29 junio, 2006

Negociación con ETA: tranquilos, estamos en manos fiables.

Uff, qué tranquilo me he quedado. Andaba uno, como otros, preocupado por lo de la negociación del Gobierno con ETA y etina. Hasta que escuché esta tarde las palabras, siempre precisas y certeras, de nuestro gran hombre de Estado, don José Luis Rodríguez Zapatero. Ahora ya me he relajado y dentro de nada me voy a tomar un buen vino y a fumarme un purito para celebrar esta dicha y esta calma.
¿Qué de dónde saco semejante optimismo? Hombreee, de las palabras del Presidente. Es que yo creo que la gente no se lo toma en serio, y yo mismo entono el mea culpa y me acuso de haber pensado a veces que habla a humo de pajas o al buen tuntún. Pero eso nos pasa por quedarnos en la superficie y en los titulares y por no meterle mano a un análisis concienzudo de sus discursos y declaraciones. Como penitencia, y para que sirva de ejemplo, me voy a permitir un tal desglose analítico (y herméutico, si quieren ustedes otra esdrújula de propina) de su declaración de este mediodía sobre la negociación con ETA. Verán cómo no hay vuelta de hoja y podemos dormir felices y confiados.
Permítanme que altere el orden de algunos de los elementos principales del discurso de Zapatero.
1. “Quiero expresar el compromiso absoluto del Gobierno y el mío personal con los valores, principios y reglas de la Constitución de 1978, que ha representado un éxito colectivo para nuestra convivencia”.
Ya ven, no hay tu tía. Sólo con esto ya no haría falta decir más. Constitución en mano, el artículo 2 es el que es y el título VIII (“Organización territorial del Estado”) idem de lienzo. Y así sucesivamente. O sea, que la Constitución no se pasa por el arco del triunfo, todo lo más se reforma siguiendo los procedimientos que ella misma establece en su título X. No sé cómo hubo quién pudo dudar de esto cuando lo del Estatut. Ahora Zapatero lo ha dejado claro per saecula saeculorum. Honni soit qui mal i pense.
Así que ni reconocimiento del derecho a la autodeterminación ni gaitas gallegas ni chistus. Cosa que no sé si me deja a mí muy contento, pues hace tiempo que vengo escribiendo que mejor sería que se largaran los que están a disgusto, hacen pucheros y dan la tabarra y algún que otro tiro (o los daban, al menos). Pero el dictum de Zapatero no deja lugar a enigmas: la negociación no afectará para nada ni a una sola regla o principio constitucional. Amén.
2. “En estos largos años todos los gobiernos han intentado alcanzar la paz desde un compromiso amplio de convivencia, manteniendo un principio esencial, la democracia no va a pagar ningún precio político por alcanzar la paz (...).Quiero anunciarles que el Gobierno va a iniciar un diálogo con ETA manteniendo el principio irrenunciable de que las cuestiones políticas sólo se resuelven con los representantes legítimos de la voluntad popular”.
Bueno, esto podría haber quedado un poco más clarito, pero supongo que el Presidente quiso decir que asume y mantiene ese “principio” esencial y no va a pagar precio político en la negociación, pues las cuestiones políticas sólo pueden resolverlas nuestros representantes legales y legítimos, no cualquier hijo de su papá y de su mamá sentado alrededor de una mesa porque lo designó un dedo apartado de un gatillo.
Aquí lo interesante es averiguar qué significa "precio político". Construyamos alguna hipótesis sobre uno de los más insondables misterios de nuestros debates “políticos” actuales. Para empezar, creo que se puede entender por “política” la actividad referida a la organización y distribución del poder. La política, así concebida, tiene uno de sus elementos en los derechos políticos, que son aquellos derechos atinentes a la participación en el ejercicio del poder. Si no es errada esta hipótesis, que el Gobierno no pague precio político sólo puede significar que ni los etarras ni grupo o comunidad alguna va a obtener, a cambio del fin del terrorismo, ningún nuevo derecho, distinción o privilegio. Cosa que, dicho sea de paso, ya asegura la Constitución, y habría que reformar ésta para establecer esas nuevas diferencias políticas. Pero con este punto lo que se nos asegura es que ni siquiera se va a acometer una reforma tal que otorgara derechos, ventajas o privilegios a ningún grupo que, con ello, resultara políticamente beneficiado en la mentada negociación. Excluido quedará, por ejemplo, que se convoque un referendum de autodeterminación (o con el eufemismo que se quiera) en Euskadi, pues de esa manera se otorgaría a ese territorio (a sus habitantes, en realidad, pues no parece que los territorios tengan derechos; de momento estamos discutiendo si los tienen algunos animales, así que ya ven cuánto falta para llegar al mundo mineral) un derecho a decidir que no se reconoce a otros (La Rioja, Galicia, Extremadura, Murcia, Asturias, Madrid...), y eso equivaldría a precio político bajo la forma de un derecho político nuevo y que, para colmo, discrimina por comparación con los ciudadanos de otros lugares del Estado.
Ainda mais: si “las cuestiones políticas sólo se resuelven con los representantes legítimos de la voluntad popular”, como ha dicho nuestro brillante político bien clarito, es obvio que en la negociación con ETA no se va a hablar de cuestiones políticas o, si se habla de ellas, no será para resolver nada, sino a modo de divertimento o para pasar los ratos muertos (¡cielos!, me ha dado repelús esta expresión). En resumen, que, en esas negociaciones, de política nada de nada, y nada cambiará en la política del Estado o de Euskadi como resultado de ellas. Qué bien, cuánta firmeza.
3. “El Gobierno respetará las decisiones de los ciudadanos vascos que adopten libremente, respetando las normas y procedimientos legales, los métodos democráticos, los derechos y libertades de los ciudadanos, y en ausencia de todo tipo de violencia y de coacción”.
La sintaxis podría mejorarse, pero se entiende de sobra. Y, tal como se entiende, es una afirmación claramente prescindible, evidente de por sí, aunque pueda convenir a veces que el Presidente resalte lo obvio. Pues obvio es que el Gobierno, todo Gobierno, tiene que respetar las decisiones que libremente tomen los ciudadanos vascos con respeto a las normas y procedimientos legales y sin vulnerar derechos de nadie. Esto sólo puede referirse al respeto de los resultados electorales en Euskadi, ya se trate de elecciones al Parlamento del Estado, autonómicas o locales. O a cualquier otra decisión a la que sean los vascos convocados dentro de la legalidad constitucional y sin otorgamiento de nuevos derechos políticos resultantes de la negociación con ETA, como ya dejó bien claro el Presidente en el punto anterior. Así ha de ser y no puede ocurrir de otro modo sin cargarse la Constitución y sin que la palabra del Presidente se quede en flatulencia engañosa. Y ¿cómo no va a respetar un Gobierno esas decisiones que tomen los vascos en ejercicio de los derechos políticos que ya tienen o que puedan adquirir sin menoscabo de la Constitución? No respetarlas equivaldría a un golpe de Estado gubernamental, y a quién se le ocurre.
4. “El Gobierno va a mantener la vigencia de la Ley de Partidos”.
Pues esa Ley a unos gustará y a otros no, y yo no necesito pronunciarme para ir a lo que ahora vamos: a que no podrá ser legal, de cara a elecciones próximas, ni Batasuna ni ningún partido que se forme con consignas o personas que den respaldo, apoyo o sustento a ETA. Salvo que cambie muchísimo la jurisprudencia establecida en aplicación de esa Ley, claro. A mí se me hace raro, pero si lo dice el Presidente, habrá que creerlo, menudo es él. Otra cosa sería que Batasuna o el partido que la sustituya condenara expresamente el terrorismo etarra, pero, como se dice ahora, va a ser que no. Así que ilegales se quedan. Y luego decían que Zapatero era débil y no sé qué más pamplinas malintencionadas. Los tiene acogotados, contra las cuerdas, cogidos mismamente por el pito de la txapela.
5. “Como presidente del Gobierno de España, asumo la responsabilidad de colmar ese anhelo de paz y esa exigencia de máximo respeto, reconocimiento a la memoria, al honor, a la dignidad, de las víctimas del terrorismo y de sus familias”.
Pues algo hará con ellos, no lo sé. Aceptar su opinión supongo que no, pues parece que la mayoría no están por la labor de pactos ni perdones. A lo mejor coloca unos monolitos guapos, o suelta unos euros, o les nombra otro comisionado para que les rasque el lomo, a unos con una mano y a otros con la otra. No estoy afirmando que tenga que atenerse a lo que las víctimas y sus herederos quieran, no. Sólo que es bonito oír, de boca de este Presidente sin doblez, que serán reconocidos y honrados. Qué menos.
En fin, ya ven, ¿tenemos o no tenemos razones para este sentimiento de beatitud que nos posee? A mí me parece que sí, sin duda. Salvo que el Presidente fuera un cretino mendaz, manipulador e indecente, cosa que éste que suscribe ni piensa ni permite que nadie insinúe en su presencia. He dicho.

Una adecuada revancha. Y que cunda el ejemplo.

Nuestro buen amigo e implacable crítico, AnteTodoMuchaCalma, ha colocado por ahí abajo la narración del siguiente sucedido, que merecía ser real y que un servidor tratará de imitar en la primera ocasión en que reciba una llamada como la que da pie a esta historia:
AGUDIZANDO CONTRADICCIONES. Taller para la progresiva anarquización de su entorno. HOY:
TELEMARKETING DE TELEFÓNICA.
Por AnteTodoMuchaCalma.
Suena el teléfono...
- ¿Dígame?
- Buenos días,¿podría hablar con el titular de la línea?
- Soy yo mismo.
- ¿Me dice su nombre por favor?
- Juan Luis.
- Señor Juan Luis, le llamo de Telefónica para ofrecerle la promoción de instalar una línea adicional en su casa en donde usted tendrá derecho a...
- Disculpe la interrupción, pero, exactamente ¿quien es usted?
- Mi nombre es Judith Maciel, de Telefónica y estamos llamando...
- Judith, discúlpeme, pero para nuestra seguridad me gustaría comprobar algunos datos antes de continuar la conversación, ¿le importa?
- ...No tiene problema señor.
- ¿Desde que teléfono me llama? En la pantallita del mío solo pone "NUMERO PRIVADO".
- 1004.
- ¿Para qué departamento de Telefónica trabaja?
- Telemarketing Activo.
- ¿Usted tiene número de trabajadora de Telefónica?
- Señor, me disculpe, pero creo que toda esa información no es necesaria...
- Entonces tendré que colgar porque no tengo la seguridad de hablar con una trabajadora de Telefónica.
- Pero yo le puedo garantizar...
- Además, yo siempre estoy obligado a dar mis datos a toda una legión de empleados siempre que llamo a Telefónica para algo.
- Está bien...mi numero es 34591212.
- Un momento mientras lo verifico, no se retire Judith. (Dos minutos).
- Un momento por favor, no se retire Judith (Cinco minutos).
- ¿Señor?
- Sólo un poco más, por favor, nuestros sistemas están lentos hoy.
- Pero...señor...
- Sí, Judith, gracias por la espera. ¿Cual era el asunto de su llamada?
- Lo llamo de Telefónica, estamos llamando para ofrecerle nuestra promoción Línea Adicional, en la que usted tiene derecho a una línea adicional.... ¿Le interesaría D. Juan Luis?
- Judith, voy a tener que pasarle con mi mujer, porque es ella quien decide sobre la alteración o adquisición de planes de Telefónica. Por favor, no se retire (Coloco el auricular del teléfono delante de un altavoz de la cadena de música y pongo el CD de Caribe Mix 2004 con el Repeat. Después de dejarlo sonar un rato, mi mujer atiende el teléfono):
- Disculpe por la espera, gracias... ¿Me puede decir su teléfono? En la pantallita del mío solo aparece "NUMERO PRIVADO".
- 1004.
- ¿Con quien estoyhablando?
- Judith.
- ¿Judith que más?
- Judith Maciel (ya demostrando cierta irritación en la voz).
- ¿Cual es su numero de trabajadora de Telefónica?
- 34591212 (mas irritada todavía).
- Gracias por la información ¿en que puedo ayudarla?
- La llamo de Telefónica, estamos llamando para ofrecerle nuestra promoción Línea Adicional, en la que usted tiene derecho a una línea adicional. ¿La señora estaría interesada?
- Voy a abrir una incidencia y dentro de algunos días entraremos en contacto con usted para darle una decisión, ¿puede anotar el numero de incidencia por favor?...¿hola?, ¿hola?
- TU-TU-TU-TU-TU....

27 junio, 2006

Un país presentable. Breve ejercicio de historia ficticia.

