20 noviembre, 2017

La nueva censura

(Publicado en El Día de León)



                Hace unos cuantos días y en plena vorágine de noticias sorprendentes sobre Cataluña, escribí en Twitter lo siguiente: “Cien catedráticos de Derecho firman un manifiesto haciendo constar que ellos ya sabían que Forcadell iba de broma y que con el 155 se ponía como loca de contenta y le venían como calores”. Al poco rato, apareció el siguiente comentario a mi tweet: “A ver si vamos a pasar de inteligente e incisivo a machista sencillo. Micromachismos no, gracias”. Confieso que me tiré un buen rato dándole vueltas y pensando cuál era el preciso detalle que me había convertido en un machista sencillo por andar cultivando micromachismos.
                Tengo varios procedimientos para este tipo de análisis, pero supongo que ninguno será fiable. Comienzo por imaginar que es un varón el aludido en mi frase y me pregunto dónde estaría el reproche si hubiera yo escrito que Fulano se pone como loco de contento y le suben unos calores. Honestamente creo que no habría pecado en mi párrafo, aunque el significado y lo que de pícaro pueda contener para algún lector algo obseso no variaría gran cosa. Concluyo que, según la atenta autora de la llamada al orden, lo que no está bien es que me refiera yo a ninguna mujer con un leve tono de broma, aunque sea tan suave como el que nos ocupa. De un hombre sí puedo soltar cualquier lindeza y nadie me va a llamar la atención.
                Me planteo luego si no será que de una dama como la señora Forcadell no debo decir ni chanzas ni frase que no sea bien simple y exenta de todo posible doble sentido. Me imagino pues, escribiendo que la señora Forcadell es guapa o es fea. Pero me temo que entonces me caerá un porrazo porque el censor o censora de turno se imaginará que la califico así por ser mujer y que jamás de un hombre se me ocurriría. Lo cual es falso de toda falsedad, pero ya me tienen acoquinado de nuevo y reprimiéndome mucho para no ganar la condena de los guardianes del templo. Póngale usted que un día opino que una mujer ha obrado deshonestamente, pero que no se me ocurra escribir que no la tengo por mujer honesta, pues me lloverán guantazos de los que opinan que estoy insinuando mucho más de lo que digo.
                Entiendo a la perfección que el lenguaje no es inocente y que toda la carga enorme de discriminación y represión que han padecido las mujeres en nuestras sociedades ha tenido su reflejo y su refuerzo en las maneras de hablar y en muchas fórmulas y giros de nuestras lenguas. Comprendo que está bien que tratemos de limitar algunas expresiones de vieja data que resultan hirientes para cualquiera que hoy tenga una mínima sensibilidad y no sea nostálgico de los oprobios de antaño o cómplice de abusos de hoy. Pero todo tiene su límite. Y cuando el límite se rebasa, la represión reaparece bajo nueva máscara, pero con similar eficacia. La igualdad, como ausencia de discriminación por motivos tales como el sexo o género, es una de las más nobles metas que en nuestro tiempo podemos y debemos proponernos, pero que uno no pueda ni hilar dos frases en público con algo de naturalidad y sin pararse a cada palabra a pensar si no estará dañando los sentimientos de este colectivo o aquel grupo resulta perjudicial y absurdo y, a la postre, se acaba por reproducir un sistema de ataduras, censuras y desigualdades bien parecido al que tratábamos de dejar atrás.
