26 diciembre, 2013

La condecoración



                Hace unos meses me encontré a Belarmino Cañaverales en la calle Ordoño II de Léon, que es la más distinguida y llena de ópticas de esta  aldea con catedral y rector universitario. Belarmino Cañaverales me tiene en grandísima estima, según descubrí aquel mismo día, pues me dio un fortísimo abrazo, me preguntó por mis hijos, se condolió de la muerte de mis padres hace siete años y me pidió mi firma para que el Ministerio de Sanidad le concediera a él la Vesícula de Honor, una alta distinción para gentes del mundo sanitario. Reconozco que firmé y que lo hice demasiado pronto, pues no había acabado de enterarme bien de los pormenores de tan altísimo reconocimiento y, a media explicación y en cuanto tuvo mi rúbrica sobre el papel que llevaba preparado al efecto, Belarmino salió a la carrera. O quizá fue el azar el que lo forzó a alejarse de mí tan raudo, pues acertó a pasar por la acera de enfrente una señora enjoyada y con muchas pieles y en cuanto Berlamino la vio gritó “espera, Esperanza”, o algo así, me dijo en voz innecesariamente baja (pues estaban unos operarios sacando a un camión cisterna los líquidos oscuros de una alcantarilla atascada) que se trataba de la viuda de un poeta antaño distinguido con varias flores naturales y a por ella fue con la pluma en ristre y la sonrisa a punto de serle disparada al centro de gravedad de la dama.
                Para esa misma tarde me había citado con Horacio, viejo amigo y compañero de oficio, que me recibió con gesto avinagrado.
- ¿Has visto lo de Berlarmino Cañaverales? -me soltó a bocajarro cuando ni habíamos apoyado los codos en el bar de la estación.
- ¿Lo de la medalla del páncreas?- pregunté yo.
- ¡Qué dices del páncreas! ¡Es la Vesícula de Honor lo que se está gestionando, con cordón rojo y blasón de oro!
Debió de captar en mi mirada algo más lamentable que la pura ignorancia, y se avino a ponerme al tanto.
- Es la más prestigiosa medalla en el campo de la Medicina, se viene dando desde los tiempos de Primo de Rivera y no hay ni mil personas que la hayan recibido en todo este tiempo.
- ¿De la Medicina? ¡Pero si Belarmino es catedrático de Latín!
- Ya, pero tiene una hija casada con un sobrino de Pene.
- ¿Pene? ¿Qué Pene?
- Penélope Marismas, la cuñada del alcalde, la que vive con Tino Mesones.
- ¿Y?
- Pues que Pene es íntima de la ministra, estudiaron juntas en las teresianas y luego creo que tuvieron una tienda de cojines o algo así.
- De cojines.
- Sí, Pati, la ministra, empezó Empresariales y luego lo dejó cuando se metió en el partido y se casó con Luisma.
- Luisma.
- El que tenía lo de talleres Riocastro. Ahora está en Canadá de agregado cultural de la embajada.
- A ver, recapitulemos. Belarmino Cañaverales anda trabajándose para sí mismo una condecoración de mucho renombre entre los médicos llamada la Vesícula de Honor.
- Así es.
- Aunque no tiene ni puta idea de Medicina y él es de letras, catedrático de Latín.
- Sí, pero lo justifican porque hace tiempo publicó un par de artículos sobre el latín anatómico tardomedieval.
- Vale. Y pide a todo dios firmas para lo de la Vesícula.
- Pide firmas porque en el Ministerio dicen que está hecho, pero que hay que cubrirse las espaldas y que se vea que Belarmino el prestigio tenerlo, lo tiene. Ha habido algún escándalo con lo de la medalla de la pesca marítima a un manco de Badajoz y andan un poco moscas.
- ¿Y para qué quiere Berlamino la condecoración de la Vesícula, si puede saberse?
- Es que creo que intenta meter a un hijo en el Hospital. El chaval estudió Enfermería y al parecer no es de los más brillantes.
- Bien, pero no veo la relación.
- Es que el gerente del Hospital se jubila en dos o tres meses y Belarmino anda mirando a ver.
- ¿Belarmino de gerente del Hospital? ¡Hombre, no jodas!
- No, su hermano, Pacho Cañaverales, el que llevaba lo de Automóviles La Cuesta hasta que quebró y se armó aquel lío.