Parece que se ha puesto un poco de moda la historia ficticia o fingida. Se trata de imaginarse qué habría ocurrido, cómo se habrían encadenado los acontecimientos si determinado evento histórico hubiera acaecido con resultados distintos, de otra manera. Por ejemplo, que los ejércitos de la República se hubieran impuesto a los de Franco, que Hitler hubiera derrotado a Stalin, que los Estados Unidos no hubieran intervenido en la Segunda Guerra Mundial, que América la hubieran descubierto los franceses. En fin, lo que se nos ocurra. Hay una novela reciente de Philip Roth, La Conjura contra América, que arranca de un supuesto históricamente no sucedido, pero que hubiera podido ocurrir: que en los años cuarenta Norteamérica hubiera estado presidida por el aviador filonazi Charles Lindbergh, después de que éste ganara las elecciones frente a Franklin Roosevelt.
¿Jugamos un ratillo a eso? Titulemos la narración “Un país presentable”. Imaginemos, soñemos que las reacciones de los políticos cuando el 11M hubieran sido bien otras; y otra la historia hasta hoy mismo, claro. Una historia mejor, más decente, menos deprimente. Se admiten enmiendas, correcciónes y versiones alternativas, por supuesto.
Allá vamos. Brevemente, en esquema, puro boceto.

Un país presentable.

No se recordaba en el país una conmoción tan fuerte. En todas partes se formaban corrillos de ciudadanos perplejos y dolidos, que comentaban las noticias de los varios atentados, que se dolían de los muertos, que se preguntaban, con rabia, quién podría ser el autor de tamaño crimen. Casi todas las hipótesis apuntaban a ETA, pues poco tiempo antes un terrorista de esa banda había sido detenido en una carretera cercana ya a Madrid, cuando llevaba en su coche un cargamento de explosivos, parece que para hacerlos estallar en alguna instalación ferroviaria.
También los políticos sospechaban de los etarras. El Gobierno manifestó, por boca de su portavoz, que las primeras pesquisas de la policía tenían en el punto de mira a los terroristas de aquí, pero que, a falta de nuevos y más seguros resultados, ninguna hipótesis parecía descartable. “No debemos arriesgar juicios precipitados que puedan provocar reacciones indebidas en una ciudadanía ya bastante desorientada”, declaró el Ministro del Interior. Menos prudente fue la aparición del lehendakari Ibarretxe, que afirmó que esos etarras asesinos que, al parecer, habían provocado la masacre, no eran auténticos vascos, sino puras alimañas.
El líder de la oposición convocó una rueda de prensa para comunicar a toda la sociedad que en momentos de tanta convulsión y tan gran dolor, la legítima contienda política debía dejarse de lado por unos días, al menos, para concentrar todo el esfuerzo de la gente de bien en el auxilio de las víctimas, la investigación policial y la solidaridad de todos los ciudadanos. “La estatura moral de un país se mide por la generosidad, el espíritu de servicio y la elevación moral de sus políticos”, declaró, y añadió que su partido no iba a emprender ninguna maniobra de desgaste o acorralamiento del Gobierno en días en que tan necesaria se hacía la unidad de las gentes decentes. Toda la prensa extranjera, amén de la nacional, se hizo eco de un mensaje tan altruísta y desde entonces se menciona constantemente a España como un ejemplo de país cuya política se somete al juego limpio entre los contendientes. El Herald Tribune llegó al punto de afirmar que el primer milagro español había sido la Transición y el segundo la capacidad para reaccionar unidos y con espíritu democrático y hermanado ante un atentado terrorista de semejante magnitud. “Una lección para el mundo”, así se titulaba el referido artículo de su corresponsal en España.
Mientras la policía trabajaba frenéticamente y en las puertas de los hospitales se formaban enormes colas con las gentes que querían donar sangre, mientras los medios de comunicación establecían servicios especiales para proporcionar información a vecinos y a familiares de posibles víctimas, mientras desde múltiples instancias, públicas y privadas, se repetían las apelaciones al sosiego y a la unión, el Presidente del Gobierno y el jefe de la oposición de mantenían en contacto continuo. Además de la consternación compartida y de intercambiarse al minuto información sobre la marcha de las investigaciones policiales y sobre la situación de las víctimas del atentado, daban vueltas a un tema crucial: qué hacer con las elecciones generales convocadas para tres días después, el 14 de marzo. Por de pronto, acordaron solicitar a todos los candidatos y militantes de sus partidos que no hicieran ni el más mínimo uso electoralista del atentado. “Esta agresión a España y los españoles, obra de desalmados viles y canallas, sean quienes sean, no es política, sino puro y simple crimen, crimen de mentes enfermas, de bestias sin rastro de moral, y por eso no cabe que de un suceso así se extraiga ninguna consecuencia política ni se haga una utilización partidista por nadie que se quiera digno ciudadano y político demócrata”. Tales fueron las palabras del Presidente del Gobierno. Y a la misma hora el jefe de la oposición declaraba que por muchos que hubieran sido los errores del Gobierno, y había tenido muchos y graves en su opinión, por mucho que algunos pudieran ver en la mano asesina algún propósito de revancha o algún ánimo de chantaje, la autoestima de todo un país y el prestigio del Estado se encuentran muy por encima de las coyunturales contiendas por el poder, y sólo con la unión de todos cabe responder a un reto tan obsceno.
Periódicamente comparecía en televisión el Ministro del Interior y, al tiempo que renovaba sus ruegos de calma y su invitación a la paciencia y a la confianza en los cuerpos y fuerzas de seguridad, informaba de que existían pistas contradictorias y de que la policía no excluía, por el momento, ninguna hipótesis sobre los posibles autores. “Sean quienes sean, se les detendrá, se les juzgará y sabremos toda la verdad”.
Al día siguiente, en una nueva aparición ante las cámaras, el Ministro indicó que se habían descubierto nuevos indicios de que el atentado pudieron realizarlo fanáticos islamistas. Previamente el Predisente había llamado al jefe de la oposición para darle a conocer esas últimas novedades. Fue una conversación tensa, pues discutieron un rato sobre la posible relación que el atentado pudiera guardar con el envío de tropas españolas a Irak. En ese instante corrió peligro el clima de unión que entre los dos partidos se había logrado tejer. Pero prevaleció el sentido de Estado cuando el Presidente admitió que tal relación podría existir en la mente de los terroristas, pero que no cabía que viéramos en tal cosa una justificación del atentado, a lo que respondió el dirigente opositor que semejante debate debería quedar para mucho más adelante, cuando se conociera con seguridad a los responsables y sus móviles; y que, en efecto, cualquier uso de esa hipótesis equivaldría a hacerles el juego a los asesinos y brindar una forma de justificación a su acción. Acordaron volver a hablar dentro de dos horas para pactar qué hacer con las elecciones convocadas.
Para cuando ese plazo se cumplió, eran ya aplastantes los indicios del origen islamista radical del atentado. El Presidente convocó a la Moncloa a su interlocutor de la oposición. Miles de periodistas aguardaban fuera los resultados de tan decisiva entrevista. La propuesta del Presidente fue aplazar las elecciones un mes. El líder opositor le hizo ver que, si aceptaba, su partido perdía la ocasión de obtener un buen resultado, pues muchos, se quiera o no, querrán ahora que el Gobierno pague en las urnas por su apoyo a una guerra que tal vez es la causa de este ataque terrorista. Replicó el otro que eso seguramente ocurriría así si se votaba ahora, en caliente, pero que con el aplazamiento seguramente ganaría votos también el partido del otro, gracias a haber mostrado tan profundo sentido de Estado y tan exquisito compromiso con las reglas de juego. “¿Me habrías hecho la misma propuesta de aplazamiento si el atentado lo hubiera cometido ETA?", preguntó el opositor. “Tal vez no, pero creo que la habría aceptado si me la hubieras hecho tú. Jugar con cartas marcadas de sangre deslegitima al que gane y, a la larga, lo pagaríamos todos”, respondió el Presidente.
Comparecieron juntos ante los medios de comunicación y el Presidente anunció que habían acordado aplazar un mes las elecciones y que los servicios jurídicos del Estado estaban ya analizando los detalles legales. “Agradezco a la oposición, en la persona de su líder aquí presente, su hondo patriotismo y su capacidad para anteponer la política de Estado a cualquier interés particular o partidista”. Tomó luego la palabra el otro y manifestó que ya volvería el tiempo de la legítima discrepancia y del enfrentamiento político, cuando se aliviaran un poco los efectos traumáticos de semejante crimen, crimen que jamás y bajo ningún concepto puede hallar justificación, disculpa ni explicación en ningún ciudadano honesto que crea en la democracia y el Estado de Derecho, y menos en ningún político que aspire a gobernar un día este pueblo noble y leal.
Pasó el mes del aplazamiento y se celebraron las elecciones generales. Los resultados fueron apretados, con la ventaja de dos diputados para el PSOE. Se antojaba difícil formar gobierno y fueron arduas las negociaciones. El PSOE recibió ofertas de IU y de todos los grupos nacionalistas de la Cámara. Pero las exigencias de estos últimos eran muchas y, por tanto, muy alto el precio a pagar por la estabilidad gubernamental. Rodríguez Zapatero convocó a Rajoy y le propuso un pacto de Estado en los siguientes términos: El PSOE gobernaría en solitario y buscaría apoyos puntuales para cada ley o medida. Naturalmente, esos apoyos habrían de venir de los partidos a su izquierda y de los nacionalismos, lo cual tendría un precio que habría que pagar, en inversiones, mayores transferencias y, tal vez, en reforma generosa de algún estatuto de autonomía. Pero que entre los dos, PSOE y PP, deberían acordar ahora límites de las reformas posibles y ámbitos de intangibilidad, comenzando por la mismísima Constitución, en todo lo de ella esencial. Se sucedieron las reuniones durante semanas, unas del PSOE con sus futuros aliados de gobierno; otras del PP y PSOE para fijar los puntos de la política común de Estado, sustraídos a todo trato o precio durante la legislatura. Al fin acordaron los dos partidos esto último y sacaron a la luz los términos de su pacto. Los partidos minoritarios montaron en cólera, pero retornaron al redil tan pronto como se les hizo ver que su negativa a apoyar al Gobierno del PSOE forzaría o a un gobierno de coalición de los dos grandes partidos o a una nueva convocatoria de elecciones.
Han pasado dos años y el debate político no ha pedido ni una miaja de su interés ni de su dureza. El Gobierno ha conseguido sacar adelante en el Parlamento leyes que han levantado ronchas en la actual oposición, como la ley que permite el matrimonio homosexual. Pero, pese ello, o gracias a ello, España disfruta un momento de gran estabilidad social y constitucional. Es la envidia del mundo y el ejemplo para otros. Y hasta es posible que gane el Mundial de Fútbol en Alemania.
Y colorín, colorado...
Cualquier parecido con la realidad es pura nostalgia, añoranza, pena. ¡Miserables!

Los puntos sobre las íes. Una entrevista valiente.

Quien busque un poco de claridad sobre el tipo de Estado territorial al que vamos, a la chita callando y por la espalda, y sobre el derroche de administraciones superpuestas y ostentosas, que lea y disfrute la entrevista con Francisco Sosa Wagner que publica hoy La Nueva España . Y olé su claridad y su valentía.

26 junio, 2006

Un Estado preñado de consejos.

