29 noviembre, 2005

Burriprofes

Aterrizaje en la Facultad. Brusco. Esperaban los papeles. Nos devora la burocracia. La consigna es clara, prohibido leer, o hágalo usted en su casa. Aquí estamos para hacer papeles, ¿o qué se creía usted, so listillo? Es la regla de hierro de la famosa institución de educación superior: cuanto más alto subes en el escalafón docente e investigador, más papeles, no vaya usted a dedicarse a preparar las clases en serio, o a escribir un libro, cómo se le ocurre. Igualación por abajo. Ante el impreso por rellenar, todos los mortales somos iguales, igual de idiotas.
Menos mal que la cosa se adereza con anécdotas que enseñan que la cosa no es que esté mal, no; está peor. Toca recopilar curricula de colegas (reservemos lo de compañero para ocasiones más nobles). Llega el momento sublime, casi rutina. Un profesor con tanta edad como lagunas entrega su curriculum resumido. Aclaremos para empezar que a los profesores que acreditan cierta investigación a lo largo de seis años se les otorga un pequeño complemento que coloquialmente llamamos sexenio. Pues este buen hombre y ejemplar padre de familia alega lo siguiente por escrito: "un sesenio de investigación". Así, con ese de seso. Será que tiene rica actividad sesual. Y que nadie le levante la voz, que se duele de su disnidá profesional.
Otros/as lo tienen aún más claro. Hacemos proyectos de nuevas enseñanzas. Al buscar profesorado al efecto, algunos/as de los más ocupados/as en sus cosos/as, responden así ante la petición de que enseñen algunas horitas más de las pocas que tienen.: ¿es obligatorióoo? Fundamentan bien su negativa: es que estoy harto/a de que me exploten. Y salen corriendo para Carrefour, hija, que se me acabaron los pañales/as.
Viene nueva ley de reforma universitaria. Debería titularse de defolma universitaria. Así, gangoso y todo. La única reforma seria comenzaría por un examen de ortografía. Y el que haga más de dos faltas por párrafo, para casa. A hacer lo de siempre, pero sin estafarnos con su sueldo.
¿Hago mal por decirlo? En este país todo el mundo es igual por decreto y se considera de mal gusto recordarle su condición borriquil al zoquete de al lado. Soy un mal compañero. Pues vale.

27 noviembre, 2005

Adeus, Recife


Ayer terminó el congreso. Estimulante. Luego almuerzo colectivo, pero ya con poca gente, en una hacienda de las afueras. Muy gracioso ver a muchos nativos con el transistor en la oreja, pues dos equipos de fútbol locales se jugaban el ascenso a la máxima división. Sólo lo consiguió el Santa Cruz, con lo que hubo reparto de sonrisas y lágrimas entre los concurrentes.
Esta mañana paseo por la playa de Recife y hago fotos. Es la playa urbana más larga de Brasil, creo que ya lo había dicho. Escenas familiares y ausencia total de garotas convalidables con las de Ipanema. Venderores de todo y un calor mortal. El contraste con el gélido León pondrá a prueba las entretelas del cuerpo.
La gente no se baña muy adentro, pues hay tiburones. Al parecer, un puerto recientemente construido ha hecho cambiar las corrientes y ahora esta playa está en la ruta de los tiburones. Igual compensa convocar Junta de Facultad en Recife, en la playa, viaje y estancia incluidos, en lo que dure la estancia...
Esta noche a tomar el vuelo de regreso, vía Lisboa. La venida fueron veintidós horas. El regreso durará algo menos, si los hados de la aviación andan propicios.
Nos reencontraremos dentro de un par de días por estos pagos cibernéticos.
Salud.

25 noviembre, 2005

Maneras de vivir

Las ciudades latinoamericanas se parecen muy poco a las europeas en general, y muy especialmente a las españolas. Nosotros estamos acostumbrados a vivir en la calle y por eso nos gusta tanto que las calles estén cuidadas, limpias, adornadas, con buenas aceras y los adoquines bien puestos. Es parte esencial de nuestro modo de vivir asumimos con la naturalidad con que se toma lo evidente el pasear por la calle, el callejear. El paseo es la imagen por antonomasia de nuestra vida, que es vida eminentemente ciudadana. Individuos solos, familias, grupos de amigos, muchachos y pensionistas, todos demorándose en las plazas, parándose en los escaparates, deteniéndose cada tanto a hablar un buen rato con el vecino que se cruza o el amigo que se encuentra.
Nada que ver con lo que ocurre en Latinoamérica, en cuyas ciudades la calle sólo existe para los pobres, los marginados y marginales, los que no tienen otro lugar para estar, o no tienen otro lugar mejor que esas calles que son malas calles. Todos los demás los evitan a ellos y para evitarlos procuran no pisar las calles. Las transitan únicamente en coche y a toda prisa.
Escribo esto recién llegado de un corto paseo, solo, por un par de avenidas principales del Recife viejo. Tengo por norma hacerlo así siempre en estas ocasiones, pese a que los amigos nativos me lo desaconsejan vehementemente y, al ver que no me convencen, insisten en llevarme y acompañarme en coche, para mantenerme a buen recaudo de las masas desconocidas. Pero para la mentalidad de un europeo eso equivale a no conocer la ciudad, a no haber estado realmente en ella. Y para la mentalidad de un aldeano de Asturias, significa acojomplejarse (esta palabra la acabo de inventar, tal mente como si estuviera poseído por Gil y Gil -q.e.p.d.- o Jesulín) ante el peligro de los pobres resulta algo aún peor que la pura cobardía, es cobardía mezquina.
Pero no se crean, el paseo fue cortito, una hora. El mínimo imprescindible para ver tanta gente humilde parada en las esquinas, vendedores y vendedoras de todo, tiendas ruinosas, negocios decrépitos, gente semidesnuda que pasa largos ratos en los balcones, con la mirada lejana y como meditando por qué no tienen nada que hacer, por qué no hay nada que hacer con su destino. Huele a fritanga en cada cruce, el aire lleva especias, hay aroma mejor que el de cualquier restaurante caro en estas rutas de la pobreza donde la pituitaria invita al placer que el ojo niega. Y el calor, un calor intenso y húmedo que hace del sudor la sustancia primigenia de los cuerpos.
Mas retornemos al tema poco a poco. Anoche estuve en casa de un colega de aquí, tomando unas copas junto con otros compañeros de congreso. No exagero ni tanto así al afirmar que es la segunda casa más hermosa e impresionante que he pisado en mi vida. Uno cruza la entrada y se ve en un salón inmenso, magníficamente amueblado y con esa sobriedad en el adorno que es indicio de elegancia natural de los moradores. Toda una pared de ese salón es un gran ventanal que deja paso a una terraza larguísima, desde la que se divisa toda la noche de Recife, pues es un decimosexto piso. Hice ahí la foto de al lado. Ya estaba impresionado de sobra cuando el anfitrión nos invitó a subir, copa en mano, a la azotea. Indescriptible. Con una piscina para él solo, sitio para tumbonas y mesas en las que sentarse a contemplar la ciudad entera y a exterminar las botellas de güisqui, mientras la conversación se retuerce sobre si es más emancipatorias la filosofía de Habermas o la de Rorty, o sobre qué doctrina constitucional resulta más apta para que pueden realizarse mejor los derechos sociales. Manda güevos.
Y conste que es buena gente, no me cabe duda, tanto el anfitrión como el resto de la compañía. Sólo que participan con naturalidad e inadvertencia de un modo de vida que tiene siglos y que marca una frontera infranqueable entre las clases sociales. Los que viven bien saben de los pobres por los libros y por lo que se ve desde el balcón o desde el coche. La frontera es en primer lugar frontera entre la calle y el inmueble. Como he visto tantas veces en tantos lugares a este lado, acceder al edificio es cosa muy parecida a lo que era antes del 89 pasar desde el Oeste a la Alemania comunista, guardias, barretas, empalizadas, controles, registros a veces, perros. A un lado del mojón fronterizo el pueblo; al otro, los ricos, que son la nación soberana. No se usan pasaportes para atravesar de una parte a otra, porque no se pasa. Los humildes tienen prohibido acceder al territorio de los solventes, salvo con el visado de personal de servicio, en traje de chofer o de lavandera. Los ricos no cruzan a la otra parte nunca, sencillamente porque no les apetece, igual que evita la selva peligrosa el urbanita metropolitano que no tiene el cuerpo para aventuras ni el alma para sobresaltos.
De modo que la calle es la selva, y la ley de la selva será, por lógica, la que la gobierne. Poco habrá de extrañar que esos que la habitan miren raro al que pasea con aire aburguesado o despiste de turista ocioso. Tampoco puede chocar que, si tienen oportunidad, se desquiten, ya sea por las buenas, pidiendo unas monedas, o por las malas y con auxilio de algún pincho. Todo territorio autónomo tienen sus impuestos, y éstos no son más que el cano por uso de lo que es de los pobres, de la calle. Proteccionismo, al fin y al cabo; no son tan distintos de las naciones ricas. Si una de estas personas de la calle quiere viajar a Europa, nuestra policía de fronteras le exige que acredite ingresos suficientes, y si no los tiene o no los muestra no le dejan entrar. En las calles de aquí también quieres comprobar cómo anda uno de pasta y ponerle unas tasas.
¿Adónde van los burgueses de estos países cuando salen de casa? Sencillo, de casa de unos a la de otros o al club social. ¿Y no pasean nunca? Sí, en los centros comerciales. En estas capitales los grandes centros comerciales, perfectamente guarnecidos, son el sucedáneo de las calles y las plazas, el nuevo ágora donde la flor de la sociedad se contempla a sí misma en un ir y venir que sirve nada más para verse y ratificarse mutuamente que están juntos y fortificados ante el peligro de los bárbaros (no estaría mal una lectura de la novela de Coetzee, Esperando a los bárbaros, en esta clave). Deberían hacerse asambleas en estos centros y tratar allí de los asuntos de la ciudad, pues es el lugar donde entran y se reúnen los que tienen los derechos, los que quieren y pueden mandar, donde no hay riesgo de que irrumpa o interrumpa el extraterritorial, el ajeno, el alienado, el esclavo, el negro, el famélico, el ladrón.
Se comprende por qué las calles están descuidadas, las fachadas cayéndose, las aceras decrépitas, por qué no hay escaparates con cosas bonitas que se puedan contemplar gratis, terrazas donde tomar café o cerveza contemplando a la gente. Los que pueden pagar esas cosas no usan las calles, los que usan las calles no tienen con qué comprarlas y las toman sin más. A cambio, a los pudientes les preocupa la pobreza como concepto teórico y problema filosófico. Gente con conciencia, qué duda cabe. Con mala conciencia.

Un tipo coherente

Hoy, día 24, he estado de congreso. Bien. Quiero sólo contar algo que me hace gracia y me lleva a por millonésima vez a pensar que los humanos somos unos cachondos.
Comenzaron por la mañana las ponencias. En los asientos adyacentes a la mesa presidencial estábamos los conferenciantes de los días siguientes. Muy destacadamente un conocido profesor y autor de origen argentino y residencia brasileña desde hace décadas. Este buen hombre se durmió ostensiblemente y a la vista de todos en cuanto el primer orador comenzó a hablar. Y así pasó toda la mañana, con la cabeza cayéndose ora adelante ora atrás. Ningún esfuerzo, que se sepa, para evitar las cabezadas. Roncar no roncó, no, se ve que tiene bien desahogados los conductos.
En la sesión de tarde le tocó al dormilón hablar el primero. Compuso una pieza oratoria presuntamente alternativa y rupturista, pero atestada de los lugares comunes más cursis y sensibleros, propios de culebrón jurídico, si tales hubiera. Que si los juristas deben pensar menos en las normas y más en las (¿sus?) partes, que si hay que reemplazar el ánimo sancionador por el sentimiento amoroso, que si hay que cultivar más la sensibilidad en las facultades de Derecho y se deberán dedicar horas del programa a la danza y la expresión corporal. Y así todo. Y acompañado con la desautorización expresa de todos los conferenciantes que antes que él hablaron, tildados de poco menos que cómplices de la tiranía jurídica e impulsores de la rigidez y la castración mental de los ciudadanos.
Terminó su discurso y se quedó un rato con esa beatífica expresión facial que sigue a una buena deposición. Estaba en la mesa central, junto con el resto de los ponentes que a continuación tenían que hablar esta tarde. Y en cuanto comenzó el orador siguiente, cuando apenas había dicho buenas tardes, nuestro hombre se durmió de nuevo, sin pudor ni disimulo, otra vez la cabeza bamboleándose o cayendo sobre la mesa hasta quedar buenos ratos asentada en ella. Él, tan sensible, tan preocupado por la comunicación humana, tan férreo defensor del respeto a los otros.
Despertó cuando estaba disertando un nuevo ponente y tuvo tiempo de hacerle una pregunta, bastante críptica. Cuando el interpelado comenzó a contestarle, volvió a dormirse, sin tiempo para escuchar casi nada.
Un ejemplo. De coherencia, concretamente.