- ¿Ése no estaba en la cárcel por no sé qué fraudes?
- Sí, pero lo indultaron el año pasado. Cuando lo de la medalla del Santo Camino de Berlarmino. Belarmino y Carrizo, el Secretario de Estado de Justicia, hicieron la mili juntos, creo que en Artillería.
- Entonces Pacho Cañaverales se hace con la gerencia del Hospital y…
- Colocan a Benitín Cañaverales, el hijo de Belarmino.
- De enfermero.
- Hombre, de enfermero no. De director de planta o algo.
- Y para eso les hace falta que le den a Belarmino la Vesícula de Oro o como se llame.
- Sí, porque el consejero de aquí está de capa caída en el partido y en cuanto vea que los Cañaverales tienen hilo directo con Madrid se aviene a lo que sea.
- ¿Y tú has firmado?
- Sí, tío, qué  mierda. Es que mi hijo Luisín está de becario en el Departamento de Berlarmino y andamos a ver si le conseguimos una posdoc.
- Claro, claro.
- De todos modos tú no tenías que haber firmado, esto es todo una mierda y Belarmino un impresentable. Yo te tenía en mejor concepto, la verdad.
- Ya.
                Pasó algo de tiempo y un día llegó a mi despacho una carta con la invitación para asistir al acto de entrega de la Vesícula de Honor a Belarmino Cañaverales. Iba a ser en el Hostal San Marcos y el programa impresionaba, discurso del alcalde, del consejero, del rector de la Universidad, de la presidenta de la Diputación y del embajador de Japón, aunque esto último no entendí a qué venía. Tiré la tarjeta a la papelera, pero a los cinco  minutos sonó el teléfono y era Belarmino, quien me suplicó que asistiera e invocó sorprendentes amistades nuestras de toda la vida y un futuro tentador de proyectos comunes y éxitos compartidos. Como mi mujer y mi hija se habían ido un par de semanas a París por no sé qué lío familiar, me dije que total qué y que me tomaría un vino y unos canapés y me echaría unas risas para mis adentros.
                Llegó el día y todo se desarrolló según lo previsto. Abrazos y palmadas, discursos y homenajes, camareros bien uniformados, un grupo de cámara del conservatorio local interpretó algo de Brahms, la presidenta de la Diputación con visón y novio nuevos, varios invitados que me tomaron por promotor inmobiliario o concejal en ciernes y quisieron hablarme de los proyectos para el nuevo hospital. Se hizo tarde, pero no me apresuré, pues en casa no me esperaba nadie. Los más rezagados ya se marchaban, pero me vino la necesidad de ir al baño. Estaba algo achispado y me senté tranquilamente en mi cubículo, hasta temía quedarme dormido allí. Entones oí que se abría la puerta del recinto y que alguien entraba entre cuchicheos. Se metieron en el cubículo de al lado. Se escucharon primero susurros y luego un jadeo que  iba subiendo de tono.
No lo pensé bien, tal vez fui imprudente. Me puse de pie sobre la taza del váter y asomé mi cara por el hueco de arriba. El embajador japonés tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos en blanco, pero captó mi presencia sorprendida y me sonrió. Belarmino, arrodillado, le estaba haciendo una felación. El diplomático nipón gesticuló algo muy tenuemente con su mano izquierda, pues con la derecha le movía la cabeza a Belarmino. No sé qué querría decirme el oriental, quizá que el amigo Cañaverales se había propuesto ser caballero de la Orden del Sol Naciente o cosa de ese jaez o que quería mandar a un hijo suyo a poner un restaurante de sushi en Talavera de la Reina y necesitaba una carta de presentación.
                Llevaba yo dos años y medio sin fumar pero al primer viandante que me crucé al salir del San Marcos le pedí un cigarrillo. Después de tenderme uno y de darme fuego, me preguntó si no me importaría firmar un manifiesto para que hicieran hijo predilecto de la ciudad a no sé quién. Le dije que tenía mucha prisa pero que en los baños del Hostal había un japonés que seguro que firmaba y movía unos hilos, y allá se fue con prisa y agradecido.