El Estado se ha puesto en estado y anda pariendo consejos. No he dicho conejos, sino consejos. Es un gusto. Hoy, si no te cae un consejo no eres nadie, pintas menos que un varón cuarentón y heterosexual. No me refiero a que alguien te aconseje, sino a que te hagan consejero. Existen consejos a la medida de quien haga falta, prêt à porter o de tallas grandes, de corte tradicional o de modisto caro, clásicos o innovadores, para cualquier orientación política, sexual o futbolística.
Mismamente a ZP, hombre medido que tiene el Estado en la cabeza, la prudencia por virtud y la reflexión reposada por patrón de comportamiento, le ha dado estos días un punto consejil de aquí te espero. Si los periódicos no mienten (y por qué no habrían de mentir, en este país en que la trampa tiene tratamiento presidencial), la semana pasada ZP propuso ser miembros del Consejo de Estado, nada menos, a Bono, que aceptó (señorito, deme algo), a Pujol y Maragall, que rechazaron. Del ama de llaves de La Moncloa no hay noticia por el momento, pero sí sabemos que ha sido designada también consejera de Estado nuestra Amalia Arias. Así está el género; o sea, el percal. Y, por cierto, Aznar, que ya era consejero en cúspide gracias a la precautoria medida de ZP al convertir en consejeros de Estado a los expresidentes, se ha ido a aconsejar en privado a un superpreboste de la comunicación. Se ve que cogió práctica cuando se pasó cierta noche telefoneando a los directores de periódico.
Las familias bien están cambiando a toda marcha sus muy añosas costumbres. Antes preguntaba la mamá a la hija casadera si su pretendiente poseía patrimonio notable y abolengo antañón; ahora prefieren consejeros o consejeras de lo que sea y en cualquier combinación posible con sus vástagos, según género, especie y nación. ¿Que ese chico estudió tres carreras y no llegó a consejero de nada? Un inútil, hija, te lo digo yo, un muerto de hambre. ¿Que la muchacha aquella que pretende a nuestra hija es una profesional brillante y con muchas luces? Y qué, no es ni del Consejo de la Mujer, a ver para qué le sirve ni lo uno ni lo otro ni lo de más allá. Y así.
¿Y qué decir de los niños/as? Antiguamente, tontitos, los/as infantes/as siempre respondían que de mayores querían ser bomberos, toreros, futbolistas o señoras de su casa. Ahora contestan a la primera que su sueño es llegar a consejeros/as. Deberíamos preocuparnos seriamente por el futuro de estas generaciones jóvenes y proporcionarles buena formación. Que un consejero como dios manda no se improvisa, vaya. Que las escuelas enseñen escalada de consejos igual que antes adiestraban en corte y confección; que se implante una actividad extraescolar denominada "sí, bwana"; que Almodóvar filme "El silencio de los consejeros". Convendría también que comenzáramos una buena colección de libros de autoayuda para consejeros en ciernes o en ejercicio. Propongo títulos, un poco al azar, con la esperanza de que los autores surjan la primavera próxima, a más tardar: "Inteligencia emocional del consejero", "Consejos para consejos", "Una escalera grande y otra chiquita: cómo pillar Consejo", "En el nombre del padre: no muerdas la mano del que te hace consejero", "Disciplina inglesa para consejeros/as", "Políticas de género en consejos genéricos", "Diez claves para el consejero gagá", "Pompa, ostentación y portocolo" -no es una errata-, "No te equivoques de consejo: reglas mnemotécnicas para consejeros discretos", "Ortografía, sintaxis y genuflexión", "Cómo hacer productivas las reuniones del Consejo: papiroflexia y otros vicios solitarios". Y tantos más. Sugiero, a mayores, que obras tan imprescindibles se vendan en los quioscos en edición barata y a precio asequible para familias con hipoteca.
Lo que pasa es que no alcanzan las sillas para tanto personal que se deja querer, no hay consejos bastantes para tantos consejeros pomposos, trepantes o en cesantía política. Antes uno se jubilaba y los compañeros le organizaban una cena de despedida y le regalaban una placa de alpaca con inscripción tópica. Ahora si no te hacen consejero es que te ningunean aposta, por muchas viandas con que te agasajen. Pero no hay cama pa tanta gente, como dice la canción. De ahí que urja poner a funcionar las neuronas monclovitas para que el Estado, sin embarazo, alumbre nuevos consejos imprescindibles. Puesto que ya existen el de la Juventud y el de la Mujer, cabe confiar en que pronto recoja el BOE la dichosa epifanía del Consejo del Varón, el de Los Otros y el de la Vejez.
Estamos pasando del Estado gestor al Estado consejero, pues en lugar de administrar u organizar no hace más que regalar consejos. Si usted es pobre de solemnidad le remitirán al mercado para que se busque la vida, pero si usted es sumiso y conoce al menos tres de las cuatro reglas le van a dar plaza en consejo a nada que se insinúe. Y no digamos si fue usted militante de partido con fingido alarde de corriente crítica interna, en ese caso sí que le cae consejo fetén, seguro; o embajada.
Sépanlo los incautos que se empecinan en mendigar a la puerta de las iglesias en horas de misa o novenas: están perdiendo el tiempo allí; so vagos.

25 junio, 2006

N-630: desdoblamiento de la superficialidad. Por Francisco Sosa Wagner.

Imagino que el anuncio del desdoblamiento de la N-630 desatará la protesta de los grupos ecologistas porque lo que se avecina, si esa obra absurda se ejecuta, es una tropelía ambiental de envergadura. Varias bellas reservas del entorno de León y de La Robla (pueblo tan castigado por el “desarrollo”... de otros, que no de La Robla), el Rabizo y el monte de san Isidro entre otras, van a ser literalmente arrasadas para encajar en ella la carretera. ¿Alguien ha pensado ya en esta agresión de una obra que no lleva a ninguna parte porque es un parche fruto de la improvisación y la superficialidad?
¿Dónde están todos los mecanismos previstos en las leyes autonómicas de ordenación del territorio? Porque lo mismo se autoriza a la salida de León un polígono industrial ¡frente a un hospital!, que se otorga licencia para construir dos hoteles de campanillas (uno de ellos inaugurado tan solo hace unos días), ello sin contar con el suelo residencial que ha ido surgiendo a lo largo de la carretera hasta llegar a la gran urbanización proyectada, de nuevo con las bendiciones oficiales, frente a la conocida “venta de la Tuerta”, que ya puede ir recogiendo las máquinas, si la amenaza de la carretera se consolida. Insisto:¿quién manda aquí sobre el territorio? ¿de qué sirven planes, directrices, acuerdos, convenios y protocolos? ¿nadie ha explicado al presidente del Gobierno el desaguisado y el coste en expropiaciones que su proyecto va a desencadenar?
Pues parece que nadie, para desesperación de quienes creemos en los instrumentos jurídicos y urbanísticos, para quienes creemos que el territorio, el suelo sobre el que asentamos nuestras existencias, es uno y solo uno, y no podemos hacer sobre él, al mismo tiempo, una cosa y la contraria. ¿Dónde están las autoridades de la Comunidad autónoma, dónde los alcaldes afectados? Espero que no tarde en aparecer la coordinadora en defensa de unos espacios que son claves como pulmones verdes de la ciudad, como destacados aliviaderos de ocio que desembocan en ese paraje magnífico citado que es el Rabizo.
Siento decirlo y siento denunciarlo porque afecta a una Administración, la estatal, que se halla presidida por un amigo entrañable y porque es él mismo quien ha hecho el anuncio, como si fuera un regalo para esta tierra. Tanta frivolidad, tanta superficialidad, tanta descoordinación, tanto desconcierto acaba ponen los pelos de punta al más templado.
Y más si se piensa la razón por la cual se hace este anuncio disparatado. Que no es sino, a su vez, otra frivolidad, otra superficialidad. Me refiero a la promesa alocada, insensata, hecha por el PSOE, de eliminar el peaje en la autopista del Huerna que conduce a Asturias. En pleno festival de promesas, el propio de las campañas electorales que protagonizan esas organizaciones tan ligeras de equipaje intelectual llamadas partidos políticos, se anuncia la liberación para los usuarios del pago del uso de la carretera. Lo mismo ocurrió en la autopista hacia Astorga, aún recuerdo las manifestaciones de hace pocos años. Todo es bueno para allegar un puñado de votos. Porque estos quedan en el zurrón del partido, pero los compromisos vuelan sin que existan mecanismos para exigir seriedad y responsabilidades. Nadie reparó en un detalle que sabe cualquier alumno de Derecho: y es que, para eliminar el peaje, hay que rescatar la concesión y para rescatar la concesión es preciso indemnizar al concesionario. Lo que desemboca en cantidades que no son calderilla. Pero esto al parecer nadie lo sabía entre aquellos alegres oradores que anunciaron la desaparición del peaje.
Así circulamos: de frivolidad en frivolidad. Hasta que encontremos la curva mortal.

24 junio, 2006

Rezos

Ayer, al atardecer, me acerqué a Ruedes. De camino vi gentes que preparaban la hoguera de San Juan. Lucía un sol en decadencia. Olían a heno los caminos. Entré al pequeño cementerio en el que está enterrado mi padre desde hace menos de una semana. Estaba solitario y no llegaba más sonido que el de los pájaros que cantaban por los alrededores.
Me quedé un buen rato de pie ante su nicho. Entendí bien a los que rezan. Y, con todo el respeto que me merecen las personas sinceramente religiosas, a mí, que no lo soy, o no de ese modo, entendí que la oración les sirve a muchos, en situaciones tales, para escurrir el bulto, para evadir el compromiso, como calmante para la sobrevenida ansiedad. No digo que hagan mal ni, menos, que nada perverso se contenga en su actuar. Afirmo sólo que lo tienen fácil, tal vez en demasía; que muchos, por conformarse sin más con la letanía, se ahorran escozores, pero también se pierden ocasiones propicias para encontrarse a sí mismos y comprenderse y aceptarse y hasta quererse en la propia condición de ser limitado, torpe, dubitativo, inestable, vulnerable; y todo sin necesidad de más metafísicas ni más zarandajas, porque sí. El efecto hipnótico de la oración trillada y repetida puede provocar un resultado benéfico a modo de placebo, amortigua la sensación de vacío y de absurdo, pone sordina a las preguntas más acuciantes, tranquiliza porque atonta. Lo pensé así, y me disculpo si hago injusticia, pues echaba de menos las oraciones igual que en muchas situaciones de tensión añoro un vaso colmado de vino, para entumecer el pensamiento.
Yo, que quería estar allí un rato, que necesitaba estar allí un rato, me interrogaba sobre qué debía pensar, qué debía hacer, qué debía decir y si debía expresarlo para mis adentros o intentando poner voz a mis sensaciones. Deseaba concentrarme en la contradictoria emoción del instante y me distraía el propio pensar sobre mis pensamientos. Y ahí comprendía, creo, cuánto le ahorra al creyente la oración estandarizada y maquinalmente repetida, cómo le remite a un imaginario mundo ordenado donde todo tiene un reconfortante sentido y una razón de ser incuestionable, y donde a él le toca representar el papel marcado, atenerse a la estipulación precisa de las ideas, los gestos y hasta las palabras. Convertir en objeto de convención nuestra conducta en las situaciones extraordinarias es, sin duda, un lenitivo ideal para las ansiedades, un perfecto analgésico para las angustias. El trance más complicado o más dramático se resuelve con una retahíla memorizada, la conciencia se extasía ante el fácil deber cumplido y la razón se despreocupa de las preguntas y torna, optimista y satisfecha, a las rutinas. También el alivio de las penas tiene sus protocolos, sus pasos, sus medidas y su cuenta.
Puede que nos hallemos en desventaja los que no nos conformamos con ritos ni secuencias aprendidas, como lo estarán igualmente los que de su fe quieran hacer bastante más que antídoto contra las desazones, que sin duda los habrá también. Mas cabe que, al tiempo, seamos los que con arrojo algo mayor nos asomamos al otro lado, un paso más adelante, dos, tres, aunque sea para concluir que no se ve nada y que no importa, pues la poesía es cosa de este mundo y la vida es arte que hasta a la muerte embellece. Y todo juego, juego magnífico.
De rato en rato, una imperceptible, tenue corriente de aire movía una esquina del celofán que envolvía uno de los ramos depositados ante la tumba. Muchas flores se mantenían todavía lozanas. Desde que regresamos a nuestra casa en León el lunes al anochecer, vemos una lagartijilla que se asoma por los muros de nuestra entrada. La mente de un hombre libre puede tejer historias sin mayor pretensión y al margen de cualquier trascendencia ceñuda, por el puro gusto de narrarse la vida y la muerte en sus colores más estimulantes, en sus maneras más atractivas. Hombre libre es el que forja su propia religión, para sí, para nada, porque sí. Y porque lo más profundo se roza siempre con lo inefable, y en cuanto se convierte en himno o ceremonia común, se daña sin remisión, es negación y nada más, pese a las apariencias, embota, adormece, esclaviza.
Mi padre anda y andará siempre en mis historias, en las que yo me cuento, en las que alegremente compongo para mis adentros a base de signos que libremente junto y caso, para que tengamos los dos, él y yo, en todo momento algo productivo y divertido que hacer, como a él le gustaba, como él me enseñó. Es una manera de vivir, incluso con los muertos, con los muertos que amamos.