PD.: Menos mal que llevaba mi cámara y pude inmortalizar esos momentos.

24 noviembre, 2005

Hay esperanza, pero lejos.


No dejo de sorprenderme. Y no es que sea yo novato en estas lides. He cruzado el Atlántico alrededor de cuarenta veces para dar clases o conferencias en universidades e instituciones de gran parte de Iberoamérica. Y en esto que me asombra apenas hay diferencias en los países que he tenido la fortuna de recorrer. Acabo de vivirlo de nuevo en Brasil. Es tan fuerte el contraste con lo que ocurre en España que parece irreal lo de aquí.
Con tanto misterio me estoy refiriendo a la actitud de los estudiantes. Y cuando digo estudiantes incluyo no sólo a los de grado, que hacen aún su carrera, sino también a los profesionales (jueces y magistrados, abogados, funcionarios) que se matriculan con voracidad en todo tipo de cursos. Podría contar docenas y docenas de experiencias, y todos los colegas que han estado por aquí regresan repitiendo lo mismo. Pero utilicemos el ejemplo de hoy mismo. Seis horas de clase en un sólo día para un grupo de estudiantes, de grado, maestría y doctorado, todos juntos. Para colmo, muchos no hablan español y yo no hablo portugués. Así que les tocó soportarme en español, aunque procuraba hablar menos rápido de lo habitual. No importa. Aguantan lo que les echen. No se van, no se duermen, no bostezan, no ponen malas caras. Al contrario, andan todos ansiosos por levantar la mano, por preguntar, por participar, por dar su punto de vista. Después de las seis horas aún hacen cola, al acabar, para plantearle dudas al profesor y, para mayor asombro, pedir indicaciones bibliográficas adicionales, con las que profundizar en lo tratado.
Tienen auténtica sed de lectura, ansiedad bibliográfica. Si le ven a uno algún libro que se trajo para leer o refrescar cosas, se abalanzan en masa para pedir por favor, que se les preste, que se les permita al menos fotocopiarlo. En la comida me rodearon y no me dejaron ni enterarme de lo que estaba engullendo, tanto era su afán por solicitar aclaraciones y nuevas explicaciones. Uno de esos estudiantes de maestría, de veintitrés años, acaba de traerme en coche al hotel. Tan enternecedor y fantástico como terrible. Casi me mata, después de todas esas horas, a base de explicarme cuánto había leído él de Habermas y cómo lo interpreta. ¡Veintitrés años! A esa edad la inmensa mayoría de los estudiantes españoles (y que me disculpe la escueta minoría) no lee ni el periódico. Si acaso, un vistazo por encima al Marca, pues conviene estar al día de si a Ronaldo le ha salido un forúnculo o a Etoo una fístula. Más para qué.
En mi área en la Universidad hay seis mil libros de mi disciplina, de lo que yo explico a mis alumnos. Llevo diez años en esa Universidad. Ni uno ha caído por allí ni una sola vez para pedir un libro, ni siquiera para ojearlo. Antes les invitaba a hacerlo. Ahora me corto. Es difícil soportar esa mirada entre irónica y escéptica cuando se les dice que por qué no leen algo al margen del examen y que no cuente para notas ni historias. Con lo que tienen que hacer, por dios, cómo se te ocurre. Leer. Bastante tenemos con estar al tanto de la Campions.
Más allá de los juicios particulares sobre personas y situaciones concretas, parece bastante claro que el juicio de la historia va a ser implacable con nosotros. Nos van a devorar, nos van a superar, nos van a desbordar. Es justo y necesario. Si queremos renovación, inventiva, inquietud y progreso no nos quedará más remedio que abrir las fronteras y dejar que entren éstos de aquí. Eso o la decadencia más aplastante.
Algún estudiante me replicará que soy un prejuicioso o que les tengo manía. Mis estudiantes saben que no, que todo lo más soy algo visceral, pero que nada tengo personal contra ninguno. Pero digo yo que la compasión es un sentimiento que tiene algo de noble. Y siento compasión por ellos y la pobre vida que les espera, y eso aunque una minoría se hagan ricos a base de pelotazos o de las rentas heredadas. Pero no hablamos de dinero, hablamos de vida, de inquietud, de capacidad de disfrute, de espíritu de aventura, de esas cosas que se aprenden en los libros y se viven, que se viven y se recrean en los libros. De esas cosas que se pierden para siempre cuando el culo ha tomado la forma y la textura del sofá y uno sólo se interesa por las gilipolleces de Salsa Rosa y similares. Y siento compasión de mi, entregado a la más inútil de las profesiones que hoy existen.
Pues eso, que el estudiante anónimo que me va a poner verde por contar esto procure no hacer muchas faltas de ortografía. Y no va por ti, anónimo oficial de este blog, pues aunque uno discrepe radicalmente de muchas de tus cosas, tienes a tu favor el haber sido el único estudiante que en los últimos años ha hecho algo más que vegetar en esa Facultad de nuestros pecados.
Y otro día hablamos de los profesores, por supuesto que sí. No será mucho más halagüeño el diagnóstico. Pero, entretanto, evitemos la falacia de tu quoque o "y tú qué", que consiste en justificar lo que uno hace mal con el argumento de que igual de mal están las cosas que hacen otros. Esa sociedad de excusas mutuas entre profesores y estudiantes es un engaño que no debemos tolerar más. Que cada palo aguante su vela. Y leña por doquier.

Un poco de cuento (breve)

ALBACEA.
Úrculo Combarro.
Le fue enviando cada cuento que escribía, cada poema también. Iba calculando cuánto supondrían en páginas de imprenta. Ella le respondía con cartas que se desmelenaban en la loa de su estilo y el halago de su ardiente imaginación. Luego, en la media docena de ocasiones en que cada año se citaban para una tarde de motel a mitad de camino, ninguno hablaba de la escritura. Mas al poco él recibía una nueva misiva en la que le reiteraba ella que no debería ser tan tonto o tan timorato y que ya iba teniendo obra suficiente y de entidad más que sobrada para abordar con ambición a los editores.
Este último cuento le costó dos semanas, pero acabó satisfecho. Lo metió en un sobre y se lo envió junto con una cuartilla manuscrita en la que sólo le decía que consideraba su obra completa y la dejaba para siempre en sus manos, fiando a su decisión el someterla o no al juicio de la posteridad. Después se pegó un tiro, feliz y tranquilo.
Ella recibió la noticia del suicidio a los cinco días. El día anterior su marido la encontró leyendo aquel último envío y se rieron juntos. Ella después lo metió en el cajón de los papeles, como otras veces.

21 noviembre, 2005

Obrigado. Hablamos desde Brasil.

Noche de preparar maletas. Mañana vuelo a Recife, vía Lisboa. Clases, ponencias, congresos. Poco tiempo y alguna esperanza de echar un ojo a las playas cercanas.
Me llevo pegado el blog e incorporados los cachivaches de que hablaba el post de ayer. Lo que significa que seguiré aquí si queda algún minuto libre y las conexiones me son propicias.
Veremos si hay manera de colgar unas fotos guapas, al menos.
Salud.

