29 febrero, 2012

Por qué se la pego a los libros

Toca entrada personal, con dilemas y perplejidades de uno y algo de impudicia, como corresponde a que estamos en mi casa –que es también la suya, no lo duden- y en confianza.

De vez en cuando me ataca una extraña urticaria cuyas causas los médicos, naturalmente, no han descubierto, pese a que ya me tienen analizado hasta el pellejo del codo, por no decir cosa más grosera. Total, que unas pocas veces al año se me hincha la boca y se me pone cara de hombre elefante o de oso hormiguero o de espectro radiográfico de político en celo, por lo común valenciano, aunque no solo. Y siempre me pasa por la noche, con independencia de que la noche haya sido pacífica o guerrera con arreglo a los dictámenes de la humana naturaleza, tan tiránica en sus insondables designios.

Pues bien, que esta mañana tuve que quedarme en casa por razones de salud y de mínima decencia estética y que, de pronto y aun con mis padecimientos, me descubrí más bien feliz y relajado como pocas veces. Tanto, que me puse a leer a la buena de Dios unos libros que me había traído y, fue tal la emoción, que al cabo abandoné la lectura para venir al teclado a hacerme unas preguntas y y unas reflexiones, a fin de ver si ustedes me ilustran o, al menos, se solidarizan desde su similar experiencia.

Se supone que los libros son la materia prima con la que trabajo y cultivo mi ciencia, o lo que demonios sea o como se llame esta actividad que me da de comer (de momento y al menos un mes más, antes del gran revolcón de abril -en abril, putadas mil- y de que se abra la veda del funcionario igual que ya se abrió para la perdiz y los curritos del montón. Bueno, pues, como les decía, me vino un regustillo muy gratificante y poco recordado al verme así, leyendo como si tal cosa. ¿Eso es porque los más de los días no leo? Exactamente, aunque con algún matiz: no leo apenas o no leo tranquilo o no leo lo que me piden el cuerpo, el espíritu y el sentido común, sino rollos infumables que he de consultar para ver si ha lugar a una nota a pie de página o porque no se diga que mi excelso escrito del momento va sin citas y tal.

¿Soy perezoso o chapucero? Hombre, yo no me veo del todo así, palabra. ¿Entonces? Pues entonces que no leo porque en la universidad no me dejan tiempo y porque en casa –que es donde en verdad trabajo lo que trabajo y que con propiedad merece tal nombre- hay una familia a la que hacer caso, un jardín mínimo en el que pronto tocará plantar unas petunias, y cosas por el estilo. De todos modos, no se lo pierdan: desde que Elsa nació, su mamá y yo pagamos cuidadora por las tardes para tener tiempo para trabajar en lo nuestro; o sea, que perdemos dinero por (intentar) ser productivos en nuestro trabajo, porque si no nos aplicáramos a nada más que a las tonterías mañaneras en nuestra facultad, tendríamos horas libres casi todos los días y no gastaríamos dinero en comprar tiempo.Habría horas libres, pero no libros nuetros.

Cuando digo que en la facultad no hago mayor cosa útil y casi nada que justifique mi sueldo, me refiero a lo que me pagan por investigador, se supone. Con la docencia no me meto, al menos con la mía. Las clases hay que darlas, deben darse bien y deben ser en número suficiente para no volverse un sinvergonzón aprovechado. Pero las horas de clase, a la semana o a lo largo del curso, son las que son, no tantísimas. ¿Y luego? Ya se sabe: papeleos generalmente estériles, o útiles para la institución, pero que podrían simplificarse infinitamente más. Y reuniones, mil y una reunión a cual más tonta. Puro trámite, fachada, formalismo bobo, apariencia de que todo es democrático y sometido a gran control legal y político y académico y de todo. Esmeraa filfa, mentira cochina, trola descomunal. No hay más que arbitrariedad kafkiana, desgobierno burocratizado y corruptela a mano alzada.

Pero no abandonemos los libros, que eran el tema. Uno se va empapando de nostalgia. Le cuento una muestra significativa. Siempre me ha gustado encargarme de la petición de los libros de mi área o disciplina en la universidad de turno, desde bien jovencito y hasta hoy. Lo hago yo y procuro hacerlo bien porque disfruto de esa forma. Por eso la biblioteca de Filosofía del Derecho –en el más amplio y variado sentido de la expresión- en la Universidad de León es, sin ningún género de dudas, la más o una de las más completas y actualizadas de España en lo que se refiere a la producción bibliográfica nacional e internacional (Alemania incluida) de las últimas dos décadas. Apuesto unas cervezas al que quiera comprobarlo, e invitado está a disfrutarla el que lo desee. Pero, fuera de esa rutina, algo ha cambiado en mí. Antes, sobre todo en Oviedo y de ayudantillo o cuando era joven profesor titular, no sólo encargaba los libros, uno a uno y ficha de pedido a ficha de pedido, sino que me demoraba en hojearlos cuando llegaban, me hacía una idea básica del contenido de cada uno, recordaba dónde se colocaban y hasta leía bastantes. Ya no.

