26 noviembre, 2014

Vademécum del buen conferenciante. (II). Actitudes.



(La parte I aquí)

7. Vestuario
En una conferencia o evento similar no es diferente de en otros momentos de la vida social. Por ejemplo, a usted se le sienta al lado alguien en el avión y con un vistazo levísimo ya se ha hecho una idea de por dónde van el personaje y sus tiros. Margen de acierto, el noventa por ciento, poco más o menos. Así que no hablamos de prejuicios gratuitos, sino de lo que la experiencia vital enseña.

Cuando usted va a hablar ante un público que no lo conoce de antes, puede preguntarse si quiere ser previsible o si prefiere sorprender. Una de las maneras de hacer que el estilo de lo que vamos a exponer sea certeramente adivinable es el manejo de la apariencia. Por ejemplo, hace poco escuché en un país latinoamericano a un orador que iba con chaqueta de pana negra, sin corbata, con pantalones informales de un color que no ligaba con la americana y zapatos de esos muy cómodos para caminar por senderos asfaltados en el bosque, y lucía unos hermosos rizos levemente canosos. Con verlo subir al estrado y echar un vistazo al título de su charla ya me podría haber marchado, sabiendo a ciencia cierta lo que iba a decir y cómo. Me quedé y no erré ni un ápice en mis previsiones.

Muchos conferenciantes, al menos en determinados contextos o ambientes, suman un objetivo adicional al de exponer las ideas sobre el tema asignado o elegido: el de exponerse a sí mismos, el de hacerse notar como personajes con una impronta particular o, sobre todo, ligados a un cierto grupo o tendencia. ¿Eso es bueno o malo? Depende del auditorio, pero, salvo que se trate de una reunión de fieles de la misma secta o de ovejas en rebaño común, yo diría que es malo. Porque ese orador, por previsible, ni va a sorprendernos ni se va a atrever a proclamar cosa alguna que desentone con lo que por su peinado o por sus playeras de él se espera.

¿Estrategia posible si usted no quiere ser un orador así fungible y al que pudiera sustituir cualquier pelanas de idéntica cuadra y capaz de repetir tópicos y posturitas? Pues o la sorpresa radical o el camuflaje enigmático. La sorpresa radical la da el que aparece con una pinta y luego no proclama lo que por ella se espera. Por ejemplo, uno llega todo modosito y aseado y acaba invitando al sexo libre o a dejar de ir a misa; o llega con la melenilla por detrás de la calva, con la camisa subida hasta los codos y en sandalias y sale con una propuesta para restaurar la familia tradicional, si eso es lo que piensa. El choque para el auditorio será garantía de que se le presta atención.

La otra alternativa es el mimetismo. Vaya como se suele, píllelos descuidados y sin ideas preconcebidas. Por ejemplo, en mi ámbito, que es el del Derecho y los juristas, eso significa traje y corbata, y hasta con camisa blanca y bien planchada. Con tal uniforme no van a saber qué esperar exactamente los oyentes, aunque ya excluyen que usted sea obispo o dirigente de Greenpeace. Es decir, los tiene a su merced porque andan mirando cómo ubicarlo y se van a poner a escuchar lo que les dice, a fin de ver por dónde respira y encajarlo en sus clasificaciones.

Y mire esto otro: salvo en las concentraciones de mindundis idénticos y uniformados, la gente agradece que el expositor se arregle un poco, ya que entenderá que se adecentó para ellos, para la audiencia. Y si usted, por moderno y fingidamente desenvuelto, aparece con el lamparón en la chaquetilla o los zapatos carcomidos por los años y la falta de cremas, no lo van a considerar tan natural, sencillo y “enrollado” como usted creía, sino como un cochino que no se asea ni cuando espera visita elegante o tiene cita con personas que sí se duchan.

