos del tipo del que discutimos subyace una filosofía de la familia como pesada carga, que no sé si se aviene muy bien con la intención protectora y favorecedora de la institución. Si quien –hombre o mujer- por dedicar más tiempo a la atención a la familia sale perjudicado en el balance general y, por tanto, debe ser compensado, estamos dando por sentado que sus menos horas de actividad laboral y las menores prestaciones derivadas de ese hecho no se contrapesan con las mayores horas para disfrute de y con hijos y parientes. A la maldición bíblica del trabajo se agrega la maldición social de tener una familia. Si se suma la tácita asunción de que las mujeres han de gozar de facilidades para seguir aceptando como suya esa tarea que no sale muy bien parada, flaco favor estaremos haciendo a la familia y a las mujeres. A lo mejor va siendo hora de hacer un replanteamiento muy serio de lo que en verdad requiere el art. 14 CE, si de acabar con discriminaciones entre los sexos se trata, y de lo que nos pide el art. 39.1 CE a la hora de promocionar la institución familiar. Tómese este último aserto como pura y arriesgada hipótesis y como mera invitación a una reflexión que vaya más allá de los tópicos al uso.

22 abril, 2007

Parejas y alternativas. Por Francisco Sosa Wagner

La red, o sea Internet, es todo un desafío para la imaginación literaria como elemento nuevo que es de nuestras vidas (como lo fue la rosa sin la que no hubieran podido vivir los poetas, o el asesino sin el que no hubiera podido vivir Simenon). La red es despensa y cementerio. Despensa porque a ella podemos acudir para abastecernos de aquello que necesitamos, sea un viaje o unas zapatillas, pero es al tiempo cementerio pues que en ella se entierran millones de asuntos. Ahora bien, se trata de un cementerio raro porque en él reviven los muertos: cada vez que obtenemos un dato acudiendo al correspondiente nicho en el que se halla yerto, le devolvemos la vida y le sacamos a pasear y a orearse. O sea que estamos ante un cementerio, no bajo la luna, como aquellos de que escribió Georges Bernanos, sino de un cementerio al sol de la velocidad, que se toma su función de una manera original y alegre. Revolucionaria. No almacena cuerpos para llevarlos al Juicio final porque este Juicio es seguir enterrado solo que entre papeles procesales, sino que almacena para darnos el gustazo de volver a levantar a sus criaturas y hacerlas caminar erguidas. Seguiremos escribiendo sobre la red, nuevo culto y nueva liturgia. Y del misterioso sepulturero que todo lo ordena.
Ha sido en esta red donde ha circulado una pregunta estrambótica dirigida a millones de internautas, a saber, ¿qué es más excitante, el chocolate o el beso? No sé cuáles han sido los resultados, lo que me interesa es la cuestión planteada. ¿Qué alternativa es esa? Excitante ¿para qué? Porque depende qué es lo que se quiera excitar. Y de otro lado ¿a qué viene formar una pareja con estos elementos tan dispares?
En España estamos acostumbrados a andar en parejas, desde la Guardia civil, que ahora incluye a parejas de verdad pues se componen de hombre y mujer, hasta el toreo donde siempre han existido: Joselito y Belmonte, Manolete y Arruza, Juli o Morante etc. O se era de uno o de otro, no ha habido lugar para las medias tintas y así el belmontista odiaba al joselitista y, viceversa, este consideraba a aquel un triste error de la naturaleza. Y lo mismo ha ocurrido en la política, o se era de Cánovas o de Sagasta, o de Maura o de Canalejas, o de Romanones o de Alba, y luego con la República, de Azaña o de Prieto, adscripciones todas que eran como credos religiosos y que se llevaban hasta las últimas dogmáticas consecuencias. Se comprende porque en ello se iba el ser o no ser de la vida: o funcionario o cesante. ¡Ahí es nada: o el sueldo musculado y fibroso, o la nada fría y estática! Ahora seguimos con lo mismo, solo han cambiado los nombres de la alternativa.
Es decir que estamos acostumbrados a andar entre parejas y movernos entre alternativas absurdas. Porque hoy nadie se acuerda de quién era Maura ni quién Canalejas, si uno era progre y el otro carca, y esto mismo ocurrirá pasados los años con nuestras actuales disyuntivas que tan apasionadamente vivimos.
Los carlistas, cuando se peleaban con los liberales durante el siglo XIX, también gustaban de las alternativas desmesuradas: o crees en Jesucristo o te mato. No parecía haber posibilidades más discretas. Pero es que en los territorios del goce estético las cosas no han sucedido de modo muy distinto. Los del 27, esos poetas tan citados por los políticos que no leen, nacieron reivindicando a Góngora frente a los demás (Lope etc) y aquí se ve cómo siempre tenemos que estar con uno y enfrente de otro u otros. Luego ellos siempre anduvieron emparejados como si hubieran sido novios mal avenidos de la estrofa y prometidos enfurruñados del estro: Rafael Alberti o García Lorca, Pedro Salinas o Jorge Guillén, Prados o Altolaguirre, Dámaso o Gerardo Diego y así sucesivamente.
Hoy, tales enfrentamientos no existen porque la mayoría de los poetas no pasan de ser concursantes de premios y por eso hay que buscar alternativas chuscas como la del chocolate y el beso. A falta de buena literatura, hay que decir que el beso, el beso de verdad, al ser el cruce de las lenguas, es todo lenguaje, pleno de adverbios, de adjetivos y de signos de admiración. Por contra, el chocolate está bien para los canónigos que gozan de la reciedumbre teológica pero a los demás nos origina caries y nos estriñe. Al final, ya se advierte, yo también he optado de forma radical y carpetovetónica.