Acabé haciéndome catedrático para no poder leer, para que no me lo permitan. Ahora que podría sacarles más sustancia y producir algo digno, tal vez, aupándome sobre esos volúmenes de otros, ahora me piden que redacte, sí, pero guías docentes, memorias para solicitar proyectos y memorias sobre los proyectos solicitados -¿proyectos de qué hostias si no se me deja leer e investigar como Dios manda?- actas, solicitudes, resúmenes de mi propio currículum, cada uno en un formato o pidiendo que se pongan solo datos de los últimos cinco años, o de diez para acá, o lo que en cada caso toque para joder mejor al menesteroso de turno. Súmese que los papeles se los tramita uno, pues sería clasista y políticamente incorrecto tener secretarios o secretarias si no se es concejal de parques, que entonces cómo no; que el teléfono no para de sonar paras las más sorprendentes estupideces: v.gr., uno que leyó en el blog no sé qué y que quiere que saques que a él en la mili una vez lo arrestaron injustamente, hace ahora cuarenta años; un director de área universitaria que te pregunta si te importaría ser de la Comisión de Zonas Verdes Diurnas, este año nada más, sin compromiso de permanencia y sin recargos; un candidato a rector o a decano o a presidente de no sé qué cosa presidario-académica que te explica que jo, que ahora que se ha fijado en ti vaya majo que te ve y qué pena no haberte tratado antes y que a ver si lo votas y en el futuro colaboráis (el hijoputa lleva diez años negándote el saludo cuando te lo cruzas en el súper y ahora resulta que es porque estaba enamoradísimo de ti y temía que se lo notaras por los rubores o los temblores de la entrepierna); un doctorando que reaparece al cabo de dos años desaparecido y que te cuenta, larguísimo, que sí que sigue con lo de la tesis y ya está acabando la introducción, pero que si le podrías hacer el trámite de inscribirlo en unos cursos de parchís sostenible en el marco del juego saludable que organiza el Vicerrectorado de Campus en convenio con el de Calidad y que es porque él no puede acercarse dentro de plazo ya que se ha ido a dar la vuelta al mundo con su novia, que es mexicana y que está como un tren y es rica de familia, te lo cuenta todo mientras te pide el favorcillo y tú estás con una mano en el teclado y con la otra sosteniendo las instrucciones impresas sobre cómo rellenar la aplicación para la alteración mensual de la guía docente en los años bisiestos, que es aplicación completamente distinta de la de los años no bisiestos y de la de los años que acaban en cero, dos, cuatro, seis y ocho (o sea, pares, concluyes tú, pues el Vicerrectorado de Ordenación Académica se prefiere muerto antes que sencillo en la expresión). ¿Y que con qué sujetas el teléfono si las dos manos andan ocupadas así? No me hagan hablar, no me hagan hablar.

Al cabo de una semana, de lunes a viernes, se habrán ido cinco o seis horas así, al teléfono, y unas veinte en papeles que van y papeles que vienen, papeles que tú sacas y papeles que a ti te meten sin consentimiento. Por supuesto, si entre unas cosas y otras te queda media horita libre no abres un libro, para qué, te relajas con unas blasfemias posmodernas (tipo mecago en los ángeles sostenibles o me cisco en el pacifismo guerrero), sales, por lo de la meadilla y, error, en el baño te encuentras al colega que te dice que se presenta a presidente de la Comisión de Comisiones y que qué bonito haces pis y que si no te gustaría darle tu voto y que a cambio te hace un diploma que vale para la ANECA, lo mismo para acreditaciones de comisionista que de miccionador.