El cuento de Avelino

ALGO EN QUE CREER
Avelino Fierro

La duda le asaltó entre Prim y Piamonte. Había bajado a por los periódicos, iba ojeándolos y se iba a meter en el Rocafría a tomar café. M. se había quedado dormitando; el viernes, como buenos provincianos, habían pateado mucho y estaba cansada: además, le había cogido el tranquillo a despertarse, recordar el sueño y enroscarse de nuevo; cada vez tenía eso más perfeccionado. Él, en cambio, ni soñaba y, si se despertaba, de nada le valía contar ovejas ni padrenuestros. Lo normal era despertarse antes de las siete, ver la raya lívida y dudosa de la madrugada, oír –siempre puntual- los pasos y la meada de la vecina de arriba y ponerse a leer, resignado desde hace cuatro o cinco años a que ese fuera el comenzar de sus días.
Habían bajado el jueves, ya tarde, a Madrid. En el coche de línea iba una abogada amiga y el poeta local, en zapatillas de paño, que a la mañana siguiente, cuando lo vieran en la tele recogiendo el premio volvería a decir lo de que él era un escritor de provincias.
Cogieron (o tomaron, en panhispánico) un taxi y fueron a casa de J. a recoger las llaves del piso de Barquillo, donde pasarían el fin de semana. Descargaron los chorizos y la cecina y se pusieron al ritual de olerlos y encetarlos. Apartaron el enorme ramo de lilium que cargaba con su aroma dulzón el ambiente y a M. le ponía la pituitaria al rojo vivo. Se dieron saludos y noticias de los que seguían en el pueblo y de los exiliados en el foro. Al menos, nadie se había muerto ni separado en los dos últimos meses. Un otoño tranquilo. Se retiraron pronto.
El viernes fue agotador. Había que hacer acopio para el invierno. Cogieron el metro hasta Lago para ir a “Estampa”. Allí, la mitad de las azafatas eran ya sudamericanas. Esto del mestizaje no está mal –pensó él- cuando aquella caféconlechemiamol de pulpa de papaya y voz melosa se disculpaba por no haber cortado la invitación justo por la rayita de puntos. Luego, pasaron más tiempo mirando hacia fuera desde lo alto del pabellón, adivinando edificios y barrios en el skyline, porque los grabados y las fotos no los engancharon. A la salida, se demoraron siguiendo el ajetreo de las cotorras que se han enseñoreado de la zona.
Volvieron al centro, a la plaza de San Martín, a ver los cuadros de Casorati y Sironi y, luego, se recogieron y descansaron un rato en las Descalzas. A la entrada, dos jóvenes en una mesa atestada de publicaciones religiosas tenían una mirada mística, de profundo recogimiento. Uno de ellos llevaba sobre la solapa del loden verde una pegatina de la manifestación.
Siguieron por Arenal hasta la Taberna Real, donde tomaron unas cañas. En el Palacio pasearon la exposición de Juan van der Hamen que, si no hubiera muerto mozo “fuera el mayor español que huviera avido en su arte”. Desde el patio de armas se veía bien el enjambre de grúas de la emetreinta.
Tomaron el menú en la botillería del Café de Oriente, soportando el vozarrón del vecino emprendedor y gordo que quería deslumbrar al compañero de mesa, sin duda un recién licenciado en económicas que empezaba las prácticas en la empresa. “Qué me va a decir a mí ése, si yo he sido sacristán, cura, obispo y monja alférez y Papa, porque no he querido”, a la vez que la salsa de arándanos se le escurría por las comisuras. Uno entiende entonces que haya hombres que pueden hacer dos cosas a la vez y de ellos serán los negocios de la tierra y el reino de los cielos. Menos mal que un gorrioncillo que se había despistado de los jardines de Sabatini y revoloteaba entre las lámparas puso algo de contraste a la escena de los tiburones.
Ya en casa, mientras M. dormitó un poco, él echó un vistazo a los periódicos y vio cómo algunos iban caldeando el ambiente. A eso de las cinco y media llamó F.J., que esperaba con dos compañeros magistrados en el Rocafría. Fueron con él en el cercanías a Majadahonda a ver la exposición de vidrieras de Rosa Matueca. Picaron algo en el Faro Vidio y se intercambiaron, como siempre, libros: el tomo ocho de las memorias de Baroja y las traducciones de poesía catalana de Marià Manent. F.J. comentó que se reunía con una peña del gremio, buena gente, entre los que él, creyente practicante, se sentía marxista-leninista tirando a la rama maoísta. Hablaron de los amigos y hubo alusiones a la alianza de civilizaciones, los barrios del París en llamas y la nueva ley de educación. Se despidieron prometiéndose no dejar pasar tanto tiempo hasta la próxima vez.
Quedaba tiempo para ir a la exposición de luz de gas en General Perón. Una delicia; paisajes tardorrománticos, naturalezas crepusculares y la noche alumbrada. A Hermenegildo Anglada, los comisarios le habían puesto Hermen, para los amigos.
Tras picar algo en casa de J., salieron con él y Gastón a dar un paseo. Eran más de las once y lloviznaba. “Vamos a ver un local de moda aquí cerca –dijo J.-, una tortillería”. “Nos van a mirar mal”. “Las tortillas creo que no tienen ojos”. “Ah!, yo creía... je, je”. Estaban cerrando, pero la reconoció aún de espalda, despidiéndose del camarero. Iba acompañada de un mozalbete alto y guapetón al que pidió continuar la velada y él, que debía haber enloquecido con alguna especia o los chupitos, o la luna, le dijo que no. Así que ella, ya en la calle, dijo que qué pena, que hacía una noche estupenda y giró la cabeza y él pudo apreciar el mohín de disgusto y sus ojos, a un metro, sostuvieron su mirada, una mirada como la de la película, como si Diana mirase a su Teodoro. “Si aquesto no es amor, ¿qué nombre quieres, Amor, que tenga desatinos tales”. Ella estaría acostumbrada, pero era demasiado para uno de provincias. J., que se había dado cuenta, le dio un empujoncito. “Venga, seguid por Zurbano, que llegáis recto. Yo me vuelvo a casa”. Ni se acordó de que tenían invitaciones para la fiesta de los diez años de Matador.
Pensaba ahora en ella, en el intenso día de ayer y en que se estaba pringando con la octavilla que había recogido del suelo. La tiró y entró en el bar. Tomó café y la parva. Desde allí llamó a J. porque habían quedado en verse pronto para ir al Reina Sofía. La llamada le costó 3,50 y pensó que con esos precios y con cabinas que cada vez funcionaban peor, iban a acabar venciendo su resistencia a la “movilización”. En fin, quedaron tarde, para las doce y en ese tiempo paseó por Hortaleza hasta Gran Vía, entró en la Casa del Libro, vio al alcalde del pueblo de al lado que compraba lotería en la cola de Doña Manolita y que dijo que venía a la mani. Volvió a Chueca y se tomó tres cañas. No eran horas, pero desde ayer noche se le había quedado un ansia tonta, una febrícula en el corazón, un nosequé de desasosiego.
En la cola del Reina, vieron a unos babianos; le sorprendió verlos, pero desechó que hubieran venido a la manifestación; eran de izquierdas. Aprovecharon el encuentro para saludarlos y ,así, avanzar puestos hacia la entrada. Dentro, ya estaban J. y su mujer. Conocían también a los babianos y hablaron de Arroyo.
J. contó que había preguntado hacía un tiempo por una obrita de él y que le había echado para atrás el precio. “Sería un óleo”, “Bueno, bueno, los santos óleos, por lo que pedían”. Después, lo que vieron no tenía desperdicio. Así que se divirtieron sacándole punta al arte conceptual y posmoderno. Unas esculturas de Leiro atrajeron su atención. Parecían representar a unos desalmados moliendo a palos a Don Quijote, pero la conversación se centró en qué tipos de maderas eran las utilizadas, porque uno de los babianos sabía de eso y tenía árboles en Villafeliz. Se despidieron de ellos, contentos por la casualidad.
Volvieron a Chueca a tomar los vermús de grifo en el Sierra. Aquello parecía un barrio de moda italiano, por los nombres de algunos negocios y porque los maricas tenían buen gusto para todo. Mucho mejor esto que ver a los yonquis hace años chutándose por las esquinas. Mejor que aquello, cualquier cosa, esto, lo otro y lo de más allá.
Los vermús no estaban mal, pero le gustaban más los Izaguirres reserva. En fin, cayeron cinco y tres o cuatro aceitunas. J. y su mujer se iban cuando apareció Díez, que venía encantado con su portátil nuevo y los vermús se reanudaron.
A las tres y media alguien propuso comer algo en el Omertá, pero se acabó en Barquillo, en el bar de uno de Sahagún, al que Díez dijo conocer mucho, y que qué mariconadas de antipasto y tagliatelle eran esas. El tasquero se empeñó en elegir unos tintos de la zona de los Oteros y en sentarse con ellos en cuanto las comandas aflojasen. Se le veía hombre cabal, incapaz de hacer daño a cualquiera. Bebía sol y sombra y trajo una ronda para todos después de los carajillos. Encargó rápidamente la segunda a un camarero, moreno y regordete. “Es ecuatoriano, pero trabaja como un cabrón”, les dijo. En ese momento entró una familia elegante y pidió cafés y alicaos. Tenían pancartas enrolladas y pegatinas en los barbour de ellos y en los tres cuartos en tono camel y verdoso de ellas. Parecían todos bastante guapos. Un pequeñajo se entretenía enrollando y desenrollando una cartulina en la que podía leerse “OBISPOS VALIENTES NO ESTÁIS SOLOS”.
Llegó otro grupo similar en edades, dignidad e indumentaria y pidieron más o menos lo mismo. Por Barquillo bajaban otros y en sus rostros pintaba la expresión afable de los que lo tienen todo claro en esta vida y en parte de la otra.
Los solysombras que Mamerto –así resultó llamarse- servía cada vez más sofisticados, en copa de balón fría y con hielo picadito, pasaban sin sentir. Y, en aquel momento, le volvió la duda. En la mesa había mucha animación. La mujer de J. hablaba por los codos y ahora contaba cómo hacía unos días, había olvidado al niño con el triciclo en el Retiro y M. trataba de interrumpirla cada poco con consejos que para casos de mujeres como los de ellas, que pierden cosas, le había dado su psicólogo.
J. y Mamerto cantaban por lo regional desde hacía rato y Díez no había podido aguantar más; había abierto el portátil y tecleaba una carta al albañil que tenía haciéndole la obra en el pueblo y le había dicho que como no tenía cobertura, mejor que le mandara un emilio a la novia, que la veía todos los fines de semana. “Eloy, me dijo Javi que las vigas del techo iban cubiertas como las del pajar, no sé qué decirte porque, bueno, me había hecho a la idea de que fueran descubiertas, pero también es cierto que la casa de mi madre las tiene descubiertas y oscuras, la parte baja del pajar, también las tiene colgadas y muchas y la majada también las va a tener descubiertas, entonces a lo mejor va a ser demasiada viga, también se podía dejar alguna o algunas al descubierto, las vigas al descubierto están bien, pero también pueden agobiar por la noche y ¿la mezcla de vigas y forjado para la zona de comedor? no sé porque la pared de las ventanas ya llevará vigas al descubierto? y la separación entre la cocina y el comedor también llevará madera o no? En la cocina yo quería hacer una campana de obra importante, si te parece bien, entonces a lo mejor en esa zona quedaban mejor colgadas? No sé creo que tú te haces mejor a la idea de cómo quedan las cosas.
Decía Javi que en el tejado tenía que poner onduline y que se podía poder no el friso que se puso en el pajar sino otras maderas que vienen en planchas y yo creo que esas no tienen nudo, eso hay que decírselo porque él ya pensaba poner lo mismo que puso en el pajar.
En cualquier caso, creo que todas las maderas y vigas las debería de barnizar antes de ponerlas para protegerlas y como en va a ser un lugar con mucha luz se las podría teñir un poco?
También le dije que me gustaría aun trozo de corral empedrado aunque fuera pequeño, que podría ser el que bordeara la cocina de empedrado y no puso mala cara y dijo que ya lo había hecho y hasta con dibujos, qué te parece? O empedrar el patio que está entre el pajar y la cocina.
También hay que poner un pilón en el corral con agua ¿Dónde? Se puede poner al final de la casa de madre para el lado contrario al mío que hay un grifo, pero hay que ponerlo porque es muy útil.
La cocina no queda muy grande, pero que creo que suficiente para cocinar. La chimenea va en la zona de comer, ¿no?
El suelo, tú de qué lo pondrías? A mi el barro me gusta mucho, pero dicen que es muy sucio y tal vez también sea demasiado barro o azulejos rojos en todos los sitios, porque me imagino que en la majada mi madre también pondrá suelo rojo, Parece que lo que más me gusta es el barro o los hidráulicos, las posibilidades que he pensado son: todo barro, con alicatados en blanco e hidráulicos, todo hidráulicos, lisos en la cocina en suelo alicatado y de dibujos en el comedor o la cocina barro en el suelo, blanco en el alicatado e hidráulicos de dibujos en el comedor, separados por un trozo de madera.
Para el pajar habíamos hablado de una chimenea de leña, a ti no se si te gusta más Heron o Jotul, tengo un amigo que me podría conseguir las Jotul a buen precio en Oviedo y además dice que me instala él, entonces sí da igual una que”
Él miraba fijamente al grupo y pensaba. Pensaba que F.J., Pedro, Charo, Angela , los Martín, toda esa buena gente que trataba y que eran sus amigos y aquellas familias de la barra, madrileñas o de cualquier provincia que habían venido a pasar el día a la capital y a darse un paseo por la Castellana no podían estar equivocados. Pensó que se acercaría a ellos y les pediría primero que le explicaran lo de la elección de centro y cómo quedaba la religión y luego, pasarían a hablar de lo que a él más le interesaba, Yavhé y la trascendencia. Quería que le ayudasen a volver a creer, a las certezas de la infancia, a volver a estar ovillado en la seguridad. Se levantó y se dirigió hacia ellos. Se trompicó y cayó cerca. Dos de las mujeres dieron unos grititos de terror y el mocoso del cartel le propinó un puntapié en los ijares. Se levantó y musitó perdón, pero el grupo ya se apartaba y se retiraba hacia la salida. “Déjalo, Borja, que está borracho”, le dijeron a un jovencito de pelo engominado a la vez que lo sujetaban. Notó el desprecio.
Se enrrabietó. No podía pensar bien. Vio que en la esquina, al lado de la máquina, estaban apoyadas las pancartas de otro de los grupos que también tardaría poco en irse. Consiguió sacar una a la calle sin que lo vieran. Rompió un trozo de la tela y se la anudó en la frente; puso uno de los palos en ristre y desde lo alto de Prim empezó un trote lento hacia la avenida. Los grupos se iban ya glomerulando y caminaban lentamente. Se llenó de aire y lanzó un grito fuerte y sostenido ¡Ahhhhh...! y galopó hacia ellos. No podía sostener el alarido, no tenía resuello, había más de doscientos metros, pero le parecía que la ocasión merecía anunciarse de alguna manera. Empezó a recitar, gritar lo más alto que podía lo primero que se le vino a la cabeza: “Hipogrifo violento, / que corriste parejas con el viento, / ¿dónde, rayo sin llamas, / pájaro sin matiz, pez sin escama, / y bruto sin instinto / natural, al confuso laberinto / desas desnudas peñas / te desbocas, te arrastras y despeñas?
Chocó con algunos que caminaban hacia abajo para unirse al grueso de la marea humana; le llamaban de todo, pero continuó hacia el paseo central repleto de acacias. Cuando estaba cerca vio a aquel escritor que llevaba a hombros una pequeña con un cartel que rezaba “Soy católica, ¿qué pasa?”, y corrigió un poco la trayectoria, porque los plumíferos le inspiraban un enorme respeto.
Debió ocurrir un milagro porque la riada se abrió como el Jordán y no se llevó a nadie por delante. Volvió grupas, después de aquel ridículo mayúsculo, de pasarse de frenada, pero ahora fue distinto: enfrente tenía a varios gigantones del servicio de orden. No le vino a la cabeza ningún clásico que declamar, y sí a la boca un terrible regüeldo, mezcla del picadillo y la morcilla, un ardor tremendo que le abrasó el esófago. Le dio la risa, les debía de parecer un dragón enfurecido. Cogió carrera, pero cerca del murallón fue consciente de que a él, como a Alonso Quijano, los yangüeses cuatrocientos años antes, le iban a santiguar los hombros con sus pinos.
Despertó en la planta de trauma. A media mañana entraban a alguien en la habitación. Más tarde supo que, despechada, en la noche del viernes había cogido el coche y se había deslizado sobre las hojas mojadas del otoño hasta un mal plantado castaño. En ese momento, no se lo podía creer; se habría frotado los ojos de haber podido. Era ella, la mismísima Emma Suárez. Quiso decir las palabras mágicas que ella susurraba con delicia sin igual en su papel de la condesa Diana, “Qué me quieres, amor?”, pero sólo acertó con un vagido. Se había olvidado, con la emoción, de que tenía sellada la mandíbula. Ensayó un guiño, pero no sabría decir si fue también algo fallido porque no tenía sensibilidad alguna y la escayola le tapaba hasta las cejas. Bueno, daba igual, ya habría ocasión. Estaba maravillado. Ella estaba allí. Ella era la prueba de que Dios existía y de que a veces aprieta, pero no ahoga.