Pues va a resultar que estuvo mejor Rajoy

Rayos y truenos, cómo viene hoy el editorial de El País, periódico independiente.
Andaba un servidor preguntándose, por hablar de algo, si en el programa ese de la tele en el que la ciudadanía muestra cómo va el nivel cultural del país -país independiente-, habría estado mejor y más fino Zapatero o Rajoy. De los trozos que vi de uno y otro entendía malamente sus respuestas, de tan nervioso como me ponían los que formulaban las preguntas. Eso sí, recuerdo que el presentador, creo que apellidado Milá -milana bonita, recitaba Paco Rabal en inolvidable escena- insistió repetidamente en que iban a ser las dos últimas preguntas, sin prórrogas ni concesiones, pues el tiempo no daba para más. Esas dos las toreo Rajoy con verdadero arte, francamente; así que el Milá cambió de planes y dijo aquello de ahora la última pregunta de verdad y la va a hacer Puturrita. Y Putirrita le metió el pepinazo aquel de que cuánto gana un auxilar administrativo y no sé qué más, y cogió despistado al pánfilo gallego. Si se lo llega a saber, el Milá dice que otra más, pero ahora sí la última, palabrita del Niño Jesús, y le piden la lista completa de los faraones egipcios.
A lo que íbamos, que andaba uno preguntándose si habría brillado más Zapatero o el jefe de la leal oposición y hete aquí que hoy por fin me entero: ganó Rajoy por goleada, por lo que se ve. ¿Que dónde se ve? Pues en el editorial que hoy, domingo, le arroja El País, periódico independiente, al PP. Ya desde el título es elegante y talantoso: "Uncidos a la mentira". Pocas veces se habrá visto mayor virulencia -sin crispar, ¿eh?, eso no-, semejante saña. Uy, cómo se han puesto... Y si disparan así al acabar esta insulsa semana en la que no ha pasado nada de particular, tiene que ser por lo del programa del Milano, o como se lleme. No me digan que no.
Como puede que mañana ya no se acceda libremente a esta joya de la anticrispación, aquí mismo la copio en letra pequeña:
Uncidos a la mentira.
El proyecto regeneracionista enarbolado por el PP durante más de una década como instrumento para deslegitimar al PSOE, incurso durante los últimos años del Gobierno de Felipe González en sonoros casos de corrupción, ha terminado por mostrar en esta legislatura su auténtica naturaleza. Como la mayor parte de este género de proyectos, el regeneracionismo del PP no se proponía tanto moralizar la vida política como hacer política con la moral. Ni desde el Gobierno ni desde la oposición adoptó nunca como objetivo dotar al sistema institucional de garantías e instrumentos eficaces contra la corrupción, aplicándolos con rigor. Antes por el contrario, su regeneracionismo ha sido y es una variante específica de la propaganda, en este caso dirigida a convencer al ciudadano de que el PP es el partido que ostenta el monopolio de la virtud.
A los efectos de esta estrategia, la llegada al poder de Rodríguez Zapatero supuso un severo contratiempo, pues el PP se vio privado del principal recurso en el que se había concretado hasta entonces su regeneracionismo. Frente a una nueva dirección socialista que decidió hacer tabla rasa del pasado, unas veces incurriendo en flagrantes injusticias y otras en el error de prescindir de la experiencia, la reiterada apelación al expediente del "y tú más" se reveló como lo que había sido desde el principio, cuando lanzó la piedra de "la segunda transición" para luego esconder la mano: un intento farisaico de los populares de exculpar las faltas propias a través de las ajenas. El PP se ha visto obligado a cambiar de discurso en estos años, pero sólo para mantener las mismas actitudes y conceptos. El "y tú más" se ha transformado, así, en una insólita apelación a los ciudadanos "normales" y "decentes" para que se adhieran a sus políticas, como si no hacerlo les convirtiera en anormales e indecentes.
El juicio del 11-M está evidenciando que, en contra de lo que pretende, el PP no ostenta el monopolio de la virtud; y también que no es el dueño del criterio para definir la normalidad y la decencia, un propósito, por lo demás, más propio de una concepción sectaria de la política que de un partido democrático. Tras la truculenta declaración como testigo de quien era el jefe de la Policía en el momento de los atentados, Díaz de Mera, los ciudadanos han asistido entre sorprendidos e indignados, no a la constatación de que Aznar y algunos miembros de su Gobierno mintieron sobre la autoría. La sorpresa y la indignación proceden, en estos días, de que el PP no haya tenido escrúpulos en seguir alentando una especulación conspirativa, cuyo único propósito era ocultar aquella mentira con otras mentiras nuevas. También ahora el PP pretende esconder la mano, y algunos de sus líderes han tenido la osadía de retar a los ciudadanos y a los medios de comunicación que no se plegaron a su intento de manipulación para que encuentren declaraciones sobre una supuesta participación de ETA en el 11-M.
Las maniobras para influir por medios espurios en el resultado de las próximas elecciones municipales, falsificando documentos relacionados con el voto por correo o intentando alterar los censos electorales, son los últimos episodios en los que se ha visto envuelto un partido que no es que diga estar en contra del sistema, sino que, paradójicamente, asegura encarnarlo en su estado más puro y ser su único y verdadero garante. El comportamiento adoptado ante estos nuevos casos de corrupción que le afectan, y de manera especial por algunos dirigentes como Acebes y Zaplana, no difiere del que siguieron tras el 11-M: una mentira inicial les unce a la mentira permanente, confiando en que, otra vez, la prensa amarilla les ayudará a crear la realidad virtual con la que esperan convertir a los ciudadanos en una especie de electores sonámbulos. La imparcialidad que el PP reclama para informar sobre estos hechos es una artera invitación a la equidistancia entre la verdad y la mentira. No existe equidistancia posible, porque la opción es la independencia. Precisamente para que nadie, ni en los medios ni en la política, ni tampoco en la sociedad, vuelva a caer en esa fraudulenta tentación regeneracionista de arrogarse el monopolio de la virtud o de dividir a los ciudadanos en normales y anormales, en decentes e indecentes.

21 abril, 2007

Otro artículo fantástico.

Ya antes de echar mi vistazo de hoy a La Nueva España, periódico de mi tierra, un buen amigo me había puesto en la pista del fantástico artículo que contiene. Se titula Curas rojos y cómicos de sainete y lo firma Miquel Silvestre. Reparte estopa de la buena a diestra y siniestra. Una gozada. Pinche aquí si quiere disfrutar.
Lo que no sé es si no estaremos aumentando la crispación por criticar a ciertos progres. Igual conviene más callar y no andar tocándoles sus muy sensibles cataplines/as.