O sea, que no me alcanza el tiempo de cada mañana, rigurosamente de lunes a viernes, para leer en la universidad ni medio libro al año o un articulillo corto al menos y aunque hable de derechos humanos y globalización, que es tema que se lee en un pispás y que ya sabes lo que va a decir: que ahora con los derechos humanos hay mucho lío por culpa de la globalización y que a ver si lo miramos. Y ustedes preguntarán: entonces, ¿para qué sigues encargando libros en la Universidad y hasta comprándote unos cuantos tú mismo para tu biblioteca particular? Quieto parao, me falta un dato: para la universidad compro un montón de libros porque yo mismo consigo el dinero a base de proyectos de investigación, dineros que no me gasto en turismo académico sino, en su grandísima mayoría, en libros para la biblioteca universitaria. Pues peor lo pongo, lo sé: ¿por qué hago todo ello? Porque me engaño, por qué va a ser. Se lo explico rápido y lo dejamos por hoy, que aún quiero leer un poco y puesto que la jeta no se me deshinchó todavía.

¿Saben qué me pasa? Cuando pido libros en la universidad o cuando los compro para mí mismo en una librería, después de sobarles el lomo un poco y de mirarles la textura del papel, me engaño, pues creo a pies juntillas que los voy a leer. Cada vez que hojeo un catálogo editorial o de librería o que manoseo unos volúmenes me hago ilusiones, creo que a partir de mañana todo va a cambiar, que todo lo malo ya está pasando o que tengo fuerzas para sobreponerme y empezar una nueva vida, incluso en el mismo trabajo y con la misma gente. Sí, es como cuando la peña no se divorcia, piensa que a partir de mañana volverá a haber (buen) sexo en el matrimonio o que, al menos, de ahora en adelante van a hablar mucho y hasta a hacer un viaje. Pobres ilusos, desdichadas ilusas.

Luego, día tras día, los libros te miran desde los anaqueles y hasta te parece oír que te dicen ven, moreno, que yo sí puedo hacerte feliz. Pero tú sigues con tu arpía (o arpío, no se entretengan con los géneros) y en cuanto tienes un rato regresas a la librería y sueñas o cumplimentas en el ordenador una ficha para que a tu departamento universitario arriben otras cien obras dispuestas a quererte pero a las que nunca vas a acariciar, ni siquiera un poquito el primer día y por ver si te ayudan a cambiar de vida y a que te mejore el cutis. No, acabarás de vicerrector o en la cafetería del campus especulando sobre quién será el próximo vicerrector de cafeterías del campus. Y habrás dejado hasta de soñar que un día.

PD.- Tampoco la vida casera es tan idílica. Mi lectura de hace un rato fue abruptamente interrumpida, cuando la reanudé. Adivinen por quién: Movistar. No les voy a cansar con detalles que anulen el lírico efecto de mi anterior desahogo, pero les confieso nada más que acabé gritando, que la fresca que me llamaba me volvió a llamar ella cuando colgué y para decirme que por qué le había gritado y que le grité más y que deberían estar despenalizados ciertos homicidios o llevar atenuantes bien potentes. O que a lo mejor en la cárcel se lee mucho y de maravilla y ni hay que cumplimentar impresos ni se te presentan los candidatos a director del centro penitenciario a llamarte guapo durante un mes. Habría que ir pensando eso y, si da positivo, decidir con calma a quién nos cargamos, ya puestos a matar dos pájaros de un tiro: leer y hacer justicia.

28 febrero, 2012

¿Corruptos o comprensiblemente autoindulgentes?

(Esto de la ética teórica tiene su gracia y su guasa. Ayer me levanté con ganas de jugar a perpetrar un ensayito de ética analítica de andar por casa, y aquí está. Debe de contener un montón de trampas y desatinos, pero con menos de la mitad de las ideas que aquí aparecen los hay que han compuesto monografías enteras o han publicado en revistas de altísimo impacto o se han hecho catedráticos y luego a vivir o a meterse a vicerrector de calidad. Pues ustedes me dirán si merece la pena que nos entretengamos así algún día más o si más convendrá dedicarse al macramé).

Estos días he vuelto a tener una experiencia que no es tan poco común como a lo mejor se podría esperar. Estaba comiendo con personas muy cercanas con las que muy a menudo se comenta cuán grande es la corrupción en este país nuestro y qué gran lacra supone. Salió a relucir un pariente que ocupa un puesto de quinta fila en un partido político de rompe y rasga, y el que hablaba comentó: a ver si desde ahí consigue colocar a Fulano y a Mengano, que están sin trabajo. Fulano y Mengano también son de esa familia.