24 diciembre, 2013

Pesimismo de fin de 2013



                Va camino de acabarse un año que no me ha gustado. No digo en lo personal, la vida ha seguido dándome alegrías y buenos momentos, hasta sorpresas bien gratas. En lo personal no tengo queja, bien al contrario, aunque el destino siga enredando con el revólver con el que juega a la ruleta rusa y algún dolor toque muy de cerca a personas que quiero.

                Me refiero al ambiente general, al país. Acabo de ir a un supermercado en el barrio cercano a mi casa. Los supermercados de mi zona se han convertido en metáforas, están medio vacíos en fechas en que solían llenarse, los dependientes de pescaderías y carnicerías miran con gesto hosco y caras largas, los pescados  tienen los ojos velados, no sorprendería que sobre las carnes apetitosas fueran apareciendo moscas fúnebres. Las madres tiran de los niños que, aun ajenos al ambiente, se detienen ante los estantes más coloridos. Parece como si no hubiera amanecido del todo, llueve y el viento bate los árboles. Mi hija echa de menos las luces navideñas en las calles, en los balcones apenas cuelgan guirnaldas o adornos, los papanoeles que hace unos años se pusieron de moda y se colocaban en las terrazas se han ido o hacen cola en el paro, tal vez están mandando sus currículos a algún lugar del Norte.

                No se me van las imágenes de aquella ciudad alemana en la que estuve hace diez días, todas aquellas luces, la apoteosis del consumo navideño, la fiesta callejera, los mercadillos atestados, tanta gente sonriente. Aquí nuestro pesar es resignado, mansedumbre de brazos caídos, abandono de condenados, conformidad pesarosa y gris.

                El Gobierno repite que vamos bien y que ya casi se ve la luz. La luz al final del túnel, se dice, gastada imagen tonta. No es verdad. De una crisis también se puede salir reforzado, como de la enfermedad o de un tiempo de suerte aciaga. Pero no es eso, no es el caso. Toda la esperanza que nos quieren insuflar es perseverancia en la decadencia, ilusión de nuevas alucinaciones, afán por que volvamos a emborracharnos en la mentira, como el que busca la luz de fuegos fatuos para orientarse y no caer de nuevo.

                Hacía falta rectificar tantas cosas, y ninguna se ha cambiado, se necesitaba un poco de justicia para reconfortarnos y la injusticia nos abruma, habíamos de plantarle cara a las verdades y terminamos el año embadurnados de mentiras nuevas y bien poco piadosas. Después de tanto espejismo, tocaba recapacitar y recuperar el seso, pero las fuerzas fallan y no quedan reservas de ilusión ni ganas. Los ricos se han hecho mucho más ricos y los pobres marchan cabizbajos y numerosos. La política se olvida de la polis y se torna apurada gestión de egoísmos e iniquidades. No se hace justicia, las instituciones se vuelven fortines, la ley no oculta ya su trampa, el interés general es despedazado por los perros de presa, las conciencias se tiñen de moho, dejamos de vivir para ir tirando, el futuro no puede nacer de este presente sin sangre en las venas, nos hemos rendido a la apatía y una sociedad apática es una sociedad sin vida.

                Somos afortunados los que aún podemos escapar hacia adentro, sentarnos con un libro y algo de música a resguardo del frío, viajar de vez en cuando, evadirnos en el trabajo por amor al arte, besar a nuestros hijos con la ilusión de que podremos sacarlos de aquí, llevarlos lejos y ofrecerles vida donde la haya. Es la última frontera, la de la resistencia interior, la del desprecio sin atenuantes, la de la pena de tanta pena.

                Tuvimos pequeños ídolos que no eran más que miserables con ínfulas, cedimos nuestro poder a los que nos desapoderaban, pusimos el porvenir en manos de salteadores de caminos, creíamos que nos movían ideologías y eran cantos de sirenas rijosas, vivíamos de prestado hipotecando el alma, cantábamos himnos en nuestros propios funerales. Ahora, desnudos, defraudados, solitarios y oscuros, bajamos la vista ante los espejos, no nos rebelamos por temor a un nuevo engaño, nos aceptamos, al fin, prosaicos y deprimidos, inermes, desesperanzados, vulgares, mansos, innobles. Mientras, las radios, las televisiones, los periódicos hablan de lo que ya no tiene por qué importarnos.