Plagios, chapuzas, desmanes. Hagan juego.

Están los partidos como para autosumergirse en la taza del retrete y tirar de la cadena. Un día pillan al PP de Melilla encargando por su cuenta papeletas electorales en una imprenta y Acebes explica que qué importa, si, total, hasta se pueden bajar de internet las papeletas de marras. Uno no sabe si Acebes nos toma el pelo o si el hombre es así, tal como se muestra, que manda carallo.
Y otro día el candidato del PSOE por Canarias, López Aguilar, tenido por la última esperanza de una jerarquía psoebrista que tiene rostro de cemento y mañas calabresas, presenta una lista de medidas de su programa electoral que están plagiadas a pelo del pasado programa electoral de Ciutadans. Alucina, vecina.
Este asunto del plagio me recordó una sabrosísima anécdota de la última campaña para las elecciones a Rector de la Universidad de León. Uno de los candidatos, economista de oficio, presentó un programa escrito la mar de gordo y prolijo. Estas cosas nadie suele leerlas, pero a algún pervertido se le ocurrió echar un vistazo a fondo y, oh sorpresa, se encontró en el texto con varias referencias a las medidas que le convienen a la Universidad de Extremadura. ¿Extremadura? Sí, he escrito bien, las elecciones eran en León, pero se hablaba de la Universidad de Extremadura. No fue difícil averiguar la razón: el programa estaba copiado, hasta en esos pequeños detalles, de uno que había presentado un candidato poco antes para las elecciones a Rector de aquella Universidad, la de Extremadura.
Oiga, y se pone uno a meditar y mire qué curiosas coincidencias descubre. Este candidato a Rector que he dicho, catedrático de Universidad. López Aguilar, catedrático de Universidad. El que le organizó el apaño del plagio, un tal Juan Romero Pi, catedrático de Universidad. Uy, uy, uy. Qué duda cabe de que no todos los catedráticos plagian, ni muchísimo menos. Pero, caramba, parece que la mayoría de los que andan en tan turbios negocios son catedráticos o llegan a tales. Así que, ante la duda y admitiendo que pueden pagar justos por pecadores, usted nunca le preste un mechero ni diez euros a un catedrático. Y unos folios hermosamente escritos tampoco. No vaya a encontrárselos en un programa electoral cualquier día. Y, para colmo, si pierden las elecciones dirán que la culpa fue suya de usted, por no escribir mejor. A lo mejor hasta le obligan a dimitir. A usted, naturalmente.

Necesitamos muchos más así.

Pues qué quieren que les diga, me quito la boina ante Hermann Tertsch. Será todo cuestión de gustos, pero, desde los míos y desde lo que estimo requisitos mínimos de la deciencia y la conciencia de las cosas, lo que este hombre dice en su entrevista en Basta Ya me parece apabullantemente acertado. Pone las cosas en su sitio de modo magistral y muestra que el problema de este país a día de hoy no es una artificiosa división entre izquierdas y derechas, sino el hecho puro y duro de que estamos gobernados por una pandilla de indigentes intelectuales con serias taras morales. El que, sin cobrar por su ceguera, no lo vea así es tonto de remate. Y punto.
Si luego algún amable lector quiere explicarme también lo feos que son los del PP y cómo les huele el urbanismo municipal, pues también se lo admito. Pero ni con todas las taras juntas del PP se tapa la otra verdad elemental, la de que nos gobiernan, aquí y ahora, una pandilla de zombies con mala uva, sin más oficio que la política y sus mamporreos y dispuestos a todo, absolutamente a todo, con tal de no apearse del sillón ni perder el coche oficial.
Bueno, pues pinche aquí y vea lo que es un periodista con agallas, sin pelos en la lengua, sin miedo a perder su trabajo y capaz de decir cosas distintas de las que son doctrina oficial y forzosa en el periódico independiente en el que hasta ahora trabajaba.
Ah, se me ocurre que a lo mejor decir todo esto es crispar. Tengo que preguntarle a Pepiño, siempre sabio y pulcro.