A. Fierro. 17-11-2005

20 noviembre, 2005

Polvo de máquina

Eso de que estamos en la era de las comunicaciones es más que un slogan, es pura verdad. Verdad que se hace esencia personal, radiografía de la vida que llevamos. Seguramente no será exageración si decimos que más que comunicantes somos el medio del que se valen las comunicaciones para comunicarse consigo mismas, para reproducirse a modo de red que se extiende, se teje y desteje, se adensa y se hace dueña de nosotros, que somos ya poco más que su medio, rebajados a tránsito o cable de un vaivén que pierde su objeto y se enseñorea de todos nuestros instantes. Somos el complemente necesario, el adminículo, el puro instrumento, la mera herramienta que utilizan los teléfonos móviles, los programas de correo electrónico, los chats, la web, para cobrar vida autónoma y adueñarse del planeta. Lo de la odisea aquella de 2001 ha llegado casi puntualmente. Si en verdad fuéramos nosotros los usuarios y propietarios de todos esos medios, gozaríamos de la satisfacción y la plenitud de los que transmiten lo que piensan y sienten, de los que se crecen al verse expendedores de ideas y sensaciones y receptores del sentir y la reflexión de los otros. No es así. Es al revés. La máquina somos nosotros. El cerebro, si lo hay, está en otra parte, es la red, son las ondas. Y a modo de alma ya no hay más que software. Aquello que antes llamaban el ser humano está de más. Se ha reducido a una oreja, un ojo y un dedo, mecánicos los tres, por más señas. Y a una infinita capacidad de repetición.
Una situación ya habitual para muchos es estar en un cuarto o despacho, al parecer personal, en el que nos acompañan un teléfono fijo y otro móvil, al menos un ordenador encendido y conectado a la web, al correo electrónico, a algún programa de transmisión de letra y voz, tipo messenger o skype, y abiertos en pantalla varios foros y chats. En un solo minuto podemos enviar y recibir mensajes hablados y escritos, fotos, músicas, películas y documentos de todo pelaje. La información circula en proporciones que hacen imposible su manejo. Nadie ve ni una mínima parte de las películas que piratea en la red, ni oye las cancines que “baja”, ni visita otra vez las páginas web que acumula en sus “favoritos” con compulsivo afán de coleccionista iluso. Uno ya no puede ni leer todos los e-mails que le llegan, y tampoco mirarán los otros los que uno manda. La gente no puede acordarse de lo que acaba de decir, y a quién, treinta segundos antes en uno de los tres o cinco chats abiertos al tiempo. Las revistas y libros electrónicos nos hacen sentirnos tan propietarios de la biblioteca de Babel como incapacitados para leer ya nunca ni una línea más. La información, en suma, ya no circula para informarnos, circula para circular, movimiento perpetuo alimentado con nuestra energía dilapidada, deus ex machina que nos va devorando y nos convertirá pronto en prescindibles, cuando la máquina pueda jugar su juego retroalimentador sin el dedo nuestro que le ponga el clic.
De humanos nos va quedando sólo la ansiedad. Apenas uno entra en casa o en su oficina, el que la tenga, es un abalanzarse sobre los cachivaches, para conectarlos todos y para ver qué nos dicen. Si los mensajes pendientes se amontonan, sobreviene la prisa por verlos todos y por responder los más urgentes. Si están mudos y vacíos los casilleros electrónicos, le entra a uno una sensación de abandono, de vacío, de carencia irremediable, y se hace angustiosa la pregunta de qué hacer ahora, ahora que nada nos distrae de los verdaderos quehaceres. Ya no se vive tranquilo sin la intranquilidad de estar permanentemente disponibles, abiertos, a la escucha, al quite, al acecho. Una hora desconectados y ya no nos sentimos en el mundo, se nos aparece ajeno todo lo real y añoramos lo irreal de la comunicación distante, de la señal con que nos ponen a sus pies teléfonos y computadoras. ¿Se han fijado ustedes con qué ansiedad se lanzan a conectar su móvil los que salen de una conferencia o una reunión? O se lanzaban, porque lo último es no desconectarse ni en ésas. Cada vez es más común que en medio de charlas o conciertos, en el cine o en el teatro, a la gente le suene bajito el móvil, o le vibre, y se ponga a hablar en susurros, ajena a lo que ocurre en el estrado, el escenario o la pantalla, inmersa en la imperiosa realidad de lo irreal distante.
Dicen a veces los periódicos que las encuestas enseñan los destrozos que los móviles y demás cacharros causan en las relaciones amatorias. Son legión los que prefieren interrumpir el devaneo sexual mismamente, aun a riesgo de que no sea viable luego la reanudación, antes que quedarse con la duda corrosiva de quién me estará llamando, qué querrán decirme, para qué me requerirán. Al tiempo que el personal se desviste va colocando al alcance de la mano el teléfono y a tiro de ratón el ordenador portátil que en cualquier momento te indica que tienes un correo electrónico, que te buscan en el messenger, que alguien ha entrado en tu web o que ha aparecido la edición vespertina de un periódico digital. Y déjalo todo y corre a tomar el teclado, a deslizar el ratón, a concentrarte en eso que en la lejanía se te ofrece en lugar de lo que tienes en tu propio lecho.
Y, sin embargo, la gente está cada vez más sola. No es extraño. La comunicación virtual deshumaniza, nos rebaja a complemento del aparato de turno, poco más que una pieza suya, o el hilo conductor que las comunicaciones necesitan para seguir su curso recurrente, espiral, infinito, absorbente. Ya no hablamos con los próximos, los compañeros, los amigos, los amantes, la familia. Si acaso, un e-mail o, mejor aún, un sms. La gente se llama por el móvil de esquina a esquina de una calle corta, de habitación a habitación, incluso. Le quitamos al contacto la cara, la expresión, las sensaciones físicas y la emoción real. Las reemplazamos por esas caritas (smiles) que colocamos en los mensajes y que sonríen o muestran gesto triste; o por nuevos signos de lo mismo a base de puntos, comas y paréntesis ;-). Ya casi nadie ríe por casi nada, lo veo cada semana con mis estudiantes. Pero los chats están llenos de jajajajajajjjjjj. Enésima muestra de que la sensación real ha cedido el sitio a su representación virtual. Ya no somos personas, sólo personajes de un guión que se escribe en bites.
Y la soledad. En el supermercado se reconoce fácil al comunicante incomunicado. Va con prisa y movimientos torpes, con gesto ausente. No domina la expresión facial ni las artes de la vida mundana. Quiere acabar pronto y volver a ser hardware. Soledad. Conviene echar de vez en cuando un vistazo a los chats de contenido sexual. Quien no los visite imaginará que llega uno ahí y halla refocile libidinoso. Para nada. Es de patetismo extremo lo que por ahí circula. Cientos y miles de personas de toda edad y pelaje que piden y ofrecen sexo por cam. Ya no es aquella cosa, tal vez emocionante y sin duda arriesgada, de la cita a ciegas o del ir intimando a riesgo de que fuera un manolo bigotudo el dueño de aquel nick que se hacía pasar por escultural y aburrida damisela. Eso ya pasó. Ahora la meta máxima es que dos que acaban de contactar enchufen simultáneamente su cámara conectada al ordenador y que a la vez se vean en sus manipulaciones y alcancen de consuno (pero en casa de cada uno) satisfacción rápida y sencilla, sin más trámite ni otra cosa que decirse. Luego picas en exit y a dormir con la satisfacción de que el ordenador te ha echado un polvo bárbaro. Que es literalmente lo que ha ocurrido. Acabarás pariendo bites, nada más.
¿Qué es al fin y al cabo un blog, sino un sucedáneo de las conversaciones que ya no podemos tener?

Y EL CANCILLER SCHRÖDER LLORÓ... Francisco Sosa Wagner

La formación del nuevo gobierno alemán debería hacernos reflexionar a los españoles si logramos hacer un hueco en nuestras agendas y encontramos tiempo para mirar por encima de las bardas y advertir que en el horizonte hay algo más que naciones, idiomas perseguidos y derechos históricos preteridos. Porque es el caso que desde las orillas del Rin nos llegan algunos mensajes que, a mi juicio, no deberíamos pasar por alto. Es el primero el de la colaboración entre los dos partidos mayoritarios. Si es un hecho que las fronteras ideológicas se hallan muy difuminadas en Europa ¿no es lógico que en un país como Alemania se unan quienes tienen detrás al ochenta por ciento del electorado para gobernar en común? Las diferencias entre democristianos y socialdemócratas o, si se quiere expresar en términos más generales, entre“conservadores” y “progresistas”, se airean por los dirigentes políticos con el único designio de tener atrapadas a sus respectivas clientelas en los procesos electorales pero todos sabemos que no resisten el menor análisis. Me refiero, claro es, a las diferencias sobre asuntos serios, no sobre cuestiones adyacentes o problemas artificialmente creados. Hace poco entrevistaban en una cadena alemana a un empresario importante que ya ha doblado el cabo de los ochenta años (el señor Würth) quien, a la vista de la gran coalición, afirmaba al periodista: “créame usted que me he leído los programas de ambas organizaciones y le puedo asegurar que no he encontrado nada sustancial en ellos que justifique el mutuo alejamiento”. El segundo dato que quiero destacar es el rigor con que se ha elaborado el programa de gobierno. Se han reunido durante casi un mes, en sesiones de horas y horas, las cúpulas de los partidos apoyados por subcomisiones de expertos y, fruto de tales trabajos, es un documento extenso -más de doscientas páginas- que aborda los grandes problemas a los que ha de enfrentarse la coalición. Allí están el paro, las prestaciones sociales, los impuestos, la educación, la sanidad, las carreteras y los trenes, la reforma del sistema federal ... todo ello con una minuciosidad acusada, sin dejar muchos cabos sueltos. Veremos lo que pasa en la práctica porque son abundantes las trabas que dificultan el camino pero el método es lo que debe realzarse en este momento. Rigor pues y, un beneficio añadido, publicidad: el documento está en la red y cualquiera -que sepa alemán- puede consultarlo. A anotar asimismo un alivio para quienes leemos desdeEspaña: ni una palabra sobre “profundizar el autogobierno”, ni una palabra sobre “naciones sojuzgadas” ni sobre territorios o lenguas irredentas. Ni una: así, como suena. Lo juro. Tercer aspecto: la despedida oficial del canciller Schröder se hizo en una ceremonia muy emotiva que los alemanes llaman “toque de retreta” (Zapfenstreich) y que es un homenaje dispensado por el Ejército al político relevante que desaparece del escenario. Se celebró en Hannover, patria chica de Schröder, y allí se vio un breve desfile y se oyó el himno -cantado por todos- y a una magnífica banda militar de música. Como fondo, la preciosa “procesión de antorchas” a la que los germanos son tan aficionados. Una vez concluidos estos actos, tuvo lugar una recepción para tomar una copa en la que estuvo presente el mundo político, cultural, económico, la gran sociedad alemana. Previamente, el Presidente de la República, que no pertenece al partido político de Schröder, se deshizo en públicas alabanzas al canciller saliente. ¿Extraña pues que a este, a Gerhard Schröder, se le saltaran las lágrimas? Confieso que, al seguir esta ceremonia por el primer canal de la televisión alemana, sentí una desazón extrema. ¿Cómo podía evitar comparar el espectáculo con el nuestro hispano? Adolfo Suárez era un “choriso”y se marchó abucheado desde el graderío. Ha sido necesario que contrajera una enfermedad terrible para que los mismos que le dedicaban los peores insultos se deshagan ahora en gratitud y zalamerías. Felipe González no acabó ante el Tribunal Supremo de casualidad porque muchos lo desearon con entusiasmo. A José María Aznar se le intentó llevar, ya no ante el Supremo español, que parecía grano de anís, sino ante una jurisdicción internacional para responder por sus crímenes de guerra. El único que se ha librado ha sidoCalvo Sotelo, salvado por su fugaz paso por el poder, pero sin que nadie le haya reconocido jamás mérito alguno. Espero que también le acompañe en esta circunstancia feliz el actual presidente del Gobierno porque es amigo mío. Pero, si dura, téngase por seguro que saldrá asimismo entre pitidos y la rechifla generalizada. Este es el panorama más allá y más acá de nuestras fronteras. Ciertamente no es para estar muy orgullosos. Menos mal que en breve estrenaremos nuevo Estatuto y, al menos, el papel en que venga envuelto servirá para secarnos nuestras lágrimas.

18 noviembre, 2005

HIJOS Y GENERACIONES.

Recibo hoy un correo electrónico de mi hijo. 22 años. Está en un país nórdico, buscándose la vida y sin gastar de los dineros públicos que nunca ha usado y que tanto preocupan al comunicante anónimo que días pasados escribió algo aquí mientras se miraba en el espejo y añoraba certezas sobre la identidad de su propio progenitor.
El caso es que me tienta colgar el mensaje entero, pese a que ni siquiera le he pedido permiso aún a su autor. Es así:
Buenas, buenas,
Aprovechando el mandarte lo que te mando, unas pocas líneas para ponerte al tanto: no mucho nuevo. Sigo bien y cada vez más centrado (ie, ya le voy cogiendo el ritmo a cómo trabajan aquí). En menos de un mes ya los dos exámenes que tengo (jauja, comparado con Viesques).
Hace un frio QUE PELA. El otro dia al ir a hacer la compra tuve que volver a entrar en casa a por agua caliente porque el candado (de la bicicleta) se habia congelado y la llave no giraba. Ya hay hielo en todo y a ver cuándo empieza a nevar. En general no me puedo quejar de nada.
Y el grueso del email, algo que tiene más gracia para mí que para ti, pero que por lo buenisimo que me ha parecido, te paso. Para algunas cosas que describe era yo demasiao pequeño (23f, p. ej.) pero es la mejor descripcion que he visto de "mi infancia". ¿Es mala señal empezar a mirar asi para atrás? Para empezar, ya puedo hablar de periodos de esos que tienen nombre, mal asunto. O no.

Ahí va.
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"El objeto de esta misiva es la de reivindicar a una generación, la mía, la de todos aquellos que nacimos entre los 70 y principios de los 80 (año arriba, año abajo), la de los que estamos currando de algo que nuestros padres ni podían soñar, la de los que vemos que el piso que compraron nuestros padres ahora vale 20 o 30 veces más, la de los que estaremos pagando nuestra vivienda hasta los 50 años.

Nosotros no estuvimos en la Guerra Civil, ni en mayo del 68, ni corrimos delante de los grises, no votamos la Constitución y nuestra memoria histórica comienza con las olimpiadas del 92. Aunque no nacimos en una dictadura, siempre hemos tenido una conciencia democrática. Por no vivir activamente la Transición se nos dice que no tenemos ideales y sabemos de política más que nuestrospadres y de lo que nunca sabrán nuestros hermanos pequeños y descendientes.