                Cuando uno era jovenzuelo, no sólo se castigaba jurídicamente la blasfemia, sino que en colegios y hasta en la calle te caía una colleja si simplemente decías algo que sonara irrespetuoso para con la religión oficial y hasta para el poder civil. El que se tomaba dos copas y alzaba la voz en la romería podría terminar en el cuartelillo y llevándose unos sopapos. Ahora no, ahora somos todos maravillosamente libres, gritamos para que el poder estatal nos permita hacer lo que nos venga en gana y hasta nos subvencione los caprichos, y la autoridad eclesiástica se ha retirado a los conventos y los seminarios y poca guerra nos da a los ciudadanos. Hace mucho que nadie me amenaza con las penas del infierno, que puedo ir sin corbata o en playeras hasta al evento más pomposo y que nadie se mete con mis gustos e inclinaciones. Pero cuando quiero contar un chiste, tengo que repasar la lista de temas censurados y de expresiones prohibidas y llego siempre a la conclusión de que mi pretendida gracia no puede versar más que sobre varones cincuentones, heterosexuales, no catalanes y a ser posible carnívoros.
                Mientras así me reprimo, veo día sí y día también cómo la injusticia social aumenta, cómo la pobreza crece, cómo nacen a cada momento niños que no van a tener oportunidad de vivir una vida digna, cómo en las instituciones se multiplica la corrupción y en la vida privada de la gente cunde el desánimo, pero nuestros censores, que se sienten luchadores de las causas más justas, apenas miran más que el lenguaje y sienten que hacen algo muy relevante a base de tachar frases y vetar términos que ni se profieren con intención malsana ni, bien mirado, tienen ningún verdadero contenido discriminatorio.
                Todo espacio que en la sociedad dejan libres unas normas lo ocupan otras, todo campo que abandonan unos dogmas se lo apropian dogmas nuevos. Costó domesticar a las viejas religiones, y cuando parecía que ya nos dejaban en paz, surgieron estos nuevos credos que nos quieren atar con parecida saña; cuando pensábamos que el Derecho de hoy nos garantizaba derechos en vez de atosigarnos con oscuras obligaciones, llegaron los nuevos inquisidores a aplicarnos etiquetas y vetos y a ponernos de vuelta y media si no nos resignamos a vivir y obrar como ellos nos manden. Las causas más nobles acaban en el descrédito por culpa de los que se creen tan innovadores y son en verdad más rancios que nuestros tatarabuelos… y tatarabuelas. Porque confunden la velocidad con el tocino y el culo con las témporas; perdón, quise decir el pompis.

