30 junio, 2010

El Derecho es un misterio. 10. Cuando las leyes y los jueces repiten lo evidente es porque se están perdiendo las evidencias

Si el Derecho de estos tiempos fuera mínimamente sólido, tangible, un poco cognoscible, previsible en algún grado, dotado de una pizca de certeza, estudiar leyes y jurisprudencia aún tendría algún sentido. Pero no es el caso. Los que en el ordenamiento jurídico buscan líquido elemento en el que practicar sus artes natatorias de besugos han conseguido licuar lo jurídico. Ya no hay quien pueda aprender ni aprehender sistema jurídico ninguno, pues este Derecho se nos escapa entre los dedos como el agua que ya es. En este mar de principios bucean a gusto profesores principialistas y moralizadores sin sotana pero con púlpito y oratoria de canónigos, en esta laguna de valores y variadas teleologías chapotean los jueces expertos en hacerle el juego, a base de jurisprudencia simbólica y neoconstitucionalismos de mucho vestir, al que les pague unos ascensos como Dios manda o un rato en brazos de la gloria. De la gloria forense, quiero decir. En estos ríos de preceptos en los que nunca se baña dos veces el mismo pleito, pues cambian de hoy para mañana con vertiginoso celo, enredan de lo lindo y hacen variadas aguadillas esos legisladores que, pues no tienen otro oficio ni mejor beneficio, han de justificar éste de ahora -quién les iba a decir cuando no tenían que hacer ni donde caerse muertos que acabarían haciendo normas jurídicas como otros hacen tornillos o macramé- a base de sentirse un cruce entre Hammurabi y Sara Carbonero (¿lo habré escrito bien?) o entre Justiniano y Nacho Vidal.

Entre que unos hacen normas como motos y que otros las aplican como si se tratase de supositorios para el ciudadano desavisado, la ciencia jurídica se ha convertido en una rama de la magia y el aplicador del Derecho acabará anunciándose en las secciones de masajes, aunque sean masajes morales y sólo por la parte de la dignidad y otros valores que no pueden mustiarse sin que algo se muera en el alma y en la cuenta corriente. Y todo esto ahora que el derecho es líquido. Ya verán cuando acaben de salirse con la suya los sumos sacerdotes de a tanto el principio más la cama y lo jurídico se nos haga gaseoso. Habrá que repartirlo en globos y bombonas y ya no en códigos y boletines oficiales.

Pues es que he leído hoy dos textos jurídicos que me han dejado pensando que por qué resultará tan innovador y presentable insistir en lo que va de suyo, y tan sorprendente recalcar lo que no tendría que ignorar nadie. La contestación es sencilla: porque en este Derecho del presente, tan inaprensible como venal, tan ético como descarado, ni dos más dos son cuatro ni obliga la norma vigente ni tienen las palabras por qué significar lo que significan para cualquiera con dos dedos de frente. ¿Entonces? Pues entonces pasa que en la Comunidad de Madrid se aprueba la Ley 2/2010, de 15 de junio, de Autoridad del Profesor (BOCAM de 29 de junio), en cuya filosofía de fondo no entro ni para bien ni para mal, pero que en su artículo 12, apartado 1, bajo el rótulo “Responsabilidad y reparación de daños”, dice esto:

Los alumnos quedan obligados a reparar los daños que causen, individual o colectivamente, de forma intencionada o por negligencia, a las instalaciones, a los materiales del centro y a las pertenencias de otros miembros de la comunidad educativa, o a hacerse cargo del coste económico de su reparación. Asimismo, estarán obligados a restituir, en su caso, lo sustraído. Los padres o representantes legales asumirán la responsabilidad civil que les corresponda en los términos previstos en la Ley”.

Puede que se me escape algo esencial y ojalá algún lector atento me saque de mi ignorancia, pero yo juraría que en tal precepto no hay novedad ninguna, salvo que sea novedad remachar lo obvio y repetir la norma vigente a fin de que sea eficaz y efectiva. Pues, en efecto, ¿no regía para la educación y dentro de los centros educativos la responsabilidad civil de los padres o tutores, tal como la establece el Código Civil y con las consiguientes obligaciones de reparación de los daños?

He dicho que no puedo ni quiero juzgar esa Ley madrileña, pero me da la impresión de que ha funcionado una cierta maniobra de despiste, pues mientras en la propaganda política y en los medios (discúlpenme la redundancia) se ha puesto -para alabar o para criticar- todo el énfasis en la elevación del profesorado y los directivos de los centros a la condición de autoridad pública (art. 5), ha pasado desapercibida una cuestión tan importante o más: la presunción de veracidad en favor de los directores, los demás miembros de los órganos de gobierno y los profesores en general (“En el ejercicio de las competencias disciplinarias, los hechos constatados por los directores y demás miembros de los órganos de gobierno, así como por los profesores, gozan de presunción de veracidad, cuando se formalicen por escrito en documento que cuente con los requisitos establecidos reglamentariamente”).

También me ha desconcertado leer la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala Primera, de 16 de marzo de 2010 (ponente J.A. Seijas Quintana). Tampoco pretendo comentarla -poca sustancia tiene el caso- ni criticarla para bien o para mal, sino destacar simplemente cuánto me llama la atención el asunto en sí: resulta que en un supuesto de responsabilidad extracontractual la parte reclamante ejercita su acción fuera del plazo de un año que estipula el art. 1968 del Código Civil; concretamente, con un retraso de cinco días. No se trata de un problema interpretativo, sino de saber si en Derecho un año ha de tener 365 días (uno más si es bisiesto) o si puede tener también 370 o 495. ¿Que no? Pues la sentencia de instancia dijo que no importaba esa demora y que tampoco era para ponerse así y dio la razón a los demandantes y condenó a los demandados a la pertinente indemnización. ¿Con qué argumento? Pues el de que tampoco era tan excesivo el retraso y que no puede apreciarse una dejación de su derecho por la actora. ¿Que suena raro? No tanto, pues -aunque en la sentencia que comentamos no se menciona- hay jurisprudencia principialista del TC que abona ese relativismo axiológico de la aritmética procesal.

Sin embargo, el TS, en esta sentencia, sostiene lo obvio y nos reconforta en la esperanza de que algo de lo que los códigos nos cuentan sea todavía un poco sólido y nos permita saber a qué atenernos cuando en lugar de salvar el alma mediante muchos valores y grandes homenajes a la ética más racional y pura, queramos nada más que saber qué derechos el Derecho nos reconoce, y bajo qué condiciones, y cuáles no. Así que afirma el TS que “una cosa es que el plazo de prescripción de un año establecido en nuestro ordenamiento jurídico para las obligaciones extracontractuales sea indudablemente corto y que su aplicación no deba ser rigurosa sino cautelosa y restrictiva, y otra distinta que la jurisprudencia pueda derogar, por vía de interpretación, el instituto jurídico que nos ocupa, pues ello aparece prohibido por el ordenamiento jurídico (...) y sería contrario a la seguridad jurídica distinguir entre pequeñas y grandes demoras”. Amén.

¿Saben por que se indignarán muchos superprincipialistas a los que las palabras de la ley les producen urticaria? Pues porque ellos, que suelen quererse bastante a sí mismos y tenerse en gran estima moral, siempre se imaginan de demandantes, nunca de demandados. Porque cuando un día, por un casual, les toca el otro papel, se agarran como posesos a la seguridad jurídica y se vuelven positivistas por un día. Sí, porque hasta al iusmoralista le gusta de vez en cuando echar una cana al aire. Eso está en el núcleo mismo de su tradición.

29 junio, 2010

¿Qué significa discrepar ideológicamente?

Por ahí abajo, una amable comunicante anónima escribió, entre otras cosas, lo siguiente: “Es increíble cuántos puntos de vista compartimos sobre la cotidianeidad, estando tan alejados ideológicamente”. Me quedó sonando el cuento y me pregunto: ¿qué será eso de la discrepancia o lejanía ideológica, y más cuando se coincide mucho sobre los asuntos cotidianos? Puede que, sin habérnoslo propuesto, andemos tocando un asunto de mucha enjundia.

Con alguna gente de la que trato y que considera y me dice que discrepa ideológicamente de mí puedo decir, desde el respeto más esmerado, que me sucede alguna de estas dos cosas, pedantemente expresadas: o la discrepancia se basa en una imputación directa de partidismo o en una tonta imputación indirecta de partidismo. Y tengo para mí que tales cosas no son desacuerdos ideológicos propiamente dichos, sino que se parecen más a las discusiones entre forofos de equipos de fútbol. Pero expliquémonos.

Un día le ven a usted con el ABC bajo el brazo en la parada del autobús y la mitad de sus conocidos van a discrepar de usted de inmediato. Sí, a pelo, sin hablar de nada. Si me apuran, hasta los desconocidos que pasen se sentirán en desacuerdo profundo con usted. ¿Sobre qué ideas? ¿Sin debatir? Sí, sin hablar y porque sí: porque si usted lleva en la mano el periódico conservador, será porque usted es del PP; en el mejor de los casos. No hay más que hablar. Si le pillan con La Razón, más todavía. Y exactamente lo mismo y en paralelo ocurrirá si lo que usted lleva es El País o Público. Y como digo discrepar, digo también tenerle por “uno de los nuestros”. El conservador se atreverá mejor a preguntarle la hora si lo cree a usted lector fiel de ABC y el dizque progresista se sentará más tranquilo a su lado en el tren si lleva usted algo de PRISA.

¿Cuánto de lo que provoca esas simpatías y antipatías, esas identificaciones y rechazos, tiene que ver con el sentido más noble del término ideología? ¿Cuánto se relaciona con ideas? Nada. Ciertamente, el noventa por ciento de los que luzcan El País serán votantes del PSOE y otros tantos de los que vayan con el ABC darán su voto al PP. ¿Y el votar de mucha de esa gente cuánto tiene que ver con las ideologías? Lo mismo, nada. Salvo que definamos “ideología” así: “Práctica o hábito de votar a un determinado partido político, incluso con prescindencia de sus acciones y programas. En un sentido más lato, también se llama al propósito de no votar jamás a un determinado partido, sean cuales sean las circunstancias y los programas”.

Así que llamo imputación directa de partidismo a una sospecha de voto basada en signos externos, como el periódico que se lee o la emisora de radio que se escucha. Como he dicho, suele haber correspondencia entre lo que la gente lee o escucha y lo que vota, pero con lo que no se corresponde es con una ideología definida de otra forma, seriamente.
Pregúntele usted a uno de esos seguidores estandarizados del PP o del PSOE -vale para otros partidos también, pongo sólo esos dos en aras de la brevedad- qué tipo de sociedad quisiera tener y cómo solucionaría los principales problemas de la organización de la convivencia, y prohíbale que utilice tópicos muy descarados del tipo “políticas de progreso” o “célula básica de la sociedad”. Y verá que unos nunca se han parado a pensar en asuntos ideológicos genuinos y que otros son hijos de su padre y de su madre y lo mismo le sale un socialdemócrata que va a la urna por el PP que un meapilas que jamás le fallará al PSOE. No ha de extrañarnos, pues para que pudiéramos identificar a los partidos por sus ideologías, y al tiempo, identificarnos con las ideologías de los partidos -y no con los eslóganes de las campañas o los caretos de los líderes- haría falta que los partidos tuvieran ideología. Y no es el caso, a día de hoy. A no ser, otra vez, que llamemos ideología de un partido a cualquier cosa que un secretario general diga porque cree que puede dar votos en este momento y aunque sea lo opuesto a lo que ese mismo individuo afirmó hace un mes en nombre de su partido. No me pidan que les ponga ejemplos.

Lo que llamo imputación partidista indirecta viene a ser casi lo mismo, pero con algo más de retorcimiento. Tú un día afirmas X y entonces aparece un sujeto con alma de censor y vocación de nomenklatura que te hace un razonamiento así: X podrá ser cierto o no, pero ésa es otra cuestión. Lo que tenemos que ver es que eso, X, es lo mismo que están en estos momentos afirmando todos los medios de comunicación que son esbirros del enemigo malo malísimo de la muerte, y entonces, sea X verdadero o falso, X no puede ser dicho, pues supone hacerle el juego a los felones y ayuda decisivamente a arrastrar a este país al desastre.
O sea, que usted, por haber dicho X, es un pedazo de cabroncete que merecería un par de leches si esto funcionara como es debido, aunque de momento se las vamos a dar nada más que dialécticas y desde la legitimidad que brinda la ortodoxia de los bienpensantes en pompa for ever. En otras palabras, que si tú afirmas algo -sobre lo que sea, hasta sobre el sabor de las almejas de Carril- que coincida con lo que a menudo mantenga un escritor o locutor del partido atroz, tú o eres del partido atroz o, lo que es peor, eres un imbécil que ni siquiera se da cuenta de que le está haciendo el juego al partido atroz. Conclusión: aunque creas firmemente X o aunque X sea una verdad como un templo, no digas que X es verdad, pues no puede serlo si lo repiten Losantos o Gabilondo. Sí, cualquiera de ellos, pues este tipo de imputaciones memas las hacen igual los de un lado que los del otro. No es equidistancia mía, no, es porque los lameculos de las dos partes se parecen como dos gotas de agua...sucia.