                Ayer fui al cine con mi hija y dos primos suyos. Tonto de mí, partí para allá con mucho tiempo, pues temía que las calles estuviesen llenas de coches o que hubiera larga cola para comprar las entradas. No fue así, me engañaba el recuerdo de navidades pasadas. Hicimos tiempo en una cafetería y éramos los únicos clientes, los tres pequeños y yo. Las entradas para la película ya no se vendían en la ventanilla, sino en el quiosco de las palomitas, palomitas no compraba casi nadie. Al salir, la calle estaba oscura y sin paseantes, pero cuando, ya en el coche, puse la radio, contaban no sé qué cosa sobre la pregunta del referéndum en Cataluña. Manda cojones.

17 diciembre, 2013

Igualdad y virtud



                Andaba leyendo algunos escritos sobre Aristóteles y vi una referencia a cómo para el filósofo griego los regímenes aristocráticos ponen en la virtud la pauta del mérito, pauta por la que se rige la justicia distributiva. Sirva o no la referencia, se me ocurre que puede que por ahí haya una buena vía para diagnosticar algunos de los males de nuestras sociedades actuales, y en particular en este país nuestro.

                Podría decirse que la idea ético-política de igualdad ha recorrido en la era moderna un complejo camino, marcado por varias etapas. Primeramente, el iusnaturalismo racionalista señala la igual dignidad o valor sustancial de cada persona, pero ligando esta igual dignidad con la igualdad de derechos, la igualdad ante la ley, para que no sea la ley la que discrimine entre los igualmente dignos y merecedores de respeto y de ser tratados como sujetos libres. Suelen algunos autores católicos insistir en que esa idea de esencial e idéntica dignidad de todos los seres humanos estaba ya de siempre en el cristianismo y era afirmada por la Iglesia, pero se olvidan del ese detalle específico: lo que modernamente se defiende no es que seamos los seres humanos ontológicamente iguales en dignidad o a los ojos de Dios, sino que por ser nuestra dignidad la misma merecemos derechos iguales y el mismo tratamiento en cuanto ciudadanos, seamos hombres o mujeres, blancos o negros, creyentes o no creyentes, etc.

                El Derecho moderno, basado en esa ontología igualitaria, se dio de bruces durante siglos con la permanencia de diferenciaciones en derechos que se apoyaban en diferenciaciones sociales muy fuertemente ancladas y sostenidas también por religiones, morales sociales y variados regímenes políticos. De ahí que perviviera durante un tiempo la esclavitud o hasta hace nada la discriminación jurídico-formal de las mujeres, entre otro buen puñado de discriminaciones.

                Lo insoportable del contraste entre la igualdad formal, que se correspondía con aquella igual dignidad reclamada desde la filosofía y el iusnaturalismo racionalista, y la real y brutal diferencia de riqueza y poder social entre las personas, diferencia que hacía que unas sólo nominalmente pudieran decirse libres, mientras que los poderosos veían su autonomía multiplicada porque podían usar a los más miserables como simples herramientas o semiesclavos, fue destacada ante todo por el socialismo utópico y el marxismo del siglo XIX. Surgió una idea más compleja de libertad como base de la igual dignidad, idea que se sintetiza en dos elementos interrelacionados: que la dignidad de cada ciudadano exige que tenga satisfechas o pueda satisfacerse determinadas necesidades absolutamente primarias para ser en verdad un ciudadano libre (alimento, educación, vestido, vivienda…) y que las diferencias de riqueza o estatus social solo estarán justificadas en atención al mérito y a lo que ese mérito beneficie al interés general, y en un contexto de igualdad de oportunidades. Naturalmente, con parecidos argumentos se sumó a esa lucha el feminismo, entre otros movimientos sociales que hacían ver las contradicciones sangrantes entre la teoría y la práctica en materia de dignidad, libertad, igualdad y derechos.