23 junio, 2006

Aparcamiento subterráneo y política de altura. Por Francisco Sosa Wagner

La construcción de un aparcamiento subterráneo en León es buena ocasión para meditar acerca de problemas generales de nuestra convivencia y las reglas queexisten para afrontarlos.
El caso, resumido para quienes no conozcan el asunto, es el siguiente: las autoridades municipales leonesas han autorizado una instalación de esta naturaleza en un punto céntrico de la ciudad. Cuando parecía que iban a empezarse las obras, estas han sido paralizadas por el juez aplicando unas medidas procesales que se llaman cautelares por entender que aparentemente se han vulnerado algunas leyes. El resto de la secuencia es de momento desconocido: tales medidas no prejuzgan la decisión sobre la cuestión de fondo, ya veremos si las cautelas decididas se mantienen, etc. Un típico pleito que entra así en el túnel del tiempo.
Mi opinión sobre el asunto de fondo es muy clara y paso a expresarla de la mejor manera que sé: construir a estas alturas aparcamientos en los centros de las ciudades es un disparate mayúsculo que ya no se practica en las ciudades serias europeas. Y ello porque es preciso desincentivar el tráfico en los núcleos urbanos toda vez que, aunque se construyan tales aparcamientos, las calles o plazas de acceso a él son las que son, nadie las puede cambiar, y estas circunstancias llevan al barullo y a la congestión de vehículos. Es urgente que las autoridades se enteren de una vez de la imposibilidad de dar respuesta a las demandas del tráfico que son incensantes y extenuantes, mismamente como las de los nacionalistas. Preciso es que esas autoridades se planten y pronuncien un “no pasarán” porque, si no lo hacen, con un parque automovilístico que crece y crece, les resultará imposible correr detrás de él tratando de solucionar los problemas que este fenómeno acarrea.
Entiendo que para el conductor privado de automóvil, para mí por ejemplo, es muy cómodo tener un aparcamiento en el centro. Pero la autoridad está para ver más allá de los intereses de los particulares y poner disciplina con la vista puesta en espacios temporales dilatados. Si no es así, si todo consiste en plegarse a las demandas más inmediatas, entonces tales autoridades sirven para bien poco y acaso sería bueno prescindir de ellas, como sostiene el viejo mito anarquista.
Dicho esto, es el momento de añadir algo: esta es una prueba del tipo de Estado que estamos construyendo y esto no es privativo de nuestro medio hispano. En unensayo alemán que hemos traducido al español mi amigo Juan Martínez de Luco Zelmer y yo, “La trampa del consenso” de Thomas Darnstädt, se explica cómo en Alemania es difícil tomar decisiones políticas: teóricamente compete pronunciarse sobre este o aquel asunto a tales o cuales autoridades pero la realidad es que estas se encuentran atadas por hilos intrincados que tejen los partidos, los sindicatos, los grupos de presión, los jueces y un interminable etcétera. En conclusión, resume Darnstädt: todo el mundo puede decir “no” pero nadie puede decir “sí”. Es la trampa del consenso que da título al libro y que plantea, con pluma periodística pero desde una sólida formación jurídica, el diario acontecer de la toma de decisiones en las sociedades modernas. Las garantías judiciales, aliviadoras en sí mismas, ayudan a hacer inextricable la madeja, sobre todo si se tiene en cuenta que el tiempo para los jueces se cuenta según medidas que fueron bíblicas pero que hoy ya son decididamente geológicas. El asunto, como puede advertirse, es de profundidad porque toca a las bases mismas de nuestra constitución política.
Es decir, y volvemos al principio, al aparcamiento: todo un entramado destinado a aparcar los problemas.

22 junio, 2006

Varietés telefónicas.

Ando gafado. Y sé la razón, pues hace una semana estuve un par de horas sentado a la vera del mayor gafe conocido en este país. Desde entonces me ha pasado de todo. Lo último ayer, cuando una señora checa (y muy buena gente, que conste) envistió mi coche en pleno parking de Carrefour. Ajo y agua.
Esta mañana voy a una delegación de mi compañía de seguros y me dicen que mejor acuda al centro de tasación que tiene por estas tierras la tal empresa. Un rato de camino. Llego y me regañan por no haber hecho un trámite en la delegación desde la que me habían mandado para allá. Explico que no es culpa mía y que no me mareen y, bueno, se pone el administrativo de turno a darle al ordenador y a pedirme datos y papeles. En ésas andábamos cuando suena el teléfono. El trámite, en sí bien simple, duró sus veinte minutos, pues el dichoso teléfono no dejaba de interrumpir. Transcurría la escena tal que así:
Riiiing, Riiing.
- Diga, aquí X.
- ...
- Hombre, Pepín, qué me cuentas.
- ...
- Nada, hombre, no te preocupes, eso te lo soluciono yo en un periquete.
- ...
- Pues bien, hombre, bien, ya está mejor y ha vuelto a ir a la piscina.
- ...
- No, este año cambiamos, andaremos por Peñíscola.
- ...
- Sí, ya sé, era demasiada gente.
- ...
- ¿Ah, sí? Pero ¿lo comprasteis ya o andáis todavía en tratos?
- ...
- Chico, pues no sabes cuánto me alegro, es una zona estupenda. Por allí vive un cuñado mío y está encantado.
- ...
- No, ése no, el marido de Azucena, de la pequeña.
- ...
- Pues no sé, hombre, ando un poco liado. Si quieres el domingo.
- ...
- Ya, pues tranquilo, lo dejamos para el fin de semana siguiente.
- ....
- Bien, muy bien. En agosto lo mandamos a Irlanda.
- ...
- Sí, claro, sin idiomas hoy no hay nada que hacer.
- ...
- No, pues tranquilo, ya te digo. Déjalo de mi cuenta.
- ...
- Nada, hombre, no hay nada que agradecer, para eso estamos.
- ...
- Bueno, te dejo, que tengo gente.
- ...
- Vale, Pepín, un abrazo. Y saludos a Charo.
Yo ya andaba loco mirando mi reloj. El probo operario retomó mi asunto y le dio a la tecla otros veinte segundos, poco más o menos. Al cabo:
Riiing, Riiing.
- Diga, aquí X.
- ...
- No, yo no lo cogí.
- ...
- Pues estará encima de la mesilla.
- ...
- ¿No? Qué raro.
- ...
- No, el que se llevó mi hermano fue el azul. El verde tiene que estar por ahí.
- ...
- Bueno, mujer, no te aceleres, verás cómo aparece. Mira en el segundo cajón de la cómoda de la entrada.
- ...
- Sí, espero, no te preocupes.
- ...
- Mira, Benita, te estoy diciendo que tranquila y que yo no me lo llevé.
- ...
- ¿No te lo dejarías en el bolso que llevabas el domingo en misa?
- ...
- Vaya, yo qué sé, ¿te crees que no tengo más que hacer que llevar cuenta de tus bolsos?
- ...
- Pues díselo, ya verás qué risa.
- ...
- Que no, que no, que sí me importa, pero qué quieres que haga.
- ...
- Sí, sí, en cuanto llegue a casa te ayudo a buscar, claro que sí, mi vida.
- ...
- No, no, el partido de hoy no merece la pena. Todo para tí, cielo.
- ...
- Hasta luego, tesoro, que ando muy atareado.
- ...
- Y yo. Un beso, vida mía.
- ....
- Sí, directo para allá, no te preocupes.
- ....
- Lo mismo para ti, mi palomita.
Ya me picaba todo, de la impaciencia. Le pedí que me indicara su número de teléfono, el del aparato que acababa de posar. Me lo dio sin sospechar nada. Marqué desde mi móvil y sonó de inmediato.
Riiing, riing.
- Diga, aquí X.
- Soy el cliente que tiene delante de sus narices.
- ¿Ummm?
- Verá, es para que me atienda sin interrupciones, ya que el teléfono tiene preferencia.
- Ah, perfecto, cuénteme.
- Pues verá, como le iba diciendo hace rato...
Todo lo aquí narrado es rigurosamente cierto, salvo esta parte final. ¿Por qué no se me ocurrió a tiempo? Pero habrá más ocasiones, seguro. La próxima vez no fallaré. Y no volverán a dejarme con la palabra en la boca porque suene el maldito aparatejo.
¿Por qué tiene prioridad el teléfono sobre el que está presente?

21 junio, 2006

Sexismo de urinario. Por Amalia Arias.

Afortunadamente, las conquistas que el pensamiento igualitario ha hecho en las últimas décadas no son nada desdeñables. Pero todo es poco y el imperio varonil apunta aún en múltiples instancias, se resiste en los más rebuscados recovecos. Hoy quiero parar mientes en un caso que seguramente es secundario en su importancia material, pero bien relevante por su carga semiótica, significativa.
El pasado fin de semana me encontraba al caer la noche en un bar madrileño, zona Malasaña. Varias amigas y varios amigos hablábamos apaciblemente, sentados en torno a una mesa, degustando rebuscados cócteles los unos, dosis generosas de Vichy Catalán los otros. Me levanté para ir al baño. Ya en el trecho que hube de recorrer tuve que vivir, por enésima vez, la violencia contenida de las miradas varoniles que se posaban sobre mis nalgas o que trataban de desentrañar los pormenores o pormayores de mi busto. Siempre esa molesta sensación, ese padecimiento, la certeza de ser contemplada con la agresividad, apenas contenida, del macho primario, del animal que acecha.
Tal vez por lo intensas, opresivas, que en la ocasión me habían resultado las referidas actitudes de los presuntos machos que llenaban el local, al llegar a la puerta de los urinarios reparé, con particular agudeza, en un nuevo y poco comentado signo de la diferencia opresiva: las figuras con las que se señalaban las puertas de los baños correspondientes a los varones y a las mujeres. En la de ellos, una silueta en la que aparecían marcadas dos piernas y un colgajo. En la de ellas, la figura estilizada de un ser humano con una falda y ningún otro atributo alusivo a la diferencia natural entre los sexos.
Y me pregunto, ¿por qué en la silueta que representa al varón las piernas aparecen enteras y además, en ocasiones y como era el caso, se representa el pene como rasgo identificador, mientras que la figura femenina tiene como único signo específico y especificador un elemento tan artificial y, al tiempo, tan representativo de toda una cadena de opresiones y condicionamientos, como es la casta faldita por debajo de la rodilla? Puestos a señalar las diferencias físicas entre los dos sexos, y ya que a él le colocan un colgajo, ¿por qué no representarla a ella con una rajita o con dos bolas en la parte del pecho?
No es inocente la diferencia, diferencia que se prolonga en el momento mismo de la micción. El hombre orina sujetándose el pene con la mano, y en ese acto se concentra una toma de conciencia de su propia realidad sexuada, se hace presente la inmediación de la diferencia, la inmediatez del órgano de uso múltiple. Tomar en la mano el pene, aun flácido, indica al varón que es dueño de su uso, que se trata de herramienta a su disposición, que él gobierna sus circunstancias y sus aplicaciones. En cambio, la hembra orina sentada, su chorro fluye cual manantial libérrimo que le es ajeno, no se toca sino con la intermediación de un papel, en gesto que, al tiempo, la hace pensarse sucia, contaminada, distanciada de sus humores y sus rasgos, alienada, presa, condicionada. Su estarse sentada se asocia inconscientemente a pasividad y abandono, a la condición de cuerpo que se degrada en objeto y se conforta en un autodistanciamiento que es disponibilidad circunstancial para el otro, apertura a ser dominada, disposición a la autodegradación.
Está llegado el tiempo de unificar los excusados y hasta de prescindir de palabras como ésa, llenas de resonancias represivas y de fobia a la propia materia corporal y a sus necesidades elementales. No hay por qué buscar excusa para la micción ni, menos aún, brindar acatamiento a las viejas reglas que determinan la relación con el cuerpo y la imagen del que y la que micciona. Arranquemos los signos, los símbolos, los letreros, arrojemos los mensajes, invirtamos los indicarores, deconstruyamos las significaciones y liberemos los órganos. Reconozcámonos también en ese gesto íntimo que tiene que ser personal, sí, pero no discriminatoriamente genérico. Rotulemos los espacios para la micción con mensajes no sexistas; por ejemplo, urinarios/as.
(Fragmento tomado del libro de Amalia Arias, Análisis estructural y semiológico de los textos y los contextos del sexismo cotidiano, Editorial Entrambasaguas, Moratalaz, 2006, pp. 68-69).