¿Tiene ese proceder algo que ver con la ideología? No. Si a tres censores del mismo bando les pasásemos un test con cuestiones cruciales sobre el modelo social que prefieren, coincidirían en poco, probablemente. ¿Entonces? Pues entonces sólo pasa que o bien son del mismo equipo (quiero decir forofos del mismo partido político) o bien andan moviendo el culete a ver si en ese partido les cae algo por montárselo de vigilantes de la playa ideológica, aunque la ideología suya de ellos sea verde y se la pueda comer cualquier burro.

¿Qué necesitarán dos personas que, por ejemplo, aquí y ahora quieran saber si mantienen acuerdos o desacuerdos ideológicos serios? Pues, antes que nada y como condición absolutamente ineludible, contarse sus respectivas ideologías y contrastarlas. Pero en serio. Cosa que rarísimamente ocurre, entre otras cosas por culpa de la maldita forofada de los partidos políticos, que hace más ruido que un emjambre de avispas en celo. ¡Qué aburrimiento, cielo santo, qué aburrimiento!

¿Les apetece que un día de éstos elaboremos un test de esos que podrían servir para ver diferencias y coincidencias ideológicas de verdad? Vale, pues a lo mejor lo hacemos. Con permiso de los nuevos fragas y los nuevos iribarnes. Claro. Pero ellos que se abstengan. Total, para qué. Que sigan vigilando con celo para su celo...

Todo el lote. Por Iñaki Ezkerra

(Publicado ayer, 28 de junio, en el El Correo)
Pasa con los bancos, los supermercados, las compras en general, los vendedores que llaman a nuestra puerta… En la vida diaria siempre que hacemos ademán de sacar la cartera para pagar algo que nos gusta hay alguien que surge de las tinieblas y que nos quiere vender todo el lote. Queremos abrir una cuenta corriente, comprar un queso o una película, leer tal libro, aceptar cualquier clase de oferta y entonces aparece la superoferta: “Si además de esa novela negra compramos la enciclopedia del género policíaco, la primera nos sale gratis, si en vez de un vídeo compramos tres, nos descuentan dos. Si en vez del queso compramos toda la tabla nos regalan un boleto para una rifa. Si además de la cuenta corriente abrimos un fondo de inversión y sacamos la tarjeta rosa o naranja nos dan un crédito. Y entonces es de lo más normal que haya personas que nos resistamos, que decimos que no queremos el lote entero, que queremos abrir una puñetera cuenta corriente, no convertirnos en accionistas del banco; que queremos un queso, no ser tahúres; que no queremos suscribirnos de por vida a ninguna editorial ni toda la filmografía de Bergman sino sólo una de sus pelis.
En realidad la vida consiste en esquivar todos los lotes enteros que te quieren endilgar. Y uno se pregunta por qué lo que es normal en las cosas de la existencia cotidiana no lo es en la política, por qué si uno valora que Felipe González nos metiera en la OTAN y el Mercado Común alguien interpreta que uno acepta también el lote felipista de los GAL, la cultura del pelotazo y de la corrupción. Uno se pregunta por qué no puede valorar la política antiterrorista y social-económica de Aznar sin que ello implique llevarse a casa el lote completo de la guerra de Irak y de su prepotencia y de esa manía que ahora le ha dado por pasar de ex político al increíble Hulk o a oráculo de todas las cosas que no hizo mientras mandaba.
¿Por qué no se puede criticar a Zapatero sin por eso tener que abrazar ni el liberalismo económico ni el integrismo católico? ¿Por qué hay que aceptar todo el lote del bando contrario al que se rechaza? ¿Por qué no se puede detestar tan sinceramente la extrema derecha como el buenismo progre como dos formas de la obnubilación mental y de la renuncia a entender la realidad? No digo que no habrá a quien le gusten y hasta le apasionen las grandes ofertas, o sea llevarse a casa todos los lotes de papel higiénico de la política nacional e internacional. Pero hay también quienes nos resistimos a esos tentadores chollos y porque rechacemos el lote completo de lo que nos quieren vender no renunciamos a tener una cuenta corriente normal y corriente (valga la redundancia) y a llevarnos a casa nuestra peliculita, nuestro librito y nuestro quesito. ¿Qué es poco? Igual a algunos eso nos parece el secreto de la vida. Igual somos la inmensa mayoría los que pensamos y sentimos así.

28 junio, 2010

Nuestro hombre en Helsinki (4). Por Fernando Losada

¡Aloha!

Hace dos meses que puse mis pies en tierras finlandesas. Dos meses que no sabría decir si se me han pasado volando o han cundido como una experiencia de un año y medio. No, lo cierto es que estoy falto de todo tipo de referencias, tanto espaciales como temporales. A ver cómo os lo explico... Vamos a empezar por el espacio. En España tenemos la suerte de tener el Sol como punto permanente de referencia. Sí, como buenos boy scouts sabréis que siempre sale por el Este y se pone por el Oeste, así que si estáis en una ciudad desconocida, simplemente consultando un mapa, mirando al Sol e, importante, controlando un poco si os habéis levantado con el amanecer, podéis orientaros perfectamente. Pero aquí, amigos, todo es distinto. Nada que no supiera al venir, pero hasta que no lo vives no te trastoca. Sí, porque aquí el Sol en esta época del año sale por el norte/noreste, cruza todos los puntos cardinales habidos y por haber y se pone dos o tres horas por el noroeste/norte. Es tal el desbarajuste que ni el musgo sabe hacia dónde debe orientarse para crecer... Deberían haber publicado un número especial de los Jóvenes Castores adaptando todas las técnicas de orientación y supervivencia a las tierras del norte. Yo lo hubiera agradecido.

Pero eso no es lo peor, ni mucho menos. La cosa se pone peliaguda cuando uno piensa en las referencias temporales. Porque, como digo, aquí el Sol cruza todos los puntos cardinales, pero nunca alcanza la vertical. Es decir, que parece que durante todo el día son las once de la mañana. Y claro, uno va con la energía a tope durante 20 horas durante tres días seguidos y se dice "wow! cómo cunden aquí los días", pero a la siguiente semana está fundido, y no consigue comprender cómo es que la mañana se alarga tanto y nunca llega el mediodía. Tampoco ayuda nada que esta gente se ponga a comer a las doce de la mañana (las once en España). A mí es que no me entra nada a esa hora, así que me quedo trabajando un poco más, pero claro, cuando yo como en la universidad la gente está con la merienda o la cena. No he conseguido aun adaptarme a los horarios (y eso que sólo hay una hora de diferencia). Supongo que cuando llegue el invierno y apenas haya luz la cosa será distinta...

Pero, como digo, hay muchos factores que no contribuyen nada a que deje de flotar en el espacio-tiempo finlandés. Uno de ellos es la comida en la universidad. Soy defensor de los restaurantes universitarios y comedores sociales, he comido buena parte de mi vida en ellos y he sobrevivido sin mayores problemas. Incluso es posible hacer rancho de calidad (unas lentejas en cantidades industriales no tienen por qué estar malas; preparar tropecientos pimientos rellenos es otra cosa, claro). Pero lo que me parece inconcebible es cómo organizan las cosas alimenticias estos señores. Veréis, resulta que aquí lo que se estila en los menús universitarios es tomarse una ensalada y un segundo plato. El postre es opcional. La idea en principio parece buena, pero si la variación en la ensalada consiste en poner unos días maíz y otros frutos secos manteniendo la lechuga, el tomate, la remolacha y la salsa césar, la cosa se vuelve monótona. Y qué decir del plato fuerte... pues que siempre consiste en arroz o patatas cocidas más lo que toque. Sé lo que estáis pensando, "no tiene por qué ser tan malo", pero lo es, porque "lo que toque" aquí significa una salsa que le da sabor al arroz. Es decir, que si tenemos estofado de ternera, pues es una cucharada de esa salsa con la que recubrimos el arroz; si son boquerones del báltico, lo mismo; y así hasta el infinito (aunque cuando hay salmón se esmeran y no lo ponen "en salsa", sino que tienes un trozo reconocible y visible ante tus ojos -acompañando el arroz o las patatas cocidas, claro). El resultado es que uno tiene la sensación permanente de déjà vu, lo que unido al desconcierto temporal empieza a resultar pesadito. Si a eso le añadimos que por la calle se ven unos coches de hace cincuenta años extremadamente bien cuidados (se queda uno pasmado mirándolos, y eso que yo soy lo más distante que pueda imaginarse de un fanático de los coches), uno comienza a preguntarse si no le habrá engullido una puerta espacio-temporal durante el vuelo a Helsinki...

Para más inri, Massimo, mi compañero de piso, ha recibido la visita de su novia y se han ido a recorrer el país, de modo que he estado a mis anchas por aquí. Nada malo, claro, pero si a eso le unimos que aquí San Juan (el midsummer o Juhanus) lo celebran desapareciendo de la ciudad y largándose a sus cabañas en los innumerables lagos del país, la cosa se pone tremenda. Porque en los últimos tres días ¡ni los cines estaban abiertos! Algo espeluznante para un cinéfilo. Si los cines cerraban, imaginaros el resto de actividades comerciales... ¡cero patatero! Y así estaba yo estos días, sin nadie a quién hablar, sin saber qué hora era, sin poder decir dónde estaba el norte simplemente mirando al Sol... Menos mal que me quedaba una referencia a la que aferrarme como un clavo ardiendo: el Mundial. Las cinco de la tarde llegaban cuando comenzaba el partido, porque lo que es el Sol no llegaba a mostrarse ni pelín decaído. Y a las nueve y media... pues más de lo mismo: el Sol en el mismo ángulo pero un poco más allá... Menos mal que tenemos Mundial, porque flotar solo por el éter finés, sin tener a quién hablar y dándole a la cabeza todo el día (es mí trabajo, qué le voy a hacer) puede resultar especialmente nocivo. Me di cuenta de ello cuando, de camino a la universidad, iba yo pensando en cosas que contaros en este correo: que si fíjate la arquitectura del museo de arte contemporáneo, que qué cosas se ven por la calle, que cómo la naturaleza llega hasta el corazón de la ciudad... y alguno de vosotros pensará que qué afortunado, que qué vida interior tan rica que tengo. Pues que sepáis que de la vida interior rica a volverse tarumba por estos lares hay un paso. Y muy corto.

Y para acabar este informe voy a ponerme un poco serio (más aun) y a trasladar esta idea de "carezco de toda referencia a la que aferrarme" a nuestra realidad política y social. Acabo de terminar de leer el último libro de Tony Judt, "III fares de land", y sólo puedo aconsejaros que os lo leáis tan pronto como podáis. Para los despistados que floten en el éter aun más alto que yo, les diré que este historiador hila muy fino. Ya lo hizo en su mastodóntico (en cuanto a lo excepcional de su contenido) "Postguerra", en el que explicaba como nadie la historia europea de la segunda mitad del siglo XX. Ahora se ha dedicado a interpretar los acontecimientos pasados de modo que puedan arrojar luz sobre muchas de las cosas que suceden en la vida política hoy en día y que nos producen esa sensación de azoramiento, cuando no de desazón. No es tan fácil explicar en un librito cuál es la relación (no sólo histórica) entre el estado de bienestar, el individualismo, la globalización, el capital, la moral y demás. Al leerle uno tiene la sensación de que lo que dice no es nada nuevo, pero lo importante es que hay una verdad de fondo en la sutil relación que va trenzando entre cada uno de los elementos, y que llega hasta nuestros días. En un momento en el que todos tenemos la sensación de que las cosas "nos suceden", de que no tenemos el control (ni podemos llegar a tenerlo) acerca de cómo funciona la sociedad, y mucho menos el mundo, Judt nos devuelve la confianza planteando las preguntas clave. Y, lo más importante, consigue hacernos sentir que en nuestra mano está cambiar las cosas porque, por fin, las comprendemos. No es poco.

Me temo que a pesar de mis esfuerzos este último párrafo no ha conseguido plasmar el entusiasmo que me ha despertado el libro. Ya me diréis cuando lo leáis (el libro, no el párrafo). En cualquier caso, yo ya estoy trabajando para cambiar el mundo. Pasito a paso, pero en ello estoy. Ya os contaré...

¡Un abrazo muy fuerte a todos!

26 junio, 2010

¿Por qué no "nunca mais" ahora?

Me llamarán cómplice objetivo de la reacción, compañero de viaje de los carcas y descreído de la verdadera fe, que es la fe de la mayoría, pero este reportaje de El Confidencial se las trae, sean las que sean las intenciones de ese diario digital, del autor de la información, del lector, del contralector y de la madre del cordero (pascual). Porque o alguien da una explicación buena y convincente -que seguro que la hay- de por qué los ecologistas del mundo unidos no le están montando un pitote de padre y muy señor mío a la BP en EEUU y a Obama por recibir sus donativos durante su campaña y por no apretarles luego las clavijas como es debido, o vamos a pensar lo que es inevitable pensar: que las ONGs son necesarias y de todo -yo doy mi óbolo regularmente para algunas de ellas y algunas de éstas-, sí, pero que esto empieza a mosquear. Si defendemos el medio ambiente, lo defendemos quien quiera que sea el que contamine y el que gobierne. Y si lo que defendemos en realidad es otra cosa, que se diga, rediez, que se diga.
¿Habría "nunca mais" si gobernara el tontaina de Bush? Mira que si el destino de los patos va a depender del ganso de turno...
Bien, aquí pongo la mejilla para los cachetes. Por no respetar la ortodoxia y no creer en nada. Y por leer lo que no debo. Mecachis. Que me quemen. Sólo exijo una cosa: que el que me azote lo haga por convicción y no porque cobra por ello.

25 junio, 2010

¿Qué se dice?