20 abril, 2007

Ecos de saciedad

De vuelta en casa y largo fin de semana para dedicarme a la jardinería y a leer un buen rato, a ver si me quito los sabores de la temporada. Tendré que arruinarme comprando surfinias y un par de rododendros.
Me ha dado hoy por reflexionar sobre las suaves maneras que hemos aprendido en este país. Será buena cosa contra la crispación, no te digo que no. A ver si aprenden los niños, pues tengo un vecinito al que le escuché esta tarde una frase brillante: mamá, mamá, el hijoputa del niño de al lado me anda insultando. A ese chavalín le espera una brillante carrera política.
Ahora una en serio. Mi vecino de al lado es un jubilata encantador y servicial en grado sumo. Hace un año y pico me lo encontré entristecido un día. Me interesé por lo que le pasaba y me contó una historia edificante. Tiene una nieta que por entonces contaba unos cinco años o seis. Y su nieta jugaba todos los días con una amiguita de la misma edad y que exhibe todo el descaro de los pequeñajos más consentidos. Mi vecino estaba harto de las fechorías que le organizaba en casa, como subirse a las camas en zapatos y saltar en ellas al más puro estilo circense. Así que un día la regañó un poco. Para qué queremos más. La mocosa se fue indignada para su cálido hogar, se lo contó a sus papis y a los cinco minutos ya estaban esos progenitores en casa del buen señor, amenazándolo con las penas del infierno y un par de leches si volvía a llamarle la atención a esa hijita suya con aires de butano.
Es que la gente no sabe guardar las formas, hombre. No como esos ambientes en que se mueve uno por razón de su oficio, que es de los más viejos del mundo. Ahí sí da gusto. Se encuentran unos cuantos que viven echándose pestes y zancadillas y, oh prodigio, todo son cortesías y sonrisas. Sobre todo si hay que acabar votando. ¿A usted, querido lector, nunca lo han cogido del brazo con gesto cómplice y confianzudo? Es una excelente manera de establecer baremos. Si el que así lo toma de su extremidad superior tiene interés en que usted vote a uno que es de corta estatura, le va a convencer, con voz insinuante, de que es hora de apoyar a los enanos y que no hay cosa más justa y apropiada. Poco importa si cuando el anterior abrazo la propaganda era a favor de los altos y delgados como su padre. La firmeza de las convicciones en las altas esferas se demuestra por la flexibilidad para cambiar los criterios. Y al así tomado se le ponen las orejas como platos y el hígado encebollado.
Pero rectificar es de sabios, se supone. Conozco a una marisabidilla que hasta hace poco era una talibana de su jefe, al que adoraba con perruna entrega y cuyos designios más crueles ejecutaba sin que le temblara el sujetador. De un día para otro se cayó la buena moza del caballito de madera y cambió de bando. Todavía conserva en su aliento las trazas lewinskyanas, pero ahora va diciendo que ese tipo al que con tanta fruición se entregaba es un tirano intolerable y que ella siempre lo ha visto así y que a ver si hacemos algo. Otra que va a triunfar pase lo que pase.
Menos mal que nos quedan los periódicos. En ellos he visto hace poco que un laureado poeta acuchillaba al PP con lírica delectación. Está en su derecho, no faltaría más. Lástima que el diario no cuente que el suculento premio que el vate ha recibido se lo otorgó un jurado nombrado por el Gobierno que preside el hijo de un señor con el que el poeta comparte mesa y tertulia cada tanto. Cosas de la moneda.
Diantre, hay que ver cómo se pone uno por una excursión de nada. Pero también existen momentos genuinamente poéticos. Por delante de mi casa pasa a menudo un rebaño de ovejas guardado por un pastor y dos perros. Me quedo mirando el manso transcurrir de las ovejas y la mirada sumisa de los chuchos y no sé qué pensar. A ver si no arruino la ensoñación con estúpidas comparaciones.

18 abril, 2007

Derechos que se desbordan. Comentario a la STC 3/2007

Este post tan largo sólo lo puede resistir la paciencia de juristas masocas. Es un comentario mío de una reciente Sentencia del Tribunal Constitucional. Los jueces siempre hacen lo que pueden y a menudo lo hacen muy bien. Pero es necesario que también frente a la jurisprudencia se practique la crítica y que nos acostumbremos a analizar a fondo el modo en que los tribunales argumentan, y muy especialmente el TC. Es posible que la political correctness haya llegado también a las altas instancias judiciales, pero hay que andarse con ojo, pues ahí se juega con las cosas de comer.
Puesto que el comentario es largo, que sirva como post para hoy y para mañana. Puede que mañana no me quede tiempo para escribir ni pío, pues me voy dentro de un rato a la capital del Reino (olala!) a ejercer de miembro de tribunal de habiliteixon (olala!), aunque sea sólo por un rato, pues la movida se para mañana mismo y continua en septiembre. ¿Qué cosas se podrán contar aquí de las que sucedan allí y no sean secreto de confesión?
Vamos con la Sentencia.
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DERECHOS QUE SE DESBORDAN Y QUE AL FINAL NADA SIGNIFICAN.
ANÁLISIS DE LA STC 3/2007, de 15 de enero de 2007.
En esta Sentencia resuelve el TC un recurso de amparo por el siguiente caso. Una cajera-dependienta de Alcampo S.A. tenía establecida como jornada de trabajo la siguiente, en turnos rotativos de mañana y tarde: de lunes a sábado, de 10 a 16 horas y de 16 a 22:15 horas. Dicha empleada solicitó a la empresa la reducción de su jornada de trabajo por guarda legal de un hijo menor de seis años (no consta en la Sentencia la edad concreta del hijo en el momento de la solicitud), al amparo de lo dispuesto en el artículo 37.5 LET. Pedía como horario reducido el de tarde, de 16:00 a 21:15 horas, de lunes a miércoles exclusivamente.
El Juzgado de lo Social número 1 de Madrid dictó sentencia desestimatoria de tal pretensión de la trabajadora, aduciendo que dicha pretensión rebasa los límites de lo que, a tenor del mencionado artículo 37 LET, sería una reducción de jornada y constituiría una modificación de la misma. Entiende el Juzgado, en palabras del TC, que “la jornada reducida solicitada debe estar comprendida dentro de los límites de la jornada ordinaria realizada, mientras que en la solicitud presentada se excluyen, por una parte, varios de los días laborables de trabajo (desde el jueves al sábado) y de otra se suprime por completo el turno de mañana”. Vemos, pues, que lo que el Juez hace es interpretar los términos del artículo 37, que establece el derecho a la reducción de jornada y que, sobre la base de esa interpretación, el Juez marca los límites de tal derecho y, con ello, los concretos márgenes para su ejercicio. Al señalar esto situamos ya uno de los elementos de discusión sobre el que luego volveremos, pues o bien esa interpretación es incorrecta por inadecuadamente restrictiva con carácter general o, si es correcta, lo que se va a plantear en el caso es la justificación de que se haga una concreta excepción al alcance general de dicho derecho legalmente establecido, de modo que para la aquí demandante no rijan las limitaciones generales que para el ejercicio de este derecho se aplican al común de los trabajadores que puedan invocarlo.
La trabajadora recurre en amparo ante el TC, alegando discriminación por razón de sexo y, en consecuencia, vulneración del artículo 14 CE. El TC, con ponencia de su Presidenta, doña María Emilia Casas Baamonde, otorga el amparo y ordena “retrotraer las actuaciones al momento procesal oportuno a fin de que por el órgano judicial se dicte, con plenitud de jurisdicción, nueva resolución respetuosa con el derecho fundamental reconocido”.
Repasemos ahora los principales argumentos en pro de dicho fallo que en la Sentencia se manejan.
1. La Sentencia comienza señalando que el artículo 14 CE impone “que la distinción entre los sexos sólo puede ser utilizada excepcionalmente por el legislador como criterio de diferenciación jurídica, lo que implica la necesidad de usar en el juicio de legitimidad constitucional un canon mucho más estricto, así como un mayor rigor respecto a las exigencias materiales de proporcionalidad” (FJ 2). Esto es así y es bien conocida la doctrina del TC al respecto, pero difícilmente viene al caso, pues ninguna diferenciación por razón de sexo se contiene en el art. 37 LET y para nada se cuestiona aquí la ley, sino los efectos para la demandada de la interpretación que de la misma ha realizado el Juzgado.