Lo que de interesante para la teoría pueda contener esta poco original anécdota dependerá del enfoque que escojamos. Podríamos jugar con las definiciones posibles de corrupción y ver si cabe tildar de corrupto al que así declara, o de incoherente, porque al mismo tiempo critica la corrupción y busca su ocasional beneficio. Cabría cotejar una actitud así con las escalas o fases del desarrollo moral de las personas y ver si una declaración de ese tenor es compatible o no con la condición de humano moralmente adulto. Pero en este instante me apetece más jugar con las relaciones posibles entre reglas y excepciones y que nos preguntemos hasta qué punto el afecto a los más cercanos o queridos puede justificarnos al hacer una excepción a la aplicación de la regla general.

Sinteticemos ese ejemplo nuevamente y enumeremos alguno más. Veíamos que una persona se opone a las prácticas corruptas en la Administración pública, como el enchufismo y los diversos favoritismos que chocan con la sana competencia y con los criterios constitucionales de mérito y capacidad, y que ese mismo individuo busca que a sus familiares se les beneficie con tales prácticas por él mismo tenidas por reprobables. Imaginemos igualmente el caso de que yo tuviera un hijo o una pareja o un íntimo amigo que se ha examinado de una asignatura en la universidad y ha hecho un pésimo examen. Yo estoy contra las recomendaciones y los chanchullos y a favor de que en tales menesteres a todo el mundo se aplique el rasero por igual, pero me planteo si hablar con ese profesor para que cambien las tornas para ese ser de mis afectos, sabedor de que es muy posible que dicho profesor haga caso de mi ruego. Tercer y último supuesto: un pariente próximo debe realizar un delicado examen médico y en la Seguridad Social le dan cita para dentro de tres meses, quedándonos esa inquietud por su salud y por el riesgo de que en ese plazo empeore por falta del adecuado tratamiento. Tengo alguna amistad con un alto empleado de la Seguridad Social que seguramente podrá hacer que la cita se adelante bastante, aunque sea a costa, se supone, de retrasársela a otro: ¿lo llamo?

No perdamos de vista la cuestión de las mentalidades. No hablamos de sujetos que entiendan la convivencia como lucha en la que sea justo que se imponga el más fuerte, el más hábil o el que cuente con más recursos. Para quien así piense, todo nos está permitido y al imponernos sobre cualesquiera normas de validez general no hacemos sino ratificar nuestro superior valor y confirmar nuestro derecho a imperar frente los otros y a dar prioridad a los intereses nuestros sobre los suyos. Nos estamos refiriendo a personas que valoran en sí determinadas reglas sociales y jurídicas y que son sinceramente partidarias de que las prácticas sociales sean honestas y la competición social limpia y basada en el fair play, pero que en determinadas situaciones obran contra esas pautas y se preguntan si hay una justificación excepcional en ese caso.

Hace falta una distinción adicional. Ese sujeto que conculca la norma que en términos generales aprueba y defiende puede hacerlo con dos actitudes. Una, con remordimientos, pues sabe que actúa de manera indebida y no ve propiamente disculpa en ningún pormenor del caso. Yo “cuelo” a mi pariente en el hospital y, ante cualquiera que me lo reproche, reconozco que obré inadecuadamente y que merezco la crítica, si bien podré añadir que no fui los bastante fuerte o con el suficiente carácter para sobreponerme a las circunstancias y comportarme como un ser íntegro. En tal tesitura, el sujeto usa los detalles del caso para explicar su conducta, no para disculparla. No dice que la regla deba tener excepción en una oportunidad como esa, sino que él ha incumplido la regla y que, todo lo más, pide se reconozca que su situación era difícil.

La otra actitud es la del que reformula la regla añadiéndo una excepción a su propio enunciado, de forma que, completada la regla con la excepción que se le incorpora, desaparece la base para todo posible reproche, pues propiamente ya no hay incumplimiento que imputar. De esto quiero tratar aquí.

Llamemos R a la regla que dice:

Todos los sujetos en la situación S deben hacer K

La situación S se define por tres notas o propiedades, supongamos: a, b y c. Si alguna de esas propiedades no se da, no hay S y, por tanto, no se sigue la obligación de hacer K. El problema se plantea cuando se da S, con esas tres propiedades, pero se añade una cuarta, d, consistente en alguna circunstancia personal del llamado a atenerse a la regla. Entonces, quien añade la excepción da lugar a una nueva versión de R, , que rezaría:

Todos los sujetos en la situación S deben hacer K, salvo que concurra la circunstancia d

Ejemplo: todo el que ostente un cargo público y en el desempeño de su función deba seleccionar personal, debe atenerse al principio de mérito y capacidad, salvo que concurra una persona que a mí me importe mucho.