- ¿Qué se dice?
- ....
- Di lo que se dice.
- (En voz baja, apenas audible) Gracias.

Cuántas veces era así, en la infancia, cuando alguien nos regalaba algo y el adulto de guardia nos presionaba para que usáramos la fórmula del agradecimiento, impasible ante nuestra timidez o nuestras dudas ese mayor que así nos adiestraba. Quizá no te caía bien la persona que te había hecho el obsequio o puede que éste te pareciera horrible o hasta te asustara un poco, pero había que dar las gracias.

Me quedo a menudo con las ganas de soltarle a algún interlocutor de ahora un “¿Qué se dice?”. No para que propiamente me agradezca nada en su fuero interno, aunque a veces también, sino para que cumpla con la vieja consigna de ser agradable con el prójimo. Lo diré más claro: tenemos que volver a la hipocresía social. Esta excursión de las últimas décadas a una baldía autenticidad y a una sinceridad que confunde al vecino con el psicoanalista de uno ha sido un fracaso estrepitoso. Esa consigna de ser uno mismo y afirmarse ante las supuestas presiones sociales ni ha reducido las presiones ni ha aliviado las histerias ni ha valido para que nos queramos más a nosotros mismos. Al fin y al cabo, la única manera de llevarse bien con uno mismo es ver el afecto y la simpatía en la mirada de los otros.

Recuerdo que allá en primero de carrera, en Oviedo, aquella bendición de profesor que tuve en Derecho Natural, Elías Díaz, nos recomendó que leyéramos un libro de Carlos Castilla del Pino, “La culpa”. Sediento como estaba de ciencia y mundo, lo leí, y aún recuerdo que el famoso psiquiatra sostenía allí que lo que nos hace sentirnos culpables no es la voz de la conciencia propia, qué conciencia ni qué gaitas, sino la opinión negativa que los demás se forman de nosotros cuando hacemos ciertas cosas. Yo me veo culpable si tú y los demás me hacéis un reproche congruente y bien fundado. No hay más fuente del remordimiento que el qué dirán de los que sabemos que van a decir. Por eso no hay culpa cuando tenemos certeza de que no se descubrirá jamás y por nadie nuestra felonía. La impunidad cierta no da cargo de conciencia. Bueno, eso es lo que vagamente recuerdo y a lo mejor traiciono el texto aquel después de tanto tiempo. Lo traigo a colación porque creo que también es el logro del aprecio de los otros lo que nos hace querernos a nosotros mismos. Y eso no se consigue a base de desplantes, de ataques de forzada sinceridad y de ponerle cara de perro a todo el mundo, como si a cualquiera dijéramos mírame qué personalidad apabullante tengo, póstrate y adórame. No nos van a adorar, no, sino que nos atizarán una patada en las posaderas y se irán con viento fresco a buscar compañía más amable.

Echo de menos la vieja hipocresía bien llevada, el antiguo saber estar, los buenos modales aunque sea sin ganas y el afán por caer simpáticos aunque sea al precio de fingir un poco y de seguir la corriente al prójimo. No me gusta que me miren como a un bicho ni que me traten como a un inimputable, tampoco que me recuerden a cada rato mis defectos o que llevo una mancha en la camisa. Qué trabajo les cuesta, vamos a ver. Además, así habría reciprocidad, pues les juro que yo procuro no mentar la soga en casa del ahorcado ni contar chistes de engaños ante el cornudo ni de mancos con el que no tiene brazos ni de gordos ante el que está como un cerdo. Como un cerdo, sí, pero yo no tengo por qué recordárselo y pedirle, de propina, que admire mi naturalidad y que me respete por sincero. Yo finjo, disimulo y me achanto cuatro quintas partes de lo que pienso de cuatro quinta partes del personal con el que me topo, pues de no ser así iba a arder Troya, que menuda lengua tiene uno si la saca a pasear y vaya capacidad para ciscarse en el mundo cuando al mundo le pierde la gracia.

Pues quiero que conmigo se porten igual, ya está. Así de simple es mi ruego. Y le voy a dar al personal un plazo como de un año y si nada cambia me desmeleno y tonto el último. ¿Que ese amigo graciosísimo se arrima a mi santa y le dice eso de que vaya tetas buenas que tenía aquella novia mía? Ah, pues se acabó eso de jeje, cómo eres, Pepe, no digas bobadas, jeje, no le hagas caso, mi vida, que es que se ha tomado un par cervcezas. No. Y no me valdrá que el cuñado del impertinente me susurre por lo bajo lo de déjalo, que es que va a yoga y a tai chi y le ha dicho su asesor espiritual que libere energías negativas. No, le contestaré lo que estoy pensando y que es verdad, a saber: mayores son los huevos del que se está tirando a tu señora todos los viernes, compañero del alma, compañero. Así, con sobria contundencia y realismo sucio.

Es que estoy cansado, cansado de que hasta el último midundi me ponga cara de cuerno y me dé cortes. Recuerdo cuando hace años me dio por comprarme un BMW. Me importan un bledo los coches, no entiendo de coches, no valoro a nadie por su coche y, además, hubo un tiempo aquí, antes de la crisis, en que todas las que fueron asistentas en mi casa iban en Mercedes o Saab, así que dónde está el problema. Maldita sea, no tengo por qué justificarme, pero me compré ese coche porque había recibido un dinero imprevisto y porque hacía muchos kilómetros a la semana. O por qué sí, qué más da. Lo conté en una reunión de amigos: me acabo de comprar un BMW, me lo entregan mañana. Cielo santo, se armó buena. Uno: ya sabíamos que un pijo como tú iba a acabar así. Me lo decía una churri que ni les cuento de qué iba. Siempre amagaste estilo de nuevo rico hortera. Esto era de la cosecha del que siempre tenía que mear a la hora de pagar los cafés o los vinos, un ejemplar de viejo avaro cutre. Y así muchos. A los tres o cuatro años ya todos esos tenían un coche mucho más caro y potente que el mío.

Pero lo del coche es lo de menos, lo traigo por poner un ejemplo lejano. En el día a día ocurre y por cualquier cosa. Un día dices: he buscado para mi hija una cuidadora muy maja. Instantáneamente tres voces en esa mesa o esa barra: ay, pues yo a un hijo mío jamás lo dejaría con un extraño. Peor es que sea un extraño el padre de todos tus hijos como es tu caso, mecagoentusmuertos. Eso pienso, pero me lo callo. De momento. ¿Tanto trabajo les cuesta contestarme nada más que esto: mira qué bien, me alegro mucho? A ver, qué se dice: Mira qué bien, me alegro mucho. ¿Ves qué fácil? Cópialo cien veces, so auténtico/a de las narices.

Vas rebajando el nivel de tus confidencias para que te afecten menos las cornadas de los sinceros no solicitados, pero un día cuentas que ayer cocinaste un cocido que te quedó riquísimo, e impepinablemente sale la gorda flatulenta por definición a exclamar lo de ay, pues yo el cocido no lo soporto porque me da gases. Vamos a ver, so vaca, yo no te he invitado a comer mi cocido ni te pediría, ni muerto, que me comieras nada, sólo he contado la anécdota intrascendente de que ayer hice un cocido, me lo zampé y me supo bien, así que vamos a ver, ¿qué se dice? Pues se dice que qué bien, o que qué suerte, o que vaya bueno, algo de ese estilo. Y si hacerle un mínimo halago al de enfrente te va a provocar un problema de cutis o alguna fétida reacción de tu carácter de jabalí, trata de callarte al menos o haz como que te estás atando los zapatos. Pero no pongas al que te habla esa cara de estreñimiento ideológico porque vas a parecer lo que eres y no está bien mostrarse tan desnudo.

Reivindico las convenciones, defiendo las hipocresías mínimas y cotidianas, proclamo la utilidad de las fórmulas convencionales y los gestos estudiados, acepto y quiero a las personas que disimulan, que intentan que no se les note lo que opinan si no se les ha preguntado, que no sienten a cada minuto que están compitiendo contigo y que tienen que comerte la moral para sentirse superiores. Yo no soy, nadie es, ni el psiquiatra ni el puching ball de nadie, simplemente somos conciudadanos viajando en el mismo barco y conviene mantener un orden y un aseo para que las deposiciones no conviertan el crucero en una tortura. ¿Es mucho pedir?

24 junio, 2010

Insomnios y quimeras en noche de San Juan

Cinco de la madrugada. ¿O ya hay que decir de la mañana? Me dormí a eso de la una y a las cuatro me ataco el insomnio, después de que la pequeña Elsa soltara, desde su habitación, unos gritos tremendos, quizá llanto y probablemente por una pesadilla. Me angustia sin tasa mi propia incompetencia, o la de tantos, tal vez la de todos. No sé qué ha cambiado en los niños, o en los adultos, o en todos. O sí lo sé, y es peor saberlo. ¿No tendría yo pesadillas a los tres años y a los cuatro? Mis padres campesinos se levantaban cada día a las seis o un poco antes. Trabajaban de sol a sol, siete días a la semana. Mi padre tal vez se tomaba la noche de los sábados para esparcimiento en el bar del pueblo o de alguna de las aldeas vecinas. Mi madre ni eso. Y si mi padre se acostaba el sábado a las tres de la madrugada, tenía que levantarse de todos modos a las seis de la mañana. ¿Por qué yo no los desvelaba con el llanto por mis pesadillas o por mis achaques? ¿Acaso los de mi quinta infantil no tuvimos pesadillas ni achaques? ¿O simplemente no los desvelábamos?

¿Cuánto mimo necesita un niño para volverse un idiota irreversible? ¿Cuánta dedicación hay que darle a una criatura para incapacitarla a perpetuidad? ¿Con qué tasa de regalos tenemos que sobrecargar a nuestros pequeños para matarles por completo la ilusión, para que ya nunca más, ni ahora ni nunca, puedan apreciar con algo de emoción o una pizca de gratitud un regalo? ¿En qué medida debemos sacrificar por los enanos nuestra libertad, nuestra diversión, nuestro asueto, nuestro tiempo libre y no libre, para que ellos dejen de captar lo que de sacrificio hay y se crean que todo se les debe y que es su derecho natural y eterno ser venerados como reyes, servidos como príncipes y adorados como dioses?

Si empezamos con las preguntas, a lo peor no terminamos. Cortémonos ya, pero me permito la última: ¿dónde está la transición de niño -de los de hoy- a adulto -de los de ahora-? No sé cuánto tendrá que ver esto que voy a contar, pero me parece que algo sí; o bastante. Resulta que hace un par de días olvidé en Gijón la maquinilla eléctrica con la que me afeito cada mañana -mas o menos- desde hace años. Es de marca potable, pero de modelo sencillo. Recuerdo que la conseguí con mis puntos de Turyocio, ésos que dan por consumir en algunas tiendas o gasolineras y por usar las tarjetas de cierto banco. Describiré brevemente ese aparato que tanto me ha acompañado de cuatro o cinco años para acá: se le acopla un cable para enchufarlo a la red eléctrica, se pulsa un botón que lo pone en funcionamiento y hace girar unas cuchillas ocultas y, al aplicar a la cara la superficie bajo la que se hallan tales cuchillas, corta los pelos de la barba. Luego, tocando un botoncito lateral, se abre esa parte de las cuchillas cortadoras y se libra con toda sencillez de los deshechos de la barba rasurada. Así de simple, y con tan elemental idea me acerqué ayer a un centro comercial a comprar una maquinilla nueva. No sabía qué sorpresas me aguardaban.

Primero, por supuesto, los precios. Variadísimos y todos muy altos. Yo, que vivo en la inopia en muchas cosas, pensaba que con sesenta euros compraría un prototipo a la última. Pues no. Hay afeitadoras de ciento cincuenta y de doscientos. Casi tanto como un ordenador portátil de los baratos y más que una cámara digital buenísima que me compré el otro día porque se rompió la que tenía. Como suelo cometer errores fatales por causa de mi despiste, busqué un dependiente para que me explicara un poco. Cómo añoro aquellos tiempos en que uno llegaba a una tienda y lo recibía un señor o señora que le preguntaba qué deseaba, le servía lo que buscaba, le daba todos los detalles del funcionamiento y se lo entregaba armado y listo para usar. Ahora tu relación inicial es con una estantería llena de chismes y no tienes a la vista nadie a quien preguntar nada, y cuando das con un supuesto vendedor es sordo o miope tipo Rompetechos, o no habla bien tu idioma, o está puteado con la empresa y le hace la guerra por su cuenta y a tu costa, o simplemente tiene dolores de regla o resquemores de gatillazo -y no pretendo comparar esos dos fenómenos, no me vengan a tocar las narices por ahí-. En esta ocasión, la primera operaria a la que pregunté se hizo la sorda sordísima, el segundo me señaló el estante y me dijo que en las cajas de los aparatejos se explicaba todo. Para colmo, yo iba sin mis gafas y las letrucas en cuestión eran mínimas y azules sobre fondo azul o grises sobre fondo blanco. Así que, armado de paciencia y con las barbas picándome -y en remojo-, busqué con toda la calma posible otro vendedor que tuviera aspecto civilizado y expresión de haber conocido a su progenitor masculino y de llevar una vida sexual mínimamente satisfactoria, aunque sea pagando.