2. Se extiende después en los fundamentos que tiene el trato diferenciado de la mujer en ciertos supuestos (embarazo, lactancia...), como contrapeso de la mayor dificultad social y laboral que para la mujer supone la asunción de ciertas cargas familiares. “Se trata de compensar las desventajas reales que para la conservación de su empleo soporta la mujer a diferencia del hombre” (FJ 2). Ahora bien, en el caso que se enjuicia ni siquiera se alegaba discriminación directa de la trabajadora, puesto que se discute meramente si su concreta pretensión de reducción de jornada encaja o no en los límites legales de tal derecho conforme al art. 37 LET. El argumento de la empresa, secundado por la sentencia que se recurre, es que la pretensión de la trabajadora desborda el concepto de reducción de la jornada laboral y supone una modificación de jornada, por lo que no estaría amparado por el referido artículo 37 LET, y nada hace suponer que idéntica respuesta no se hubiera dado si una pretensión igual se hubiera planteado por un trabajador varón. De ahí que la Sentencia se acoja a la noción de discriminación indirecta por razón de sexo, invocando al respecto las directivas comunitarias y la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas. Se basa en la definición contenida en el art. 2 de la Directiva 97/80/CE, del Consejo, de 15 de diciembre de 1997, en estos términos: “cuando una disposición, criterio o práctica aparentemente neutro afecte a una proporción sustancialmente mayor de miembros de un mismo sexo salvo que dicha disposición, criterio o práctica resulte adecuado y necesario y pueda justificarse con criterios objetivos que no estén relacionados con el sexo” (FJ 3).
Sentado que pueden existir discriminaciones indirectas por razón de sexo y aceptada la anterior definición, lo que tenemos que ver es si una interpretación de una norma legal, como el artículo 37 LET en este caso, realizada por el Juez no con argumentos ad casum, sino con pretensiones de alcance general y fundamentada con argumentos admisibles en general, y aceptada por el propio TC como no incorrecta o vulneradora de derechos con ese carácter general, puede contener una discriminación por razón de sexo en su aplicación a un caso concreto y si, por tanto, debe ser excepcionada para tal caso. Retornaremos sobre este asunto.
Insiste el Tribunal en que cuando se trata del derecho a no ser discriminado por alguna de las razones expresamente vetadas por el artículo 14 CE “no resulta necesario aportar en todo caso un tertium comparationis para justificar la existencia de un tratamiento discriminatorio y perjudicial, máxime en aquellos supuestos en los que lo que se denuncia es una discriminación indirecta. En efecto, en estos casos lo que se compara <>, sino grupos sociales en los que se ponderan estadísticamente sus diversos componentes individuales; es decir, grupos entre los que alguno de ellos está formado mayoritariamente por personas pertenecientes a una de las categorías especialmente protegidas por el art. 14 CE, en nuestro caso las mujeres” (FJ 3).
Permítase comentar incidentalmente lo discutible de que cuando el art. 14 CE prohíbe la discriminación por razón de sexo trate de proteger sólo a las mujeres. Históricamente es más que obvio, hasta hoy, que son las mujeres las más necesitadas de protección, por ser las habitualmente discriminadas por razón de sexo, y que en ellas podía estar pensando el constituyente al sentar dicha prohibición; pero de ahí a afirmar que la ratio de tal precepto sea la protección de las mujeres meramente, la interdicción nada más que de las discriminaciones contra ellas, va un largo trecho. Cabe perfectamente imaginar situaciones, actuales o futuras, en que puedan ser los varones los preteridos por razón de sexo, por medidas o prácticas que no puedan hallar justificación ni siquiera bajo el manto de la acción afirmativa o discriminación positiva, compensatoria de la inferioridad social de las mujeres como grupo. ¿O acaso perderá razón de ser esa norma constitucional cuando se haya logrado –ojalá que bien pronto- la plena igualdad jurídica y social de varones y mujeres?
Por otra parte, en el párrafo expuesto se dice que frente a la discriminación indirecta no se lo que se compara no son individuos, sino grupos. Pero acabará el TC anulando la Sentencia por no haber atendido a (por no haber “ponderado”) las circunstancias concretas del caso, en particular las circunstancias de esta trabajadora. Lo cual nos puede llevar a preguntarnos lo siguiente: ¿para qué importan las circunstancias de una concreta trabajadora si de lo que se trata es de amparar al grupo que, como tal grupo, se encuentra discriminado, como son en este caso las trabajadoras madres de hijos menores de seis años? Si se ha de amparar el grupo frente a la discriminación indirecta, habrá que admitir cada pretensión de la trabajadora, con independencia de sus circunstancias. Si las circunstancias se toman en consideración de modo dirimente, ya no será el grupo lo como tal protegido, sino esta o aquella trabajadora. Pero en este último caso nos habremos salido de idea de discriminación indirecta que el Tribunal usa como razón para incardinar el caso bajo el artículo 14 CE y una vez que queda sentado que no existe aquí discriminación directa.
Sigamos con la cita: “cuando se denuncia una discriminación indirecta, no se exige aportar como término de comparación la existencia de un trato más beneficioso atribuido única y exclusivamente a los varones; basta, como han dicho tanto este Tribunal como el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, que exista, en primer lugar, una norma o una interpretación o aplicación de la misma que produzca efectos desfavorables para un grupo formado mayoritariamente, aunque no necesariamente de forma exclusiva, por trabajadoras femeninas” (FJ 4).
Es más que conveniente detenerse un rato en el razonamiento que acabamos de reproducir. En primer lugar, la diferencia de trato, si existe, no se daría entre trabajadoras y trabajadores varones, sino entre trabajadoras con hijos de menos de seis años, por un lado, y, por otro, entre trabajadores y trabajadoras que no se hallen en tal situación familiar. Eso atenúa grandemente, en mi opinión, la diferencia de trato por razón de sexo, aun cuando mantenga incólume el otro posible principio fundamentador del trato favorable que se reclama, el de protección de la familia (art. 39 CE).
En segundo lugar, habría que preguntarse qué, tratamiento merecería en un caso igual un padre, varón, de un hijo menor de seis años que reclamara una reducción de jornada idéntica a la que aquí se discute, bien porque fuera, por ejemplo, viudo o porque tuviera asignado en exclusiva el cuidado de su hijo o, simplemente, porque alegara que él es quien desea hacerse cargo de la atención de tal menor, superando estereotipos sociales discriminatorios de las madres. Si concluimos que también dicho varón ha de tener derecho a esa concreta reducción de jornada que aquí se pretendía, estaremos sentando dos cosas que afectan de lleno al fundamento de esta Sentencia: que la discriminación que en la negativa se contiene, si alguna, no es por razón de sexo, y que el principio en juego es el de protección de la familia, y el derecho que se debate es atinente al cuidado de los menores y de atención a las cargas familiares.
Se podrá replicar que eso sería así sobre el papel, pero que en la realidad social son las madres las que se vienen ocupando prioritariamente de la atención a los hijos pequeños y que ellas son las que encuentran, por tanto, las dificultades para combinar ese cometido con la actividad laboral. Pero a esto se puede responder dos cosas. Una, que idénticas dificultades las tendría el padre antes citado en el ejemplo, que, en caso de no ver reconocido su derecho en términos idénticos al que a la madre la Sentencia reconoce, o bien sería discriminado o bien se vería impelido a seguir en su papel tradicional de varón menos atento a la familia y tentado a buscar una mujer que se encargase de esa función. Y otra, y particularmente importante, que es hora de ponerse a pensar si no hay derechos que en nombre de la lucha contra la discriminación ayudan a perpetuarla, pues algún machista a la vieja usanza podría pensar, tras la lectura de la Sentencia, que bien está que a la mujer madre, y sólo a ella, se le otorgue tal posibilidad, pues a ella verdaderamente le compete el cuidado de los niños antes que a su padre. Hay medidas contra el estereotipo o el prejuicio social que acaban por reforzarlo.
Los dos párrafos de la Sentencia que estamos comentando vienen a decir que para que exista discriminación indirecta por razón de sexo basta que una norma o una interpretación de la misma, planteada en términos neutros y no acompañada de ningún propósito de discriminar, tenga consecuencias negativas para el grupo de las mujeres, en este caso de las mujeres trabajadoras. Estamos hablando, por tanto, de una norma que, como es el art. 37 CE, no tenga ningún atisbo de inconstitucionalidad por contraria al art. 14 CE, o de una interpretación judicial de la misma que, como la de la Sentencia que se recurre, carezca de toda sospecha de estar sexistamente sesgada. Esto último, como veremos, lo viene a reconocer expresamente la Sentencia que analizamos, que no cuestiona dicha interpretación de la ley por contraria a la igualdad entre los sexos, sino sólo su aplicación al caso concreto por ser perjudicial para las mujeres.
Sentado lo anterior, las consecuencias de esta Sentencia –y las de similar tenor- para la política legislativa y para la teoría de los derechos son realmente revolucionarias. En primer lugar, porque se instaura lo que podemos llamar políticas jurisprudenciales de discriminación positiva. Tales políticas, en cuanto jurisprudenciales, y por mucho que se trate de jurisprudencia del TC, abocan el sistema de derechos a un puro casuismo, casuismo que, además, puede ser fuente de nuevas discriminaciones, como las que respecto de los varones padres hemos señalado ya. En segundo lugar, y sobre todo, porque privan a las leyes perfectamente constitucionales del elemento de generalidad que es –o era- constitutivo de la idea de ley en el Estado de Derecho; y bien sabemos que la generalidad de la ley es una conquista histórica en pro de la igualdad, precisamente. Lo que se está introduciendo de este modo en el régimen de los derechos es una cláusula de excepción, una cláusula que podría enunciarse así: las leyes que son constitucionales se aplicarán a tenor de sus términos generales y en conformidad con la interpretación que de ellas hagan los jueces en uso de sus competencias, salvo que dicha aplicación perjudique a las mujeres, en cuyo caso no regirá la ley en esos sus términos y con carácter general, sino que los jueces decidirán caso por caso y a la vista de las concretas circunstancias lo que más beneficie a las mujeres. Generalícese tal cláusula a todos los grupos que el artículo 14 CE expresamente menciona (y no olvidemos que dicho artículo termina en una enumeración abierta: “sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacionalidad, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”) y habremos conseguido dos cosas: dinamitar, en nombre del art. 14 CE, el sistema de derechos legalmente establecido en normas no inconstitucionales e introducir una fuente de infinitas discriminaciones posibles, pues el mandato de proteger a los grupos más discriminados acabará en fuente de privilegios para esos grupos, privilegios jurisprudencialmente sentados contra legem. Es lo que más de una vez hemos visto ya, por ejemplo, en materia de protección contra la discriminación religiosa. Y más aún, hasta dentro del grupo de las mujeres, e incluso del de las madres de hijos menores de seis años, acabará habiendo diferencias de trato aleatoriamente sentadas, inevitable consecuencia del puro casuismo y de la ponderación (libre, no metodológicamente guiada ni controlable, por mucho que se finja) de las circunstancias por el juez de turno.