Somos la última generación que hemos aprendido a jugar en la calle a las chapas, la peonza, las canicas, la comba, la goma o el rescate y, a la vez, somos la primera que hemos jugado a videojuegos, hemos ido a parques de atracciones o visto dibujos animados en color. Los Reyes Magos no siempre nos traían lo que pedíamos, pero oíamos (y seguimos oyendo) que lo hemos tenido todo a pesar de que los que vinieron después de nosotros sí lo tienen realmente y nadie se lo dice. Se nos ha etiquetado de generación X y tuvimos que tragarnos bodrios como Historias del Kronen o Reality Bites, Melrose place o Sensación de vivir (te gustaron en su momento, vuélvelas a ver, verás qué chasco). Lloramos con la muerte de Chanquete, con la puta madre de Marco que no aparecía, con las putadas de la Señorita Rottenmayer; nuestra primera canción del verano fue "Los Pajaritos" (1981) Somos una generación que hemos visto a Maradona hacer campaña contra la droga, que nos reímos de un anuncio que decía que si el Madrid era otra vez campeón de Europa, que durante un tiempo tuvimos al baloncesto como el primero de los deportes.

Hemos vestido vaqueros de campana, de pitillo, de pata de elefante y con la costura torcida; nuestro primer chándal era azul marino con franjas blancas en la manga y nuestras primeras zapatillas de marca las tuvimos pasados los 10 años. Entramos al colegio cuando el 1 de noviembre era el día de Todos los Santos y no Halloween, cuando todavía se podía repetir curso, los últimos en hacer bup y cou, los pioneros de la E.S.O. Somos los primeros en incorporarnos a trabajar a través de una ETT y a los que no les cuesta un duro echarnos del curro.

Siempre nos recuerdan acontecimientos de antes de que naciéramos, como si no hubiéramos vivido nada histórico. Nosotros hemos aprendido lo que era el terrorismo contando chistes de Irene Villa, vimos caer el muro de Berlín y a Boris Yeltsin borracho tocarle el culo a una secretaria; los de nuestra generación fueron a la guerra (Bosnia, etc., cosa que nuestros padres no hicieron; gritamos OTAN no bases fuera, sin saber muy bien qué significaba y nos enteramos de golpe un 11 de septiembre. Aprendimos a programar el video antes que nadie, jugamos con el Spectrum, odiamos a Bill Gates, vimos a Perico Delgado anunciar los primeros móviles y creímos que Internet sería un mundo libre.
Somos la generación de Espinete, Don Pimpón y Chema, el panadero farlopero. Quién diría entonces que años más tarde, con España integrada en la UE, aquella niña morena habría de enseñarnos sus vergüenzas (Ruth Gabriel). Somos Los que recordamos a Enrique del Pozo cantando con Ana (abuelito dime tu...), los del incomparable "Planeador abajo" de Mazinger Z, los de Ulises 31 y Comando G (que nunca acabó de gustar a nadie). Somos la generación que fuimos al cine a ver las películas de Parchís, y que durante años creímos que el de rojo (como quien dice el de en medio de los Chichos) era Enrique Búmbury. Los que crecieron escuchando a Europe y a ese grupete de imitadores que les salió, unos tal Bon Jovi. Los de la explosión del Challenger, la cantada de Arkonada, los mundos de Yupi y las pesetas rubias. Nos emocionamos con Superman, ET o En busca del Arca Perdida. Comíamos Phosquitos y los Tigretones eran lo mejor, aunque aquello que empezaba (algo llamado Bollycao) no estaba del todo mal. Somos la generación del Tocata, La Bola de Cristal (solo no puedes, con amigos sí), el "Enano Rojo", "El coche fantastico", "Oliver y Benjí", "la abeja Maya", El hipnótico "Planeta Imaginario", Los Toreros Muertos, La Orquesta Mondragón, el abrazafarolas del Butano y el Misissipi de Pepe Navarro con su inimitable Pepelu. La generación de la quinta del buitre, de Hugo Sánchez, de Biriukov, del Corral, Corbalán, Romay, y que nos traumatizamos con las muertes de Fernando Martín y Petrovic (¿quién coño juega hoy en el Madrid de baloncesto?).

El 600 era el utilitario normal, el 124 un coche familiar y el 131 una berlina de lujo. El 23F nos pareció un buen día porque no hubo clase y ponían películas por la tele. Nuestro grito de guerra fue "Tigres, Leones, todos quieren ser los campeones", "como estan ustedes" y descubrimos a las mujeres gracias a tirantes de una tal Miriam Diaz Aroca. La generación que se cansó de la de ver las mamachichos. La generación a la que le entra la risa floja cada vez que tratan de vendernos que España es favorita para un mundial. La última generación que veía a su padre poner la baca del coche hasta el culo de maletas para ir de vacaciones. La última generación de las litronas y los porros, y qué coño, la última generación cuerda que ha habido.

La verdad es que no sé cómo hemos podido sobrevivir a nuestra infancia!!!!
Mirando atrás es difícil creer que estemos vivos en la España de antes: Nosotros viajábamos en coches sin cinturones de seguridad traseros, sin sillitas especiales y sin air-bag. Hacíamos viajes de 10-12h con cinco personas en un 600 o en un Renault 4 y no sufríamos el síndrome de la clase turista. No tuvimos puertas con protecciones, armarios o frascos de medicinas con tapa a prueba de niños. Andábamos en bicicleta sin casco, ni protectores para rodillas ni codos. Los columpios eran de metal y con esquinas en pico, y jugábamos a "lo que hace la madre hacen los hijos", esto es a ver quién era el más bestia...
Pasábamos horas construyendo nuestros "vehículos" con trozos de rodamientos para bajar por las cuestas y sólo entonces descubríamos que nos habíamos olvidado de los frenos. Después de chocar con algún árbol aprendimos a resolver el problema. Jugábamos a "churro va" y al pañuelo y nadie sufrió hernias ni dislocaciones vertebrales. Salíamos de casa por la mañana, jugábamos todo el día, y solo volvíamos cuando se encendían las luces de la calle. Nadie podía localizarnos. Eso sí, nos buscábamos maderas en los contenedores o donde fuera y hacíamos una caseta para pasar allí el rato. No había móviles. Nos rompíamos los huesos y los dientes y no existía ninguna ley para castigar a los culpables.
Nos abríamos la cabeza jugando a guerra de piedras y no pasaba nada, eran cosas de niños y se curaban con mercromina (roja) y unos puntos y al día siguiente todos contentos. La mitad de los compañeros de clase tenía la barbilla rota o algún diente mellado, o alguna pedrada en la cabeza... Tuvimos peleas y nos partíamos la cara unos a otros y aprendimos a superarlo. Íbamos a clase cargados de libros y cuadernos, todo metido en una mochila que, rara vez, tenía refuerzo para los hombros y, mucho menos, ¡¡¡ruedas!!! Comíamos dulces y bebíamos refrescos, pero no éramos obesos. Si acaso alguno era gordo y punto. Estábamos siempre al aire libre, corriendo y jugando. Compartimos botellas de refrescos y nadie se contagió de nada. Sólo nos contagiábamos los piojos en el cole, cosa que nuestras madres arreglaban lavándonos la cabeza con vinagre caliente. No tuvimos Playstations, Nintendo 64, vídeo juegos, 99 canales de televisión, sonido surround, móviles, ordenadores e Internet. Si acaso, alguno tenía un Spectrum o Amstrad con el que jugabamos cuando le dejaban, pero nos lo pasábamos de lo lindo tirándonos globos llenos de agua y arrastrándonos por los suelos destrozando la ropa. Nosotros sí tuvimos amigos. Quedábamos con ellos y salíamos. O ni siquiera quedábamos, salíamos a la calle y allí nos encontrábamos y jugábamos a las chapas, a la peonza, a las canicas, a la lima,al rescate..., en fin tecnología punta... Íbamos en bici o andando hasta su casa y llamábamos a la puerta. ¡Imagínense!, sin pedir permiso a los padres,
¡nosotros solos, allá fuera, en el mundo cruel! ¡Sin ningún responsable! ¿Cómo lo conseguimos?

Hicimos juegos con palos, botellas y balones de fútbol improvisados, y comimos pipas y, aunque nos dijeron que pasaría, nunca nos crecieron en la tripa ni tuvieron que operarnos para sacarlas. Bebíamos agua directamente del grifo de las fuentes de los parques, agua sin embotellar, donde chupaban los perros!!! Íbamos a cazar lagartijas y pájaros con la escopeta de perdigones o con el
tirawebos, antes de ser mayores de edad y sin adultos, DIOS MÍO!! En los juegos de la escuela, no todos participaban en los equipos. Los que no lo hacían tuvieron que aprender a lidiar con la decepción. Algunos estudiantes no eran tan inteligentes como otros y repitieron curso. ¡Que horror, no inventaban exámenes extra! Y ligábamos con las chicas persiguiéndolas para tocarles el culo y jugando a beso, verdad y atrevimiento, no en un Chat diciendo :) :D :P. Éramos responsables de nuestras acciones y arreábamos con las consecuencias. No había nadie para resolver eso. La idea de un padre protegiéndonos, si trasgredíamos alguna ley, era inadmisible, si acaso nos soltaban un guantazo o un zapatillazo y te callabas. Tuvimos libertad, fracaso, éxito y responsabilidad, y aprendimos a crecer con todo ello.

¿Tú eres uno de ellos? ¡Enhorabuena! Pasa esto a otros que tuvieron la suerte de crecer como niños, antes de que todos estos niñatos que hay ahora, que se creen algo y no tienen respeto ni educación por nadie, destrocen el mundo en el que vivimos. Un saludo a todos! cuidaros y que os vaya bien!!"

17 noviembre, 2005

Los motivos y las razones. A propósito de los alborotos en Francia.

