Un sujeto S es jurídicamente responsable de un evento E cuando las normas del sistema jurídico de que se trate le imputan esa condición, la responsabilidad. Esa imputación se basa en un esquema normativo del tipo habitual: una norma dice que si se dan las condiciones C1, C2…Cn (y, en su caso, si no se dan las condiciones C´, C´´…Cn´), entonces el sujeto S es responsable de X.
En el lenguaje jurídico establecido en nuestro sistema jurídico y los de nuestro entorno, X es siempre un evento juzgado como negativo, como indeseado: una desgracia, un crimen, una pérdida económica, la lesión de algún bien jurídico, etc. Por consiguiente, la imputación a S de la responsabilidad por X conlleva siempre un coste negativo para S: de un modo u otro, con tal imputación se hace a S pagar por X.
Las dos formas más usuales y manejadas de responsabilidad jurídica, las que tienen mayor tradición, son la responsabilidad penal o criminal y la responsabilidad civil.
En el caso de la responsabilidad penal, X es un delito o una falta, y se entiende tradicionalmente que los delitos y faltas son atentados a bienes básicos y fundamentales de las personas y del conjunto social. El principio de legalidad penal impone que para que haya responsabilidad penal por X, la conducta de S que lo daña tiene que estar tipificada como delito, con lo que, al tiempo, X se convierte en bien jurídico-penalmente protegido. Lo que “paga” o “retribuye” el penalmente responsable por su delito que dañó el bien X es una pena o sanción penal, cuyo alcance posible también tiene que venir legalmente tasado.
En Derecho penal la responsabilidad penal se basa en la necesaria presencia de vínculos muy estrictos entre el sujeto S y el daño al bien X. Un sujeto S sólo responde penalmente por el daño al bien X si: a) S posee ciertas condiciones subjetivas generales –imputabilidad…; b) S se hallaba en ciertas condiciones subjetivas particulares cuando realizó la acción o conducta de la que se siguió el daño para el bien X y no se hallaba en tal momento en otras condiciones subjetivas particulares; c) Entre la conducta de S y el acaecer del daño para X existe un nexo preciso, sea de causalidad o sea establecido por alguno de los mecanismos de imputación de responsabilidad penal empleados por ese sistema jurídico; y, al fin y al cabo, el de causalidad no es más que uno de esos mecanismos de imputación “objetiva” de responsabilidad penal, importante, pero uno más.
Todas esas condiciones y mecanismos de la imputación de responsabilidad penal los establece el sistema jurídico correspondiente. Y todo esto se suma a aquellos requisitos derivados del principio de legalidad penal al que antes aludíamos: tipificación del ilícito y de la pena…
Si hablamos de responsabilidad civil, aludimos a cualquier forma de daño que una persona –física o jurídica-padezca en alguno de sus bienes o intereses y que deba –a tenor del sistema jurídico- ser sufragado o compensado por otra persona –física o jurídica-. El Derecho privado utiliza una clasificación principal de esa responsabilidad: contractual y extracontractual. En el primer caso, se trata de la responsabilidad que por los daños que a una parte en un contrato le produce el incumplimiento de la otra parte. En el caso de la responsabilidad extracontractual, se trata de la responsabilidad por un daño que una persona padeció y que es sufragado o compensado por otra persona, sin vínculo contractual entre ellas relevante a estos efectos.
Ahí está el punto crucial en la responsabilidad por daño extracontractual (en adelante, RDE), en el tipo de relación entre los dos sujetos, el que padece el daño en un bien o interés suyo y aquel al que se imputa responsabilidad (coste) por el mismo. Cuando estamos ante responsabilidad por daño contractual la relación es precisamente contractual, se estableció por el contrato. Si es responsabilidad penal, podría decirse que la relación se da por la relación de garante que cada ciudadano asume, a tenor del sistema jurídico, respecto de ciertos bienes de otros o de la colectividad, posición de garante que unas veces implica que no puede el ciudadano atentar contra esos bienes, y otras veces implica que tiene el ciudadano que realizar acciones de defensa de dichos bienes ajenos.