8. Que se le entienda, por favor, que se le entienda.
En determinadas disciplinas, como las jurídicas, algunas de las llamadas humanidades y ciertas ciencias sociales influye el mito bobo de que el conferenciante oscuro es conferenciante muy erudito y extraordinariamente profundo. Vamos, que el fallo no está en él, sino en la lamentable falta de formación o la muy deficiente cultura del auditorio. Falso de toda falsedad, y aquí sí me atrevo a formular con la mayor contundencia la que podríamos llamar primera ley del conferenciar: Si no se le entiende es porque no lo entiende. El problema no lo tiene el que oye, sino él, quien habla. Tema dominado es tema que se puede exponer con claridad y con el grado de dificultad o profundidad técnica que convenga, en función de cuál sea el nivel esperable de los oyentes.

Dicho más claro todavía, si usted sale de una conferencia para la que no está usted completamente falto de recursos o formación y no ha comprendido ni maldita palabra, deje de cuestionarse a sí mismo y concluya sin lugar a dudas que acaba de oír a un incompetente que, para colmo, es bastante memo. Lo que bien se ha asimilado bien se puede explicar. Y punto.

Ah, pero es que los hay que embadurnan su exposición aposta, para poner distancia con los de enfrente y que se vea que ellos sí saben y los otros no se aclaran. Entre los conferenciantes se da un porcentaje de cretinos mayor que en otras actividades y profesiones. A muchos les entregas un micrófono y se piensan que ya por eso son los supremos sacerdotes de la sabiduría y que los demás han acudido para aplaudirlos por su sapiencia presunta y hasta por su sexappeal.

Ser oscuro, y, más, oscuro adrede, es una de las mayores faltas de respeto con un auditorio; y el auditorio en el fondo lo sabe, aunque no se atreva darle una buena pitada al zampabollos que habla nada más que para sí y para darse gusto, como un pobre Narciso onanista.

9. Algunos modelos que se han de evitar, si se puede.
Resultaría bastante entretenido pergeñar una tipología completa del conferenciante tontito o levemente repulsivo, grimoso incluso. Pero conformémonos por hoy con la mención de unos cuantos tipos elementales.

Está el aparentón, el que simula relaciones que no tiene y trato íntimo con quien seguramente ni  de vista conoce. Usa cualquier pretexto para dárselas de colega y amiguísimo de autores, especialistas o personajes que de él no tienen ni vaga noticia  o que ni de lejos lo recuerdan si es que en una oportunidad coincidieron, seguramente en una comida multitudinaria o meando en los baños del vertíbulo de algún hotel donde se celebró un congreso masivo. Ah, pero cuando este impostorcillo tiene su ocasión, en algún certamen o seminario en su pueblo o en una charla para la asociación de vecinos de su parroquia, no dice que vio un día de refilón a ese destacado autor que está citando y que, pongamos, se llama Guillermo Calafate, sino que lo enfoca tal que así: “estábamos el otro día Willy Calafate y yo en Tegucigalpa…”. Cierto, estaban ambos, pero el doctor Calafate ni reparó en el otro pobre que ahora se estira para hacer como que son iguales y de lo más amigos.

Esos alardes le provocan al público una grima incontenible. Dime de qué presumes y te diré de qué careces, pequeñin, alma cándida, complejitos. No agregues a tu discurso nada que no abunde razonablemente en las tesis que expones, sino en el halago para tu persona, en el culto a tu ego. Si eres amigo de un premio Nobel y viene a cuento, puedes dejarlo caer o contar una anécdota, por supuesto que sí, pero con naturalidad y no poniendo esa cara de orgasmo o como si no consiguieras salir de tamaño clímax.

Otro personaje algo triste es el untuoso, el que le da coba al auditorio y trata todo el tiempo de halagar a algunos o de congraciarse con todos. Entendámonos, como parte de una buena técnica retórica está la captatio benevolentiae, el sutil agradar a los oyentes para que de mano le otorguen crédito a quien les habla y no lo vean ya como un estirado distante. Pero eso es una cosa, y otra ponerse a masajearle metafóricamente las ingles a los presentes a base de piropos que no vienen a cuento o de exageraciones que a distancia apestan. “Y de esto mucho más que yo sabe el doctor Ciempozuelos, prócer local que con emoción veo en primera fila, que nos honra con su saber y su sensibilidad y a quien agradezco esta deferencia de venir hoy a escuchar a este modestísimo profesor que les habla”. Uno que ya se ha pasado de rosca.