Existen en casi todas las ciudades de nuestro país barrios enteros habitados por personas y grupos de muy baja extracción y gran necesidad. Por ejemplo, gitanos. En este León en que vivo basta darse una vuelta por la zona llamada La Inmaculada. Casi nadie la conoce o ha pasado por allí, claro.
Me despierta gran curiosidad imaginarme que un día de estos en alguno de tales barrios de una ciudad española se desata la furia destructiva de sus humildes habitantes y que se ponen a quemar coches como posesos. No pensemos en una zona llena de inmigrantes, no, sino en uno de estos otros, con mayoría gitana, por ejemplo. La curiosidad me viene al preguntarme si nuestros bienpensantes aplicarían los mismos paños calientes, idénticas excusas y similares explicaciones que las que repiten a propósito de los desmanes que han venido sucediendo en Francia. Porque, al parecer, todo aquello se explica por completo y se justifica bastante en consideración a que se trata de ghetos en los que vive población inmigrante apenas integrada en la sociedad del país, discriminada y con altísimas tasas de desempleo. Bien, no discrepo por completo de ese diagnóstico de causas, aunque me parece parcial e insuficiente, pero sí del propósito absolutorio que lo suele acompañar. Y me pregunto si los portavoces de tales diagnósticos con ánimo de eximentes los mantendrían si la destrucción la realizaran aquí gitanos o población marginal de alguno de nuestros particulares ghetos; o si el coche se lo quemaran a su cuñada, esa de las piernas largas, tan guapa.
Pero pretendo ponerme un poco más analítico y referirme a la diferencia entre motivos y razones, matiz que no dominan muchos de los que tan bondadosamente analizan los incidentes franceses. Un motivo de mi acción es el estado de cosas, objetivo o subjetivo, que me impulsa a querer hacer algo. El motivo de que yo me lance a comer compulsivamente puede ser que tengo un hambre de tomo y lomo. El motivo de que abuse sexualmente de una señora que me topo en un ascensor puede ser una larga e involuntaria abstinencia sexual. El motivo de que le robe la cartera a mi compañero de trabajo puede estar en que quiero comprarme una playstation último modelo. Raro es que hagamos algo para lo que no se pueda hallar un motivo, un móvil, que dicen los juristas. Ahora bien, ¿son esos motivos razones que nos den razón y que atenúen nuestra responsabilidad o el reproche de nuestra acción? Me parece que no. Fuera de los casos absolutamente desesperados, en los que el sujeto realmente carece de alternativas de actuación si quiere sobrevivir o salvar un bien que le importa e importa mucho (legítima defensa o estado de necesidad; o figuras de la doctrina tradicional como el llamado hurto famélico), los motivos no pueden servir como razones absolutorias ni en lo moral ni en lo jurídico, pues de lo contrario bastaría con poder explicar la acción como desencadenada por alguna circunstancia negativa o carencia de su autor para que, sin más, hubiera que dejar de aplicarle la sanción o la crítica.
Que ninguna mujer me haga caso no es razón que disculpe que viole a una, ni que rebaje el reproche moral y jurídico de mi odiosa conducta. Que todos mis colegas tengan aparatejos de último modelo y que yo ansíe mercarme uno no es razón para suavizar el reproche de mi conducta al robar a un compañero. ¿Y los inmigrantes franceses que queman coches? Concedamos, y tal vez no es difícil, que sus condiciones vitales son más adversas que las de la mayoría de los franceses. Admitamos también que eso es causa de que anden malhumorados y agresivos. Pero, ¿vale como razón que quite tan siquiera una parte de la maldad de su conducta de quemar indiscriminadamente automóbiles y otros bienes? Y si usted, amigo lector, contesta que sí que excusan las circunstancias y las causas, tendrá que admitir que las mismas excusas deberán valer si los que así proceden son cualesquiera otros que se hallen en circunstancias igual de negativas y si el perjudicado por sus actos es usted o cualquiera de los que le son más próximos o queridos. Porque, si afirmando lo primero no me admite esto, lo suyo es la ley del embudo, permítame que se lo diga. ¿Ha reparado usted en que muchos de esos que matan a su pareja, comportamiento vil y odioso donde los haya, son también unos pobres hombres –o mujeres- sin cultura, lumpen, marginados, excéntricos? ¿Por qué no decimos de ellos que pobres, que no es suya la culpa sino de la sociedad, que es normal que se rebelen echando mano de la violencia y que son la expresión de una sociedad tan injusta que no puede condenarlos sin dar nueva prueba de su insensibilidad?
Reparemos en otro detalle. Hablamos con toda naturalidad de lo que disculpa a los grupos y usamos el plural con gran complacencia. Son los pobres, los marginados, los discriminados, los inadaptados, los oprimidos. Bueno, pues ahora imagínese que usted está en el colmo de la miseria y la desesperación y que padece todo el maltrato de esta sociedad oprobiosa, hasta que un día no puede más, sale de su casa con una lata de gasolina y le prende fuego a diez coches, con un par de cerillas. ¿Cuántos se iban a acordar de su terrible situación como razón para no criticarlo y condenarlo? Me temo que ninguno. Y esto nos lleva a dos de los prejuicios que lastran el razonamiento de la supuesta intelectualidad bienintencionada que pontifica sobre este tipo de asuntos.
El primero de esos prejuicios es el privilegio del número. Lo que si hecho por un desesperado se sigue viendo odioso y condenable, si lo realiza una masa de gente empieza a parecer noble rebelión y recurso último de la justicia social. ¿Por qué?
Y el prejuicio segundo es la preferencia por lo destructivo frente a lo que podríamos llamar lo alimenticio. Si usted roba para comer o darle carrera a su hijo, le seguirán diciendo que eso no es plan y que así no vamos a ningún lado. Pero se junta usted con cien que tienen idéntica necesidad a la suya y sale por ahí a poner petardos o destruir tiendas y coches y comenzamos a pensar que la santa indignación encuentra su expresión más adecuada. ¿A cuento de qué?
Y tentaciones me dan de pensar que si el grupo que sale a destruir es de bercianos pobres y oprimidos no van a hallar tanta comprensión como encontrarían si, siendo su situación social y económica idéntica, fueran inmigrantes, incluso de tercera generación y con la misma nacionalidad que los del Bierzo.
Supongo que la razón de esas sinrazones es la nostalgia de la revolución, tan propia de intelectuales acomodados y de burguesillos que se conceden pensamientos puros para sanar en su alma los ecos de sus acciones más impuras. Esos que se cambian de acera cuando van a cruzarse con un gitano pero que se indignan tanto cuando oyen al ministro francés llamar chusma a los que le meten fuego a los coches.
Pues bien, los que queman los coches son chusma y, sin embargo, no son chusma los miles de pobres y marginados que viven entre nosotros sin quemar nada. ¿O acaso valen menos y merecen éstos menor respeto? Qué bonito eso de pensar que uno ya es guapo porque no usa palabras feas. Qué cómodo creer que porque nuestro lenguaje es políticamente correcto ya es ejemplar y correcta en grado máximo nuestra conducta. Qué fácil sentirse de los buenos por decir solamente que no hay malos.

16 noviembre, 2005

¿Derecho para todos o ley del embudo?

Un buen amigo de este blog y antiguo alumnos al que no veo desde aquellos tiempos de las aulas ovetenses, me escribió esto hace pocos días:
En la reciente huelga de la minería se aplicó el mismo rasero que con Atutxa: un grupo de mineros puede tener cortadas varias horas las principales vías de comunicación de una región y no pasa nada porque se conculquen los derechos constitucionales de miles de ciudadanos, que quedan horas atrapados y no pueden cumplir con sus obligaciones. La Delegación de Gobierno dice que no los denuncia para facilitar la negociación. Sin embargo, hace unos meses multaron a una jubilada de Onís o Cabrales por participar en un corte de media hora en una carretera local para protestar por los daños del lobo.
Pocos días después añadió esto:
De todas maneras, este fin de semana salió algo en la prensa sobre este tema y se decía que al final la Delegación del Gobierno había sobreseido los expedientes abiertos a los ganaderos. Este trato diferencial ya ves que es general: si voy a bañarme a la Gabinona (fuente de la plaza de América, en Oviedo) para celebrar mi cumpleaños y destrozo las flores me arrestarían y multarían, pero si vamos 500 juntos a celebrar algo (p.e.: la victoria deAlonso) no pasa nada.
Y, digo yo, y así se lo planteo al amable lector: Este amigo mío, que es de la Cuenca del Nalón, ¿es un reaccionario por decir y pensar esto? O, más simplemente, ¿semejante ocurrencia es razonable y de sentido común o es una salida de pata de banco? Porque si concluimos que sus pensamientos no son políticamente tendenciosos (yo que lo conozco algo sé con seguridad que no) y sí son razonables, tendríamos que preguntarnos si rige en este país nuestro la igualdad ante la ley o la ley del embudo y si los derechos (o no derechos) de unos valen acaso más que los derechos de otros.
Y si nos ponemos más teóricos, debemos interrogarnos acerca de si es legítimo y admisible que la aplicación o no de la ley sea moneda de cambio que se pueda usar con desenvoltura en las negociaciones políticas y laborales. A lo mejor la respuesta es que sí, vaya usted a saber. Pero, en tal caso, tomamos nota y pedimos vez para la barricada. Estamos de rebajas.

15 noviembre, 2005

LA FALACIA DE LOS DERECHOS

Oímos esta temporada a los políticos que intentan justificar todo tipo de reformas y cambios y todo el rato repiten la misma cantinela, machaconamente: que la reforma es buena porque da más derechos, amplía derechos, profundiza en los derechos, desarrolla los derechos, etc., etc. Es una fórmula mágica, un cliché que suena bonito y hasta convence, si no se reflexiona demasiado.
Pues bien, contrariando el propósito más común de los que son tan dados a la hipnótica invocación de semejante fórmula, reflexionemos. Y comencemos por hacernos las preguntas de rigor: ¿todo nuevo derecho que a alguien se conceda es bueno por definición? Y más, ¿son buenos y beneficiosos para todos los derechos que a alguno o algunos se concedan?
Seguro que con ejemplos se ve mejor. Supongamos que una ley nos concede a todos los ciudadanos el derecho a meternos heroína en vena en la proporción que se nos antoje. Sin duda, a los derechos que teníamos se habrá sumado uno bien llamativo. Es probable también que distintas asociaciones y colectivos (y alguna ONG, fijo), saludaran la reforma como una importante ampliación de los derechos y hasta lo justificase con amplia enumeración de preceptos constitucionales propiciatorios (libre desarrollo de la personalidad, libertades de distinto tipo –de conciencia, religiosa, de expresión, artística...-, y hasta el principio de igualdad, pues se equipara por fin la libertad de los que gustan de beber orujos con la de aquellos que prefieren estimulantes más agudos. Pero ante semejante entusiasmo subsistiría la duda capital de si en verdad se nos hace favor o daño al regalarnos derecho semejante.
Podríamos multiplicar los ejemplos. Pensemos en que legalmente se nos permitiera circular en coche sin cinturón de seguridad. Se enriquecerían los derechos, la libertad de los conductores, pero ¿sería legítimo presentarlo como favor que se les hace? Difícilmente, más bien parecería un caso de sadismo legislativo.
Si lo anterior es verdad, habremos respondido a la primera de las anteriores preguntas y sabremos ya que no toda concesión de nuevos derechos beneficia ni siquiera a su titular inmediato.
Pongamos ahora que una ley otorgue a cada uno de los que midan más de 1,80 el derecho de cargarse a un bajito que les caiga mal. Menudo lujo para los altos, quién no soñó alguna vez con quitarse de en medio a algún sujeto aborrecible. Y, sin embargo, no es plan. Qué cara se les iba a quedar a los pequeñajos cuando oyeran al Pepiño de guardia explicar que la medida es positiva porque amplía derechos. Los míos más bien los restringe, tanto como pare reducirlos todos a fosfatina, replicaría el canijo. Y tanto.
Podrían también aquí ser multitud los ejemplos. Sólo uno más, menos dramático y artificioso. Una ley que permitiera a los fabricantes de yogures comercializarlos sin fecha de caducidad equivaldría a darles un nuevo derecho bien interesante... para ellos. Tan interesante y tentador para ellos como perjudicial para la salud y el bolsillo de los consumidores. Ya tenemos, por tanto, respondida con los ejemplos la segunda pregunta: al calcular lo bueno que sea un derecho para algunos es necesario tomar en consideración lo que pueda perjudicar los derechos de otros. De ahí que en materia de derechos lo razonable no es sumar a lo loco, al grito de mejor cuanto más de lo bueno, pues siempre hay que preguntarse bueno para quién y malo para cuántos.
No sería mal ejercicio ahora pasar por el tamiz de estas sencillas consideraciones algunas de las reformas que en materia de derechos se han discutido y se discuten esta temporada. Esto no es aritmética, para nada, y cada uno carga a voluntad la lista de derechos que para él más cuentan y establece sus propias jerarquías entre esos derechos. De manera que invito al lector a que haga por sí mismo y para sí mismo tales ejercicios. Este que les escribe va a hacer aquí públicamente un ensayo muy simple a ese propósito, retratándose con ello y sin querer adoctrinar a nadie.
En el caso del matrimonio homosexual la pregunta que me hago es, en primer lugar, si implica conceder a alguien un derecho nuevo que no tenía. La contestación es clara, pues se da a los homosexuales el derecho a casarse, con el que no contaban. Y ahora la cuestión decisiva: ¿daña, limita o elimina algún derecho de otros? Y a mí me parece que no, pues a nadie obliga la ley ni a ser homosexual ni a casarse. ¿Entonces? Pues entonces las razones de las que se oponen tendrán que basarse en algo distinto de los derechos, como es la defensa de una determinada concepción, la suya, de instituciones como la familia. Y sí, en ese tipo de pensamiento las instituciones comunitarias se presentan como límites y trabas frente a la extensión de los derechos de los individuos. Exactamente igual que hace al nacionalismo cuando en nombre de la defensa de la nación, como entidad grupal, restringe el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos en castellano o la de los comerciantes a poner su rótulo en castellano o inglés. Y a la inversa funciona igual, lo sé. Porque no son los derechos individuales lo que más importa ni a los nacionalistas de un lado ni a los de otro, les pone más la nación.
Sí parece que cuentan de lo que más los derechos para el actual Gobierno. Y, entonces, ¿por qué no velan más fuertemente por la limitación de derechos individuales que los nacionalismos periféricos están llevando a cabo? Tiene gracia que yo ya pueda casarme con un varón pero no pueda poner carteles en castellano en mis escaparates si soy comerciante catalán. Curioso.
Me pongo ahora con el tema de la reforma de los estatutos de autonomía. Servidor no tiene inconveniente en que, como retóricamente se dice, se aumenten con la reforma los derechos de los ciudadanos catalanes (que no creo) o de las instituciones de gobierno de Cataluña (que sí creo). Pero, sea lo uno o lo otro, ya no me parece tan simpático y majo y progre todo ese aumento si va en detrimento de mis derechos en cuanto ciudadano censado en Castilla y León. Por dos razones, una, más testimonial que otra cosa, porque qué tienen ellos que a un servidor le falte y que sea razón de que posean derechos más largos que los míos, y más si vivimos en un Estado regido por el principio de igualdad formal, sólidamente (¿o no?) implantado en el artículo 14 de nuestra Constitución, al menos de momento. Y otra razón es que si todo el amaño de los derechos y toda la parafernalia de las declaraciones sirve al fin de que se lleven de los impuestos más tajada que los de mi pueblo, estaríamos ante uno de esos casos en que los derechos de unos engordan a costa de que adelgacen los de otros. Si fuera un economista pedante diría que estamos ante un juego de suma cero, y que en semejantes casos todo lo que gane uno es a costa de la pérdida de otros. Yo quiero que a mí y a un ciudadano de Reus se nos brinden servicos públicos en idéntica proporción o, al menos, en idéntica proporción a nuestra contribución al cesto común, no que a él se le hagan más carreteras o más hospitales porque mamó otra lengua o porque una vez un rey allá soltó una ventosidad al grito de visca el Barça, por mucho que fuera histórico tal deahogo y aunque sentara importante precedente para sus sucesores.En conclusión, que no es verdad que las penas con derechos sean menos penas. Pues hay derechos que son penosos.