Algo chirría ya, algún detalle nos choca. Puede ser lo siguiente: quien está llamado a aplicar la norma, su destinatario, es uno, y quien introduce la excepción, otro, yo mismo.

En puridad, hay que diferenciar entre dos actitudes mías: una reformulación de R, que pasa a ser R´, y algo distinto de la (re)formulación de una regla, como es un juicio sobre los resultados de su aplicación que yo deseo.

Yo no puedo decir que estoy de acuerdo con R y, al tiempo, rehacerla para convertirla en R´. Más aún, no puedo pretender que R´ funcione como regla de alcance general, salvo que sea capaz de justificar con razones admisibles para la generalidad el hecho de que mis seres queridos deban recibir una consideración tan especial como para que por ellos se excepcione una regla general.

R´ no admite una formulación como regla general porque donde dice “salvo … mis” (mis familiares, mis amigos…) debería decir “salvo… los suyos de cualquiera” (salvo que el perjudicado de aplicar R´ sea un familiar, amigo… de cualquier persona). Resulta evidente que una regla de este tenor es inútil por inaplicable: al generalizarse la excepción e ir la excepción contra la aplicación de la regla, la regla se vuelve inaplicable.

Lo que sí cabe es entender mi actitud como juicio que expresa un deseo mío sobre los resultados de la aplicación de la regla por quien corresponda. Estaría diciendo que no quiero que, en este caso que me toca de cerca, la regla se aplique. ¿Soy incoherente por ello si, a la vez, admito que, en sus términos generales, la regla está bien y conviene que sea generalmente aplicada?

No hay incongruencia, o incongruencia fuerte, en quien está a favor de que el homicidio se castigue y trata de salir él absuelto de un juicio por homicidio, aunque efectivamente haya matado y haya matado sin eximente ni atenuante. Pero para verlo, debemos diferenciar entre estos dos enunciados y ver cuál describe mejor nuestra posición.

- a) Enunciación de un juicio que expresa un deseo o preferencia sobre mi suerte personal: “No deseo que a mí se me aplique la regla R, aun cuando en términos generales estoy de acuerdo con su contenido”.

La justificación de mi deseo puede tener razones admisibles e independientes de R, aunque el sujeto esté de acuerdo con R. Sería el caso si, supóngase –aunque no sea el caso-, yo estoy de acuerdo con que se aplique la pena de muerte a ciertos crímenes, pero deseo que se fugue de la cárcel y se sustraiga a la aplicación de dicha pena un hijo mío condenado a ella por uno de tales crímenes.

- b) Formulación de una regla que incorpore una excepción nada más que para mi caso particular y sin deseo de generalizar dicho tratamiento a otros casos iguales. Así, si digo:

“Todo el que comete el crimen C debe ser condenado a una pena fuerte, salvo si es hijo mío y sólo si es hijo mío, en cuyo caso debe ser absuelto”.

¿Qué sostenía ese conocido mío con cuya anécdota empezaba esta entrada? Que deseaba o le gustaría que el politiquillo aquel lograra en la Administración pública trabajo para un par de parientes. Presuponiendo que esté de acuerdo con la norma que proscribe ese tipo de corruptelas, lo que viene a decir es que esa norma es correcta, pero, a la vez, formula el juicio de que le gustaría que quien la aplica hiciera una excepción con algunas personas por él muy apreciadas. Mas no está elevando a su personal deseo a categoría normativa.

La situación es completamente diversa si nos referimos al sujeto aplicador de la norma. En su caso la incoherencia es plena si acepta el contenido de R o acepta que, en su situación, está jurídica y hasta moralmente obligado a aplicarla y si, no obstante, introduce en una ocasión así una excepción para inaplicarla.

En el caso del aplicador de las normas no se admite que el juicio interfiera con el resultado de la tal aplicación, pues ello convertiría a las normas en inviables: nada más que se aplicarían cuando agradaran a su aplicador. Vemos que es inversa la situación, respecto de la norma, de R, del aplicador y del no aplicador.

Del no aplicador decíamos que es no es incoherente si simultáneamente manifiesta que:

a) Está de acuerdo con R

b) Desea que R no se aplique a cierto caso que para él tiene connotaciones especiales.

En el caso del aplicador de R, sin embargo, se exige que:

a) Aplique R aunque no esté de acuerdo con su contenido, en su alcance general.

b) Su deseo no interfiera el resultado de dicha aplicación.

