Hace
unos cuantos días y en plena vorágine de noticias sorprendentes sobre Cataluña,
escribí en Twitter lo siguiente: “Cien catedráticos de Derecho firman un
manifiesto haciendo constar que ellos ya sabían que Forcadell iba de broma y
que con el 155 se ponía como loca de contenta y le venían como calores”. Al
poco rato, apareció el siguiente comentario a mi tweet: “A ver si vamos a pasar
de inteligente e incisivo a machista sencillo. Micromachismos no, gracias”.
Confieso que me tiré un buen rato dándole vueltas y pensando cuál era el
preciso detalle que me había convertido en un machista sencillo por andar
cultivando micromachismos.
Tengo
varios procedimientos para este tipo de análisis, pero supongo que ninguno será
fiable. Comienzo por imaginar que es un varón el aludido en mi frase y me
pregunto dónde estaría el reproche si hubiera yo escrito que Fulano se pone
como loco de contento y le suben unos calores. Honestamente creo que no habría
pecado en mi párrafo, aunque el significado y lo que de pícaro pueda contener
para algún lector algo obseso no variaría gran cosa. Concluyo que, según la
atenta autora de la llamada al orden, lo que no está bien es que me refiera yo
a ninguna mujer con un leve tono de broma, aunque sea tan suave como el que nos
ocupa. De un hombre sí puedo soltar cualquier lindeza y nadie me va a llamar la
atención.
Me
planteo luego si no será que de una dama como la señora Forcadell no debo decir
ni chanzas ni frase que no sea bien simple y exenta de todo posible doble
sentido. Me imagino pues, escribiendo que la señora Forcadell es guapa o es
fea. Pero me temo que entonces me caerá un porrazo porque el censor o censora
de turno se imaginará que la califico así por ser mujer y que jamás de un
hombre se me ocurriría. Lo cual es falso de toda falsedad, pero ya me tienen
acoquinado de nuevo y reprimiéndome mucho para no ganar la condena de los
guardianes del templo. Póngale usted que un día opino que una mujer ha obrado
deshonestamente, pero que no se me ocurra escribir que no la tengo por mujer
honesta, pues me lloverán guantazos de los que opinan que estoy insinuando
mucho más de lo que digo.
Entiendo
a la perfección que el lenguaje no es inocente y que toda la carga enorme de
discriminación y represión que han padecido las mujeres en nuestras sociedades
ha tenido su reflejo y su refuerzo en las maneras de hablar y en muchas fórmulas
y giros de nuestras lenguas. Comprendo que está bien que tratemos de limitar
algunas expresiones de vieja data que resultan hirientes para cualquiera que
hoy tenga una mínima sensibilidad y no sea nostálgico de los oprobios de antaño
o cómplice de abusos de hoy. Pero todo tiene su límite. Y cuando el límite se
rebasa, la represión reaparece bajo nueva máscara, pero con similar eficacia.
La igualdad, como ausencia de discriminación por motivos tales como el sexo o
género, es una de las más nobles metas que en nuestro tiempo podemos y debemos
proponernos, pero que uno no pueda ni hilar dos frases en público con algo de
naturalidad y sin pararse a cada palabra a pensar si no estará dañando los
sentimientos de este colectivo o aquel grupo resulta perjudicial y absurdo y, a
la postre, se acaba por reproducir un sistema de ataduras, censuras y
desigualdades bien parecido al que tratábamos de dejar atrás.
Cuando
uno era jovenzuelo, no sólo se castigaba jurídicamente la blasfemia, sino que
en colegios y hasta en la calle te caía una colleja si simplemente decías algo
que sonara irrespetuoso para con la religión oficial y hasta para el poder
civil. El que se tomaba dos copas y alzaba la voz en la romería podría terminar
en el cuartelillo y llevándose unos sopapos. Ahora no, ahora somos todos
maravillosamente libres, gritamos para que el poder estatal nos permita hacer
lo que nos venga en gana y hasta nos subvencione los caprichos, y la autoridad
eclesiástica se ha retirado a los conventos y los seminarios y poca guerra nos
da a los ciudadanos. Hace mucho que nadie me amenaza con las penas del infierno,
que puedo ir sin corbata o en playeras hasta al evento más pomposo y que nadie
se mete con mis gustos e inclinaciones. Pero cuando quiero contar un chiste,
tengo que repasar la lista de temas censurados y de expresiones prohibidas y
llego siempre a la conclusión de que mi pretendida gracia no puede versar más
que sobre varones cincuentones, heterosexuales, no catalanes y a ser posible
carnívoros.
Mientras
así me reprimo, veo día sí y día también cómo la injusticia social aumenta,
cómo la pobreza crece, cómo nacen a cada momento niños que no van a tener
oportunidad de vivir una vida digna, cómo en las instituciones se multiplica la
corrupción y en la vida privada de la gente cunde el desánimo, pero nuestros
censores, que se sienten luchadores de las causas más justas, apenas miran más
que el lenguaje y sienten que hacen algo muy relevante a base de tachar frases
y vetar términos que ni se profieren con intención malsana ni, bien mirado,
tienen ningún verdadero contenido discriminatorio.
Todo
espacio que en la sociedad dejan libres unas normas lo ocupan otras, todo campo
que abandonan unos dogmas se lo apropian dogmas nuevos. Costó domesticar a las
viejas religiones, y cuando parecía que ya nos dejaban en paz, surgieron estos
nuevos credos que nos quieren atar con parecida saña; cuando pensábamos que el
Derecho de hoy nos garantizaba derechos en vez de atosigarnos con oscuras
obligaciones, llegaron los nuevos inquisidores a aplicarnos etiquetas y vetos y
a ponernos de vuelta y media si no nos resignamos a vivir y obrar como ellos
nos manden. Las causas más nobles acaban en el descrédito por culpa de los que
se creen tan innovadores y son en verdad más rancios que nuestros tatarabuelos…
y tatarabuelas. Porque confunden la velocidad con el tocino y el culo con las
témporas; perdón, quise decir el pompis.