3. El Juzgado había realizado en su Sentencia la interpretación del art. 37.6 LET que al principio explicamos. Concretamente, de la expresión “dentro de su jornada ordinaria”, expresión que la mencionada norma emplea al concretar el derecho del trabajador a su reducción de jornada en estos casos. El TC resalta que “no corresponde a este Tribunal la determinación de qué interpretación haya de darse a la expresión <> utilizada en el primer párrafo del apartado 6 del art. 37 LET para definir los límites dentro de los cuales debe operar la concreción horaria de la reducción de jornada a aplicar, cuestión de legalidad ordinaria que compete exclusivamente a los Jueces y Tribunales (art. 117.3 CE). Por ello mismo, no nos corresponde siquiera determinar si la concreta reducción de jornada solicitada por la demandante de amparo se enmarca o no dentro de dichos límites y debe entenderse o no, en consecuencia, amparada por su derecho a la reducción de jornada” (FJ 4).
Recapitulemos lo ahí afirmado. Que es el juez el competente para interpretar esa norma y para, con ello, precisar los límites legales para el ejercicio de tal derecho que la misma ley otorga, y que, en consecuencia, el TC ni entra ni sale en si, a tenor de esa ley y de esa interpretación, debe o no reconocerse a la trabajadora su pretensión. Va de suyo que nada hay en esa interpretación de constitucionalmente inconveniente y que, por supuesto, la norma interpretada es perfectamente constitucional. Pero a continuación va a aparecer la pirueta habitual del TC para extender sus propias competencias y para hacer patente que el régimen de los derechos fundamentales es puramente casuístico y lo sienta él por encima de leyes y de competencias judiciales: por mucho que todo lo anterior sea así, da exactamente igual, pues por encima de toda delimitación legal y jurisprudencial de los derechos está el TC para establecer cualquier excepción a dicha delimitación. Véase sino el párrafo que sigue al que acabamos de citar: “Sin embargo, señalado lo anterior, debemos igualmente afirmar que sí nos corresponde valorar desde la perspectiva constitucional que nos es propia, y a la vista del derecho fundamental invocado, la razón o argumento en virtud del cual la Sentencia impugnada niega al solicitante de amparo el derecho a la reducción de jornada solicitada” (FJ 4).
Expresamente señala el TC que la Sentencia que analiza no es ni inmotivada, ni irrazonable ni arbitraria y que, como hemos visto, en nada se extralimita el Juez de sus competencias, algunas exclusivas, como la interpretación de la norma aplicable. Sin embargo, tal Sentencia, dice el Tribunal, puede vulnerar el derecho fundamental alegado. Y ello porque “No resulta cuestionable la posibilidad de una afectación del derecho a la no discriminación por razón de sexo como consecuencia de decisiones contrarias al ejercicio del derecho de la mujer trabajadora a la reducción de su jornada por guarda legal, o indebidamente restrictivas del mismo” (FJ 5). Tenemos, así, que se está pidiendo a los jueces ordinarios que hagan dos cosas. Una, delimitar, vía interpretación de las respectivas normas legales, el alcance de los derechos, para desde ahí, resolver los casos. Dos, prescindir por completo de los resultados de tal delimitación general, perfectamente constitucional, cuando su aplicación al caso pueda perjudicar a ciertos grupos, en este caso las mujeres. La conclusión se impone por sí sola, creo: hay un régimen de derechos general, con base constitucional y legal, y hay otro especial, que excepciona al anterior, y ello en nombre de la Constitución. Existen los derechos generales de los trabajadores (por ejemplo el derecho a la reducción de jornada laboral ordinaria por cuidado de hijos menores de seis años, entendiendo por “jornada legal ordinaria” lo que los jueces interpreten y con carácter general apliquen) y hay un derecho laboral especial para mujeres, que no se compone de aquellas previsiones legales que traten de compensar, con mecanismos de discriminación positiva, la situación social de inferioridad femenina –contra esto nada se objeta aquí-, sino de decisiones judiciales que para los casos concretos deban establecer excepciones a aquel régimen general. Porque no perdamos de vista que el TC está admitiendo que puede ese mismo Juzgado de lo Social seguir aplicando su legítima y correcta interpretación de la expresión “jornada legal ordinaria” cuando sean varones los que soliciten las correspondiente reducción, pero que harán mal en mantener ese criterio general cuando la solicitud la hagan las mujeres. Si ese distinto trato estuviera en la ley misma, en nada se vería aquejado de duplicidad el sistema de derechos; pero con la solución que el TC propugna las trabajadoras tendrán los derechos laborales que los jueces digan, con total independencia de lo que diga la ley. ¿Favorecerá a las mujeres y al empleo femenino esa política que invita a sentar preferencias por vía judicial allí donde la ley no distingue?
Retornemos un momento al párrafo últimamente citado, en el que se mantiene que puede resultar afectado “el derecho a la no discriminación por razón de sexo como consecuencia de decisiones contrarias al ejercicio del derecho de la mujer trabajadora a la reducción de su jornada por guarda legal, o indebidamente restrictivas del mismo”. Si, como sucede en esta ocasión, no se cuestiona ni la constitucionalidad de la ley ni la constitucionalidad y corrección de la interpretación que de la misma hace el juez con alcance general, no nos queda más remedio que admitir que el TC se mueve en la siguiente paradoja: el derecho de la mujer trabajadora no está fundado en esa ley ni es parte del derecho general a la reducción de jornada, sino que su fundamento se halla en el art. 14 CE, directamente y al margen de lo que diga o deje de decir el art. 37 LET. De esta manera, y una vez que para las mujeres la concreción legal de ciertos derechos sólo cuenta en lo que les sea ventajosa, sin que se vean afectadas por ninguna restricción de los mismos que las desfavorezca, el art. 14 CE, que consagra la igualdad ante la ley, se torna en fuente de infinitas diferencias de trato posibles por razón de sexo, siempre aplicadas casuísticamente y con pleno ejercicio de la discrecionalidad judicial, una vez que la ley no limita ni con sus previsiones ni con sus conceptos. Por ejemplo, en el presente caso da igual que con lo que la demandante pide se trate propiamente de reducción de la jornada laboral o de modificación de la misma: se le ha de dar la razón igualmente. Se acabó también el rigor conceptual en el manejo del sistema jurídico.