13 noviembre, 2005

EL FRACASO DEL FRACASO ESCOLAR.

Sigamos un rato con los asuntos educativos. En este mundo mitológico de andar por casa que nos ha caído en suerte, el papel de los mitos de antes lo asumen ahora determinadas palabras. Vamos a menos. Pero sucede que son multitud los términos y expresiones que todo el personal escucha con veneración y que desde pantallas y púlpitos de toda laya pronuncian los sacerdotes de la religión posmoderna con gesto bobalicón y ojitos tiernos: consenso, multiculturalidad, diálogo, cultura, nación, derechos históricos, tolerancia, derechos. No, no estoy haciendo el glosario de ZP, el problema va mucho más allá. Todo eso ya estaba ahí, madurito, y simplemente ZP tiene buen oído y tararea de continuo y de corrido los cuarenta principales de la paraprogresía. Sólo eso.
En tema de educación la expresión-mito es “fracaso escolar”. La pronuncia cualquier subsecretario de los tres en fondo y se les abren las carnes a todos los que comen de la cosa pedagógica. Fracaso escolar es el nombre del enemigo, de la bestia del averno. La santidad educativa consiste en evitar el fracaso escolar.
Pero qué fracaso escolar ni qué niño muerto, precisamente. Qué nuevo engañabobos nos andan metiendo por el BOE y por las aulas. Qué es eso del fracaso escolar, vamos a ver.
Pues, al parecer, es un asunto estadístico. Sorpresa, parecía que andábamos en cuestiones tan humanas como la formación de los niños y la adquisición de los conocimientos, y no, la cosa va de números y curvas, queda fetén en el power point, que es a la religión posmoderna lo que la pila del agua bendita a la tradicional.
El fracaso escolar se mide por el número de alumnos que no rebasan los cursos o no obtienen el título final. A más suspensos, más fracaso; a menos, menos. Fantástico. De manera que si todos aprueban todo todo el rato el fracaso escolar es cero, no hay fracaso; lo que, digo yo, equivale a afirmar que es un éxito la enseñanza de marras en la que todos aprueben siempre, a ser posible sin examen, pobrecitos míos, mis bebés de quince años, tan absortos en actividades extraescolares y en el Marca. Muy bien, pues ya los jerifaltes de la bonoloto educativa han dado con la solución, hace tiempo: forcemos a los profesores a aprobar a todo Zeus y así no habrá fracaso. Somos los genios de la pedagogía y los nuevos liberadores de la humanidad. Quieto parao con nosotros, que no hay quien nos tosa. Y de progres, los que más. La revolución empieza en las aulas, viva la igualdad, abajo los privilegios de los listos o los currantes. Nadie tiene derecho a dejar de ser gañán. Gañanes del mundo, unios en nuestras aulas. Ale, ya está. Y en cuatro días más catedráticos. Jo, papi, qué ilu.
¿Que los profesores, esa aristocracia resabiada, esa clase opresora, esa oligarquía privilegiada, se niegan a aprobar a los más zoquetes? Pas de problem, los obligamos por decreto, je, je, que para eso somos demócratas y creemos en la autodeterminación de los centros educativos. Que no puedan impedir que pase al curso superior, y a la Universidad, qué caray, ningún cantamañanas con cerebro de mosquito y playstation de última generación. Y los chavales capaces y dispuestos que se aguanten, ¿o acaso sueñan con sentirse superiores, en esta sociedad en la que nadie es más que nadie, salvo el pedagogo y su primo Subsecretario, que son talmente Alá y su profeta?
Ah, amigo, pero la realidad es tozuda y, como bien sabía el Padrecito Stalin, la contrarrevolución acecha en cada esquina y en cada espíritu pequeñoburgués. Hace falta más madera, de la del otro Marx, y, así, vamos quemando la escuela, objetivo último de una enseñanza que tiene su ideal definitivo en que cada uno en la calle pueda enseñar al otro, sin violencia, coacción, esfuerzo ni discriminación, lo que sabe, exactamente todo lo que cada uno sabe: nada. Pero no nos pongamos utópicos, no se nos vaya a venir el pedagogo modelno, extasiado ante la perspectiva de que todo ciudadano conozca exactamente lo mismo que él. No pararán hasta que el fracaso escolar sea cero, la curva recta, la recta un punto, la pura ataraxia, el paraíso budista, la paz de la vaca que rumia con la mente en blanco, humanidad dichosa, dichosa humanidad.
Sale bilis, ya ven. Pero tratemos de hablar en serio, y no como pedagogos modernisisssimos. Hay una pregunta que me perturba, lo confieso. Es ésta: ¿pero no es más fracaso que aprueben, rebasen curso y pillen título los que no saben nada de nada ni quieren saberlo ni respetan al que pretenda enseñárselo? Pues al parecer no. En eso hay acuerdo general en las Facultades de Educación (¿Educación?) y en las Haltas Hesferas. Así que el cateto es un servidor, sin duda; y un reaccionario, también. O en el idioma de ellos: soi un rehacionario. Pásalo.
Y como reaccionario que soy (toda la vida creyéndome rojo y acabo así, oh destino ingrato) categóricamente afirmo esto, y para más inri lo sostengo con voluntad de respeto a la ortografía y a la sintaxis: EL ÚNICO FRACASO ESCOLAR, EL VERDADERO FRACASO ESCOLAR, ES QUE LOS NIÑOS Y MUCHACHOS CULMINEN SU TIEMPO EN LAS ESCUELAS Y LOS INSTITUTOS SIN COMPRENDER LO QUE LEEN (SI ES QUE PROPIAMENTE SABEN LEER, QUE ESA ES OTRA), SIN CONOCER QUIÉN FUE ALFONSO XIII O CUÁNDO OCURRIÓ LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y SIN PODER HACER UNA SUMA SIN LA CALCULADORA DEL MÓVIL. Item más, si ese es el verdadero fracaso, y lo es sin remedio, y eso no hay Rubalcaba que pueda negarlo (bueno, perdón, Rubalcaba sí puede, no hay que exagerar), se cumple igualmente la que vamos a llamar la LEY DE HIERRO DEL FRACASO ESCOLAR, que reza así: EL FRACASO ESCOLAR REAL ES INVERSAMENTE PROPORCIONAL AL FRACASO ESCOLAR ESTADÍSTICO, ése que mira sólo índices de aprobados y títulos.
O sea, que mientras no suspendan más estudiantes y no se nos estropee en condiciones la estadística esa que pone cachondos a Directores y Subsecretarios, no dejará de fracasar la educación; ni de ser la tomadura de pelo que es, especialmente para los más pobres. Por mucho que porfíen Sansegundo o Santacuartoymitad, el empeño en que todos sean Einstein por decreto y obtengan el título de tales conduce inexorablemente a que no salga en la puñetera vida aquí un Einstein. O que, si sale, se exilie a los tres años. No hay vuelta de hoja.

12 noviembre, 2005

EDUCACIÓN: ¿POR QUÉ HAY QUE OPTAR ENTRE ALTERNATIVAS IGUAL DE IDIOTAS?

Hoy quiero ser breve, pues tengo claro lo que quiero expresar y porque no quiero dar margen de párrafos al hervor de la sangre. Toca esta semana andar a vueltas con debate sobre la educación y parece que de nuevo hay que alinearse o con Luzbel o con Belcebú. Pues no me da la gana, ya que son una auténtica desgracia y un radical despropósito las alternativas en pugna, las dos, las dos únicas que nos ofrecen. Si es eso lo que nos dan para escoger, que elijan ellos. Me niego a aceptar que todo el margen de movimiento que se nos brinda sea entre la Escilla de una educación meapilas y dogmática y el Caribdis de una formación para tontitos intocables alérgicos al esfuerzo. O, por mejor decir, pues los chavales de poco tienen culpa aún: no asumo tener que tomar partido o por opusianos empeñados en explicar a nuestros muchachos y muchachas que sus cuerpos son sucios y que tienen que santificarlos absteniéndose de toques y relaciones fuera del matriminio, o por progres de pega que porque un día ganaron cuatro duros y ya tienen hipoteca y BMW consideran que su hijo es la quintaesencia de la perfección y que nadie debe osar ni suspenderle una asignatura y, mucho menos, disciplinarlo para que pierda sus modos de gañán pijo y cenutrio consentido y bobalicón.
¿Qué hacemos, qué votamos, dónde y cuando nos manifestamos los que queremos que la educación sea laica y de calidad y que, al mismo tiempo, a los muchachos se les enseñen contenidos y se les imponga una mínima disciplina, que es arte y adiestramiento en el respeto a los demás?
Porque veamos resumidamente. De mano la derecha demanda mayor valoración del esfuerzo y mejor insistencia en los contenidos formativos que tienen que ver con las matemáticas, la lengua o la historia. Muy bien. Pero pronto se le ve al portavoz de turno asomar la sotanita por debajo de la mesa, como la patita del lobo aquel. Y a las asociaciones firmantes de manifiestos y convocantes de manifestaciones les salen de inmediato unos apellidos que dan miedo, de tanto como huelen a azufre, al diabólico azufre de los que odian sus cuerpos y los ajenos, de los fundamentalistas que quisieran poner en las escuelas la primera piedra de un Estado otra vez confesional y de una ciudadanía tan pía que de puro obediente al dogma acepte sin decir ni pío lo que sobre la vida buena y la persona modélica decreten obispones y demás ralea de los que critican el uso de lo que ellos no usan y elevan a patrón moral universal sus neurosis mal administradas, sus incapacidades nunca reconocidas o su particular manera de acomodarse, a duras penas, en armarios y arcones.
¿Nos ofrece algo mejor la izquierdita de diseño retozón y eslóganes de manual trasnochado? Pues ya ven, decía Pepiño Blanco hace unas semanas que no entiende por qué la insistencia en relacionar la educación con el esfuerzo. Muy bien, Pepe, sigue así, tú que eres ejemplo vivo de que se puede llegar alto sin ninguna de las dos cosas, sólo con ser mandado de un jefe que sonría y hable con la esquiva profundidad de un oráculo cazurro. Di que sí. Jamás entendí ni entenderé qué diablos tienen los izquierditos estos contra el esfuerzo y la competitividad bien entendida. Si aceptan el mercado, porque no queda otra, si asumen que no hay más remedio que mejorar las capacidades y la formación de los ciudadanos, si es que no queremos perder el tren de la historia, si supuestamente creen en la igualdad de oportunidades y en la necesidad de apoyar más al que económicamente puede menos, ¿por qué ese afán de igualar por abajo, de dejar inermes a los profesores, de no brindar al estudiante mejor capacitado ningún modelo positivo de constancia y superación? ¿Por qué semejante obstinación en no reconocer que los métodos didácticos y pedagógicos que se vienen enseñando en las Facultades de Educación del 68 para acá han resultado un estrepitoso fracaso y han provocado un daño que no se sanará en generaciones? ¿Para cuándo van y vamos a poner fin de una maldita vez a la marea rosa de los pedagogos light y de los experimentos diseñados por incapaces, que sólo sirven para la producción masiva de incompetentes? ¿Pero de verdad alguien cree todavía que la sociedad toda, y en particular los padres, desea que se siga convirtiendo a los niños en esa cosa tontorrona que no sabe hacer la o con un canuto y que no tiene espíritu para mover su culo por nada? ¿Quién embrujó a esta izquierdita de sushi y Ribera de Duero hasta el punto de pensar que es progresista conseguir que acabe con el mismo título escolar el muchacho que sabe y se esmera y el zote que no domina a los dieciseis años las cuatro reglas y que entretiene sus horas colegiales insultando a profesores o maltratando a compañeros?
Voy a decirlo más claro, y no retiro ni una palabra: ¿cuándo va a tomar conciencia la izquierda, si es que algo queda de ella, de que a un alto porcentaje de los alumnos de primaria y secundaria hay que comenzar por darles un par de hostias bien dadas, y otras tantas a sus padres, y más fuertes cuanto más pijos e ideales de la vida sean éstos? Sí, y de paso, que se ponga en las listas de los buscados por Interpol a los geniales pedagogos que, desde sus cátedras ganadas en alta competencia con inútiles de su misma guisa, han convencido a los que mandan de que es mucho más fino y avanzado convertir las escuelas y los institutos en casas de putas administradas por los propios clientes.
No retiro ni una palabra. Y me pongo más solemne aún para declarar que jamás de los jamases votaré a una derecha que sueña con que nuestros hijos vayan, todos santos, con cilicio por la vida, ni a una izquierda que pone su mayor esfuerzo en convertirlos en unos analfabetos definitivos y unos sinvergüenzas irrecuperables. Tal cual.

10 noviembre, 2005

¿A quién le importa que se vayan los de la boina?