                Con los altibajos que son bien conocidos, esas ideas fueron prendiendo a lo largo del siglo XX, al menos en los países de economía de mercado con políticas redistributivas o de Estado social y regímenes políticos democráticos. Los trabajadores fueron ganando derechos y mejorando su situación socio-económica, las mujeres, muy lentamente, conquistaron igualdad con los varones, el Estado se iba haciendo Estado del bienestar y garantizaba un buen nivel de derechos sociales, la economía crecía a un ritmo tal que permitía que al mismo tiempo se enriquezcieran más los ricos y mejorara el nivel de vida y el estatuto socio-jurídico de los no ricos.

                Esa evolución, que en otros países duró muchas décadas y hasta siglos, en España se puso en marcha en cuatro días, por así decir, en muy pocos decenios, ya contemos, a algunos efectos, desde el desarrollismo franquista de los años sesenta, ya desde la muerte del dictador y la vigencia de la Constitución de 1978. Factores bien conocidos hacen de este país, secularmente atrasado en lo económico, autoritario y clasista hasta decir basta en lo político, confesional y represivo en lo religioso y con una población extraordinariamente acomplejada y con una marcada sensación de inferioridad frente a los vecinos de Europa, un país que se siente al fin moderno, lo convierten en un país económicamente pujante (aunque con pies de barro, como se acabó viendo), con políticas públicas avanzadas, con un Estado que, al tiempo que derrocha, consigue crear unos muy aceptables sistemas para la satisfacción de ciertos derechos sociales básicos, como el derecho a la salud, y con una ciudadanía que de una generación a otra no sólo pierde los viejos complejos, sino que adquiere fuerte orgullo, por un lado, y gran frivolidad y cursilería, por otro.

                De cómo el orgullo político-económico acaba alentando la abundancia de sujetos cursis y banales que se creen unos intelectuales y muy políticamente comprometidos aunque no repitan más que eslóganes para dummies, da buena cuenta el hecho de que el pijerío se hizo de izquierda y los progres españoles de convirtieron en el grupo socio-político más insufrible de Europa y, al tiempo, en los individuos más escandalosamente incoherentes que ha conocido la historia del pensamiento político moderno. Ojo, he dicho los progres, no la izquierda como tal o cualesquiera ciudadanos de izquierdas. A la apoteosis de la estulticia pijo-progre se llegó bajo los gobiernos de Zapatero, como es sobradamente sabido y reconocido. El pijo de hace poco ya no lleva Loden, como el de hace cuarenta años, sino pañuelo palestino al cuello y alguna prenda raída que cuesta un dineral pero no lo parece, amén de gafas de pasta y un coche todo terreno porque se siente ecologista y adora la naturaleza. Además, todos leen lo mismo, cuando leen, todos aseguran que no ven la tele o nada más que documentales y lo del Gran Wyoming, todos se mueren de vergüenza si alguien los encuentra con un periódico en la mano que no sea su vieja gaceta oficial, todos ven las mismas películas y juran que les encantaron y ninguno se atreve a opinar sobre si el hiperrealismo de Antonio López será buen arte o no porque no parece del todo cool ni congrega en sus exposiciones a los poetas de la experiencia y a sus señoras, y todos te miran mal si juegas un poco al pádel porque un día el tontaina de Aznar dijo que él lo practicaba. Ah, y no te dejan contar chistes que no sean de heterosexuales varones y cuarentones y todos quisieran ser vegetarianos si les saliera, pero como les pongas un cocido de garbanzos vas a ver lo que queda del chorizo y la morcilla. Les gustaría que ganaran el Nobel de Literatura Murakami o un africano, a ser posible homosexual, pero nunca se han manifestado todavía ante la embajada de Irán ni ante la de Corea del Norte, aunque Bush era un cabrón (en alguna cosa se puede estar de acuerdo con ellos) y los EEUU un asqueroso país imperialista al que mandan a sus hijos en cuanto tienen cuatro dólares ahorrados.