Cuidado, un cierto o aparente halago al auditorio o a alguna parte de él puede ser una herramienta útil en algún instante de una exposición, pero siempre que se capte en el orador un toque de ironía o algo de pícara actitud. Vuelvo a las comparaciones más claras y digo que es como si uno le dice a una señora que qué preciosos ojos: según el tono, el estilo y la cara que se ponga puede el piropeador resultar un picarón simpático, un elegante conversador muy desenvuelto o un toro degollado. Depende.

¿Y qué me dicen del erudito de pega? Por cada frase, tres citas, generalmente incompatibles, churras con merinas, peras con manzanas y alguna banana de propina. Todo para que se note o se piense que uno está leidísimo y que se maneja con autores y obras con la misma soltura con que el malabarista lanza al aire cinco pelotas a la vez o hace bailar una docena de platos sobre una mesa. Un ejemplo en mi campo iusfilosófico, inventado pero que podría ser real del todo: “El Derecho es obra humana y social, como ya destacó Habermas en aquella polémica con Luhmann a propósito de si la hermenéutica gadameriana es deudora de la ontología de Heidegger o de la teoría de la interpretación de Schleiermacher”. A ver, tontín, volvamos al principio de esa frase: para justificar esa simpleza de que el Derecho lo hacen personas y rige en sociedades no hay por qué ponerse tan estupendo ni eyacular citas de semejante manera. Porque saltará a la vista que en verdad usted dice lo que dice solamente como disculpa para sacar esos nombres y que la gente que lo oye se crea que está a la última y sabe un montón.

Citas de obras y autores, mención de libros y variadas obras, detalle y pormenor sobre textos y ediciones, todo eso cabe y da buen tono, pero nada más que en lo que venga a cuento y cuando venga a cuento, sin pasarse. Porque es la diferencia entre perfumarse un poco o refregarse entero de pachulí. Y ya sabe, cuando dejamos ver una ansiedad, se nos nota una carencia. En el fondo casi siempre sabe poco el que se revuelca en referencias eruditas. Y no nos damos cuenta que de esa forma nos distanciamos del público que nos atiende y de que si, por distanciarnos así, nos miran de lejos, nos harán menos caso o les importará a la postre un bledo lo que les contemos. 

(Continuará)

24 noviembre, 2014

La nación en el avión



Ayer mismo tuve un viaje transoceánico, de vuelta a casa desde Cuenca, Ecuador. En el vuelo largo entre Quito y Madrid me senté todo contento en la salida de emergencia que me había agenciado. Pronto llegó un señor a ocupar el sillón de al lado y resultó de los que hablan.

Un saludo y una mínima conversación inicial entre dos que van a pasar diez horas casi hombro con hombro y hasta oyéndose roncar puede estar bien. Pero si ese vecino le coge gusto a la cháchara y se empeña en contarte su vida, es para echar a correr. Sólo que no se puede ni hay a dónde. El hombre este resultó ser un pequeño empresario catalán y, conmigo allí prisionero y atado durante el despegue, se puso a narrarme las maravillas de su especialidad, que tenía nombre en inglés y era una cosa muy modernísima. Luego, alcanzada la altura de crucero, pasó a glosar las virtudes de la cultura del esfuerzo y a lamentar que seamos hoy en general tan flojos y mucho menos emprendedores y laboriosos que él mismo.