4. ¿Qué debería haber hecho el Juez para adecuarse a esa filosofía de los derechos? El Tribunal lo explica: “el análisis que a tal efecto corresponde efectuar a los órganos judiciales no puede situarse exclusivamente en el ámbito de la legalidad, sino que tiene que ponderar y valorar el derecho fundamental en juego” (FJ 5). Ya apareció la palabra mágica, “ponderar”, que, por lo visto y salvo redundancia expresiva del Tribunal, es algo distinto de valorar. Y sigue: “los órganos judiciales no pueden ignorar la dimensión constitucional de la cuestión ante ellos suscitada y limitarse a valorar, para excluir la violación del art. 14 CE, si la diferencia de trato tiene en abstracto una justificación objetiva y razonable, sino que han de efectuar su análisis atendiendo a las circunstancias concurrentes y, sobre todo, a la trascendencia constitucional de este derecho de acuerdo con los intereses y valores familiares a que el mismo responde” (FJ 5). ¿Intereses y valores familiares como base de la ponderación del Juez? Pero ¿no habíamos quedado en que se trataba de evitar la discriminación indirecta por razón de sexo? ¿Ahora es el interés familiar el determinante? ¿Acaso se insinúa que hay que dar más facilidades laborales a la mujer para que quede mejor amparada la familia? Podría ser, pero entonces a qué viene todo el largo discurso anterior sobre la discriminación indirecta de la mujer y su incompatibilidad con el art. 14 CE.
Sea como sea, algo queda bien claro: el casuismo. El juez tiene en principio que aplicar la ley según la interpretación de la misma que es de su competencia, pero atendiendo a las circunstancias del caso de modo tal que, cuando éstas lo requieran, se siente una excepción a dicha aplicación de la ley, que ya no será ley general. El juez tiene en principio que aplicar la ley, pero sólo en principio; eso sí, en nombre de la igualdad. Las circunstancias manda, el juez las valora y esa valoración permitirá saltarse la ley. La ley rige, pero sólo por defecto, mientras no haya una circunstancia que, a la luz de algún principio constitucional, invite a saltársela. Los jueces, pues, pueden en nombre de la Constitución hacer lo que quieran. O tal vez los jueces no, sólo el TC. El legislador va sobrando. El Estado de Derecho se convierte en Estado de los Jueces. Los cuales siempre van a aplicar la Constitución, naturalmente.