Di al fin con el personaje deseado y contestó a mi cuestionario de modo escueto, pero no irrazonable. Lo que yo quería saber más que nada era esto: qué diferencia existe entre las afeitadoras de marca decente más baratas -unos noventa euros del ala- y las más caras, unos doscientos y mucho, casi trescientos. Misterio resuelto, éstas son las diferencias de marras: que las caras te pueden afeitar incluso mojado y hasta bajo la ducha y que te hacen cosas tales como ponerte crema mientras te afeitan. ¿Te la ponen en la cara? Sí, en la cara, no pida usted cosas más raras, que ya bastante extrañas son ésas. ¿Y donde te han puesto la crema qué más te hacen, dado el precio? Ya se lo he dicho, no insista usted con sus obsesiones: el aparato te corta la barba y, al tiempo, debe de tener un agujero por el que te aplica o te inocula -yo qué sé- una cremita que supongo que no le nacerá a la máquina de su propio ser, sino que habrá tenido usted mismo que colocarle en el pertinente depósito o compartimento ad hoc.

Y, claro, las cuestiones esenciales se vienen solas. ¿No puede uno aplicarse de propia mano la crema o el masaje postafeitado, como toda la vida? Sí, pero quién sabe qué placer intelectual o qué plenitud moral se alcanza al ser untado por el electrodoméstico como ser en sí y desde su propio Dasein. Y otra: ¿a quién puede apetecerle afeitarse debajo mismo de la ducha a pleno chorro, si puede uno hacerlo tranquilamente sequito y delante del espejo? Única contestación que se me viene a la mente: al que haya comprado una máquina que afeite bajo la lluvia y que necesite ver que tiene algún sentido haber pagado doscientos y pico euros de nada por una máquina capaz de afeitar a un gilipollas bajo la lluvia. Y entiendo yo que es una de tantas cosas que sólo se prueban y se hacen una vez, el primer día. Luego descubres que es un horror rasurarse todo mojado y en la ducha y que con el agua y la crema que el perverso chisme te está aventando se forma un emplasto que se te mete en los ojos y que mecagoenlaputamaquinadelaspelotas y yo por qué tiré así ese dinero, pero a tu amigo Julio le cuentas que te has mercado una afeitadora genial de última generación que te deja la piel como el culo de un puñetero bebé, aunque tú siempre quisiste tener en la cara una piel áspera a lo Bogart o lo que tú te imaginas que sería la piel de Bogart, que además fumaba y bebía y no dejaba que ningún artilugio eléctrico le aplicara ungüentos el los mismísimos morros.

He dicho artilugio eléctrico. Ésa es otra. Ya embarcado sin remisión en las naves de la ontología, le dije al vendedor carrefouriense: “Yo busco una afeitadora de las de toda la vida, de las que se enchufan a la red y ya está, a funcionar”. Y añadí: “Supongo que todas éstas parten de ese principio y luego el chorrazo cremoso te lo tiran a mayores”. Me miró severo: “No, señor, ya ninguna es así”. “Cómo así”, interrogué con un hilo de voz al ver removidos y conmovidos los pilares de mi cosmos electrodoméstico. Puso cara de Señor, dame paciencia, y argumentó: “Todas vienen con una batería que tiene autonomía para unas ocho horas”. Yo, terco: “Vale. Pero si no estoy de viaje sino en casa tranquilo y me quiero afeitar sin pensar en si la batería está cargada o descargada, le aplico el cable eléctrico, enchufo y...”. “No, no, no”. No me dejó culminar mi evidente descarrío tecnológico. “Usted el cable sólo lo usa para recargar la batería, pero la máquina no funciona enchufada a la red, sólo con la batería que, como le digo, tiene una autonomía de ocho horas”. Ya no me atreví a seguir preguntando por mi viejo mundo de partículas elementales, pero la interrogación seguía en mis ojos, pues agregó: “Lo que tiene que procurar usted es dejar la batería cargando por la noche cada tanto”.

Creo que, al fin, comprendí el intríngulis de los precios. Pagamos más por masoquismo, compramos aparatos complejos para que nos jodan, con o sin cremas. Móviles pequeñísimos para que el dedo no te entre en las teclas; cámaras fotográficas que funcionen solas para que los ojos de tu suegra siempre aparezcan cerrados o rojos y te culpe a ti, por inútil; coches cuyas averías, ni las más simples, ya no puedes ni diagnosticar ni reparar tú si eres un manitas -no es mi caso-, pero tampoco el mecánico, sino únicamente la conjunción de ordenador y robot que sólo hay en la casa madre de puta madre. Y todo así. Con ese maldito vehículo no te dejan circular por las carreteras y autovías a más velocidad de la que alcanza el utilitario más ramplón, pero ahí estás tú demostrando que el dinero te sobraba y que preferías dárselo a la BMW que a los pobres de la tierra. Con la cámara digital supersónica llena de insospechadas posibilidades tu mujer no te permite esa foto íntima ni el día que la compras -que compras la cámara, quiero decir-, pero ahí vas tú luego al crucero a retratar la puesta de sol con tu cacharrito y poniendo cara de reportero de National Geographic. Por poses que no quede; por aparatos y adminículos tampoco.

¿Cuándo empezó todo? Para explicarlo creo que hay que volver a lo de los niños. Todo comienza cuando descubrimos que el único padre es el fabricante y la única madre la gran tienda. Los de mi generación llegamos a este consumismo por despecho frente a esos progenitores que no podían darnos todos los caprichos y satisfacernos todos los placeres ansiados, porque tenían que trabajar y porque, por su trabajo, les faltaba tiempo para mimarnos y contemplarnos, y con su trabajo, aun con tanto trabajo, el dinero no les alcanzaba para pagarnos primero todos los juguetes del mundo y luego todas las putas o todos los putos con los que queríamos acostarnos o casarnos. Y un día la sociedad cambió y muchos ya no necesitamos trabajar tanto y tan duramente para tener bastante dinero, y empezamos a ir de tiendas y a gastar de todo y a vengarnos de mamá y a vengarnos de papá y a tener, ahora sí, cuanto se nos antoja y a ser cada vez más antojadizos para poder seguir teniendo lo que se nos antoje, y a sentirnos potentes por comparación con ese padre que se nos mostró impotente, y a sentirnos incansables por comparación con esa madre que antes se nos agotaba y se nos secaba.

Ésos somos los sesentones, los cincuentones y puede que algunos de los cuarentones de hoy. Luego está lo de nuestros hijos de menos de cierta edad, que es lo mismo, pero al revés. Ellos son los que con su indiferencia ponen coto a nuestro desparrame, los que con su frialdad frenan nuestro placer impostado. Tú compras y compras, pero nunca es eso ni es bastante; por mucho que consumas para ellos y consumiendo por ellos te consumas, no alcanzarás jamás el punto G del placer paterno-filial, no hallarás el clímax de cariño y la satisfacción familiar a golpe de Visa. Ellos, tus hijos, para librarse de ti y de tu acoso tienen que pensar que necesariamente ha de existir en el mercado algún objeto mejor que esos mejores que tú les ofreces a cambio de nada, a cambio de que te vean y te acepten como padre amoroso que por amor pierde la razón y no lo lamenta. Ellos, al verte y sentirte así, ansioso, nervioso, tenso, se dan cuenta de que con cada regalo que les haces, con cada presente que les ofreces, con cada inclemencia que les toleras, con cada desabrido gesto que les aceptas, en realidad no los estás queriendo a ellos, te estás masturbando tú como un maldito mono, estás ajustando cuentas con Freud y toda su maldita prole de edipos y electras, les estás diciendo, con efectos retroactivos, a tu padre y a tu madre que tú si puedes (Yes, we can), maldición, y que si no es por las buenas será con una prótesis o un préstamo y a crédito para no perder ante ti mismo tu crédito, y de rodillas y llorando y sabiéndote en el fondo miserable y sucio y necesitando, sí, necesitando, que ese hijo tuyo al que honras te pegue y que con su triste desprecio te ponga en tu sitio, a ti que no tienes sitio porque te mató la célula asesina, la célula básica de la sociedad, ya tú sabes, mi amol, y tú sigues matando instalado en la maldita célula, matando por amor, como siempre han hecho y harán los mejores criminales, los criminales peores.

Las seis de la mañana, en punto. Desde la ventana ante mi mesa veo asomar las primeras luces del día nuevo que entra viejo y que viviré somnoliento. Hoy es mi santo, por cierto, aunque este santo me trae tan al fresco como todos los demás. Dentro de un rato intentaré afeitarme con la máquina nueva, que ayer no me atreví a sacar de su caja, por si me hacía algo. Luego pensaré si puedo darle a Elsa alguna cosa que no sea un regalo, un paseo pequeño por el monte quizá. Ahora recuerdo que anoche había fuegos artificiales en León y que desde nuestra casa sonaban a lo lejos y que todos los dichosos adultos, que no adultos dichosos, la emprenden con los niños y los malditos fuegos y que mira qué bonitos, vamos a verlos. Y todos los niños lloran con los condenados fuegos, porque son fuegos de mayores y, como tales, son fuegos artificiales. El único fuego que de verdad gusta a los niños es el fuego de verdad, hacer una hoguera auténtica, quemar algo. Pero al adulto son ésos los que le dan miedo, los fuegos auténticos, los que queman. Quemémonos.

Ésta que ha pasado fue la noche de San Juan. Cuando yo era pequeño, en Ruedes, era una noche especial porque iba con mi padre a algún prado en el que habíamos acumulado maleza seca y ramas y hacíamos una hoguera y, con la noche ya entrada, veíamos en cada caserío una hoguera y nos reíamos y, aunque estábamos solos en ese instante mi padre y yo, estábamos juntos y sabíamos también que todos estaban allí, en sus hogueras, en las de cada uno. Ahora hay en cada villa una hoguera, una, y la organiza el ayuntamiento y debe de ser ilícito administrativo hacer hogueras por libre y si mi padre volviera un rato y nos pusiéramos a quemar algo riéndonos y juntos, seguro que llegaba un guardia civil o un municipal o nos denunciaba una asociación de vecinos separados y mi padre diría que qué bien se está muerto y yo le diría a mi hija no le hagas caso al abuelo muerto, mi amor, vámonos tú y yo a ver los fuegos artificiales y mi hija lloraría como llora con todo lo artificial y mi padre lloraría también y yo me desvelaría y me levantaría de madrugada para escribir estas cosas y maldecir las noches artificiales y los días naturales.