En resumidas cuentas, la pregunta es esta: qué haría aquel conocido mío si fuera él el llamado a aplicar R. ¿Favorecería a sus parientes u operaría con el rigor que R en su formulación exige?

Ahora estamos en condiciones de comprender cabalmente lo que para ciertos llamados a decidir y a aplicar normas, como los jueces, significan las causas de recusación y las causas de abstención. Los sistemas normativos asumen, con ellas, que es humano y comprensible que los afectos personales interfieran en los resultados de aplicar las reglas, y por eso se excluye de aplicarlas al que se halla en determinadas situaciones de relación personal y afectiva o bajo el influjo de determinados intereses. Se trata de que a mi conocido se le impida decidir a favor de sus parientes, en la comprensión de que, si pudiera, tal vez se inclinaría a su favor y en perjuicio de la regla.

Y para conocer su catadura moral no debemos juzgarlo simplemente por aquella preferencia que manifestó, sino en función de lo que respondiera a estas otras dos preguntas:

a) Si tú estuvieras en lugar de quien puede decidir y yo te pidiera que favorecieras a un pariente mío, en detrimento de la aplicación objetiva e imparcial de R, ¿lo harías?

b) Si tú estuvieras en lugar de quien puede decidir y pudieras favorecer a un pariente tuyo, bien porque para el caso no concurren causas de abstención o no has sido recusado, bien porque puedes sustraerte con alguna argucia a la recusación, ¿lo harías?

Si contesta que sí a cualquiera de esas cuestiones o a las dos, nos encontramos ante una persona moralmente inconveniente, y si, además, aprueba R en términos generales, ante un ser moralmente incongruente o inmaduro.

27 febrero, 2012

Gazón y la gallina

¿Qué prefiere usted, que lo llamen tonto o que le digan malo? No tengo memoria para los chistes ni los cuento bien y, de propina, sólo se me quedan algunos de los más simplones. Por eso me acuerdo de este ahora: llegan a un prado un señor de la aldea y uno de la ciudad y se encuentran a otro lugareño apasionadamente encaramado encima de una cabra y dale que te pego con ella. Al aldeano le da un tremendo ataque de risa y su interlocutor le pregunta que si lo que le hace tantísima gracia es ver a aquel vecino haciéndole el amor a una cabra, a lo que el otro responde así: no, no, eso es normal, pero me descojono porque le está echando un polvo a la más fea de todo el rebaño.

Bueno, pues pongan que en lugar de la cabra más fea fuera la más hermosa y ya tenemos la manera de responder al querido amigo que, al hilo de la sentencia sobre el tercer caso de Garzón como acusado, me preguntaba hoy si es peor que a uno le digan prevaricador o que lo llamen torpón del todo. O permítanme ilustrar con otra historieta lo que a golpe de parábola quiero explicar. Imaginen que a un señor lo acusan de violación y acaba en el banquillo de los acusados. La violación es conducta reprobable en grado sumo y, correspondientemente, delito muy grave. Pero pongan que el tribunal acaba dictando veredicto de inocencia, pues, con base en buenas pruebas, concluye que la así horrendamente forzada no fue una persona, hombre o mujer, sino una gallina. ¿Saldría el de este modo absuelto con la cabeza muy alta o más bien tocado, pese a terminar sin castigo?

Valga la comparación en lo que valga, no se me alteren por ese lado. Lo que trato de indicar es que, en efecto y como sospecha mi amigo -que no es jurista aunque sabe de todo-, a Garzón esta vez lo absuelven del delito de prevaricación, pero al mismo tiempo el Tribunal Supremo le dice que jurídicamente anda tan despistado como sexualmente desorientado estaba el de la gallina de mi ejemplo. Lo que no quita para que los partidarios del amor animal puedan manifestarse mañana a favor del enamorado de las pitas y en pro del libre intercambio de fluidos y humores entre humanos y bestias de todo pelaje o de cualquier plumaje. Cada cosa es lo que es y cada oveja con su pareja, en el más amplio sentido de la expresión.

Hace bastantes meses, años quizá -¡cómo pasa el tiempo!-, ya tuvimos en este blog buen debate sobre si cabía o no prevaricación en este caso que hoy se ha sentenciado, y hubo quien dio excelentes argumentos para sostener que no. El Tribunal Supremo acaba de dar la razón a aquella tesis de que no había delito en aquellas actuaciones, pues no incluían el dolo de hacer injusticia, de aplicar la ley torcidamente y para mal, pero con el añadido de que jurídicamente no tenía pies ni cabeza lo que Garzón planteaba. Vaya, que no era prevaricar, pero que había despiste; despiste grande en términos de derecho, aunque desde otros puntos de vista las medidas de Garzón pudieran tener otros significados o interpretaciones diversas.