Vale, yo asentía un poco, porque no tengo valor para cerrar los ojos y hacer como que duermo o que padezco un retortijón en los intestinos. Pero aquellos temas, al parecer, eran sólo el precalentamiento, los juegos preliminares. Cuando faltaba poco para que nos sirvieran la cena, llegó a donde quería, a su tierra. Pues sin venir a cuento ni que hubiera dicho yo ni mu sobre tal cuestión (ni sobre ninguna otra) pasó a referirse al “problema catalán” y, sin que yo hubiera mostrado ni rastro de interés, me dijo que él en el fondo no era partidario de que Cataluña se independizara de España, pero que el otro día había ido a votar en el “referéndum” y que había respondido a las dos preguntas de la papeleta con un sí. Y que hasta su madre, nacida en Córdoba y emigrada a Tarragona de joven, había votado lo mismo.

Lo que le contesté fue de lo más sencillo, nada más que un “ah, bueno”. Y conecté la tableta que tenía en la mano con gesto de querer ponerme a leer. No se dio por vencido el hombre y pasó a lamentar que Rajo y su dichoso gobierno no negociaran ni dialogaran ni nada y me fue explicando que por eso más que nada estaban tan enfadado los catalanes que, como él mismo, no es que fueran independentistas, pero se sentían muy ofendidos, yo diría que despechados, aunque él creo que no usó tal expresión. Conciliador y por ver si se acababa el discurso y podía leer un rato, le contesté que lo comprendía, tres palabras y ni una más: “sí, lo comprendo”. ¿O acaso no hay mejor cosa que hacer sobre el Atlántico que ponerse a considerar el profundo sentir de los catalanes o los extremeños o los de la Conchinchina?

Debió de creer que ya me tenía en el bote y se lanzó con todo y a culminar su curiosa faena proselitista, como esos testigos de Jehová que se te meten hasta la cocina si no los despides de mano con un par de sonoras blasfemias. Y dijo: “Porque, mire, yo le digo una cosa, a los catalanes nos dejan en paz nuestra lengua, que es el mayor tesoro que tenemos, y nos dan un régimen económico y fiscal como el de Navarra y no hay más problema, aquí seguimos en España sin más enfado ni enfrentamiento ninguno”.

Oigan, contra lo que claramente era mi propósito, me calenté. Sin perder las formas y con toda la elegancia que pude, que quizá no fue mucha, tomé la palabra unos diez minutos y se acabó el tocar los aviones con las naciones. Resumidamente, en intercalando algún taco o palabra malsonante, le expuse:

a) Que a mí, asturiano que vive en León y que se pasa cada año un buen montón de semanas o meses viajando por el mundo mundial, la dependencia o independencia de Cataluña me trae sin cuidado (creo que, repitiendo la idea para que calara, dije también “me la pela” y “me la suda”).

b) Que comprendo que hay gente para todo y que tras la muerte de Dios con algo hay que suplirlo, pero que a un servidor esas historias de naciones que o bien quieren seguir unidas o bien quieren separarse, de pueblos que ansían votar sobre si pueden votar, de gobiernos de un lado o de otro que son más falsos que la falsa moneda y más desleales que putas baratas y colgadas de la heroína, ni me entretienen ni me divierten.

c) Que me gustaría acabar viviendo en un Estado, grande o pequeño, donde ciudadanos y gobernantes se ocupen de las cosas que importan para la calidad de vida de la gente y el progreso común y de los derechos más relevantes de cada uno, sea uno del color que sea o haya mamado en un idioma u otro, y que si resulta que ese Estado acaba llamándose Pequelandia y abarca nada más que el territorio de lo que hoy es León, Asturias, Palencia y Lugo, un suponer, por mí está bien y no se hable más y, sobre todo, que no se hablen más gilipolleces sobre si somos galgos o si debemos autodeterminarnos como podencos.

d) Que, por mí, referéndum serio y vinculante mañana mismo, en Cataluña y en cualquier región, provincia, parroquia o comunidad de vecinos que lo pida un poco en serio. Y a volar (creo que dije “a tomar por el saco”). Que, total, y puestos a pensar en autodeterminaciones, me pongo con la mía y resulta que tengo la vida poco más o menos resuelta y hasta la posibilidad de irme a trabajar a otro país si me da la gana; y que mi esposa y mis hijos tampoco tienen o han de tener problema.