23 junio, 2010

La gobernanza, esa adivinanza. Por Francisco Sosa Wagner

(Publicado hoy en El Mundo)
Quienes nos empeñamos en acumular trienios recordamos cómo a finales de los años 80 se puso de moda en España la nueva gestión pública -a la que los iniciados llamaban new public management-. En tal sentido, son significativas las publicaciones que se promovieron desde el Ministerio para las Administraciones Públicas a principios de los 90. En sus títulos se repiten expresiones que hacían furor -cierto que entre personas de dudoso gusto estético- como «clima organizacional», «decisiones multicriterio», «eficiencia», «modernización», «gestión de calidad», etcétera.
De estos esfuerzos bibliográficos no ha quedado felizmente nada, si exceptuamos cuatro cursiladas. Cuando de tales frutos ya no hubo más jugo que exprimir y una inmensa sensación de vacío se empezaba a apoderar de aquellos espíritus innovadores, surgió de forma redentora la nueva pócima mirífica: la gobernanza.
El curioso que pretenda acercarse a este concepto de gobernanza, lo primero que hace es abrir el Diccionario de la Real Academia y allí se informa de que «es el arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía». Se advertirá fácilmente que todo esto no es sino lo que han pretendido los gobiernos de todas las épocas, por lo que el esfuerzo que los señores académicos han realizado para describir la gobernanza tiene el aire de ser, en cierta manera, el parto de los montes.
Si nos vamos a los trabajos científicos publicados, nos encontramos con que la gobernanza se define como «la conversión de la pluralidad de los intereses sociales en una acción unitaria alcanzando las expectativas de los actores sociales» (A. Cerrillo). Y, a partir de ahí, se incorporan al debate muchas expresiones pintorescas como «interacción multinivel» (Fritz Scharpf), «interorganizacional», el aprendizaje «por prueba y error» (J. Prats) y otras del mismo tenor. La misma Comisión Europea en su Libro Blanco de 2001 la define diciendo que «designa las normas, procesos y comportamientos que influyen en el ejercicio de los poderes a nivel europeo, especialmente desde el punto de vista de la apertura, la participación, la responsabilidad, la eficacia y la coherencia».
Ahora bien, lo mismo que acabo de señalar respecto del esfuerzo llevado a cabo por la Academia, podemos repetir respecto de este Libro blanco, pues establecer las normas y procesos para garantizar la participación, la responsabilidad o la eficacia es lo que han pretendido todos los sistemas políticos y los gobernantes que en el mundo han sido y no se les ha ocurrido jamás invocar la gobernanza para el ejercicio de su mando.
Dispuestos a seguir indagando en el invento, procede avanzar más para tratar de ver al trasluz este concepto. Clave para su comprensión es la idea de red, de red de políticas públicas. El punto de partida es el siguiente: hasta ahora el Gobierno era el órgano encargado de dirigir la política. Así ha ocurrido al menos desde que se transformó el Estado a partir de la revolución liberal. Sin embargo, hoy en día, con una sociedad tan compleja, con tantos actores que forman la convivencia en una enrevesada malla social, esa concepción ya no puede ser mantenida. Por ello, se impone aceptar que la política es definida por sujetos variados, públicos y privados, entre los cuales se cuenta al Gobierno como un participante más: forma parte del coro pero no es el tenor. Con la gobernanza se rompería el monopolio de la definición de los intereses generales, tradicionalmente confiado al Estado convertido ahora en simple «gestor de interdependencias» (J. Prats).
Es en este momento cuando a algunos nos asaltan las dudas. Cierto es que en el mundo actual han sufrido una dura erosión las ideas sobre el poder para establecer el derecho y para definir las normas jurídicas. Esta quiebra afecta a asuntos muy de fondo: al concepto de la ley, al poder del Parlamento, a los procesos en suma de adopción de decisiones con relevancia pública. Es mérito de la gobernanza haber puesto de manifiesto las carencias de un sistema -el democrático- que exige una meditación rigurosa y, probablemente al cabo, la puesta en pie de nuevos mecanismos representativos que refuercen la identificación de los ciudadanos con el marco donde se relacionan con sus semejantes. Ahora bien, no parece que sea la gobernanza, con su lenguaje de estrambótica complejidad, sus lagunas clamorosas y sus peligrosas conclusiones, el camino adecuado.
Pues en el fondo lo que se discute es, como siempre en la política, la identificación del titular de las decisiones que pretenden conformar la realidad social y establecer los cauces por los que se ha de desarrollar la vida de los ciudadanos como garantía de la libertad de todos. La respuesta tradicional ha sido la voluntad reflejada en los parlamentos y en los gobiernos. Ahora, se nos dice, hay más protagonistas en la arena social que demandan su participación en los procesos de adopción de normas o acuerdos que les afectan pues proliferan las corporaciones, los grupos de intereses, las grandes empresas, las redes transnacionales, etcétera. A esta realidad -innegable- es preciso oponer una observación inicial: todo eso, corporaciones, empresas, grupos de presión, han existido siempre y son localizables desde que existe el Estado: ¿o es que no existían cuando se hicieron en el siglo XIX las leyes de minas, las de ferrocarriles o las de bancos? ¿Es que esa sociedad que ahora se llama civil es un invento de nuestros días? No lo parece; de hecho ha sido tradicionalmente denominada pueblo, nación, sociedad burguesa, etcétera.
Justamente es en medio de esta andadura cuando nuestros antepasados encontraron al Estado y su instrumento más poderoso, el Gobierno, inventos a los que se confía la defensa de valores comunes y medios para intentar estrangular a un tiempo los intereses egoístas de los grupos y las redes de clientelismo a ellos anudados.
De ahí que proceda denunciar la palabrería embaucadora y atosigante de los teóricos de la gobernanza. Pues lo que más sorprende de los escritos a ella dedicados, aparte su extravagante lenguaje y su desembarazada sintaxis, es que intentan establecer unos nuevos modos de gestión de los intereses colectivos ignorando los problemas más manifiestos de nuestros sistemas democráticos, en especial, y por lo que a nosotros afecta, del español.
Mucha «red» y mucha «transparencia», mucha «poliarquía deliberativa», pero señalar con el dedo lo más visible de nuestra realidad, a saber, una democracia envilecida por unos partidos políticos que no pagan sus deudas a los bancos y han degenerado el sistema hasta llevarlo a intolerables prácticas de corrupción, esto parece que no está en la agenda de nuestros expertos en gobernanza.
Por ello, a mi entender, ésta no añade nada a una meditación seria sobre una nueva manera de gobernar. Toma nota, eso sí, de la forma en que se desarrollan hoy las negociaciones y acuerdos que se traban para adoptar las decisiones colectivas. Pero de ahí, de levantar acta de un estado de cosas, a erigir una doctrina correctora, hay un salto para el que la gobernanza carece de la pértiga adecuada.
Puede decirse que la gobernanza acampa en el espacio que han dejado vacío las ideologías y como muchos de quienes encarnan el poder público no tienen una idea clara de qué hacer con sus instrumentos, por carecer de una formación adecuada y por carecer asimismo de ideología, es fácil que se dejen acunar por la voz de falsete de quienes gustan de estos abominables neologismos.
La conclusión es: más Gobierno con ideas claras y menos meliflua gobernanza. Es decir, se impone caminar justo en la dirección contraria para recuperar el honor del Estado y de la Política con mayúscula y de las ideas que han de estimularla y dignificarla. Dicho de otra forma, se trata de reivindicar ideales que conformen un ideario y tejan una ideología.
Desnudada la gobernanza, cabe concluir que no queda sino una adivinanza que esconde en su seno una trampa enormemente reaccionaria.
Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Su último libro es Juristas en la Segunda República (Marcial Pons, 2009).

Somos mundiales

Viajo a pasar el fin de semana en Gijón y me encuentro levantadas unas cuantas calles principales. En la zona de la playa, por supuesto. Supongo que serán restos de aquel plan Z (¿O era plan E?). Me quedo pensando que un trocito del asfalto nuevo es mío, ya que se paga con el sueldo que me rebajan. Pues ya sabemos que ahora se quiere descontar a los funcionarios lo mismo que hace un año se dio a los ayuntamientos para hacer carriles de bicicleta y aceras de mucho diseño. Decían que se trataba de combatir el paro y ahora lo que suspenden son obras del AVE y de autovías. Tremenda coherencia, claridad de ideas, rigor ideológico. Quien tiene un gobierno tiene un tesoro.
En tales reflexiones andaba cuando vi el partido del Mundial, el de España contra la pobre y honrada Honduras. Por el entusiasmo de los locutores parecía que el rival era Brasil, pero no, se trataba de Honduras. No hay enemigo pequeño, se dice, aunque existan gobernantes enanos.
Durante ese partido recordé mucho a mi padre. En mi infancia, con Franco vivito y coleando, mi padre siempre quería que perdieran tanto la Selección como el Real Madrid. Yo no lo entendía, pese a que él me explicaba que era porque sus triunfos daban aliento al régimen y hacían a la gente conformarse y creerse feliz, pese a tanto oprobio y tanta miseria. Ahora me pasa a mí. Estoy hecho un lío. Me gusta el fútbol y me hace cierta gracia la Selección, pero me parece que para el país no sería nada bueno un éxito en el Mundial. Conviene más que acabemos de hundirnos del todo, de desmoralizarnos, que seamos conscientes de los niveles de incompetencia y frivolidad que hemos alcanzado. Como cuando Franco, nos empachan de fútbol, estimulan a patadas un patriotismo cutre, manipulan las emociones más pringosas, mientras el país va al garete en lo que más importa y nuestros políticos cultivan una ética pública más propia de ratas.
Y si tan importante es la Selección y tanto ha de contar el fútbol, propongo que el próximo presidente del gobierno sea el Guaje Villa y que de vicepresidente pongan al Niño Torres. Al menos nos meterán los goles con más arte. Ah, y que de líder de la oposición juegue Navas, que por la banda desborda mejor que el gallego sonado.

21 junio, 2010

Nuestro hombre en Helsinki (3). Por Fernando Losada

Queridos todos:

Han pasado un par de semanas desde mi última comunicación, así que ya tocaba contar algunas cosas más de estas tierras del norte. En esta ocasión quiero hablaros de una parte muy importante de Finlandia: sus habitantes. Para empezar, debéis saber que esta gente va muy a su aire, esto es, que cada uno viste, piensa y actúa como mejor le parece y, muy importante, que no se mete en cómo el resto de la gente viste, piensa y actúa. Aun no tengo claro si se trata de que son muy individualistas y les importa un rábano lo que haga el prójimo o si son excesivamente respetuosos con la libertad ajena. En cualquier caso, no me parece nada mal. Esto implica, eso sí, que uno se topa por la calle con gente de lo más variopinto. Creo que lo que más me llama la atención, de momento, es la moda, sobre todo femenina, de llevar el pelo a colores. Entiéndaseme. No es que cada una lo lleve de un color, por variado que sea, sino que cada una lleva varios colores intercalados. Y lo curioso es que el efecto está tan bien logrado que al menos yo no sabría decir cuál de todos es el original...

Pero vamos a lo que interesa: ¿cómo se relaciona esta gente? Bueno, durante mi primer mes todo el mundo era muy cordial conmigo, esto es, me saludaban y esas cosas, pero poco más. Pero entonces llegó el verano y la gente joven de la facultad convocó a los jóvenes investigadores del edificio a lo que se presentaba como una ocasión que ni pintada para conocer a gente. Se trataba de celebrar el fin del invierno tomando algo mientras jugábamos al "mölkky" y después continuar la velada. Veamos cómo se desarrollaron los acontecimientos.

Ante todo, lo primero que me interesó fue saber qué era eso del "mölkky", más que nada por si había que llevar indumentaria específica para correr (me sonaba a carreras de sacos o algo parecido, no sabría decir por qué), pero como respuesta obtuve simplemente un correo diciendo algo así como "se trata de tirar un trozo de madera contra otros". Sonaba apasionante, vamos. Pero aun así, allí me planté. Había un montón de gente y lo primero que se hizo fue descorchar unas botellas de cava catalán... interesante ritual. Una vez que la gente tenía ya cierto puntillo, sacaron el famoso mölkky. A ver cómo os lo explico: se trata de una especie de bolos de madera numerados del 1 al 12 que se colocan en bloque a una cierta distancia; con un cilindro de madera cada jugador (en este caso hicimos equipos) derriba los bolos esos teniendo en cuenta que: (1) si derribas un bolo, sumas el número que le corresponde; (2) si derribas más de uno, sumas tantos puntos como bolos derribados; (3) los bolos derribados se ponen de pie en el lugar en el que hayan quedado; (4) el objetivo es llegar a un número determinado de puntos; (5) si te pasas, tienes que empezar de cero pero el número de puntos a conseguir se reduce a la mitad. Más o menos este es el juego. Como todo el mundo iba medio piripi (a las cinco de la tarde se empezaba con el cava, y esta gente come muy temprano, como a mediodía o la una), la precisión digamos que brillaba por su ausencia. Vamos, que el cilindro de madera salía disparado hacia las más insospechadas direcciones si tu intención es derribar alguno de los bolos que están frente a ti, lo que suponía un peligro para los demás competidores. Como yo me mantenía sobrio, pude evitar todo tipo de agresiones y demostrar buena aptitud para el jueguecito en particular. Desde entonces entre esta gente España se identifica con un país de gente muy precisa y habilidosa, así que cuando vengáis no destrocéis nuestra bien labrada reputación en juegos tipo petanca...

Bueno, como el cava se terminó en un pis-pás, porque esta gente bebe a un ritmo frenético, las mieles de la victoria no se pudieron saborear el tiempo que merecían, porque se decidió ir a un bar a tomar algo. A media manzana de la universidad está el Café Belge, lugar de moda donde la gente se toma sus copas, puede cenar, estar en la terraza, etc. Y, cómo no, tomar champán. Como éramos más de treinta personas, subimos a una zona que me resultó curiosa: la Groovy Library. Resulta que en una biblioteca plagada de libros, muchos de ellos en francés (aunque a tenor de cómo están las cosas por aquél país deberían incrementar el repertorio en flamenco), han montado un bar de copas. Muy curioso. Ojeé unos ejemplares de Tintín mientras charlábamos y tomábamos algo. Eso sí, no entendáis por bar de copas lo que es en España. No, aquí hay mesas, y viene a ser algo parecido a lo que en nuestro país sería una cafetería con algo de música (y mucho dinero invertido en decoración).

Al cabo de un tiempo, la gente empezó a irse. Eso sí, sin decir ni adiós. Curioso... Finalmente quedábamos cinco, y bromeábamos especulando con aquello de "me voy, que tengo una fiesta privada". Vamos, que intentábamos explicarnos por qué nadie nos decía a dónde iban o si nos apetecía acompañarles. La mínima cortesía sería recurrir a la excusa de la fiesta privada, nos decíamos. Para nuestra sorpresa, buena parte de la gente con la que estábamos tomando algo nos la encontramos al salir de la biblioteca, justo en la terraza del local... Curiosa forma de hacer piña. Pero allí estábamos los mediterráneos para echarle cara al asunto y quedarnos de charla. Al rato, la misma situación... la gente que se va y finalmente, ya a eso de las once de la noche, quedamos unas ocho personas. Tres tienen hambre y proponen ir a un restaurante a cenar algo. El sector mediterráneo no puede más que aceptar la propuesta, a fin de conocer un poco más a la gente local. Tras la media hora precisa para decidir a dónde ir ("a mí me da igual", "no tengo demasiada hambre", "nosotros somos nuevos aquí, así que...") se opta por un local determinado, apenas a una manzana. Llegamos y nos plantamos en la puerta. Por alguna extraña razón nadie entra. En ese momento, un aborigen de la minoría suecoparlante (discriminados socialmente en cierta medida, por cierto; habrá que hablar de ello en otro correo) me pregunta por mi camiseta. Le respondo. Me doy la vuelta para entrar en el restaurante y... ¡flop! Todo el mundo había desaparecido menos Massimo. "¿Ya han entrado?"; "No, se han ido"; "¿Cómo que se han ido?"; "Sí, han dicho que se iban de manera repentina y se han largado". Agucé la vista, para ver si adivinaba su perfil escabulléndose entre la gente, pero se ve que son profesionales en esto de la huida: no había ni rastro de ellos. Así que estábamos tres personas que no queríamos cenar en la puerta del restaurante... y decidimos irnos a un bar a tomar algo y hablar de estas rarezas de los nativos. Curiosa noche, la verdad.