                Sucedió en España una cosa curiosa. A fin de que no se notara demasiado el contraste entre lo que proclamábamos y lo que hacíamos y entre lo que éramos en verdad y lo que queríamos parecer, le echamos a nuestra ideología dominante unas gotas de posmodernismo y nos convertimos en escépticos frente a todo y, en particular, frente a los fundamentos morales y políticos mismos del régimen político-económico que aparentemente defendíamos. Donde parecía que tendríamos que haber sido firmes defensores de la democracia bien entendida y aplicada, la tildamos de rehén del imperialismo foráneo o heredera del franquismo, para justificar que nos pasáramos la ley democrática por el arco del triunfo y para conseguir que nuestra profecía se hiciera verdad y llegáramos a lo que tenemos, una partitocracia podrida. Donde se supone que tendríamos que haber defendido una política bien laica frente a toda opresión religiosa con efectos sociales o sobre los derechos de algún ciudadano, nos hicimos multiculturalistas nada más que por el morbo de meterle competencia en casa a la Iglesia católica y que los curas tuvieran que aguantar mezquitas enfrente de las iglesias parroquiales, pero con el agravante de que acabamos queriendo permitir a otros lo que con buenas razones reprochábamos antes a los católicos castizos. Y del catálogo de filosofías morales disponibles escogimos un relativismo light con una utilidad bien clara: hicieras lo que hicieras y aunque fueras muy incongruente al aplicar en tu vida las reglas de la moral de la que blasonabas, ese relativismo posmoderno te servía para cuestionar las intenciones, la honestidad y los fundamentos del que te afeaba que fueras tan cretino. Pues se venía a decir, con esa pose de enterado presuntuoso, que, a la postre y bien mirado, Kant había sido un machista o un misógino, Locke un antecesor del neoliberalismo, Mill un calzonazos y hasta el mismísimo Marx le había puesto los cuernos a su señora  y había vivido a costa de Engels, que era de la patronal, mostrando así que no es nuevo esto de que tu mano derecha meta mano sin enterarse de lo que gesticulas en la manifa con tu mano izquierda o de si cierras el puño para cantar la Internacional o para que no se te caigan los billetes que acaba de entregarte un promotor inmobiliario.

                Total, que acabó por imponerse aquí la más perversa y fatídica de las ideas, la de que todo el mundo es igual y que, por tanto: a) todo el mundo tiene derecho a vivir cojonudamente aunque no dé palo al agua o haga más trampas que el más alevoso tahúr; b) no hay base para criticar a nadie del todo, pues quién es nadie para hacerle reproches a otro y hay que respetarse mucho; porque c) al ser todos iguales en dignidad y valor, por la misma razón que nadie tiene por qué ser menos que nadie, no tiene ninguno justificación para ser mejor que otro y recibir aplauso o premio, aunque sea honesto, trabajador, esforzado y leal a sus conciudadanos.

                En otras palabras, la degeneración o perversión de la noble idea anterior de igualdad condujo al descrédito de la virtud y a la igualación en la iniquidad. Si todos somos iguales y nadie es más que nadie, nos lanzamos a la exaltación de la medianía hipócrita y eliminamos tanto la crítica al indecente como la loa al esforzado y honrado. Así puestas las cosas y rebajada la filosofía política a una lista de consignas para tontainas con el colmillo retorcido y que van a lo suyo, se pongan corbata o no se la pongan, la primera de todas esas consignas es la de que en el fondo nadie es más que nadie. Fobia a la meritocracia y larvado retorno a o esfuerzo por mantenerse en lo que como país nos ha identificado durante toda nuestra miserable historia, un sistema de cooptación  basado en la corrupción y el mamoneo y un implacable mecanismo de exclusión del heterodoxo y del que no trague o no marque el paso de los bienpensantes de doble o triple moral.