Naciones y otras sensaciones. Por Francisco Sosa Wagner

El escribidor de provincias que firma este artículo sostiene que España no ha sido nunca una “nación de naciones” pero que, si lo fuera, debería disimularlo y, sobre todo, no decírselo a nadie porque las naciones de naciones han acabado como los rosarios de las auroras: así, el Imperio austro - húngaro, Rusia, Yugoeslavia etc. Hoy, construir entidades políticas desde la idea de nación es un empeño enormemente reaccionario porque la nación es un concepto que ya, sencillamente, no mueve las turbinas de la historia. Las movió pero hoy es inservible, sustituido como ha sido así en el pensamiento jurídico – constitucional serio (entre ellos el alemán) por otros nuevos.
Pero este escribidor sabe muy bien -porque los dislates jaleados tienen una enorme capacidad expansiva- que nada puede hacerse contra esta comedia bufa de las naciones que se está representando ante nuestros ojos, muchos de ellos atónitos, caso de los míos. Pero, como estamos en eso, en comedia, en teatro, es decir en alardes literarios, hay que echar imaginación al asunto y tratar de explotarlo precisamente en su vertiente creativa. No soy muy creativo porque me lastra mi condición de jurista pero me gustaría aportar mi pequeño granito de arena al éxito de la función.
Hasta ahora tenemos a la nación propiamente dicha, que no es España por supuesto, pero que existe por aquí y por allá, agazapada en rincones de la geografía peninsular, repleta de toda su tradición de héroes, dioses y tumbas, con sus cánticos y sus mártires, con un pasado que “otros” arrebataron para disfrutarlo ellos, golosa y egoistamente. Nación que equivale a religión, por eso Joseph Roth, que de forma magnífica describió el Imperio austro - húngaro en su obra, hace decir a un aristócrata en “La marcha Radetzky”: “los pueblos ya no van a la iglesia porque la nueva religión es el nacionalismo”.
La riqueza en la actual hora española viene de que, junto a la nación, emergen otros conceptos, pletóricos de insinuaciones, de significantes y de significados. Tenemos así la “realidad” nacional, que no es nación propiamente dicha pero se le parece, un sí es, no es, acaso un quiero pero no puedo, un hallazgo fantástico en todo caso. Surge después el “carácter”, que es lo mismo pero con matices irisados, porque remite a estilo, a señal que además tiene la ventaja de poder emparentarse con el que imprimen en el alma algunos sacramentos especialmente prestigiados.
Sugiero que otros territorios contribuyan a enriquecer el prontuario que tan opulento se abre ante nuestros ojos. Podríamos poner que tal o cual comunidad autónoma tiene “aroma” nacional: ¿no es bonito? Aroma es lo mismo que fragancia, algo bien distinguido y chic. Podría ponerse de moda un perfume hecho a base de esencias nacionales para lucirlo el día de la nación en los desfiles. Pero ¿quien nos dice que no pueda recurrirse asimismo al “sonido”?: tal o cual territorio “suena” a nación como una bien acompasada mezcla de la cuerda y el metal nos trasladan con la imaginación a una tempestad o a una batalla en el mar.
O “salero”, mi comunidad tiene salero nacional, una gracia nacional que no se puede aguantar y que se le nota en cuantito su presidente o el consejero mayor pronuncia cuatro palabras. O un “aire” o acaso “vibración” nacional porque agita, porque emite trémulos sonidos, temblequeantes por ello peroidentificables y ciertos. ¿Y que tal “alma” nacional? O “conformidad” o “hechuras” ... en fin, como se ve, mi imaginación se estira aunque comprendo que con dificultad si se la compara con los hallazgos que a buen seguro en breve nos esperan.
Así pertrechados, ya no existe dificultad para pedir a dios que intervenga y nos ayude a saldar la deuda histórica, como la doncella de Orléans intervenía para asegurar la victoria de las armas francesas. Porque la “nación” o el aroma o el salero o lo que sea, tiene vocación de bastidor, apto para bordar en él hilos y más hilos del chanchullo social. Lo malo, ay, es que también tiene vocación de trinchera desde la que disparar.

20 junio, 2006

Mierda.



¿Ven aquí al lado esa mierda con aparente figura humana? ¿Ven que hasta el cobarde más vil, que hasta el gusano más rastrero, que hasta la sabandija más hedionda puede ir arregladita y como toda guaperas, para que se les humedezcan las partes a los y las del mismo estercolero?

Pues esta cosa, este detritus, este error genético, este malnacido y concebido quién sabe si por un macho cabrío, anda por la vida todo chulo porque, entre otras hazañas dignas de mención, mató por la espalda a un hombre maniatado, y lo hizo en nombre de una de las más bobas ideas abstractas que han parido los tiempos, la autodeterminación de un pueblo que, si se quiere digno, debería comenzar por cagar, sí, por cagar, en la imagen, y en todo el árbol genealógico de semejante aborto de los tiempos.

Estoy escribiendo así, tan duramente, tan contundentemente, tan acaloradamente, con plena conciencia y deliberación. Para distinguirme de los morbosos y degenerados que compensan su acomplejada pequeñez idealizando a éstos que creen atrevidos porque matan a traición; para diferenciarme de los tibios a los que se les llena la boca gritando Bush criminal o Aznar asesino, y bien está si quieren, pero que callan como flojos y cómplices cuando se cruzan con una cosa de éstas o con los de su misma piara; para que no se me confunda con los cretinos que sólo dan lanzada a moro muerto o a enemigo lejano, pero que se tientan la ropa tanto antes de escupirle en el rostro al matón que tienen cerca, por si las moscas. Si fuéramos un país digno, haríamos manifestaciones para vomitar juntos sobre las fotos de semejante inmundicia sin alma. Pero somos un país de cabestros, cada día está más claro.

Y ya sé por dónde me saldrán otros. Con la milonga de que hablando de tal modo me asemejo en exceso a la extrema derecha, a los nazis, a los fachas. Parece que en estos tiempos el empeño general es que todo el mundo se calle, que nadie cante verdades, que nadie recuerde a otros que nos hundimos en el fango. Cuando no es por pitos, es por flautas, pero el caso es que no alcemos la voz, que nos dejemos llevar, que nos acomodemos, que confiemos a ciegas en los pastores lelos que nos van tocando en suerte. Pues no, queridos. Frentea los hechos no valen las siglas, frente a la indecencia más profunda de poco sirven las estúpidas adscripciones políticas, frente a las evidencias más contundentes para nada nos ayudan los acertijos esos de izquierdas y derechas, como si anduviéramos en el juego de las cuatro esquinas. Todo el que sea como el tal Txapote es un malnacido, peor que el peor de los animales, ratas y gusanos incluidos, milite donde milite, actúe por lo que actúe, mate por lo que mate. Me da exactamente igual que pertenezca a ETA o a las SS, viene a ser lo mismo, exactamente lo mismo.

Los complacientes que piensen que la bestia se acallará sola cuando se canse de matar, que estudien un poquito de la historia del siglo XX. Los hiperprudentes que opinen que tal vez los hediondos seres así acaben aviniéndose a razones, que estudien un poquito de la historia del siglo XX. Porque hubo una vez en un país germánico un antiguo cabo pequeñajo y bigotudo, rodeado de tarados sanguinarios, que también se mofaba de los tribunales, que también despreciaba la justicia burguesa, que también decía que luchaba y mataba por la libertad y la grandeza de un pueblo y que también recibía el silencio acobardado de una sociedad de bueyes. Un neurótico que era una basura como el Txapote este de los demonios y que andaba rodeado de una camada bien similar en sus conductas y en sus consignas, jaleado por débiles mentales como los que toman a éste por un gudari, manda cojones. Y ya sabemos lo que pasó.

Este país, pueblo vasco incluido, recuperará algo de su dignidad perdida cuando aprendamos sus ciudadanos a llamar al pan pan y al vino vino, cuando no nos dividan los timoratos ni los pescadores de río revuelto, cuando no nos venza el peso de la panza ni el embotamiento del alma acobardada, cuando creamos de verdad en el Estado de Derecho y sus valores, comenzando por la vida de cada uno, discrepantes incluidos, sin matices, sin condiciones, sin concesiones, sin temor.

Yo no quiero que a Txapote lo maten, pese a que animales más nobles son sacrificados a diario por miles y millones; yo no quiero que a Txapote lo torturen, aunque él sea un canalla torturador. A mí en el fondo me da igual lo que le ocurra a semejante pedazo de mierda, con tal de que no tenga jamás nueva ocasión de matar por la espalda, como a él le gusta, y con tal de que no vuelva a ver la luz del sol mientras no se arrepienta y no pida perdón.

Lo que yo más deseo es sentir que el rechazo a los txapotes es unánime, enorme, ostensible, evidente, común. Lo que yo deseo es que los ciudadanos al unísono maldigan a cualquiera que le ría las gracias a Txapote y a los que se le parezcan, a cualquiera que les haga la más mínima concesión en nombre de nada. Porque toda concesión a esos energúmenos inhumanos, a ésos, a los txapotes, es a costa de nuestra dignidad, del núcleo más profundo de nuestra autoestima.

Lo que yo deseo es sentir que ningún degenerado semejante se puede burlar impunemente de nuestra Justicia en las barbas mismas de los jueces, ni hacer alarde de su nulo arrepentimiento ante las víctimas de sus infames actos y ante las mismísimas narices, repito, de los jueces. Porque si puede, porque si se lo permiten, porque si se sale con la suya, aunque sólo sea en esa cuestión de formas, yo me declaro, desde ahora mismo, insumiso ante la Justicia y descreído de este Estado, que sólo lo será de Derecho si se gobierna por el Derecho y no por el miedo o las conveniencias más ramplonas, más mezquinas, más infames.

19 junio, 2006

Raíz.

Mientras lo enterrábamos, una lagartija pequeña nos miraba desde una pared muy cercana, apenas a un metro de mí. Se movía, iba, venía y parecía que no sentía ningún temor de los que allí apretadamente nos congregábamos, en aquella esquina del cementerio pequeño, sobre cuyo muro podíamos divisar, apenas alzándonos un poco, todo el verde de nuestra tierra. La lagartija permaneció un buen rato contemplándonos y contemplando cómo el enterrador tapiaba el nicho, mientras la gente callaba y una neblina tenue empañaba las distancias. Quién sabe.
Mientras lo enterrábamos, mi madre, que nada sabe y cree aún, a su manera, que se trata nada más que de una nueva hospitalización, por unos pocos días, tenía una crisis y perdía sus escasas fuerzas. Hoy la hemos visto y me ha dicho palabras extrañas sobre el día de ayer, ella que de lo inmediato apenas recuerda nada nunca. Me dijo que ayer había sido un día malo, feo, y que no lo había encomendado. No conseguimos averiguar qué quería decir con esta última expresión, pero se le velaban los ojos y tenía hoy la sonrisa sin la frescura inocente de los últimos tiempos.
Mientras lo enterrábamos, yo reflexionaba sobre el significado tan profundo de los ritos de los que siempre he abominado por culpa de mis prejuicios de intelectual bobalicón y de ciudadano con suerte que nunca había vivido de cerca la muerte de un ser tan próximo. Ahora sé qué importante es el calor de la gente que lo quería a él o que me quiere a mí; cuánto te ayudan a reponerte esas conversaciones en el tanatorio con la gente buena que no mira el reloj y sólo está pendiente de tus ojos para decirte ven, tomemos un café; cuánto te enseña la ruda charla de los pocos que quedan de su quinta y que te narran, entre risotadas, todas aquellas locuras, todas aquellas aventuras, tantísima vitalidad y esa fuerza de los que trabajaban siempre, y se divertían y sabían hallar la alegría y el disfrute donde nosotros hoy, ahítos, recebados, ociosos, acomodados, cultivamos estúpidas angustias vitales y nos damos al prozac, el yoga y las dietas macrobióticas, en lugar de a la sidra y al vino, a la conversación y a los caminos, como hacían aquellos hombres, de los que quedan tan pocos; y ahora uno menos, uno de los mejores.
Mientras lo enterrábamos, volví a sentirme pequeño, como hace cuarenta o más años, necesitado de guía y protección y confiado en su fuerza y en aquella mirada suya de los que nunca retroceden ni se asustan. Y me acordé de cuántas horas pasaba yo, de niño, sentado en el prado de detrás de nuestra casa, mirando hacia las montañas lejanas, pensando que allá, lejos, al otro lado, debía de haber muchos mundos y muy interesantes y que un día habría de recorrerlos yo, como cuando mi padre me contaba cuánto de este país había pateado él durante la guerra. Creo que en su fuero interno sentía que la maravilla de haber visto lugares tan lejanos para él lo compensaba de todos los padecimientos de sus tres años de guerra y los otros tres más de servicio militar. Él me empujó después, tenuemente, sutilmente, discretamente, para que yo caminara y marchara lejos, aun al precio de dejarlos atrás, tan solos, a mi madre y a él. Contaba orgulloso mis andanzas y las de su nieto, pero a mí me hace mucho más dichoso haber sabido regresar a tiempo para estar a su lado en estas semanas finales y tener, gracias a él, la sensación de que al fin descubrí el sentido del viaje largo: el retornar a lo que es nuestro, a lo que somos, a la raíz que se teje de vida y muerte con los tuyos y donde los tuyos.
Mientras lo enterrábamos, yo, su hijo, pensaba en que ayer mismo había descubierto de él cosas que desconocía, cosas buenas, de su vitalidad, de sus conversaciones, de lo que quería a su nieto, de lo grabados que llevaba ciertos detalles que yo creí que no atendía o no entendía, de cómo contaba las cosas para dejarme a mí mismo, a mí, en el mejor lugar ante los demás. Es como si siguiera hablándome y se sincerara y consiguiera, al fin, romper algunos viejos hielos, mientras lo enterrábamos.
Estoy escribiendo esto a comienzos de la tarde del día siguiente, en su casa que ya no volverá a pisar, rodeado todavía de sus cosas, con ese aroma suyo que impregna las paredes. Y llega de algún lado, parece que del piso de arriba, el sonido de una flauta que toca ese ritmo nuestro de "a mí me gusta la gaita, viva la gaita, viva el gaiteru...". Quién sabe.