e) Pero que, entretanto y si alguien me pregunta, lo de aplicarle al Cataluña el régimen de Navarra o lo del concierto vasco, sí por los cojones (sic). Que soy más partidario de que se marchen los que quieran ponerse a régimen o irse de conciertos que no de que se queden y resulte que tienen privilegios y todavía hacen mohínes y les parece escaso el mimo. Le apliqué mi comparación sobre si tendría sentido intentar aplacar con regalitos caros a tu pareja cuando a todas horas se proclama íntimamente insatisfecha contigo y deseosa de responder a la llamada de la selva o de probar suerte con el del butano. Aire, otro vendrá que bueno me hará.

f) Que tuviera en cuenta que en Cataluña estarán hartos, pero que fuera estábamos hasta el moño, dándose de poco para acá la llamativa novedad de que ciudadanos de ideologías de las que se llaman progresistas han dejado de pensar que es moderno y muy progre eso de los nacionalismos periféricos, y que ahora más bien decimos todos que son una peste y una panda de lloricas tocapelotas.

g) Se me olvidaba contar aquí que el buen hombre también había dicho, tan campante, que al nacionalismo le había hecho daño lo de que Jordi Pujol no hubiera declarado aquella herencia recibida. Pues le hice ver que ni herencia ni gaitas, que saltaba a la vista del que no esté ciego que los Pujol y compañía son uno ladrones sin atenuantes y que nos dejáramos de eufemismos cuando se trata de “los nuestros”. Y que nada me haría más ilusión que ver a los catalanes gobernados por los Pujol, los Mas y los Junqueras hasta el día del Juicio Final por la tarde.

Oigan, mano de santo. No sólo se acabó la conversación enseguida sino que, antes, se apeó de lo dicho y me comentó que él en realidad creía que el nacionalismo era un peligro y la independencia un error. Conclusión: el tipo pensaba que le iba a quedar de lo más fino dárselas en un vuelo de catalán herido y de empresario comprometido con su patria. Y metió la pata por meter la patria.

Pasé casi todo el resto del vuelo durmiendo como un bendito, relajado y como si me hubiera librado de un ataque de gases estomacales.

21 noviembre, 2014

Vademécum del buen conferenciante. (I) Formas y parafernalias



No sé cuántas conferencias y ponencias habré visto y oído, muchísimas. Y también me ha tocado disertar un buen puñado de veces en congresos y variados eventos académicos y sociales. En ocasiones, cuando me aburro un poco con lo que escucho, me entretengo analizando las virtudes y defectos del expositor o buscando el fallo preciso del que tengo delante. O, al contrario, medito sobre las claves del éxito del orador que ha salido muy bien librado.

Modestia aparte, a mí mismo no me ha ido por lo general mal cuando fue mi turno, lo que no quiere decir, ni muchísimo menos, que sea capaz de aplicar apropiadamente todas y cada una de  las pautas que voy a exponer aquí. Estos consejos que paso a detallar son, en parte, el fruto de la experiencia propia, lo mismo cuando me ha ido bien que cuando no he estado muy fino, pero, ante todo, resultan del análisis distanciado de lo que he visto hacer a otros, para bien o para mal.

Vayamos, pues, desgranando.
1. Lo importante es divertirse.
                Divertirse, sí, en el mejor y más positivo sentido de la expresión. El conferenciante que sufre es conferenciante que fracasa. El auditorio nota su temor o su apuro igual que, dicen, percibe el toro el miedo del torero.
                El auditorio condiciona una barbaridad y cada orador prefiere un tipo de público, unos se sienten mejor hablando para pocas personas y muy seleccionadas, mientras que otros están más felices ante una concurrencia abundante. Cada uno es como es y ha de adaptarse, con más o menos esfuerzo, a la audiencia que le toque en cada oportunidad. A mí, sin duda, me estimulan mucho más los grandes salones llenos de gente. Sea como sea, la actitud mejor es la de quien se dice “a por ellos”. El objetivo primero es que no se aburran los asistentes; el segundo, que se interesen por lo que se les cuenta; el tercero, que tomen partido para sus adentros respecto de los dilemas teóricos o prácticos de aquello de que se les habla. 