04 noviembre, 2017

Contra la izquierda pija



(Publicado hoy en El Día de León)
                Lo que acaba de pasar en Cataluña nos permite captar mejor ciertos rasgos muy peculiares de la política española de las últimas décadas. Me refiero a cómo la izquierda ha sido colonizada por la burguesía más ociosa y elitista y a cómo lo que de rigor y duro realismo hay en la mejor y más necesaria política se ha visto desplazado por planteamientos que se mueven a medio camino entre lo frívolo y lo cursi, que navegan por cauces de lo que podríamos también describir como una sentimentalidad ñoña o una emotividad declamatoria.
                Los que peinamos alguna cana, o muchas, estábamos acostumbrados a identificar la izquierda con los trabajadores, con la más recia ciudadanía, con quienes probablemente tenían las manos encallecidas, debían madrugar día tras día, soportaban a algún jefe o capataz autoritario y gritón y habían de hacer muchas cuentas para que la familia llegara a fin de mes sin rozar el hambre. Nos decían izquierda y pensábamos en obreros de la construcción o la metalurgia, asalariados del campo, mineros de antaño, empleadas humildes de las fábricas… De eso ya no queda apenas nada, y no solo porque muchos de los que siguen desempeñando los trabajos más duros o peor pagados se desentiendan de la política o voten a los partidos más conservadores, sino, ante todo, porque buena parte de lo que hoy se hace pasar por izquierda se ha convertido en coto de la llamada gente bien, cortijo de bon vivants, patrimonio simbólico de los que a sí mismos se tienen por más exquisitos y poco se rozan con los menesterosos.
                Si uno quiere toparse ahora con los que tanto se definen como izquierdistas, no ha de buscarlos en los bares de los barrios o en las calles más humildes del extrarradio urbano, sino en las presentaciones del nuevo libro de algún poeta local, en la inauguración de una exposición en la galería de moda o en el concierto de alguna banda crossover que toque en un local con decoración minimalista y donde el último obrero entró cuando se cambió la escayola de los techos. El izquierdista de hoy ya no sabe de herramientas, pero entiende un montón de vinos, probablemente no ha tomado nunca una azada en su mano, pero planea empezar a producir cerveza artesana con unos amigos o quiere montar una pequeña editorial para obras selectas con tiradas de lujo y muy limitadas.
                La izquierda que cultural y mediáticamente domina en este tiempo no es aguerrida, sino emotiva, no es de palabra fuerte, sino de corrección política, no se inquieta tanto con las injusticias cercanas como con las iniquidades lejanas, que, al fin y al cabo, nos comprometen menos en el día a día. Este izquierdista aburguesado y postizo habla poco o nada con proletarios y humildes, pues raramente se los tropieza en sus rutas y locales, pero es muy cercano en el trato con los animales y se sabe de memoria el nombre y las circunstancias vitales de cada cuidado perro de sus amigos. Es más, imbuido de su humanismo new age, se está planteando votar a algún partido animalista, ahora que ya no encuentra gran estímulo para la lucha diaria en pro de la justicia social entre humanos, y en particular para los humanos de ese suburbio que empieza tres calles más abajo. Es un progresista más de manifiestos que de acciones, más de concierto solidario que de arrimar el hombro, más de apelaciones poéticas que de labores con coste.
                De las revoluciones sociales, gusta de las más distantes en el espacio o el tiempo, y las empresas políticas colectivas las prefiere abstractas. Por eso, mientras paladea un buen Ribera, nuestro personaje es capaz de decirse emocionado con las repúblicas bolivarianas o manifiesta que nunca dejará de vibrar con la épica de Castro y el Che, aun cuando a Sierra Maestra él jamás de los jamases iría sin calzado de marca, Omeprazol y la mejor cámara del último i-phone. Y también por eso encuentra sentido y exaltación en proyectos como los del nacionalismo independentista, aun cuando en el fondo se trate de movimientos que tienen su raíz en lo más retrógrado del romanticismo político, en la insolidaridad entre los individuos y los pueblos y en aquel rancio carlismo enemigo del progreso y de las libertades modernas. Pero todo eso a nuestro burguesito de barroca figura le da igual, porque, en el fondo, a él no le importan tanto los hechos como las representaciones y le interesa más distinguirse frente a los que tiene por chusma que liberar a ningún grupo oprimido.
                Hasta que llega el choque con la dura realidad. Lo hemos visto estos días en Cataluña. Esos progres de pega, esquemáticos y ociosos, estragados de bienestar y tiempo libre, soñaban que se podía hacer una revolución o dar un golpe de Estado nada más que con sonrisas y eslóganes, con gestos y cantares. Tenían enfrente al Estado, legítimo por más señas, y creían que un Estado es como un papá consentidor, como el progenitor gruñón que a la postre con todo transige. Desconocían que lo que define al Estado es el monopolio de la coacción, legítima cuando es legítimo el Estado y la usa en su justa medida, y se espantaron a las primeras de cambio, en cuanto olieron riesgo físico o jurídico. Cuando tomaron conciencia de que el Estado no se achicaba ante sus poéticas ensoñaciones, escaparon como alma que lleva el diablo y desconsolados porque nadie los entiende, jolín, y qué prosaico es el mundo adulto. Creyeron que iban a un happening emocionante, a una divertida performance, y se equivocaban.
                Urge que recuperemos la izquierda, la seriedad, el rigor, la justicia social, la solidaridad auténtica. El verdadero enemigo de los más débiles y de los más necesitados es, precisamente, ese impostor estéril que copa la izquierda y la sabotea, mientras vanamente se cree el más justo de los mortales y se da la más regalada de las vidas, muchas veces a costa del Estado mismo del que abomina y de la gente del montón a la que desprecia.