14 junio, 2006

¿Fútbol o hooligans?

No, no voy a hablar de fútbol propiamente. Es por lo de poner títulos con anzuelo. Lo del fútbol es una comparación, o así.
Cuando era un crío me indignaba la actitud de mi padre cuando veíamos en la tele partidos de fútbol. ¿Que si ya había televisión en aquel tiempo lejano? Sí, hasta en mi pueblo. Andaba la globalización en pañales y balbuciente, y los cosmopolitas viajaban en trenes renqueantes. Contemplábamos en casa los partidos del Real Madrid en la Copa de Europa y los de la selección española, los unos y los otros con Amancio, Velázquez, Gento, Zoco, Pirri y compañía, tipos más recios que metrosexuales, qué horror. Y mi padre siempre deseaba que perdieran, era un anti avant la lettre. Aquello me producía profunda desazón y dudas sobre las virtudes de mi progenitor A. Él se justificaba con que el franquismo pretendía legitimarse a patadas y apuntarse los goles como propios. Lo comprendí mucho después y de traumas infantiles de ese calibre se alimenta mi escepticismo de hoy frente a los patrioterismos de toda laya.
Hasta llegar al presente y a mi dolida condición de futbolero sin equipo, hincha del juego, pero descreído de todas las hinchadas. Con tal escuadra futbolística no puedo simpatizar porque su directiva es un cueva de constructores blanqueados, del otro porque alienta ultras del sur o del norte que harían las delicias de Goebbels o Beria, del de más allá porque su afición llena todo de banderas agresivas o de regüeldos racistas. En fin.
Y el caso es que el fútbol me gusta, como juego, qué le vamos a hacer. Pero como juego limpio, eso sí. Me pasa lo mismo con la política. ¿Usted qué prefiere, que gane su equipo a base de trapacerías y de comprar hasta al árbitro, si hace falta, o ver un buen partido, lealmente disputado y, de propina, que gane su equipo con respeto a las reglas y al fair play? ¿Se trata de destrozar malamente al contrario o de alegrarse de que gane el mejor en buena lid? ¿Qué importa más, las reglas, esto es, el juego en sí, o el resultado?
Al juego político en democracia le podemos aplicar idénticas preguntas. Y, según las respuestas, nos clasificamos en fanáticos sin escrúpulo o demócratas propiamente dichos. Al demócrata le gusta más el juego en sí de lo que le interesa el resultado, por mucho que tome partido y tenga equipo de sus amores. El demócrata sabe que sin el respeto escrupuloso de las reglas no hay juego, sólo simulacro y resultados amañados, trampa, abuso. En las dictaduras y los autoritarismos el juego se simula, hay jugadores y goles, pero con más trucos que en un viejo vapor del Mississipi. Por ejemplo, Acebes y Rubalcaba tienen una pinta estupenda de tahúres consumados y de pasarse el juego limpio por salva sea la parte. Memorable aquella partida suya en tres días de marzo. De aquellos polvos... En el deporte honrado se echa la pelota fuera del campo cuando hay jugadores lesionados sobre el césped. Estos truhanes corrieron como locos, balón en ristre, hacia la portería contraria, con sus ultras jaleando. Ganó el más diestro en lo siniestro, no el juego.
Y ahí andamos. Ya ven lo que acaba de suceder ayer mismo. Montilla fue gravemente insultado en un mercado de Salamanca, hasta le arrojó huevos un grupo de españolistas exaltados y tuvo que escapar bajo protección de la guardia civil. Qué horror.
Si éste fuera un país de demócratas, es decir, de políticos y ciudadanos convencidos de que en democracia las reglas cuentan infinitamente más que los goles de cada cual, andaríamos todos, como un solo hombre y una sola mujer, alzando nuestra voz contra los energúmenos de alma parda y consigna inducida, para defender los principios de la democracia (pluralismo, libertad de expresión...) contra los hooligans descerebrados que no llegan ni a los talones de los grandes simios. No quiero ni pensar lo que le puede ocurrir a Rajoy si un día de estos se aventura por un mercado de Granollers, pongamos por caso. A este paso, mejor sería organizar ligas independientes, para que cada equipo se las ingenie con los cafres que amamantó.
Uno, modestamente, se proclama voluntario para defender a Montilla de los fantasmás del inframundo, de los fanáticos como adoquines, en cualquier campo en que quiera exponer sus ideas y su programa. A Montilla o a cualquier otro que ni mate ni agreda ni rebuzne.
La democracia es el imperio de la palabra libre, de la idea no amordazada, de la disputa en buena lid y deportivo pulso de programas y propuestas. Y se gana a los puntos, pero no de sutura. Los buenos aficionados hemos de luchar por las reglas del juego, para evitar que los partidos se conviertan en un depósito de estiércol, en un comedero de gusanos. En eso se ve el percal de cada uno. Y el talante.

13 junio, 2006

Furia española

¡Ondia!, la furia española. No, no voy a hablar de fútbol y del Mundial. Pero, por cierto, ¿por qué los comentaristas de fútbol ya no usan esa vieja imagen? ¿Porque desapareció el ímpetu de nuestros pizpiretos jugadores de diseño o por qué?
Me refiero a la que lió nuestro sabio Tribunal Constitucional con su Sentencia 237/2005, en la que, aplicando a rajatabla el art. 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, sentó la jurisdicción universal de los tribunales españoles para la persecución de ciertos delitos, como los de genocidio, terrorismo, piratería, falsificación de moneda extranjera, prostitución o tráfico ilegal de drogas. Y allá vamos, como motos. Que tiemblen rufianes, malandrines y cacos.
Ya no es sólo que la Audiencia Nacional ponga manos a la obra con lo de los vuelos de la CIA que hacían escalas en Mallorca, dicen, en su viaje hacia países con tortura y todo incluido. Vaya papelón, tanto si el Gobierno lo sabía como si no. Lo seguro es que mentir no miente este Gobierno; que mira lo que le pasó al otro por andar con trolas. Es que ahora, en coherente aplicación de la doctrina del supremo intérprete constitucional, va el mismo órgano judicial a investigar los crímenes de China en el Tíbet y hasta la persecución por el gobierno chino de la secta Falun Gong. Van a caer como chinos.
A mi me parece muy bien que alguien se anime a plantarles cara a los matones del mundo mundial, y hasta me enorgullece un poco que sea España (léase Estado español). Cabalgamos de nuevo a lomos de Rocinante, que se preparen los molinos de viento. Pero, caramba, es que vamos a por todas, estamos en la procesión y repicando, somos el país más inquieto y juguetón del orbe. Justamente cuando cuarto y mitad de los compatriotas de uno comienzan a abominar del universalismo y a mirar otra vez con ojitos mimosos el principio de soberanía nacional, ¡zas!, nos convertimos en guardianes de la universalidad de ciertos derechos y no respetamos ni soberanías ni autodeterminaciones ni nada. A mí me gusta, pero a alguno le puede dar un síncope con tanto torcimiento de neuronas. Cualquier día, manifestación de antiglobalizadores a favor de una justicia global.
Verás qué guasa el día que aquí indultemos a Pakito y lo procese por terrorismo un Marlaska de Sichuan, menudo mosqueo. Como el de China ahora. Y nuestro Gobierno, que venga, jo, que es broma, no os lo toméis así, cómo no vamos nosotros a entender la importancia de la realidad nacional soberana china, jeje; si queréis negociamos y vemos, deberíamos buscar fórmulas de consenso y tal y cual. ¿Se imaginan la cara de los otros, amarillos? Oye, y qué les ofrecemos a los chinos esos a cambio de que dejen de fumigar a los pobres tibetanos. Que vaya Patxi, propongo; sí, López.
A este paso, media humanidad se va a tentar la ropa antes de aterrizar en suelo español (o lo que sea), no vaya a tener aquí causa abierta o celda amueblada a la espera. Como comiencen nuestros jueces con el rosario de dictadorzuelos sanguinarios y proxenetas barbudos, tienen tela que cortar para rato. Menudo marrón para Moratinos, venga asegurarles a todos, algunos incluso buenos amigos suyos y de la pazzzzzz, que tranquilos, que no pasa nada, que acudan confiados a esta nación de naciones a reposar un rato y a reponer energías para volver a la carga. Y en cuento asoman la nariz por estos pagos, hala, a chirona a pagar por sus culpas.
Al pobre Pumpi lo van a volver tarumba, todo el día deshojando la margarita: este criminal sí, éste no, éste sí, éste no, perdón, ¿cómo dices?, ¿este qué?. Y Grande Marlaska y Moreno a su bola, sin reparar en gastos. Y los juzgadores de la Audiencia Nacional desgañitándose más que la niña del exorcista, para ver cómo se lo montan para que Santi Potros o Gadafi salgan bien parados y a los chinos se les meta un buen rejón en rebeldía.
A veces tiene uno la impresión de que todo es un sueño cachondo, que en cualquier momento nos despertaremos y que esto vuelve a sus modos de país normal, donde los buenos son buenos, los malos, malos, y la mayoría silenciosa, mediopensionista. No como ahora, que no se entiende nada.

12 junio, 2006

Académica formalidad y académicos sin personalidad.

Se están perdiendo las formas, en la convivencia social en general y en el mundo académico en particular. Está tocada de muerte la cortesía, se desangra la deferencia, toda consideración que no sea homenaje al ombligo propio pasa por decadente antigualla. Otra vez el péndulo oscilando sin control ni gobierno. De la rigidez de antaño, de aquellas fórmulas impostadas y autoritarias, a este despendole. Ya vale todo y tonto el último. ¿Que a qué me refiero? La crisis tiene variantes y diversas manifestaciones. Veamos algunas.
Hubo un tiempo en que la palabra tenía valor. Ahora la palabra es el instrumento mediante el cual se gana tiempo, en el mejor de los casos, o se le toma el pelo a la gente de manera vil, en el peor. Nos enseñaron, mamamos, imitamos aquello de que cuando uno se compromete a hacer algo o a estar tal día a tal hora en un lugar para vérselas con un cometido, se cumplía, así cayeran chuzos de punta. Eso se acabó. En otro tiempo, no tan lejano, era signo de carácter e indicio de calidad humana el atenerse al compromiso adquirido, el cumplir con lo que se promete, el no dejar en la estacada a los que con uno se embarcan en cualquier empresa. Hoy en día funciona justamente al revés, cuanto más incumples más te cotizas, cuanto menos fiable resultas, mas importante pareces, cuanto más superficial y frívolo, más chic y cool te sientes. Pero incluso en esto hay clases, que, con ánimo simplificador y didáctico, podemos reducir a dos.
Están los ocupados que se fingen brutalmente atareadísimos. Uno los llama un día para algún evento universitario que, supuestamente, es motivo de honor y halagüeña distinción; cosas tales como dictar una conferencia, actuar de ponente en un congreso o formar parte de un tribunal de tesis doctoral. Te dicen que sí y que qué bien y que muchas gracias y que cómo no y que no faltaba más. Lo organizas todo en consecuencia, viajes, alojamientos y alguna expansión mundana. Cuando faltan un par de semanas, o de días, te llaman, compungidos, que mira, que me surgió una cosa en Coimbra, que ya ves qué putada, que fíjate y date cuenta, que no puedo negarme porque el que lo organiza estuvo en la boda de mi cuñada y, además, dirige la academia lusa de vuelo sin motor. Y tú balbuciendo que hombre que habías quedado antes conmigo, que qué faena, que no tengo margen para arreglar esto. Y él que te corta y que te dice que, caray, a ver si la próxima vez hay más suerte y que qué ganas de coincidir contigo en algo y charlar y que no dejes de llamarlo para la próxima porque le hace una ilusión bárbara-bárbara ir a tu universidad y dar un abrazo a toda esa buena gente. Y te cuelga justo antes de que resuelvas el dilema que en ese minuto te corroe las entrañas: me cago en sus ancestros de lupanar para mis adentros o se lo casco de viva voz y allá se las componga.
Con todo, la anterior es la subespecie más respetuosa de semejantes mamelucos con cátedra inflada. Los hay peores. Por ejemplo, el que con absoluta normalidad y sin asomo de sonrojo te explica que no podrá venir porque su mujer, que lo iba a acompañar, tiene ese día ensayo del coro parroquial, y que hazte cargo, con las ganas que ella tenía de darse una vuelta por ahí, fíjate que disgusto, está la pobre que no encuentra consuelo. Más lo que te aprecian a ti los dos, claro, él y ella, Abelardo y Eloísa de los cataplines. ¿Horrible? Pues los hay todavía peores. Por ejemplo, aquel que entiende que es justificación suficiente para saltarse cualquier compromiso el que el día señalado, precisamente, pase el tapicero a retirarte el sofá al que le quiere poner nuevos colores, pues, ¿sabes? hemos puesto el salón en wengé y dice mi suegra que los estampados en los sillones ya ni pegan ni se llevan, y tú conoces de sobra que hoy en día lograr cita con un buen tapicero es más complicado que hacer una tesis, precisamente, jejeje, y bueno, tú, saludos por ahí y tal y otra vez será, ¿eh?
Eso, los que te dejan colgado y no asisten al acto previsto. Pero hay informales que sí asisten. No se sabe qué es mejor. Llegan algunos a su conferencia o al tribunal como si fueran a la piscina de su puñetero pueblo el fin de semana. Sólo es faltan las clanclas. Y les sobra gracejo. Todo menos haber meditado cinco segundos sobre lo que van a contar o haberse tomado el trabajo mínimo de ojear en diagonal cincuenta páginas de la tesis que tienen que juzgar. Y se sienten tan artistas, se consideran tan geniales, que piensan que su lamentable impostura cuela como destilación de ciencia inconmensurable. De estos he visto docenas, pero no quiero alargarme. Contaré sólo un caso espectacular, de entre muchísimos. Hace una buena partida de años, en mi vieja universidad asistí, entre el escaso público, a la defensa de una tesis doctoral. Presidía el tribunal una vaca sagrada de la disciplina en cuestión, un intocable, un capo del copón. Cuando le llegó el turno de hablar, miró fijamente a la doctoranda, pues mujer era, y no pronunció más palabras que éstas: felicito a la doctoranda por el peinado, el caer de párpados y la sonrisa. Olé tu madre. Y se quedó tan fresco. Ah, y votó el sobresaliente cum laude, cómo no. Se ve que estaba inspirado. O cachondillo. O retozón. O gagá, que es lo que suele pasar y nadie se atreve a decirles a semejantes estrellas de todo a cien.
Si conserváramos algo de aquello que en tiempo se llamaba honor, o más modestamente, de vergüenza torera, hace tiempo que elaboraríamos listas negras de los supuestos genios que no tienen más que descaro canallesco y de los atareadísimos de pega que sólo sirven para aparentar una importancia que no alcanzarán en su puñetera vida de marujos banales.
Pues eso.