El segundo contacto social vino propiciado por una de las directoras del centro en el que trabajo. Es tradición que con la llegada del verano organice una barbacoa en su casa, así que allí nos plantamos un montón de gente joven preparados para lo que se presumía una fiesta. Al menos esa es la palabra que nos repetían en al invitarnos. El problema fue que alguien se olvidó de llevar el "mölkky". Así que, huérfanos de trozos de madera a través de los cuales canalizar la agresividad mediante la acción de derribo, nos sentamos en torno a una mesa de la que empezaron a brotar botellas de champán francés y vinos espumosos italianos. Curiosa la afición de esta gente por este tipo de bebidas... yo me los imaginaba más apegados al vodka. Bueno, unas cuantas botellas más tarde, comida en plan barbacoa típica finlandesa. Y así se nos pasaron las horas, desde las cuatro de la tarde a las doce de la noche. Sentados, quiero decir. En algún momento moví animadamente un pie siguiendo el ritmo de alguna música y la gente se revolucionó, ¡mira qué marchoso el español!". Yo no daba crédito, la verdad. Esta sensación la corroboré asistiendo a un concierto hace unos días. Amigos, el público finlandés es el más gélido que uno se pueda echar a la cara: ni una palabra, ni un movimiento, ni un signo de emoción cuando la banda de turno interpretaba sus canciones. Eso sí, parece que les encantó el concierto, porque cuando terminaron nadie se movía de su sitio y las camisetas se agotaron. Vamos, en mi opinión, un cierto desconcierto de concierto.

Bueno, de momento voy a dejarlo aquí. Seguro que os cuento más cosas de los originales habitantes de estas tierras en próximos correos, pero por hoy es suficiente, que hay que aprovechar el domingo soleado. ¡Besos y abrazos para todos!

20 junio, 2010

La FANECA llega al número 20 y se toma un descanso

Pues sí, veinte números de FANECA, y sin darse importancia el pez. Aunque anuncia que se va a aguas templadas a pasar el verano. En septiembre estará de vuelta para seguir picando a los incautos bañistas de las aguas boloñesas y a los piscopedabobos que proliferan por doquier como la plaga que son.
Esto cuenta antes de irse a descansar:
- Si hoy es lunes, esto es evaluación continua. Por Jacobo Dopico Gómez-Aller.
- Lo más fácil, recortar las retribuciones de los funcionarios. Por Manuel J. Sarmiento Acosta.
- Una historia para irnos con buen sabor de boca. Por Miguel Díaz y García Conlledo.
- La FANECA se va de vacaciones. Por los editores.

19 junio, 2010

¿Hosteleros o piratas?

(Publicado el pasado jueves en El Mundo de León).
Primero les cuento el caso y luego, si les parece, lo comentamos. Les sucedió hace muy poco a unos familiares míos. Acudieron a un local en el que los fines de semana actúan monologuistas que algunos conocen de la tele. El número estaba previsto para las diez de la noche. Por supuesto, no comenzó hasta las once y cuarto, para que los que aguardan consuman como es debido y el chiringuito haga caja. A fin de retener bien al personal y de que siga comiendo y bebiendo, se anuncia el sorteo de una espléndida cena con el monologuista de la semana siguiente, en un restaurante cercano. Tocó a mis parientes.
Para esa cena con el artista de las narices los citaron a las nueve menos cuarto, junto con la otra pareja “afortunada”. A las diez y cuarto no había rastro ni del famosillo con ínfulas ni de nadie que diera una explicación. Hasta que un camarero se apiada y les habla tal que así: “Más vale que vayan cenando, pues generalmente el monologuista de turno no aparece”. ¿Y no avisa?, preguntan. No, no avisa. Para qué decir que, en la espera, ya habían tomado y pagado unas cervezas. Se consuelan imaginando lo sabrosos que serán los platos. Pero no, un menú de lo más cutre: ensalada mixta muy poco mixta, un par de filetillos de lomo con patatas fritas y sin unos tristes pimientos para dar color. El color vino con el postre: unas lonchas de queso con moho. Lo del queso con moho no es marca ni denominación de origen, era moho del de toda la vida, verde. Hay fotos. Cuando se quejan del estado del queso, el camarero dice “huy, esto no era de aquí”, y se lo lleva a otra mesa. Supongo que habría una cena de ciegos allí al lado.
Mientras nadábamos en la abundancia, todo el monte era orégano y cualquier cretino se hacía de oro. La crisis pondrá a cada uno en su sitio. Los consumidores y clientes aprenderemos de nuevo a gastar donde no nos estafen, a comprar donde nos traten bien y a comer donde no quieran envenenarnos. Nuestros abuelos lo hacían así, pero cuando nos volvimos nuevos ricos se nos olvidó esa sana precaución. A los desaprensivos deberíamos echarlos al pilón o tirarlos al río. Si esto parece muy violento, también cabe meterles un pleito. Para que aprendan. Ya no estamos para bromas.

14 junio, 2010

Volveré pronto

Sí, volveré. En tres o cuatro días; o para el fin de semana.
No he perdido la afición al blog, pero las horas no dan para más. Llevo desde el miércoles pasado dando vueltas y aún me falta un poco para parar. De Orense a Alcalá, de Alcalá a León en paso fugaz, de León a Andalucía, donde me encuentro, y de aquí para Asturias, con breve escala intermedia en casa. Después volverá la calma, supongo.
Y de nuevo hablaremos de las cosas que solemos, si nos quedan ánimos, pues acabo de echar un vistazo ahora mismo a la edición digital de El País y diríase que de aquí y de allá nos están preparando para un gran palo, otro más y este más serio todavía. Que si la Merkel dice que podemos pedir rescate cuando queramos, que si el Gobierno manifiesta que los propósitos para el 2011 son casi imposibles, que si el Secretario de Estado de Hacienda declara que ojalá las medidas urgantísimas den resultado, pero que no es seguro... (esto último estaba en dicha edición hace dos horas y ahora ya no lo veo -?-).
Insisto, suena todo a los rodeos que se dan antes de contarle a alguien que su enfermedad es terminal y que ya puede volver a fumar. A estas alturas, ya ni van importar los matices que antes nos divertían tanto: que si Zapatero es imbécil o simplemente tarado, que si es tonto del culo o bobo de baba. Ya no cuenta todo eso, repito. Reconciliémonos antes de irnos juntos al carajo. Brindemos por los años felices que pasamos y por cómo votábamos antes con el cipotillo o lo que por género corresponda, con una gracia que no se podía aguantar. Parecía que no tenía importancia, ¡ay!, como si no nos jugáramos nada. Ya da igual. Alea Jactales, que diría Pepiño.
Ganas me dan de ponerme a fumar otra vez, por cierto.
En fin, que nos veremos pronto por aquí y que a lo mejor (a lo peor) deberemos dedicarnos a intercambiar ideas sobre cómo mantener una pequeña huerta casera para que los niños puedan de vez en cuando comer lechuguitas y tal.´
Ojalá me equivoque. Pero no sé, lo veo negro, tirando a horrible. Será el cansancio.
Lo dicho. Ciao. Ci vediamo.

11 junio, 2010

Donación de órganos. Por Francisco Sosa Wagner

Los españoles estamos entre los ciudadanos más generosos del mundo a la hora de donar órganos y de ello se benefician muchas personas enfermas. Constatar esto -y oírlo como lo he oído yo a muchos oradores en diversas lenguas en el Parlamento europeo- produce satisfacción. No todo va a ser malo entre nosotros ni todo ha de llevarnos al desánimo.

Ocurre sin embargo que deberíamos ampliar esta disposición virtuosa que tan buena fama nos proporciona y llevarla al mundo político y administrativo.

¿Qué tal donar el Consejo general del Poder judicial? ¿Y el ministerio para la Igualdad y la Fraternidad? ¿y el Tribunal constitucional? ¿y un centenar de consejerías de las Comunidades autónomas? Descargar el organigrama de sociedades públicas y fundaciones-tapadera de diversos enjuagues tampoco nos vendría mal al organismo, tendría incluso un efecto laxante.

¿Alguien se imagina el alivio? Antiguamente se hacían sangrías y, aunque en el siglo XIX ya se dudaba de su efecto curativo, se siguieron practicando como se puede leer en muchas novelas y folletones de la época. Las sanguijuelas eran el medio preferido. En los libros de bandoleros que escribía Manuel Fernández y González salen mucho. Pues bien, habría que volver a ellas y aplicarlas sobre el cuerpo artrítico de nuestras entretelas administrativas, doloridas y con las agujetas propias del trajín desordenado e inútil.

El hecho es que tenemos a mano esta modalidad de consuelo para nuestros males y nunca hemos reparado en él, nos perdemos por los anacolutos de los discursos. Menos mal que existen las “soserías” desde las que se pueden reivindicar tales prácticas y defender su incorporación a los programas para las próximas elecciones.

Así el partido A dirá: voy a donar siete órganos colegiados y la Junta Coordinadora de Edificios traslaticios. Además, de propina, meto la Subsecretaría que engloba las Gerencias territoriales hipocalóricas y los Consejos transfonterizos de cooperación.

Por su parte, el partido B, más lanzadillo, haría una oferta de mayores ínfulas: doce Comisiones asesoras, entre ellas la de Infraestructura de apoyo, el Subregistro de sistemas, un centenar de Consejos consultivos, la Comisión interministerial del Catastro (con exclusión del de Ensenada), doce Agencias, ocho entidades públicas empresariales y la División de Prospectiva y Mirada al horizonte.

Los Gabinetes formarían un paquete sólido y compacto. Todos donados.

En las Universidades el festín sería de época: los vicerrectorados, los secretariados de vicerrectorados, las gerencias, las subgerencias y las viceintervenciones, los subjefes de departamento y los vicesecretarios de vicedecanos con los vicedecanos incluidos. Y lo mismo la Comisión de gobierno y el Patronato de Momios y Momias.

Poco a poco, pero con determinación, se va descargando el panorama. El problema está, y no lo ignoro, en el donatario. ¿Quién puede querer semejante morralla? Podrían emplearse las técnicas de destrucción de residuos: vertederos, plantas incineradoras, compostaje, pirólisis ... Pero, si las empresas de basuras se resisten alegando que se manchan, se impone acudir a la lista de nuevos países integrados en el (des)concierto internacional de la ONU e ir colocándoles con buenas maneras toda esta mercancía averiada. Sé que es dura semejante estafa pero podemos aliviar nuestra conciencia ofreciéndoles al tiempo dinero y un Observatorio de fines benéficos y humanitarios.

10 junio, 2010

Para romántico erotismo, el conservadurismo

Llevo más de media vida pensando que los conservadores, sector católico en particular, son los que mejor disfrutan los placeres de la carne en cualquiera de sus variantes. Al quitarse la ropa se dejan en los bolsillos las normas y los remordimientos, la lista de los pecados y el propósito de enmienda. Finalizada la faena que toque y de nuevo vestidos, retoman como si tal cosa la reflexión sobre la familia como célula básica de la sociedad o a la sesuda consideración sobre la conveniencia de que el sistema jurídico reprima los excesos de lubricidad de la ciudadanía, y hasta hacen un escrito brillante sobre los inconvenientes de la ola de erotismo que nos invade y la importancia de que los jóvenes no accedan muy temprano a la masturbación.

En cambio, el progresista de bien se encama con la ideología puesta, a modo de profiláctico. El progresista no tiene un centímetro de piel sin ideología ni un pelo sin norma, y por eso se angustia al pensar si estará humillando inmoralmente a su contraparte al abordarla por ahí o si con esa manera de acariciar en escorzo no andará contribuyendo a la perpetuación de esquemas de dominación indebidos.

Si quieren que se lo cuente en un plan más personal -aunque comprenderán que no pueda entrar en detalles-, siempre he preferido a la moza católica o, al menos, de familia de orden, mucho más generosa consigo misma y con el prójimo que la noble dama comprometida con la liberación de los oprimidos de cualquier género y que siempre acaba oprimiéndote cuando, cómo y donde menos te apetece. Pero es que, al no olvidar nunca la causa, esa buena mujer -vale también para los hombres el caso, supongo, pero comprenderán que tendría que acudir a la bibliografía para documentarlo- traduce las humanas pasiones a sociales condiciones y ni se relaja ni te deja a ti desconectar de las lecturas y las tesis doctorales. Ay, cuanta impericia habrá provocado, paradíjicamente, el bueno de Foucault.

Viene todo esto a cuento de que acabo de ver este gran reportaje en la primera página de ABC digital. Vean qué sugerente manera de plantear el Mundial de fútbol y de hacer periodismo de calidad, y más en un periódico de misa y tradición.

Y para qué hablar de lo que el tema da de sí para hacer buena doctrina y preguntarse qué extraño azar une a las más macizas y honestas de las señoras con esos futbolistas que levantan con los miembros inferiores dinero a expuertas. Dios los cría, ellos se juntan al olor del deporte bien remunerado y la silicona bien puesta, y el ABC los bendice como corresponde.

Ah, y ya metidos en gastos, les cuento que a mí la que más me estimula es la de Forlán, la tal Zaira, aunque no tengo el gusto, ni la pasta que lo procura.

09 junio, 2010

Justicia saturada (I)

Escribo en el tren, en la última parte del viaje entre León y Orense. El paisaje es extraordinario, y más con este día de lluvia y nubes posadas sobre los montes. Pese a eso, no me he relajado, pues he venido leyendo sentencias y pensando en lo que debo contar en mi conferencia de mañana. Debo de estar enfermo.