Me parece que cuando, pasado un puñado de décadas, los historiadores analicen estas andanzas legales y mediáticas de la llamada memoria histórica, se sumirán en una cierta perplejidad. Verán que el partido socialista (es un decir) que gobernaba en España hizo una ley con muy fuerte carga simbólica pero sumamente cicatera a la hora de regular y fomentar lo que más importaba: el apoyo legal y económico para que los descendientes de las víctimas de la guerra civil y del franquismo puedan recuperar sus restos y honrarlos cabalmente, y también para dejar jurídicamente sin efecto, aunque sea con consecuencias meramente simbólicas, tantas condenas injustas y totalmente ilegítimas. Mucho cambiar nombres de las calles y retirar estatuas y poca facilidad para abrir e investigar fosas comunes o para recuperar el buen nombre de los abuelos condenados en las más duras épocas de la dictadura, ese podría ser el resumen. Al tiempo, el partido conservador se lo tomó como si se estuviera llamando a una nueva guerra civil o como si a cada uno de los ciudadanos de ley y orden le estuvieran mentando a la madre. Despropósito sobre despropósito.

Fue ese el instante en que Garzón se subió a la cabra o le dedicó unos requiebros a la gallina, de buena fe o aviesamente, eso no lo sé. Lo que sí creo es que se consumó así el dislate y se rizó el rizo de la paradoja: muchos de los que con muy honesta convicción pedían que se hiciera justicia a los que padecieron los crímenes del franquismo (por lo general –y por el general- los que sufrieron los crímenes del otro lado ya habían sido honrados y compensados durante la dictadura y, que se sepa, no quedaban fosas comunes por abrir en ese lado) se olvidaron de criticar al gobierno y a los partidos que no legislaban en serio y creyeron que en serio podían los jueces o podía algún juez reemplazar al legislador esquivo y disimulón. Garzón jugó a abrir expedientes a los franquistas muertos y a enredar con procesos penales hipersimbólicos y nada más que hipersimbólicos. Con tanto vivo que anda suelto, Garzón se proponía procesar a los difuntos, y muchos de los que buscaban todavía alguna justicia vieron sus esperanzas muertas mientras vitoreaban al juez más vivo. En otras palabras, que Garzón se convirtió en el símbolo y los otros símbolos, los de las viejas injusticias, pasaron a mejor vida.

Garzón acabó de protagonista de esa película, arrebató su legítimo papel a sus verdaderos actores. Los testimonios en este reciente juicio, por ejemplo, se usaron para defender jurídicamente a Garzón y para enaltecerlo mediáticamente, no para reconstruir la biografía y la honra de los asesinados de los que se hablaba. Una tristeza. Como la dama aquella a la que cantaba Cecilia, don Baltasar acabó siendo, él, el muerto en el entierro y el niño en el bautizo, la última y más visible víctima del franquismo, la que se lleva los honores o los pésames. Hay que joderse. Por eso opino, modestamente, que se puede estar completamente a favor de la llamada memoria histórica, tomada en serio, a favor del homenaje y el resarcimiento de las víctimas de Franco y sus secuaces, sin por eso tener que comulgar con Garzón o meterse en su gallinero.

Cuestión distinta es la de cómo se quiera juzgar las decisiones del Tribunal Supremo en estos casos de Garzón. Para empezar, las opiniones de fondo habrá que hacerlas después de leer las sentencias y con buenos argumentos de derecho. Caben estupendos debates en ese plan, y a ver cuándo se organiza alguno. O, si vale en esta ocasión reemplazar las fundamentaciones jurídicas por juicios de intenciones o por caza de brujas, habrá de valer del mismo modo en todo caso y llámese el acusado como se llame, Baltasar o Perico de los Palotes. Cuando un caso está radicalmente politizado y cuando andan todo tipo de pescadores buscando su ganancia en el río así revuelto, la situación de los tribunales es trágica y, decidan lo que decidan, les van a caer chuzos de punta: de un lado, de otro o de los dos. Normalmente, que les caigan de los dos es buena señal, el mejor indicio de ecuanimidad judicial.

Por otro lado, si el dolo no se puede presumir, ni en Garzón ni en el más indefenso de los acusados, tampoco tenemos por qué darlo por sentado en los magistrados del Supremo. ¿O es que por definición ellos sí prevarican cuando juzgan de las acusaciones de prevaricación de Garzón? Y, si es así, ¿prevarican cuando absuelven, cuando condenan, cuando declaran prescrito el delito o siempre y en todo caso, de tan malísimos como son?