2. Lo segundo más importante, que el público también se divierta.
                El conferenciante, como el profesor en acción, tiene o ha de tener mucho de actor. La tarima, el lugar desde el que se habla, es su escenario. El que desde allí perora sabe, o debe saber, que ha de manejar la concentración, la atención, el interés y hasta la respiración del auditorio. Los asistentes no se le pueden ir de las manos, ésa es consigna fundamental. Hacen falta recursos de todo tipo, expositivos, retóricos, de voz y entonación, y, naturalmente, referidos al modo de plantear y tratar los temas, para que los que atienden no sucumban a la tentación de desconectar y ponerse a pensar en sus cosas o echar una cabezadita soñando con las musarañas. No hay temas difíciles, desde ese punto de vista, sino grados de habilidad teatral y niveles de buen o mal método de los que exponen.

La base está en esto: si el que habla se aburre a sí mismo, si el tema no le excita, si preferiría en ese momento estar en otro sitio o haciendo otra cosa, si duda o no le acaba de encontrar el sentido a lo que está planteando, si desprecia a los que le escuchan, si no ha logrado concentrarse él en lo que en ese instante tiene entre manos, su público lo percibe de inmediato y consciente o inconscientemente se siente despreciado o hasta maltratado. Es cuestión de puro contagio, la emotividad y el sentir del orador se refleja en su auditorio como en un espejo. Si ellos bostezan es porque te estás aburriendo tú mismo, si te miran mal es porque captan que no los miras bien tú.

3. No se esconda ni te parapete.
La atención del auditorio se pone en una persona que habla. Cuenta lo que habla, claro qué sí, pero también la persona. Y, en ese momento, la persona es un cuerpo con una voz que expresa ideas o narra historias. No se ha de hurtar el cuerpo a la concurrencia, pues sería algo así como si el actor principal de la obra teatral intentara recitar su papel medio escondido detrás del telón o sin salir de detrás del mobiliario en escena, asomando solamente la cabeza y hasta hablando bajito. Además, el querer hablar sin cuerpo, ocultándose todo lo posible, es, para el que observa, evidente indicio del miedo que se le tiene. Y al que nos teme lo respetamos poco para nuestros adentros y sus ideas no las valoramos tan en serio.

No es tanto el lugar desde el que se habla como la actitud, el modo de poner y de sentir el cuerpo. Alguien puede hablar sentado detrás de una mesa y dominar la escena con plena autoridad, del mismo modo que puede que diserte otro de pie y sin nada delante y que se le vea como un animalillo asustado al que le tiemblan las piernas y no le sale la voz de la garganta. Si usted es timorato a la hora de exponerse, puede no ser mal consejo el de que se beba un buen vaso de vino antes de aparecer en escena.

Eso sí, cuidado con la logística y los cachivaches. Si habla sentado, que la silla sea lo más alta posible y que el borde de la  mesa no le llegue hasta el pecho. Y el torso levemente inclinado hacia adelante, como para acercarse a los que están al otro lado u ofreciéndose, insinuando el contacto o no dando apariencia de que se rehúye. Si se habla en un atril, que no asome solamente la cabeza y que no parezca a su lado usted un enanito saltarín. En cuanto al micrófono, cuanto menos se vea, mejor. Si es fijo, que no le tape la cara o no parezca que se le va a incrustar en un ojo. Si es de mano, imagínese que es usted un cantante y no un pobre tipo al que le han dado una porra para que la sujete cerca de su cara y sin saber dónde meterla.