Lo de leer sentencias es un vicio turbio, quizá manifestación de desarreglos interiores que debería mirarme, pero me divierte y ratifica cada día mi convicción de que el Derecho se aprende ahí, y ahí se debe reflexionar sobre sus pormenores. Y lo de pensar es porque me toca hablar en un congreso de jueces titulado “Un modelo de Justicia para el siglo XXI”, en una mesa sobre “El actual colapso judicial: causas y soluciones”. Soy el elemento ajeno, algo así como el elemento de extranjería en tal evento y quién sabe qué deberé contarles. Mejor dicho, al fin se me acaba de ocurrir algo y lo voy a compartir con ustedes así, recién salido de esta mente ferroviaria. Seré breve para acabar antes de llegar a la estación.

Arranquemos de una hipótesis rebuscada y extraña. Imaginemos una sociedad en cuyo sistema jurídico existiera una sola norma cuyo tenor fuera éste: “Prohibido, bajo sanción S, hacer X”. Y, ya puestos, supongamos también que fuera bastante claro a qué se refiere X y en qué consiste S. Y ahora preguntémonos: ¿cuántos pleitos habría en dicha sociedad? La respuesta es obvia: poquísimos. ¿Por qué?

También parecen claras las razones de la escasa carga judicial. Primero, porque el número de pleitos depende, en parte, del grado de juridificación de la sociedad. Con esta expresión me refiero a cuántos aspectos de la interrelación en sociedad estén regulados por normas jurídica y cuántos se fíen a otro tipo de normas: religiosas, morales, meros usos sociales... En esos campos regidos por normas no jurídicas, los incumplimientos se sancionan y los conflictos se resuelven mediante otros procedimientos, no jurídicos o judiciales propiamente dichos.

La segunda razón se puede expresar en la siguiente hipótesis: a mayor claridad de las normas, más previsibilidad de la resolución de los litigios que las aplican y, consiguientemente, menos pleitos. Si yo sé lo que van a decir los jueces para mi caso, no me embarcaré en procesos judiciales por probar suerte o a ver qué pasa. El ciudadano sólo juega a la lotería judicial cuando hay “sorteo”, incertidumbre, no cuando hay certeza del resultado.

Comencemos por el tema de la juridificación de las relaciones sociales como causa del aumento de la litigiosidad. Apenas hará falta buscar ejemplos, pero pongamos uno. Si es un mero uso social la norma que prescribe que cuando alguien va a sacar su entrada del cine y hay gente esperando antes y colocada en una fila, debe ponerse a la cola y aguardar su turno, el incumplidor sufrirá la represión espontánea y no institucionalizada del resto de los presentes. En cambio, si en el sistema jurídico hay una norma que dispone que el intento de colarse es delito y acarrea pena, o que se ha de indemnizar a los perjudicados, además de que pueda existir ese reproche social difuso, se dará lugar a pleitos también.

Como es de sobra sabido, uno de los caracteres de la época moderna es que muchos de los asuntos cuya regulación pertenecía a las tradiciones y a la religión (con su correspondiente moral religiosa y, a la vez, tradicional y tradicionalista) pasan a ser objeto de deliberación social libre, con su consiguiente reflejo en normas “puestas” por el Estado. Ejemplo: si hace tres o cuatro siglos podía parecer impensable, por pecaminoso y aborrecible, que dos hombres o dos mujeres pudieran convivir a la manera de matrimonio y con todos los derechos de la unión matrimonial, hoy se ve con creciente naturalidad. Pero para ello el matrimonio -o las relaciones sexuales en general- ha tenido que convertirse en objeto de regulación intencionada, previa deliberación y confrontación libre y abierta entre diferentes y contrapuestas concepciones del bien y de la vida buena. Perdida la cohesión moral de base autoritaria, hay que restablecer la cohesión sobre base jurídica, “autoritaria” de otra manera.

Efecto de tal extensión de lo jurídico, en cuanto regulación artificial, en perjuicio de la aparentemente “natural” regulación que proviene de los usos sociales de siempre o de las morales tenidas por verdaderas porque no podían ponerse en solfa -ahí sí aparecía el Derecho para castigar a réprobos y heterodoxos-, va a ser la colonización por el Derecho de nuevos territorios sociales y, con ello, la utilización cada vez máyor de los procedimientos jurídicos de resolución de conflictos, especialmente los procedimientos judiciales.

Basta pensar en el modo en que en los últimos tiempos se han juridificado y judicializado asuntos tales como los atinentes a la vida familiar: relaciones de pareja, relaciones paterno-filiales, etc., etc.

De modo acelerado, y hasta nuestros mismísimos días, el Derecho se está convirtiendo también en núcleo básico de la cohesión social. Éste es un fenómeno paralelo al anterior, pero no se corresponde exactamente con él. No me refiero ahora a que cada vez sean más los temas sujetos a regulación jurídica, sino a que los acuerdos sociales básicos, el cemento social, ya no dependen de unos acuerdos morales previos, de una moral positiva compartida convencionalmente, sea por el peso de la tradición, de la religión, de la incomunicación del grupo, etc., sino que esa especie de pegamento que aglutina a la sociedad y es fuente de las lealtades grupales y normativas básicas, se adelgaza y se hace menos consistente. Y ahí es donde entra el Derecho a ocupar también ese espacio. El Derecho, por expresarlo de una manera un tanto abrupta y que necesitaría ulteriores matices, ya no es el guardián de las convenciones sociales primeras o el elemento que hace aplicaciones o desarrollos de esas convenciones básicas a grupos de casos concretos, sino que fija por sí dichas convenciones nucleares Es decir, deja de ser el Derecho un reflejo y una consecuencia de la configuración social previa y pasa a haber sociedad porque hay Derecho, se torna el Derecho en elemento fundante de lo social. El Derecho ya no refuerza otras normas constitutivas de los nexos grupales, sino que constituye por sí mismo esos nexos, sustituyendo lo que anteriormente hacían otros elementos del imaginario colectivo.

El ejemplo de turno: no pagamos impuestos porque nos sintamos impelidos a ellos por una solidaridad grupal, sino que pagamos porque la norma jurídica dice que hay que hacerlo y amenaza con sanciones graves y creíbles al que no cumpla esa obligación que ya es meramente jurídica.

La creciente juridificación de las relaciones sociales, en el doble sentido expuesto, de aumento de campos en los que el Derecho se inmiscuye y de mayor presencia del Derecho como fuente constitutiva de los acuerdos sociales fundamentales, lleva a los ciudadanos a pensar que cualquier práctica social que los beneficie o pueda favorecerlos tiene un respaldo jurídico y los habilita para una reclamación judicial con posible éxito. En otros términos, cada expectativa individual de base social y hasta cada ilusión de comportamiento ajeno que nos venga bien la traducimos, en ese marco de juridificación, al lenguaje de los derechos. Si mis amigos no cumplen con la pauta anual de hacerme un regalo por mi cumpleaños, puedo demandarlos para que hagan efectiva esa aspiración mía o me compensen por mi desilusión.

¿Que suena excesivo el ejemplo? Pues todo se andará, pero lo voy a sustituir por otros dos bien reales. El primero: hace unos años, un ciudadano de mi tierra, Gijón -creo; ¿o era Oviedo?-, le plantó un pleito al dueño de un bar porque éste no le puso una tapa o pincho gratuito junto con el vino de la hora del aperitivo. Agradeceré a algún amable lector la indicación de los datos concretos de la sentencia de tal caso, que recuerdo vagamente y por las noticias de los periódicos.

Para compensar esas brumas del caso anterior, expongo ahora el de la sentencia que he leído hace un rato. Se trata de la Sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 20 de noviembre de 2009 (Sentencia nº 8524/2009). Un notario regalaba cada año un décimo de lotería de navidad a sus empleados. Era un puro regalo y siempre lo entregaba a los trabajadores que estaban en su puesto el día en cuestión, de modo que algún año se había perdido el detalle, por ejemplo, un empleado que se encontraba de vacaciones. Y hete aquí que en el sorteo de la lotería de navidad del año 2005 a cada uno de esos décimos le correspondieron cincuenta mil euros. Una trabajadora que estaba de baja o de permiso por maternidad durante ese mes de diciembre, y que no recibió el regalo, reclamó dicha cantidad al notario que era su jefe, alegando dos razones: que estaba obligado a darle el mismo presente a todos sus trabajadores y que ella había sido discriminada de modo incompatible con el artículo 14 CE.

La Sentencia le quita la razón a la demandante. En cuanto a la primera alegación, porque el regalo suponía una mera liberalidad del empleador, no una condición más beneficiosa que tuviera base en una especie de novación contractual. En cuanto a la segunda alegación, porque quedó probado que en una ocasión anterior no había recibido su billete de lotería un trabajador que estaba de vacaciones durante esos días, por lo cual se entiende que nada personal había contra ella en el hecho de que no se le hiciera llegar el obsequio.

A uno se le queda dando vueltas una duda que tiene mucho que ver con lo que estamos hablando de la juridificación galopante de las relaciones sociales: si no hubiera existido tal precedente, ¿habría podido concluirse que sí padecía ilegítima discriminación esa señora, y más por ser señora y porque su baja era por maternidad? Si cabe, aunque sea remotamente, pensar que sí, tenemos una buena base para respaldar nuestra tesis de la juridificación y la judicilialización aceleradas: ni a la hora de hacer un regalo puede uno dárselo a quien le dé la gana, pues ni en ese asunto tan personal y supuestamente libre nos “libramos” del asedio del Derecho y los derechos. Por la misma razón que hoy se hace necesario que armarse de precauciones y buscar coartadas o preparar pruebas antes de, por ejemplo, darse a ciertas efusiones físicas y emocionales con adultos o niños. Por si las moscas, por si el Derecho se nos mete y el beso se convierte en abuso, el requiebro en acoso o el reproche en agresión. Lo cual no quiere decir que deba el sistema jurídico dejar de reprimir los abusos, los acosos y las agresiones, pero ustedes ya me entienden. Hablamos de quién y cómo define lo que sea cada una de esas cosas y de qué papel les ha de tocar ahí a las normas jurídicas.

Se me acabó el tiempo y toca recoger los bártulos. Llega el tren a la estación y ya va parando. Continuaré. Y les contaré cómo me va mañana con todas estas ideas peregrinas de iusfilósofo peripatético en tierras dizque de celtas.

08 junio, 2010

Los palos del sombrajo

(Acabo de enviar este texto para mi columna de los jueves en El Mundo de León. Como no tengo tiempo para escribir más cosas ahora, lo doy aquí por anticipado. ¡Qué primicia!).
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Eso, los palos del sombrajo, es lo que se le va a caer a más de uno que yo me sé. Permítanme que me explique. Soy funcionario, sector docencia e investigación, como algunos ya saben. Y durante los últimos meses he acudido a reuniones en las que los convocados teníamos que decidir si asumíamos nuevos trabajos y compromisos o si estábamos a gusto así, más ligeros de cargas. Un día se trataba de ver si una titulación determinada se modificaba o se suprimía; otro, si ciertos cursos se impartían o dejaban de ofertarse; otro, si algunas labores se desdoblaban o se concentraban en menos horas, etc.
He visto a compañeros queridos soltar puñetazos encima de la mesa y decir que bajo ningún concepto y aunque se acabase el mundo darían clases por la tarde, o durante más de tres o cuatro horas semanales, o... Uno, que es un Pepito Grillo con mala follá, que diría un andaluz, solía intervenir anunciando posibles consecuencias de la crisis económica en lontananza, riesgos de que gobiernos de acá o de allá decidiesen un día suprimir centros poco productivos o descartar funcionarios escasamente laboriosos. Y así. No solía hacer mucha gracia mi encendido verbo, lo sé, y a lo mejor he sido injusto en más de una ocasión. Sea como sea, las reacciones iban desde el desprecio silente hasta el llamarme cenizo. Somos funcionarios, se decía. Y eso, con tal tono, significaba: inamovibles, inatacables, invulnerables, sagrados, firmes como la catedral y resistentes como el acero. Ya. A la vista está.
A unos cuantos se les habrá atragantado el desayuno estos días con la noticia. Ya no es sólo que nos bajen el sueldo. Es que la Merkel, en Alemania, acaba de marcarles el camino a sus colegas: supresión de quince mil empleos públicos para empezar; funcionarios a la calle. No digo ni que esté bien ni que me guste la idea, simplemente no me pronuncio sobre el fondo. Sólo quiero recordarles a mis compañeros en general, a los que cobramos de las Administraciones, que va a tocar apretarse los machos y doblar el espinazo como si fuéramos eso que llaman obreros. Y que, aún así, ya veremos. Puede que sea tarde.
Disculpen, no he podido evitarlo. No me alegro, pero ando con una sonrisa helada en la boca, una mueca triste.

07 junio, 2010

¿Alguien me presta una torre de marfil o de lo que sea?

Discúlpenme, pero hoy estoy por el texto íntimo y el desahogo. Otro día volveremos a hablar del Gobierno.

Creo que dejaré de beber alcohol cuando salgo por ahí. Últimamente, en cuanto me tomo dos o tres copazos me viene una depresión de órdago. Creo de verdad que es porque se me exacerba la sensibilidad y me crece la perspicacia. El licor me echa abajo ese tipo de explicaciones con que suelo conformarme para no desear andar por la vida armado con un par de lanzagranadas: que si todo el mundo es bueno, que si cada cual hace lo que puede, que si seamos tolerantes, que si quién es uno para juzgar, que si bastante tiene cada cual con arrastrar su cruz. Pamplinas, y como tal las percibo con la lucidez derivada del buen trago.