A mi parecer, una cosa es cierta, ya haya resultado así por azar o como fruto de la más perversa maquinación: una vez que Garzón ya está fuera de la carrera judicial por obra de la anterior sentencia –y a expensas de lo que pueda ocurrir con el recurso ante el Tribunal Constitucional-, decir ahora que en este caso no delinquió, no prevaricó, pero que jurídicamente andaba a uvas, es refinadísima crueldad. Yo, en su lugar, habría preferido una nueva condena antes que ese sutil descojonarse cuando me ven salir con mi Marcelina bajo el brazo.

26 febrero, 2012

Vargas Llosa sobre el tiranuelo ecuatoriano y su odio a las libertades

No se lo pierdan, sale hoy en El País.
Se trata del caso El Universo. Toda la información pueden verla aquí.
Se me hace raro que los defensores de los derechos humanos no estemos manifestándonos por este asunto y poniendo el grito en el cielo. A mí me parece bastante más grave que, por ejemplo, lo de Garzón, la verdad. Pero veo más feroces ataques al Tribunal Supremo español que a los jueces ecuatorianos que acaban con la libertad de expresión como viles lacayos de su histriónico amo.
Son paradojas de nuestro tiempo. Asco de tiempo, por cierto.

25 febrero, 2012

Poemilla sabatino

Hay mañanas que son

de palabras remisas,

reticentes, esquivas,

adormecidas.

¿Decir? Callar.

Asoman unas piernas

entre las sábanas,

llega olor a café

por los balcones,

motores

en las calles.

Los periódicos cansan,

letanías.

Escribir sería alivio,

un poema cualquiera,

una declaración de amor,

no sé,

la lista de la compra,

mismamente.

Mas el verbo dormita,

la luz no lo seduce.

Cuelga una mano cerca

de la alfonbra.

La mañana se estira,

somnolienta

y no sé

si esto es dicha

o si me pesa

el silencio.

O porque es sábado.

23 febrero, 2012

Carnaval universitario

(Publicado hoy en El Mundo de León)

Aunque Unileón está en campaña para elecciones a Rector, yo no estoy en esa campaña y no me muevo ni a favor ni en contra de nadie. Votaré lo que mejor me parezca, y listo. También aclaro que hace tiempo que tengo una muy cordial relación con el Rector actual y que aprecio mucho a unas cuantas personas de su equipo de gobierno, amigos y colegas muy respetables. Pero en la Universidad el debate vale por sí y por amor a la verdad y las ideas, gobierne quien gobierne, y si algo se ha de denunciar no debemos andarnos con mezquinos cálculos ni con pamplinas, pues se nos supone personas hechas y derechas y no marionetas sin seso o maquiavélicos trepas. ¿O es mucho suponer?

En honor de todo lo anterior, conviene hacer constar que, sea Rector quien sea, amigo o no y guapo o feo, el artículo 80.1.b del Estatuto de nuestra Universidad establece que es competencia del Rector la de “Velar por el cumplimiento de la legalidad en todas las actuaciones de la Universidad”. A más alto cargo, mayor responsabilidad, como es lógico y natural. La táctica del “balones fuera” dejémosla para los equipos futbolísticos con mala técnica o escaso arte. Si otros actuaron mal, gobernemos bien nosotros.

Hoy quiero mencionar, a estos propósitos, una cuestión quizá menor, pero que tiene su aquel. Escribo en martes de carnaval y esta mañana he impartido mi docencia. A mediodía me encuentro con un amigo y su hijo, que me cuentan que este día no era lectivo en la Universidad y que mira qué bien vivimos. Les replico que de eso nada, y me explican que en la Facultad del chaval sus profesores habían dicho que no había clases y que se tomaran puente. Monto en cólera para mis adentros. ¿Saben por qué? Porque si la docencia es voluntaria y cada uno la da cuando quiere y la interrumpe cuando le apetece, no sé qué hacemos algunos tontainas intentando cumplir con las reglas y la decencia. Con lo bien que se puede vivir echándole un poco de cara.

Dirán algunos que estoy tirando piedras a mi tejado y al de los profesores todos. No se dan cuenta de que ya no están los tiempos para frivolidades y disimulos, de que los honestos no tienen por qué amparar a los caraduras y de que la ley del silencio solo protege a los más mangantes.