El mayor reto, de pie y frente al público sin mesa ni atril delante. Eso es para toreros con gran dominio de la plaza y de sus propios movimientos. En tal tesitura, se debe tener claro qué se hace con las manos y con los pies. Para lo de las manos el micro puede ayudar bastante; si no, un bolígrafo o cosa por el estilo en una mano y la otra libre para el gesto. En cuanto a los pies, desplácese, pero no a la carrera ni como si le dolieran los juanetes. Y téngase en cuenta que al moverse se mueve también lo que se tiene frente a los ojos, con lo que conviene estar atento a dónde se pone la mirada. Por cierto, y en general, la mirada ni en el techo ni en blanco ni centrada todo el rato en una persona de la primera fila. Elija a unos cuantos, situados en puntos distintos del lugar, o mire a lo que sería más o menos el centro de la sala.

4. Los gestos y la voz.
Parece de lo más sencillo, pero es bien difícil. Sólo hay un conferenciante peor que ese que grita como si estuviera arreando un rebaño de vacas o una piara de cerdos: aquel al que no le llega la voz al cuello, el que habla bajito y cual si estuviera en la intimidad con su pareja y a media luz los dos. La voz se tiene que modular, hay que subir y bajar, ligar su intensidad a las partes del tema, subrayando con el tono lo subrayable o despreciando igualmente lo despreciable. Por ejemplo, a nadie se le ocurrirá decir en tono más alto o con voz más templada la teoría que critica que la propia o la que defiende.

¿Y la gestualidad? Nada de despendolarse con gestos de loco o como si uno hubiera perdido el control de su cara y sus extremidades, pero que tampoco dé la impresión de que el hablante está manco o lleva un corsé de escayola. Y de sobra sabido es que, en esto, la herramienta por excelencia son las manos. Entrénese en casa si hace falta y pregúntese cómo manifestaría usted con las manos una sensación de duda, una de perplejidad o extrañeza (¿recuerdan esa maneara de poner los dedos que tienen los italianos?), una de entusiasmo o plenitud, una de acusación, apercibimiento o demanda (ese dedo índice estirado y apuntando).

¿La cara? Lo mismo, adapte el gesto y la expresión facial a la intensidad del momento y a la relevancia de lo que se cuenta. Pero, en general, sonría levemente o tenga una expresión amable; pero no sonría a destiempo, claro.

5. Cuidado con el apoyo tecnológico.
Parece mentira, pero el power-point es un gran enemigo del buen conferenciante. Rompe la relación a dos entre el que habla y los que escuchan. Tal como si en plena insinuación amatoria va uno y le enseña al otro la prótesis. Pues no, se evapora el hechizo y acaba por no verse más que la prótesis o el adminículo en cuestión. Auditorio que mira una pantalla es auditorio que no mira al conferenciante. Y tras dejar de mirarlo van dejando de escucharlo, y más si se han puesto a leer lo que se proyecta. O, por usar otra imagen, el expositor con power-point es como el torero con armadura o el futbolista con el tobillo escayolado.

Claro que puede ser necesario o muy útil proyectar ciertas cosas, un esquema básico, algunos datos complejos, unas fórmulas, cierta imagen de algo de lo que se está hablando. Pero nada más y eso sólo cuando de verdad haga falta. Porque, repito, caso que se le hace a la pantalla es atención que se deja de fijar en el orador. Al final, si hay aplausos, serán para el ordenador, téngalo en cuenta. Y, por favor, si va con su power-point, no comience ni acabe con imágenes de paisajes nevados, puestas de sol, playas al amanecer o pa¡arillos de colores. El público normal desprecia al conferenciante cursi o ñoñito.

Igualmente, si usted va a manejar un ordenador o cualquier trasto durante su exposición, hágalo si no hay más remedio, pero que no parezca que está más pendiente del maldito chisme que del auditorio. Eso es como si usted, en casa, está mirando la tele o jugando con la videoconsola mientras habla con su pareja de algún asunto importante de los dos. Se lo va a tomar muy mal, y con razón. El auditorio de las conferencias, igual.

Ah, de lo más relevante: no olvide que los malditos aparatejos siempre se bloquean o se averían cuando se acerca el clímax y cuando cree usted que más los necesita. Tenga recursos para seguir sin ellos y, sobre todo, no se quede callado cual si no fuera capaz de consumar sin apósitos y suplementos.