¿Y a qué conclusiones alternativas llego cuando voy más despierto y más atento a la selva en que vivimos? Pues más que nada, a que esta sociedad se está convirtiendo en una porquería. O quizá exagero y no es la sociedad, que qué sabe uno lo que será eso, sino el ambiente en que uno se mueve, lleno de profesores de medio pelo o de pelo completo, de burguesotes recién llegados que todavía no se lo creen y de funcionarios de colmillo retorcido y de nómina escondida debajo del colchón. Insufrible.

Afinemos el diagnóstico. Con las excepciones que haya que reconocer y refiriéndonos sólo a tendencias y promedios, ¿qué le pasa a la gente, o, al menos, a mucha de la gente que uno frecuenta? Pues que nos estamos convirtiendo en una tropa de mezquinos, descorteses, egoistones, desconsiderados, domesticados y cobardicas. Huy, ¿todo eso? Sí, queridos míos, no queda donde caerse muerto.

Enunciemos algunas tesis muy generales sobre la situación y luego ilustremos con un buen ejemplo para que resulte más divertido y morboso. Si tuviera que resumir en unas pocas notas más concretas lo que le pasa a la mayor parte de la gente que trato -a todos no, ojo; y seguro que lo que voy a decir se podría predicar de mí mismo en alguna o mucha proporción, eso no lo niego-, mencionaría muy destacadamente las que siguen:

1. Padecemos un ataque de avaricia. Avaricia grave. La gente lleva todo el día la mano en el bolsillo y no la saca ni a tiros. Mejor dicho, lleva las dos manos en los bolsillos, y, al menos cuando se trata de varones, con una se rasca los cataplines todo el rato y con la otra sujeta la billetera con el mismo celo con que los monos se agarran al plátano aunque les cueste no salir de la jaula en todo lo que les quede de mísera vida.

Me crié en un ambiente de bastante pobreza en el que el mayor descrédito de una persona era quedar por tacaño. Los paisanos se pegaban en el bar por pagar las rondas y las señoras agasajaban a las visitas caseras con los mejores manjares que tuvieran en sus despensas. Cuando alguien pasaba necesidad, acudía cada uno a ofrecerle lo que tuviera y cada préstamo o cada favor se devolvían aunque fuera la vida en ello. Como ahora, talmente. Conozco un buen puñado de personajes que presumen de tener en sus casas los aparatos electrónicos más sofisticados, las discotecas más al día, los libros nacionales y extranjeros recién salidos, todos. Se gastan, por consiguiente, un dineral cada mes. Pero, ay, vas un día con ellos a cenar o a tomar unas cervezas y siempre, siempre, el mismo cuento: mira, lo siento, no tengo más que cinco euros, si me invitas, otro día te correspondo yo, es que estoy que no llego a fin de mes y, para colmo, mi tarjeta de crédito se la comió el otro día un león en el circo, pues llevé a mi niño y... Y te cuenta lo del circo y sus hijos, mientras tu pagas las tres rondas anteriores y pides una ración de calamares, pues acaba de decirte tu amigo de la cofradía de la Virgen del Puño de Mono que huele muy rico y que tiene mucha hambre porque este mediodía se puso mala su abuela y no les dio tiempo a preparar la comida en casas. Mecachis en su abuela enferma y en todos sus muertos sanos.

Un día toca regalarle algo al compañero de trabajo o al vecino del quinto porque es su cumpleaños o porque se jubila o porque se va a Alaska a vivir con una foca. Primero todo el mundo está de acuerdo en que hay que regalar, pero nadie dice el regalo lo compro yo, adelantando el dinero. Bueno, pues tú o ese otro hermano tuyo que es igual de ingenuo o más dais un paso al frente y ponéis la pasta. Se celebra el evento, se entrega el presente, pasa una semana, pasan dos, y nadie, se acuerda de que te debe seis euros. Te tomas tres vinos y vas para allá y, hecho un valiente, se los reclamas a uno. Quien te para en seco con la siguiente parrafada: “Pues, chico, qué pena, es que hoy sólo salí de casa con los tres euros del bus, ya te lo doy mañana”. Y mañana es otro mes, hasta que te tomas otros vinos y esa vez el hijoputa salió hasta sin lo del bus, porque ahora hace el recorrido a pie para bajar esas grasas de cerdo que se le han puesto. Y yo tengo unas preguntas para las más sesudas mentes del país: ¿por qué la gente sale de casa sin dinero un día sí y otro también? ¿Por qué a tantos les dan calambres los cajeros automáticos? ¿Por qué, muy a menudo, los que se compran los coches más potentes, las cámaras de fotos con más pixeles y las casas con mayor jardín son los que más se resisten a invitar a un maldito vinillo o a poner el óbolo que les toca para los gastos comunes? ¿Hay entre esos dos datos una relación de causa a efecto o de estiércol a gusano?

Ah y otra más: ¿por qué la gente tiene en sus casas las neveras vacías? Mi madre, si hacía falta para hacerle los honores a una visita inesperada, mataba el gallo o sacaba las últimas chuletas del cerdo casero, conservadas en salazón. Ahora llegas a casa de alguien y te dicen: “Quieres una cerveza? Sólo queda una, pero podemos repartirla entre los cinco. Es que esta semana aún no hemos bajado al Alimerka”. ¿Y la comida? Para qué hablar. “Sólo nos quedan unos garbanzos estofados de anteayer, pero si queréis os los saco y hacemos unas tapas. Están buenísimos, aunque ya casi sólo es berza lo que hay. Es que, chica, si compras mucho de cada vez, luego te caduca en los armarios y es una pena. Otro día quedamos con tiempo y os preparo una fideuá que ya veréis qué rica, con gambas y todo”. ¿Gambas? ¿Gambas? Estás tú buena gamba, so zorra famélica.

2. Las malditas familias y los horribles matrimonios. Hijos se han tenido siempre, pero antes la gente hacía cosas. Ahora no, sólo hay hijos. Y algunos ni los tienen, pero se supone que los están fabricando con esmero y ya no cabe que diversifiquen su actividad, no vaya a despistarse el espermatozoide o a volverse tarumba el óvulo. En estos tiempos, la familia, y en particular los hijos, son el gran pretexto para que nos hagamos asociales. En todo lo que sea trabajar, echar una mano a alguien o gastarse diez euros para un homenaje a un amigo, el personal no puede por causa de los hijos. Por la mañana hay que llevarlos a fútbol, por la tarde a violín y por la noche es imprescindible rezarles el Jesusito de mi vida antes de que se duerman. Si lo que toca es cobrar algo o agenciarse un chollo, todo quisque puede dejar a los malditos vástagos en casa con la canguro o con los abuelos. Si no es para trincar un poco, la vida familiar se impone en medio de un aroma de amor rancio y abuso de menores.

En estos tiempos de igualdad feliz y variadas paridades, digo yo que sería viable que si, por ejemplo, la señora tiene una cena de los de su trabajo, el varón se quedara en casa con la descendencia; y que si es él el que ha de velar a un enfermo o yo qué sé qué, se podrá organizar el turno de la otra manera. Pues no. Con los niños tienen que estar siempre ambos, el papá y la mamá. Para que salga despierto y desenvuelto el chiquirrín, ya saben. Luego nos preguntamos por qué llegan a la adolescencia con esa pinta de gilipollas. Pues por los padres, por qué va a ser. Pero en el fondo son disculpas. Nos estamos haciendo autistas y perdiendo toda capacidad para la conversación tranquila o la fiesta compartida. Preferimos estar en casas cambiando pañales con un ojo puesto en alguna serie televisiva para retrasados. Así sea.

¿Y los matrimonios felices? Esas miradas de odio caducado, esos silencios, esas ganas de que se muera el consorte del que no te separas ni a tiros. Quien no se divorcia a cierta edad, ya no lo hace nunca. Y hace mal. Pero se acostumbran a vivir así, con una amargura que se les hace natural, de capa caída, resentidos, como si llevaran una herida abierta en las entretelas. Que cambien de pareja, rediez, que se larguen el uno y la otra y la otra y el uno, que recuperen otra vez el gusto por un revolcón guapo y por una conversación alegre a dos. Que el mundo no se acaba por cambiar de cajón y de casa los calzoncillos o las bragas, que hay vida después de esta muerte conyugal, que el cuerpo no merece este castigo y el alma no puede ser rehén eterno de este apocamiento.

Funcionan siempre igual esas parejas felices. Si uno de ellos se está divirtiendo, al otro empiezan a dolerle los juanetes o se le viene el recuerdo de que pasado mañana tienen que ir a ver a la tía del pueblo que anda un poco mala y que ya no pueden quedarse más y vamos, churri, que es muy tarde. Y otro de los síntomas de esa entrega sin remisión es que churri nunca responde pues vete tú y ya nos veremos en el infierno o pasado mañana donde la tía, sino que churri apura su vaso y se va con mansedumbre y un juramento de venganza en los ojos. El matrimonio, oh maravilla, la más antinatural de las instituciones, la menos equitativa, esa feliz desdicha, ese dolor que no se acaba.

3. La descortesía. A uno, que es más viejo de lo que se pensaba, por lo que se ve, le enseñaron en casa y en la escuela que no está bien mentar la soga en casa del ahorcado, ni mofarse del manco, al menos en su cara, ni ensañarse con la mala suerte del desgraciado. Y así. Y que hay que saber conversar, y que cuando alguien te cuenta algo que a él le parece importante se debe prestar algo de atención, y que no se interrumpe a los demás, y que no se habla a voces y que no hay que ponerse pesado haciendo que toda una mesa, por ejemplo, tenga que tragarse durante cinco horas ese maldito tema que es el único del mundo que a uno le interesa. Carajo, y ya puestos a pasar revista, otra cosa más, bien importante: conviene ponerse desodorante, que está barato y hace mucho apaño para que los demás puedan comer cerca de uno sin ciscarse en sus muertos ni preguntarse qué granja de cerdos caerá por las inmediaciones del bar.

Dejen que les confiese algo más, manías propias. En ocasiones, presa de la desesperación, me dedico a contar cuántas veces intento decir algo y cuántas me interrumpen mis interlocutores a grito pelado. He llegado a cifras altísimas y a pasarme horas sin poder colocar esa sencillita frase con la que quería resumir mi opinión sobre lo que se debatía. No hay manera, nadie escucha a nadie y todo el mundo da conferencias en las reuniones sociales. ¿Diálogo? Imposible, sólo ruido de besugos incontinentes y de narcisistas gritones. Insoportable.

Dejemos aquí esta enumeración de virtudes habermasianas y vamos con el ejemplo. Es real, les doy mi palabra. Me arriesgo a perder algún amigo, pero, ¿acaso importa, con la que está cayendo? Les cuento.

Hace cosa de unos meses, unos cuantos compañeros de antaño organizamos una comida de despedida para una profesora que cambiaba de universidad. Era en una universidad que no es la mía y en la que tenía yo buenas amistades por razones que ahora no importan. Fuimos pocos los comensales, pues, como ya sabemos, todo el mundo tiene niños que atender o abuelas que cuidar cuando no le hacen el homenaje a él o no le pagan un poco por asistir a lo que sea. Me tocó al lado el novio que ahora acompañaba a la homenajeada, el cual se pasó media comida castigándome la oreja con la siguiente frase afortunada: Fulanita (la fulanita era su pareja, para la que se había organizado el evento) sufre con este tipo de actos, no le gustan nada y ha venido a rastras. Mecagoenlosmuertos de la fulana y el fulano y en toda su puñetera tribu. Enfrente, una esposa castigadora le insistía al marido para que no se comiera la grasa del chuletón, y se lo decía con una saña que ha de hacer más mal que todo el colesterol del mundo, al tiempo que él, por lo bajinis, se acordaba de la mamá de ella y le lanzaba miradas de asco eterno. Reconfortante. A mi otro lado, todo un adulto, viejo conocido, la tomó con el póker por internet y se pasó la comida entera describiendo a voces sus partidas de la última semana. Creo que, de toda la mesa, era el único que sabía jugar al póker y, desde luego, el único al que le interesaban sus estúpidas partidas.

Después de la comida y de los presentes, desenvueltos con gesto de hastío y desgana por la destinataria de nuestras atenciones, nos fuimos unos pocos a tomarnos unas copillas. También estaban esa señora y su acompañante. Llegó la hora de pagar esa ronda. Todos quietos, rígidos, ausentes, estatuas. Era lógico que invitase ella, eso es bien cierto. Los habíamos invitado a los dos, a ella y a su maromo gagá, y le habíamos entregado a la dama un regalo hermoso. Y suena su voz, tenue, dulce: “Ay, no me he traído más que estos diez euros”. Y los lanza sobre la mesa. Añade: “Pepe, ¿tú tienes algo?” Y Pepe: “Vaya, pues no, ni un euro, lo gasté todo en la gasolinera al venir”. Después, y hasta que me largué a vomitar en casa, toda la conversación versó sobre los personajes de no sé qué programas de la víscera en Telahinco y otras cadenas teleinvasivas. Antes de que pasaran al tema siguiente que tocaba, los niños y la variedad de texturas de sus cacas, me largué, jurándome que jamás de los jamases volvería a acudir a una celebración de ésas. No lo he cumplido, pero reafirmo ahora mismo ante ustedes mi juramento. Me quiero ir a una isla desierta; o a la guerrilla, para matar mucho. Sólo eso. ¿Es tanto pedir? Total, a ustedes no les va a costar nada, así que tranquilos.