La frase con la que un servidor terminaba el post anterior ha hecho a algunos de mis fieles acompañantes discrepar sobre si debe importarnos o no que determinadas Comunidades de este Estado alcancen soberanía, ya sea a las claras o a la chita callando. Decía yo que no me importa si les dan soberanía o caramelitos (gabardina incluida), que uno viaja bastante y no tiene tiempo para discusiones de ociosos en barbería (me refiero a tanto politiquillo y tertuliano que se distrae y nos distrae mereando la perdiz, hasta la extenuación del pobre pájaro). Esto es lo que quiero aclarar, y para eso paso a explayarme un poco.
1. Es un tópico, pero con fundamento cierto: a los Estados europeos les va quedando soberanía para las cosas de poca monta, en lo otro manda Bruselas. Es así, y así seguirá siendo pese al frenazo de la Constitución Europea. Lo que suba o no suba nuestra hipoteca no depende ya del Sr. Solbes. Que en mi pueblo se deje o se impida a las vacas dar sus leches, tampoco. Y así sucesivamente. Cuando las viejas familias de prosapia van a menos, se esmeran cada vez más en cuidar sus recuerdos y limpian con el mayor celo aquellas porcelanas que heredaron de la abuela y que, a falta de cosas mejores, les parecen la quintaesencia de su alcurnia y el símbolo de su identidad (familiar) colectiva. En las mismas andas tantos consejeros autonómicos de cultura, por ejemplo, cuando planchan los trajes regionales o dan becas para que algún "matao" trate de demostrar que en el siglo XV había en una parroquia cercana un cura que escribía sus homilías en el dialecto local porque había descubierto que sus feligreses eran nación. Paparruchas. Alguien debería escribir un día la gran novela de este triste país nuestro al despuntar el siglo XXI. "El Gatopardo autonómico". O, si prefieren, "Crónica de una muerte anunciada... de las naciones". Bueno, o hagamos homenaje a lo que uno leía cuando se hizo la foto que anda por aquí: "Memoria de mis naciones tristes" (digámoslo así para no ser demasiado incorrectos).
En suma, que no es que uno sea indiferente al tema, sino que lo califica de menor cuantía. Como si dijéramos, imagínense que vemos a unos viejecillos prostáticos apostando, al modo en que antaño lo hacían/hacíamos los jovenzuelos, sobre quién mea más largo. Vanos los intentos, vana la discusión. Pero se pasa el rato, eso sí.
2. Que le rebaje importancia al tema no quiere decir que sea imparcial o indiferente sobre sus contenidos. Mis simpatías, todas mis simpatías, están, y están radicalmente, con posturas como la de Savater, Gotzone Mora, el Foro de Ermua, y similares. ¿Por qué? Probablemente por una combinación de varias razones. ¿Por apego a la idea de España?, ¿por espíritu patriótico? De eso no tengo mucho, lo reconozco, pero refrénese mi amigo anónimo y siga leyendo antes de lanzar comentario tronante. Póngase la cuestión en relación con el punto anterior y veamos si la cosa encaja. Si me doliera tanto la idea de España como nación unitaria que, en cuanto Estado, es soberana, tendría que ser, por ejemplo, convencido antieuropeísta y partidario de que se fomenten las señas de identidad cultural de la nación española, al modo como hacen con la catalana, vasca o gallega los "patriotas" de allá. Pero no. Uno es de esos descastados que se alegran de que cada vez vaya habiendo más nación europea, pues de la otra ya tuvo dosis suficiente en sus primeros dieciocho años de vida.
Ya he escrito alguna vez que mi patria y mi raíz están en un lugar muy determinado que se llama Ruedes, que mi gente ha sido y será siempre aquella, por mucho que yo ande de acá para allá, medre o tenga esta parcelita en el ciberespacio. Y que allí había una cultura singular, una cultura campesina, razón por la cual, a nada que a uno le rasquen los aprendizajes postizos y las poses estudiadas, sale el labriego, cagunmimanto. Pero de aquellas gentes van quedando pocos (cada semana mi padre me da el parte de bajas, él lee en El Comercio de Gijón cada día las esquelas, con el mismo espíritu del que comprueba los números de la bonoloto y con el valor del que juega a la ruleta rusa. El último fue Dolfo, antes se fueron Belarmo, Pila, Pepe Nava, Avelino el Roxu, Avelino Patricio, Fresno, Consuelo, Paraxu, Luis el Poncianu, Palmira, Pepito, Nieves, Pepe el Ferrador, Milio, don Eladio, Juan Antonio -era mi padrino-, Jamo, Manuel, Antonio Narciandi -mi copañero de lucha cuando tocaba batirse para que hubiera carreteras dignas, luz y agua-. Podría seguir, son muchos. Y éramos 150 en la aldea cuando yo era un guaje). Aquel modo de ser, de hablar, de trabajar, de sentir, de vivir, de disfrutar también, desaparece como todo lo que es temporal, muere como muere todo lo que una vez tiene vida. Y andan en círculo los buitres, con decretos, manifestaciones y trajes regionales que les tiran por la parte de la sisa.
Ida mi patria, o ido yo sin retorno posible a ella, pues no están ni mi cuerpo ni los tiempos propicios para retomar la guadaña o volver a ordeñar a mano, al conjunto de los ciudadanos de esta España renqueante los veo con toda la simpatía y solidaridad, y me son todos igual de gratos en esa media distancia. Y estoy a gusto así, sí. Y considero una idiotez andar destapando la caja de los odios y sazonando la convivencia con la pimienta de los agravios y las cuentas pendientes, que son cuentas de contable. Pero, dicho esto, cada vez que piso Alemania me emociona recordar lo feliz que viví aquellos años allá, con aquellas gentes, distintas, pero para mí próximas. Y en Iberoamérica me siento en casa, muchas veces más en casa que aquí, pues como andan allá en problemas serios no se dedican a mirarse el ombligo para ver si les sale un derecho histórico o una pústula nacional. Y me cuesta encontrar razones determinantes para sentirme más amigo o más solidario o más cercano de uno de Granada que de uno de Múnich, de uno de Cáceres que de uno de Cali. Y, para colmo, me gusta más la salsa caleña (escuche el incrédulo al grupo Niche) que el flamenco o la tonada canaria. Los hay que se desarraigan un día y se quedan con impotencia nacional, está claro, sin sensibilidad en la parte que se le tiene que poner turgente cuando pasa un compatriota, suena el himno o juega la selección. Habrá que consultarlo o tomar viagra patriótica.
Así que en España estoy a gusto (de momento, pero si esto sigue así...). Tanto, que aplico lo que podríamos llamar el principio de inercia nacional: si estamos tan bien así, si esto ha cambiado tanto y para bien en tantas cosas, ¿por qué carajo lo meneamos? ¿Quién es el sádico cabronazo que tiene ganas de que nos peleemos? Y, segunda consecuencia, puesto que tengo esa incapacidad nacional permanente, no puedo entender tampoco, menos aún, a los nacionalistas vascos, catalanes, gallegos o de Tomelloso, que alguno habrá allí también que sueñe con un Tomelloso libre y autodeterminado. No los entiendo. Aunque, en el fondo, en el fondo, sé perfectamente de que van: burguesitos con cultura de Babelia y perfume de dominical, que suplantan a los muertos para cobrarse su pensión. Quieren trincar, meter mano en la bolsa y sacarla más llena que los demás y, de paso, asegurarse que ellos se van a ganar cómodamente la vida con carguitos de pega (asistimos al milagro de la multiplicación de cargos inverosímiles, pura fantasía, prodigio más difícil que el de los panes y los peces, dónde vas a parar), y, para sus hijos, que van a ser funcionarios sin competir con el resto del mundo, o del Estado, pues sabrán cosas tan importantes en este planeta globalizado como aquel idioma momificado o la lista de los farmacéuticos del pueblo en el siglo XVIII.
Por eso los desprecio. Tal cual, desprecio. Y por algo más odioso aún, al menos en el caso de muchos, que no de todos: porque o matan o disculpan a los que matan o comprenden a los que matan. A los que matan en nombre de la maldita nación falsaria, porque prefieren que la nación viva aunque sea a costa de que muera gente real, de carne y hueso, viva. Vamos con esos, que son punto aparte.
3. A mí, que ya he dicho que me no me desvela el que la nación sea una o trina, pues no soy dado a teologías, se me impone como deber moral, para poder mirarme a la cara y para sentir que lo que explico a mis estudiantes cuando hablamos de ética, de Estado de Derecho o de justicia tiene algún sentido, el resistir, el hablar, el dar la cara y el tomar partido. No por ésta o aquella nación, no. Sino contra cualquiera que valore en más el rebaño de ovejas que la vida de un ser humano, uno solo. Y por eso me cisco en tanto progre comprensivo, tanto izquierdista que es totalitario pero no lo sabe, total sale barato, tanto aprovechado que va buscando fuego para ponerle precio a su manguera, tanto católico sin Dios y que lo redescubre en el jefe de su tribu o en la supuesta "casta" (manda güevos) de los encapuchados que lanzan cócteles molotov o gritan a favor de los asesinos.
Ah, amigo, ahí llegamos adonde duele. ¿Qué hacer? Este que suscribe lo tiene escrito y lo practica todo lo que puede: por la misma razón que no veraneo o no tomo café en una pocilga y entre cerdos, si puedo evitarlo, aplico mi modestísima capacidad sancionadora a amigos, colegas y conocidos. ¿Que cómo? Rehuyendo a los que necesitan sangre para que hierva por algo la suya, evitando a los que se creen activistas de los derechos humanos porque firman escritos contra la tortura en Guantánamo (que bien están esos escritos y hay que firmarlos, por supuesto que sí), pero no dicen ni pío aquí en favor de las víctimas, los represaliados y los oprimidos por el etnonacionalismo. Y dando de lo mío lo menos que pueda a una sociedad que no es capaz de expulsar de su seno, por la vía pertinente y que no voy a nombrar, a los matones, los chulos y los valientes de la capucha o el insulto en masa. Sé perfectamente que hay gente buena y mala en todo lugar. Pero tampoco voy a la casa de un buen tipo que tenga un hijo insoportable: primero que lo eduque y luego ya nos vemos.
4. Y ahora al tema del anterior post, mi opinión sobre la soberanía de facto y de iure que Comunidades como Euskadi logran con sentencias como la del caso Atutxa: me parece mal, ironías al margen. Y ya de lo anterior se desprende que no es porque sienta que algo se me muere en el alma cuando una nación se va, no es eso. Es que yo, como me parece que le sucede a mi amigo Mercutio, quiero vivir en un Estado y no en un burdel mal administrado. Y quiero ver en la cara del que me gobierne la expresión del viejo ideal republicano (no me refiero a nada que tenga que ver con la monarquía, es otra cosa), la dignidad del que tiene ideales políticos, los expone y lucha por ellos, no las facciones de Madame Claude y sus mismas técnicas de gestión. Y yo también, como tantos, pido que si hay ley se aplique a todos y se aplique igual. Y yo -esto me lo aplico sólo a mí por si no es compartido por muchos- puedo admitir que otros alcancen soberanía para su pueblo o que se la regalemos. Lo que me escuece, por decirlo del modo más gráfico posible, con perdón, es que la soberanía de ellos nos la metan doblada a todos y disfrazada de legalidad, constitucionalidad y respeto a los derechos. Y más todavía me duele, porque esto ya es doler, que ganen la pelea los malos, que triunfen los que mataron y que tengan que irse con el rabo entre las patas, y humillados, los pocos que tuvieron arrestos para levantar la voz, dar la cara y jugarse el pellejo, en aquellas tierras llenas de buenas personas y de un número casi igual de cobardes. Cobardes porque miran para otro lado y siguen saludando en la tienda o en el kiosko al asesino o al que lo amamanta. Por eso. O porque no se atreven a ir al funeral del muerto, por si los ven, y luego se dicen píos.
5. Acabo, que esto ya va largo. Hace días, en reunión nocturna de parejas cuarentonas, volvimos a lo de tantas veces: ay, estos hijos. Y vovíamos a ponernos leninistas, aunque sólo en el título: ¿qué hacer? La conclusión se impuso pronto y con contundencia. No hay nada que hacer. Contaba un buen amigo que otro amigo un día le dijo a su hija (era chica, pero eso da igual a los efectos de hoy) que no podía salir todos los días a las dos de la madrugada y regresar a las nueve de la mañana, que se lo prohibía, que ni lo intentara y que hoy te quedas en casa. La muchacha se fue a la habitación y el papá suspiró como quien se quita de encima un gran peso. A los cinco minutos reapareció ella vestida de calle. El padre se puso ante la puerta y repitió hoy no sales. Ella lo miró fijamente, avanzó hacia él y sólo dijo: apártate, papá, voy a salir. Y él se apartó.
Invito al agotado lector a construir equivalencias en la materia que estábamos tratando. A mí me parece que el papá es el Estado, ese Estado que habla por boca del Tribunal de Justicia del País Vasco, o por la de ese que otro as de la elocuencia parlamentaria que dice que lo más importante de la Constitución es el consenso constitucional, razón por la cual todo lo que se acuerde por la mayoría parlamentaria en materia que toque a la Constitución es constitucinal por definición, pues expresa consenso y versa sobre la Constitución: consenso constitucional. Revive Fray Gerundio Campazas, que era de León, si la memoria no me engaña.