6. ¿Leer? A ser posible no.
Puede no quedar más remedio un día, por tal o cual circunstancia. Y verdad es que los hay que leen con muy buena entonación y excelente ritmo. Pero evítese lo más posible. El oyente piensa que, para eso, le podrían haber repartido el texto y que ya se lo iba leyendo en el baño y a su aire. Es obvio también que, atareado en leer, se pierden todas aquellas otras herramientas expresivas y de manejo de atención a las que me he venido refiriendo.

¿Que si no se lee se pierde precisión? ¿Y quién le ha contado a usted que en una conferencia, o en la mayor parte de ellas, la precisión sea lo primero y principal? Las páginas que el conferenciante va leyendo son como una capa que se interpone entre él y su público, viene a ser como exponer con preservativo, y la gente se pregunta por qué tanta profilaxis ahí, si no hacía falta. 
(Continuará)

16 noviembre, 2014

De falsificaciones y otros embelecos. Por Francisco Sosa Wagner



Ahora está de moda hablar sobre el engaño y la estafa como bello arte. Incluso se ha escrito un libro sobre la historia de la impostura. Heinrich Heine, el gran poeta alemán a quien en España nadie lee (si en lugar de twits leyéramos a Heine todo nos iría mejor), tiene sus libros plagados de hallazgos soberanos. En uno de ellos, y para mostrar la capacidad de engaño de Fouché, asegura que este camaleónico ministro llevó tan lejos su habilidad para la mentira que, tras su muerte, se publicaron sus Memorias que en realidad estaban escritas por un sujeto que se alimentó de los papeles suministrados por un funcionario de los servicios secretos.

Escribir recensiones a libros que nunca han sido escritos ha sido una de mis travesuras más soñadas. Nunca me he atrevido a hacerlas realidad pero me comprometo desde aquí -y no es una falsedad lo que digo- a cometerla antes de que me dejen de publicar recensiones en las revistas.

Al parecer, Camilo José Cela intentó vender la falsificación de un cuadro de Miró al propio Miró. Quien estuvo a punto de caer en la trampa porque Miró siempre miró con desgana sus propias creaciones, era como esos escritores prolíficos que, si hubieran leído todo lo que han escrito, serían hombres cultos y amenos.

En esto del arte debemos andar con cuidado. Porque, bien pensado, se puede acusar de engañar a un político o a un profesor que explica la cátedra de anatomía. Pero nunca a un artista porque el oficio del artista, del creador, es ese: engañar, embaucar, seducir al público y llevarle a un mundo irreal porque al real las pocas chispas que le sacamos nos llenan de indignación. ¿Qué es todo el Quijote sino una gigantesca impostura?  Si nos molestan los cuadros abstractos es porque en ellos la impostura es demasiado evidente.

Y si nos gustan las óperas se debe a que es un espectáculo de enredos falsificados y amañados con música de mucho cosquilleo, más voces galanas maceradas en milagros. Por eso deben representarse siempre en escenarios esotéricos, con actores ataviados según la moda de la Roma antigua o del siglo XVIII, y es por ello que nada desespera más que ver unas Bodas de Fígaro con unos cantantes vestidos de empleados de una notaría o de vendedores de pisos. Esas puestas en escena, que tanto se prodigan desgraciadamente, descorazonan al espectador pues éste demanda, cuando es brioso y apasionado y soñador, el resplandor huidizo del misterio y un ambiente arrullado por las confidencias. 

Y todo ello porque el arte es siempre engaño. Y, donde no hay engaño, hay realidad: es decir, la farmacia de la esquina, la notaría y la oficina del catastro. Amemos pues la falsificación a través del arte porque es buen asidero para burlar lo cotidiano que lleva en su seno la más tediosa y cruel de las martingalas. 

Que nadie se impaciente: tiempo habrá de pensar en la realidad. Pero cuando ya haya pasado y se haya hecho humo. Solo así es digerible.