5 El TC anula la Sentencia recurrida porque ésta, de la que antes se ha admitido que no tiene defectos de motivación, “prescinde de toda ponderación de las circunstancias concurrentes y de cualquier valoración de la importancia que para la efectividad del derecho a la no discriminación por razón de sexo de la trabajadora, implícito en su ejercicio del derecho a la reducción de jornada por motivos familiares, pudiera tener la concreta opción planteada y, en su caso, las dificultades que ésta pudiera ocasionar en el funcionamiento regular de la empresa para oponerse a la misma” (FJ 6). En el cajón de sastre de la dichosa ponderación entra todo y uno ya no sabe si se ponderan las circunstancias, se ponderan los derechos (¿existe un derecho al “funcionamiento regular de la empresa”?) o qué. La teoría –y el TC cuando quiere, dice que lo que se pondera son los derechos, a la vista de las circunstancias, pero aquí ni siquiera se molesta en decirle a ese Juez, al que le ordena dictar nueva sentencia “ponderativa”, cuáles son los derechos que tiene que ponderar en el caso. No, le dice que debe ponderar las circunstancias. ¿Qué circunstancias, por cierto? Son tantas las circunstancias posibles... Frente a la ley que, sumada a su interpretación, acota el alcance de los derechos, su apertura total en nombre de las circunstancias. Frente a la posibilidad de que los ciudadanos podamos saber de antemano qué derechos en concreto poseemos y bajo qué condiciones podemos ejercitarlos, la reconducción de todo saber y toda decisión a los jueces. Que nadie esté tranquilo al creer que tiene frente a otra parte un derecho que la ley claramente le otorga o que la jurisprudencia correctamente ha precisado en sus alcances: siempre pueden aparecer circunstancias que se lo den a la otra parte. Circunstancias y jueces.
En ocasiones como ésta, el TC anula la Sentencia porque el Juez no ponderó. En otras muchas, el juez pondera, pero el TC anula igualmente porque esa ponderación no dio el resultado que él estima correcto. Se le dice al juez que use la balanza para pesar circunstancias, unas veces, y derechos, otras, pero luego resulta que la balanza del TC es distinta. Y, sin embargo, son numerosísimos también los casos en que el TC resuelve conflictos de derechos sin ponderar y sin usar ese esquema de razonamiento que él mismo prescribe.
Así que ahora nos queda preguntarnos sólo lo siguiente: si en la nueva sentencia que este Juzgado de lo Social ha de dictar se extiende el Juez en amplias consideraciones sobre las circunstancias en el caso concurrentes, las analiza una a una, usa una docena de veces la palabra “ponderación” y falla contra la trabajadora, ¿qué ocurre? ¿Podremos seguir afirmando que existe discriminación por razón de sexo? ¿Admitiría el TC un nuevo amparo por ese motivo –no sería la primera vez-? Al fin y al cabo, por mucho que la Sentencia que comentamos fundamente su anulación de la otra en que el Juez no tomó en consideración las circunstancias del caso, está marcando clarísimamente el camino para que se le dé la razón a la trabajadora. ¿O no?
Coda.- Cuando el Juzgado de lo Social dicte nueva sentencia, o incluso cuando el TC dictó la que reseñamos, la resolución ya no tendrá ni tiene consecuencias prácticas, pues el tiempo transcurrido ha hecho que el hijo de la trabajadora cuente más de seis años y el derecho en discusión ya no puede ejercitarse por vía ninguna. Eso también debería dar que pensar y contribuye a extender la sospecha de que gran parte de la jurisprudencia actual, incluida mucha de la del TC, no tiene más valor que el simbólico, es jurisprudencia simbólica. En mi pueblo lo llamaban quedar bien y de gorra.