                Lo tremendo es que esa demagógica deformación de la idea de igualdad, que les sienta como un guante de seda a los viejos poderes establecidos porque evita un sistema funcional y transparente de cooptación social y de circulación y renovación de las élites de todo tipo, empezando por las intelectuales y universitarias, fue adoptado por la izquierda boba como seña de identidad. En otras palabras, y para expresarlo del modo más claro: casi todo lo que ha venido defendiendo la izquierda desde hace décadas en España le sienta como anillo al dedo a la oligarquía de toda la vida. Es más, lo único que por esa vía se renueva un poco en las viejas castas es a base de subir de nivel económico y social a unos cientos de politicastros, entre los que hay muchos del PSOE y unos cuantos hasta de IU. Y otros no necesitan ni que los sienten en un consejo de administración y se venden por unas mariscadas y una visa oro, dando testimonio de su más íntima condición, la de putas baratas. Claro que no lo hace sólo esa parte de la izquierda y que así ha sido siempre mucha derecha. Pero en la derecha hay, en eso, más coherencia entre la ideología que se proclama y la vida que se vive o a la que se aspira. Eso es lo que mata a la izquierda: que si de subir el nivel de vida de politicuchos corruptos y venales se trata, o de tipejos que no tienen dos dedos de frente y piensan, por ejemplo, que el nacionalismo, cualquiera, es progresista y liberador, votamos a los viejos caciques que, al menos, no nos decepcionarán y nos quitarán la cartera con mejor estilo y sin fingir que nos pegan porque nos quieren o en nombre de alguna declaración internacional de derechos humanos.

                Hay que volver a la idea de virtud y combatir con ella la tergiversación demagógica de la igualdad. Socialmente no somos iguales, pues la perspectiva social tiene que ser la perspectiva del interés general, y el cultivo del interés general hay que alentarlo premiando a los que más aportan y apretándoles las clavijas a los parásitos de cualquier laya. No se trata de volver a ningún régimen estamental, se trata de buscar la eficiencia para el conjunto a base de estimular lo mejor que tenga y pueda darnos cada ciudadano. Todos los médicos de la Seguridad Social, por ejemplo, han de cobrar un buen sueldo, pero al que opera más y mejor o al que no deja de estudiar y formarse hay que pagarle más que al del montón. Los ascensos y promociones, especialmente en el ámbito público, tienen que ir muy intensamente unidos al esfuerzo y la capacidad acreditada y a la honestidad demostrada, no a politiquerías, grupos de presión, chantajes y sucias maniobras en la oscuridad. Se debe fomentar la competición, asumiendo un doble efecto. Primero, que los mejores mejoren, aunque eso ofenda a la mayoría de los menos buenos. Segundo, que los peores empeoren, para lo cual urge buscar maneras para que los inútiles y corruptos se vayan a tomar por el saco y, al menos, no cobren del Estado a título de funcionarios, empleados o altos cargos del mismo.

                Virtud y distribución, decía al principio de esta entrada. Distribución, sí, bajo la forma de buenos servicios públicos accesibles a todos los que no puedan pagar su precio. Estado del bienestar también, como modelo de convivencia en una sociedad en la que nadie muera de hambre y de frío. Y, a partir de ahí, a cada uno según su trabajo, su rendimiento, su esfuerzo, su mérito. Política antiparásitos y práctica no igualadora de la crítica moral. Porque no somos iguales, en modo alguno. No son iguales el honrado y el pícaro, el zángano y el que trabaja, el que se sacrifica y el que se aprovecha, el que labora todo el año y el que se inventa bajas laborales falsas, el que aprende y el lerdo que no da golpe, el que estima a toda la humanidad y por ella hace, además de por los suyos, o el zote que nada más que ve humanos plenos y merecedores de derechos en los de su tribu, su barrio o su camada. No somos iguales en la virtud y no es justo el Estado o el régimen político que en todo trate a todos como si todos fueran virtuosos. Y, además de no ser justo, no sobrevive. Eso también lo enseña la Historia.

                En resumen, también en un Estado social y democrático de Derecho se puede y se debe cultivar un espíritu aristocrático, pero en un cierto y muy peculiar sentido, en un sentido moral. Pues moralmente y como ciudadanos no todos somos iguales, porque no actuamos igual ni con los mismos propósitos. La justicia pide que no se trate igual a esos desiguales y el Estado necesita convencer a los más capaces y mejor dispuestos para que trabajen en él, para él y para la sociedad, en lugar de obligarlos a marcharse, a encerrarse en su torre de marfil o a deprimirse viendo el desolado paisaje de las ratas comiendo los despojos y dejando sin futuro a nuestros hijos.