11 junio, 2006

Luz de antorcha. Por Francisco Sosa Wagner.

Hace un par de semanas puse en relación al “bloguero” actual, es decir, la persona que sabe mantener un“blog” en Internet, con Karl Kraus, el escritor austriaco. Precisamente hoy se cumplen setenta años de su muerte en Viena, víctima de una embolia. En España Kraus es conocido, al menos en los círculos que frecuentan la literatura imaginativa, la literatura comprometida, no en el sentido que dio a esta expresión el marxismo de barrio, sino en el sentido de comprometida con la denuncia y la crítica contra todo lo que se moviera en derredor, sin seleccionar pues en función de los intereses del partido, la cofradía o el banco o caja de ahorros a que se debe sumisión.
Para que el lector actual lo entienda más claramente: justito lo contrario de lo que ocurre en el panorama español donde respecto de cada opinante ya se sabe de antemano qué nos va a vender y qué tipo de mercancía nos quiere colocar, exactamente aquella que le ha indicado quien se encarga de su tarjeta de crédito. Como decía, Kraus es conocido en España pues circulan traducidos algunos de sus libros y quienes gastan buen paladar han sabido descubrirlos y apreciarlos. Estamos en el Imperio austro - húngaro, abigarrado y barroco ensamblaje de pueblos, religiones, culturas y lenguas, y en él la gente nacía donde podía. Kraus lo hizo en un territorio que ahora pertenece a la República checa pero el centro de su actividad intelectual estuvo en Viena. Para que el lector se vaya haciendo una idea se trataba de la Viena de Freud, de Mahler, de Loos, de Hofmannsthal, de Musil, de Schönberg, de Kokotschka y por ahí seguido porque la lista podría enriquecerse mucho más. No era pobre la nómina de creadores en aquel Imperio que se derrumbó dejando como estela un país pequeñito que se llama Austria.
En aquel territorio de la cultura y de la política convulsa, Kraus se aísla, se envuelve en su casaca, y saca su pluma como toda arma de combate. Contra la hipocresía de la sociedad, contra sus mentiras, contra un mundo de dengues y de melindres ridículos, Kraus empieza a publicar su revista “la Antorcha” que aparecía tres veces al mes y que probablemente leerían cuatro adictos. Haría historia. Pronto será él autor de todo lo que en ella salía: “ya no tengo colaboradores. Les envidiaba. Me ahuyentaban los lectores que quiero perder yo mismo”.
Anotaba ideas, disparaba, se reía y bromeaba... ¿Hace falta decir que la prensa “seria” le ignoró? “Lasnecedades actuales parece que nacen listas para la imprenta”. Por ahí viene su parentesco con los “blogueros” actuales (cité el caso del Profesor Juan Antonio García Amado y lo mismo puede decirse de tantos otros que se mueven en la misma dirección) que aprovechan una página a su disposición en el espacio cibernético para hacer astillas con los tablones que sostienen la farsa.
Como es natural, Kraus no tuvo detrás ningún partido ni escuela, contó por el contrario con la antipatía activa del mundo convencional de la cultura. Kraus fue inexpugnable en su independencia: “la sátira escoge y no conoce tema alguno. Surge al huir de éstos cuando se le imponen”. “A nadie le pido fuego. No quiero agradecérselo a nadie. Ni en la vida, ni en el amor, ni en la literatura. Y sin embargo fumo”.
La antorcha pues para iluminar rincones, para provocar incendios, para hacer estallar la pirotecnia de la incorrección. La antorcha es el comienzo de la hoguera donde han de arder los ventrílocuos del poderoso. Quien la enarbolaba representa, fácil es comprenderlo, la antítesis del poeta-mendigo, del bueyuno que despliega en la esquina sus baratijas de complacencia para recibir los premios que, a distancia, otorga el ministro.

10 junio, 2006

Venganza y Estado.

Tengo un amigo argentino, de Mar del Plata, buena tierra. Alguna vez anduvimos por allá. Un día tuve con él y otros compatriotas suyos una discusión algo subida de tono por mi parte; luego lo lamenté. Bien es verdad, aunque no valga ni de atenuante, que yo me había tomado unos vasos de vino, quizá demasiados. El caso es que volvió a salir a colación un caso que se había dado en aquella tierra. De por allá es el lúgrubemente célebre teniente Astiz, aquel hijo de madre de la Escuela de Mecánicos de la Armada. Ya libre, por obra de una infame amnistía, el tipejo andaba por la calle de su ciudad y entraba de vez en cuando en locales o discotecas a pasar el rato. Al parecer, en más de una ocasión la gente que estaba dentro lo reconoció y abandonó el lugar, lo dejó sólo. Era una forma ciertamente loable de echarle en cara el merecido desprecio. Está bien. Pero a mí se me antojó sostener que no era comprensible la cobardía, dicho sea abruptamente, de tantos argentinos, de los que sabían que alguno de sus seres más queridos habían muerto a manos de semejantes salvajes desalmados, y que se limitaban a tragar saliva y cambiar de acera, tal vez tapándose la nariz y aguantando el vómito. Pues, sostenía un servidor de aquella manera, esa buena gente estaba obviando un imperativo moral supremo, casi un mandato del derecho natural del bueno, si se me permite expresarlo así con algo de ironía: matar al asesino impune. Vamos a ver si ahora, con serenidad, puedo explicarme sin molestar demasiado, y menos a los queridos amigos de la tierra del tango.
Voy a partir de un supuesto hipotético y trágico. Imaginemos que alguien mata a un hijo mío, o a mis padres, o a un hermano, o a la persona que amo como pareja, y que el asesinato fuera consciente, alevoso. Por ejemplo, porque el asesino alegue que esa muerte intencionada es un medio para lograr el fin de eliminar la subversión, o de lograr la autodeterminación de un pueblo. Pero el muerto no era ni siquiera un político, ni un policía, en cuyo caso seguiría el crimen siendo plenamente reprobable. Pero voy a lo que en mí desencadenaría la suprema angustia: era un ciudadano normal y corriente, de a pie, era mi familiar, que pasaba por allí. Es probable, muy probable, y esto tiene más de confesión que de hipótesis de trabajo, que mi impulso primero y más natural fuera tratar por encima de todo de matar al autor del crimen. Y creo que es un sentimiento noble y que no merece reproche. Y me parece que debería, en principio y a salvo de lo que luego matizaré, esmerarme en conservar mi determinación y en cumplirla, aunque caiga sobre mí todo el peso de la ley, de esa ley de la que el infame, como en el caso de Astiz, se había librado pese a sus torturas y sus homicidios, paradójicamente.
Se me reprochará que ese instinto vengativo es sumamente primitivo, poco menos que animal, y es cierto; que va contra los principios más elementales de la civilización, y es verdad; que para eso está el Estado, para imponer una justicia objetiva y con garantías y para hacer que el delito sea retribuido mediante la pena pública; y así es y bien que quiere un servidor defender tal idea. Pero a eso vamos, precisamente.
En sociedades primitivas era, o es, regla común la venganza privada. A la familia del asesinado le corresponde vengar el mal con otro semejante, a costa del malhechor o de su familia. Las variantes son muchas, y de ello nos cuentan historiadores y antropólogos. Repárese, por lo demás, en que es proceder propio de naciones y realidades nacionales, de prístimas comunidades con identidad grupal muy marcada y plenamente cohesionadas con la argamasa de las tradiciones y los usos seculares. Considérese también que estamos hablando del que venga personalmente un mal personal, no del que en nombre de una pura idea abstracta (la Fe, la Verdad, la Comunidad o el Bien) mata al que considera enemigo, rival o hereje. Esto no merece el nombre de venganza. Cuando se hace masivamente y en lucha es guerra; cuando se hace contra individuos aislados e indefensos son sacrificios humanos. Cuando se hace contra grupos indefensos es exterminio o genocidio.
La venganza privada como castigo amparado por reglas grupales tradicionales fue quedando de lado en cada ocasión en que una sociedad pasó a regirse por un poder político legislador que impone y se guía él mismo por reglas jurídicas abstractas y que rompen con las costumbres atávicas y las reglas sociales espontáneas. Esto es una cuestión de escala, de proporción mayor o menor, no de blanco o negro. Quiero decir que cuanto más una forma de organización política se aproxima al modelo de lo que llamamos genéricamente Estado, tanto más la venganza privada queda relegada por el monopolio centralizado de la coacción, lo que significa que es el legislador estatal, en cualquiera de sus formas, quien determina qué conductas merecen castigo público, como escarmiento y reparación, y son los propios órganos del poder los que ejecutan tal castigo como pena.
En estos asuntos el Estado moderno representa el avance fundamental, pensábase que definitivo. El Estado moderno ha ido, del siglo XVI en adelante y hasta hoy, afirmando su poder supremo frente a cualesquiera poderes locales anteriores, poderes locales o grupales que pierden su autonomía normativa y de ejecución y que, todo lo más, pasan a desempeñar funciones normativas o ejecutivas por delegación de ese Estado central, no necesariamente centralista. Ese Estado, que primeramente se afirma como poder omnímodo bajo la forma de Estado absoluto, se reviste en algunos lugares de poder autoritario reformista a la manera de lo que se denominó despotismo ilustrado. Pero ya ha aparecido un término clave, Ilustración. La filosofía ilustrada, racionalista, en conjunción con nuevas circunstancias económicas y políticas que requieren una profunda reforma social que logre eficiencia gestora y que imponen una nueva forma de legitimación basada en el apoyo ciudadano, en lo que hoy llamaríamos la opinión pública, determina nuevos hitos en el modo de concebir la acción legisladora, judicial y punitiva del Estado. En lo primero, el consenso social se va asentando muy gradualmente como base única de la ley legítima y merecedora de acatamiento ciudadano. Van surgiendo cámaras y parlamentos, primero con funciones mínimas o de mero dictamen o consejo, luego, paso a paso, con competencias específicas sobre la creación de normas. Al principio fue la aprobación de ciertos impuestos, luego el visto bueno al presupuesto, más tarde la ley toda, sobre cualesquiera materias. Al tiempo, la base social de la representación parlamentaria se iba ampliando al ritmo de la extensión de los derechos políticos. Las primeras cámaras parlamentarias eran aún de representación estamental o aristocrática. Luego el voto se extiende con carácter general, pero como voto censitario. Más tarde como voto universal masculino. Al fin, como voto igual de hombres y mujeres.
En cuanto a la aplicación de la ley, en particular de la ley penal, la doctrina ilustrada va a aportar garantías, en lucha a brazo partido contra la arbitrariedad del poder y con el propósito declarado de evitar el sacrificio estatal de víctimas inocentes a manos de verdugos. Basta aquí mencionar el nombre de Beccaria. Y toda una serie de precedentes en derecho inglés, comenzando por la Carta Magna de Juan sin Tierra, allá por 1215, sentando por primera vez una forma, aún limitada, de habeas corpus. En nuestros días todas esas conquistas se resumen en la idea de que todos, también los más atroces delincuentes, tenemos derecho al juez predeterminado por la ley, a un proceso con garantías y posibilidad de defensa, a que no se nos castigue por nada que la ley previa a la acción no tipifique como delito y a que no se nos sancione en más de lo que esa ley como pena disponga.
En lo que se refiere a la ejecución de las penas, imperó inicialmente el retribucionismo, la idea de la pena como sublimación de la venganza por obra del Estado, bajo el lema de que el que la hace debe pagarla. Pero se inició al tiempo un camino hacia la eliminación de las penas más crueles y degradantes. Primero se impone la idea de que el delincuente condenado conserva su dignidad como persona, dignidad que nadie, ni el Estado, puede vulnerar con padecimientos desmedidos o ensañamiento más reprobable que el crimen mismo que se compensa. Después irá triunfando también la idea de que todo el mundo tiene derecho al arrepentimiento, a lamentar sus yerros, a la enmienda, a una segunda oportunidad, a rehacer su vida como ciudadano de bien. Y de ese modo las penas se reorientan a la (re)socialización del penado. Y más aún, surgen mecanismos para aliviar el castigo al que fue delincuente y tiene el propósito serio de dejar de serlo, al que muestra arrepentimiento, buena disposición, propósito de enmienda.
Todo lo apuntado conforma un éxito civilizatorio sin par, una de las más altas conquistas, si no la más alta, del género humano. Sin la más mínima duda. Algo que debemos defender con uñas y dientes para que no regresemos a la caverna, no precisamente platónica.
Retornemos ahora a los casos hipotéticos. Supongamos que un criminal mata con el mayor de los dolos a un hijo mío. La policía lo persigue para que sobre él se derrame todo el peso de la ley. Pero el asesino transmite a las autoridades el siguiente mensaje: si me dejan en paz, no vuelvo a matar a nadie de esa familia; si siguen acosándome, mataré a otro hijo, y saben que puedo hacerlo. Esas autoridades me dan cuenta a mí de tal declaración y me aseguran que parece seria y creíble. Y ahora vienen las preguntas. Una: ¿qué debería hacer yo en una situación así? Creo que no me quedaría más remedio que concluir que la vida de mi hijo vivo vale más que la venganza por el hijo muerto. Pero algo comenzaría a revolverse en mi interior contra ese estado impotente. ¿Y qué debería hacer el Estado? Posiblemente no cejar en su empeño justiciero, porque ese malnacido puede tomarla de la misma manera otro día con otra familia, aunque respete el pacto con la mía. O porque otro criminal pueda descubrir en el precedente una buena manera de salir de rositas.
Pero compliquemos el caso. Pongamos que se trata de una banda de matones que se ha llevado por delante la vida de mi hijo y de un puñado de personas más. El Estado de vez en cuando los acorrala, detiene y juzga a unos cuantos, pero no consigue erradicar la plaga, porque son muchos, o fuertes, o contumaces. Un día, los jefes de la banda hacen saber que están dispuestos a dejar de matar, pero no sin algo a cambio. Quieren impunidad. Quieren borrón y cuenta nueva, quieren el perdón para los suyos que han sido condenados, quieren, incluso, un protagonismo social y político, quieren luz, taquígrafos, propagar libremente sus ideas; quieren homenajes incluso, o hacer tranquilamente los suyos a sus héroes homicidas. Quieren reconocimiento y legitimidad para sus móviles, aunque abandonen sus acciones. Pero advierten también que, si el Estado no cede, volverán a las andadas y tendremos nuevas víctimas inocentes. En tal situación, la autoridad pública se pone a calcular, pondera todo tipo de razones y conveniencias, incluidas las conveniencias políticas, electorales. La opinión pública es importante a ese propósito. Y los ciudadanos, sensibles a los discursos y sedientos de seguridad para sí, sus familias y sus bienes, razonan así: bien, si a cambio del perdón que los malvados demandan yo me libro de todo temor, bendita sea, hágase; qué pena de esos padres que perdieron a sus hijos, pero... no vamos a arriesgarnos todos por darles satisfacción a ellos.
¿Cómo debe proceder ese Estado en una situación así? Supongamos que acepta el trato y asume todas o la mayoría de las condiciones que la banda solicita, especialmente las que tienen que ver con la impunidad de sus verdugos y el respeto de sus móviles. Yo sé qué pensaría yo, con toda reflexión, con la mayor frialdad, con plena determinación, en una tesitura tal: ha renacido mi derecho a la venganza, la obligación moral personal de tomar por mi mano la justicia que se me hurta, que me escatiman aquellos cuyo poder se justifica sólo para velar porque haya normas penales que a todos nos protejan del delito y de su impunidad. Es cierto, como aducen los gobernantes, que así lo han querido otros ciudadanos, la mayoría quizá, pues buscan seguridad y paz para ellos y los suyos. Pues será, entonces, el Estado de esos ciudadanos, pero ya no el mío. Le deberán ellos lealtad y disciplina, yo ya no. El contrato social se ha incumplido conmigo, por conveniencia de la mayoría. Pero un contrato no se rompe válidamente por un puro cálculo de beneficio para algunas de las partes, ni siquiera de los más. Y tiéntense la ropa esos ciudadanos con vocación de súbditos bien cebados, pues cuando se abre la veda se abre para todos, y el próximo sacrificado a un interés general que no es más que la suma aritmética de intereses individuales mayoritarios, puede ser cualquiera. Bastará que surja una nueva ocasión para que haya de imponerse esa variante de la razón de Estado.
Pues la razón de Estado tiene dos caras, ambas temibles y despreciables. Una se contempla cuando son los mismos poderes públicos los que, en nombre de la seguridad o del bien público o de la pervivencia del Estado mismo, se convierten en delincuentes, matan por su cuenta, torturan, condenan sin juicio, secuestran, roban. La historia enseña muchos ejemplos. Por aquí mismo hemos tenido alguno en la década de los ochenta. Unos pocos responsables fueron condenados. Ningún responsable, o casi ninguno, ha pedido perdón. Los que con su silencio cómplice dejaron hacer y luego tanto gritaron, tampoco se han disculpado. Llamemos razón de Estado activa a esa primera variante. La segunda sería la razón de Estado pasiva o por omisión, y ocurre cuando, por cualesquiera razones similares, siempre expresados en los términos más ampulosos, el Estado hace deliberada dejación de su compromiso para la persecución y castigo del crimen. Tal vez porque no ve con total antipatía las razones degeneradas de los asesinos; tal vez porque no se siente con fuerza para mantener la lucha y para asumir sus costes; tal vez porque la opinión pública se tiñe de egoísmo insolidario; tal vez porque el partido gobernante quiere conservar el poder a cualquier precio, haya caído quien haya caído. Da igual. Ese Estado se muda en cómplice por omisión, se impregna, quiéralo o no, del tufo del crimen. No tanto como cuando él mismo mata por fuera de la ley; pero mucho, en cualquier caso.
Se me dirá, quizá, con la mejor intención, que se puede comprender la actitud mía en el caso imaginario que he puesto, pero que mi interés meramente individual en que se me haga justicia castigando al matón o mi moral individual no pueden predominar sobre el interés general, por mucho que mi angustia se comprenda o que hasta se me disculpen mis impulsos o mis actos vengativos. Pero, ¿realmente una actuación estatal como la que he descrito se puede amparar en el interés general? Me parece que no. Porque el interés general sufrirá, a la corta o a la larga, tanto o más que el mío particular. Con actitudes públicas de ese talante se envía a la sociedad toda un mensaje siniestro: la persecución del delito se somete a cálculo y conveniencia, el legítimo empeño justiciero de las instituciones públicas, de gobernantes y jueces, ya no es absoluto y para todos, sino que opera bajo condición, es un interés relativo, vencible cuando las circunstancias lo aconsejen. Sabrá cada uno que esté tentado de saltarse la ley que cuanto mayor y más fuerte sea su banda y más despiadadas sus acciones, tanta más será su fuerza negociadora y la probabilidad de salir bien parado. Y caerá en la cuenta cada ciudadano honesto de cuán grande es el peligro que corren sus bienes más preciados, y rezará para que, si alguno de los suyos tiene la desgracia de sufrir muerte o lesiones, sea por obra de un asaltante individual, de un atracador descarriado o, incluso, de un psicótico aislado. Porque ésos si pagarán seguramente, poco o mucho, pero pagarán. En cambio, los otros...
Por eso, porque somos conciudadanos bajo un mismo contrato político con el que buscamos la maximización simultánea de seguridad y libertades, resulta obligación moral y política de cada uno la solidaridad plena con las víctimas del crimen y con su demanda de que el homicida pague por lo que hizo. Y por eso, porque el Estado tiene la misma deuda contractual con todos y cualesquiera de nosotros, no puede, sin defraudar la confianza y saltarse el contrato que fundamenta nuestra adhesión, otorgar más perdón que el que concedan los ofendidos. Los ofendidos he dicho, no los que se mueven por su interés personal más mezquino ni, menos aún, por puro afán de medro o disfrute personal. Estos, especialmente, son escoria, desecho moral, hez.
Cierro con otra pequeña anécdota, paralela a la del comienzo. Hace unos cuantos años, andaba el arriba firmante por las aulas del Instituto Internacional de Sociología Jurídica, en Oñate/Oñati, Guipuzcoa/Gipuzkoa. Por allí solía coincidir con un profesor vasco de gusto marcadamente abertzale, un tipo muy cordial y amistoso. En más de una ocasión salí de vinos con él y otros y acabábamos siempre en una herriko taberna o cosa así, adonde le gustaba llevarnos por sorpresa, para reírse luego y preguntarnos si no teníamos miedo de que nos comieran. La última vez, ya advertido, me escaqueé a tiempo y me fui con viento fresco a donde me dio la gana. Si se dieron cuenta, quedé poco progre, mira qué pena tan grande. Uno tiene derecho a elegir sus compañías, sin acritud, como decía aquél. No en vano comparto mi vida con quien lleva en un brazo una huella de metralla, por una bomba de los amigos de aquella gente tan simpática que no se come a nadie, faltaría más. Pues resulta que en algún debate en el mentado Instituto a mí se me ocurrió mantener, en general y sin ejemplos ni nombres, que es supremo derecho moral de las víctimas de crímenes atroces el de la venganza cuando el Estado mira para otro lado o perdona por miedo o ventaja. A la salida vino hacia mí el compañero vasco, cariacontecido, con expresión entre preocupada y de pocos amigos, y me preguntó que a qué me refería con lo del derecho a la venganza. Le conté el caso argentino y le relaté el ejemplo del teniente Astiz. Su rostro se iluminó, respiró aliviado y me reconoció que tenía yo muchísima razón. Manda cojones.
¿Alguna idea abstracta puede justificar el asesinato vil, hacerlo comprensible y hasta más merecedor de perdón u olvido? ¿Ideas como la Verdad, el Bien, la Nación, la Raza, la clase X o la clase Y? No. Por eso son miserables las amnistías al estilo de la argentina... y tantas otras. Salvo que las propias víctimas asuman el perdón en primer lugar.
¿Le haría usted muchas concesiones a Hitler si el 1 de febrero de 1945 se hubiera declarado dispuesto a deponer las armas a cambio de una negociación que diera impunidad o beneficios a sus verdugos y a él mismo? Sí, es un caso extremo, ya hemos dicho que todo es cuestión de escala y medida. Lo es. Pero, al fin y al cabo, él también apelaba de continuo a su Nación y a los derechos de su Pueblo. Interpretados a su manera, cómo no; como siempre. A él le parecía razón suficiente para matar a muchos; a otros les parece argumento bastante para matar a unos cuantos, estrictamente a los necesarios para poder negociar. Es una diferencia, no hay duda.