Esto último es la base para dos notas distintivas de la responsabilidad penal frente a la RDE.
a) Por una parte, la responsabilidad penal se imputa sobre la base de una relación entre la conducta de un sujeto y el daño de otro, relación que es o de causalidad (A causó el daño en el bien jurídico-penalmente protegido de B) –aunque sea causalidad jurídica o definida y recortada con patrones específicamente jurídicos- o de incumplimiento de un deber concreto de cuidado o de asistencia (delitos de comisión por omisión).
Este es el motivo por el que para la imputación de responsabilidad penal no cabe la inversión de la carga de la prueba. Nunca podrá, en el moderno Estado de Derecho, el sistema jurídico disponer que S es penalmente responsable del delito D salvo que pruebe que no lo cometió; y, si hablamos de delitos de comisión por omisión, nunca podrá el sistema jurídico sentar que S es penalmente responsable del delito omisivo D salvo que pruebe que sí realizó –y, por tanto, no omitió- la acción debida.
La responsabilidad penal es, en suma, una responsabilidad por conductas, y el nexo con el daño al bien protegido es un nexo directo entre la conducta –activa u omisiva- y el daño. Ese es el elemento objetivo de imputación, de esa forma juegan los criterios objetivos de imputación. Con la RDE no sucede así necesariamente, por lo que, en ciertos casos que el sistema permite, los costes (la responsabilidad) de un daño se pueden imputar a un sujeto aun en el caso en que ninguna relación –o al menos relación próxima; en última instancia todo se puede relacionar con todo- haya entre una conducta del responsable y el daño que otro sujeto sufre en sus bienes o intereses.
b) Por otra parte, la responsabilidad penal tiene como criterio de imputación subjetiva los requisitos atinentes a la culpabilidad. La conducta del penalmente responsable ha de ser una conducta culpable; con dolo o culpa, pero culpable. La actitud subjetiva del sujeto ha de haber desempeñado algún papel para el acaecimiento del daño, bien porque lo quiso, bien porque no puso el cuidado debido, bien porque le era indiferente lo que le debía de haber ocupado o preocupado…
Ahí, en este requisito subjetivo de imputación de la responsabilidad penal, está la razón para estas dos notas diferenciadoras entre responsabilidad penal y civil: (i) no es posible –los sistemas jurídicos modernos no permiten- la responsabilidad penal por la conducta de otro, por el daño “causado” por otro; y (ii) no se admite la responsabilidad objetiva en Derecho penal, no se permite la objetivación plena de la responsabilidad penal; en otros términos, no se admite la responsabilidad penal sin culpa. Por el contrario, en la RDE ambas formas de responsabilidad, la que lo es por la conducta de otro y la puramente objetiva son permisibles y usuales.
Que las dos formas más usuales y tradicionales de responsabilidad jurídica sean la penal
[1] y la civil por daño (contractual o extracontractual) no quita para que existan otras formas de responsabilidad jurídica que, incluso, pueden estar cobrando importante auge en esta época.
Uno de esos tipos diversos de responsabilidad jurídica está representado por lo que la Ley 26/2007, de 23 de octubre, de Responsabilidad Medioambiental, denomina precisamente así, “responsabilidad medioambiental”. Tiene en común con las otras, en especial con la responsabilidad civil, que hay un daño y un sujeto dañado al que se imputan costes de ese daño, pero se diferencia y halla su peculiaridad en estas importantes notas:
(i) No existe un sujeto dañado, no hay una víctima en forma de persona física o jurídica
[2]. El daño lo sufre el medio ambiente como tal, concretamente en alguna de las partes del mismo que delimita el art. 2.1 de la Ley.
(ii) Puesto que no hay una víctima titular “personal” cuyos bienes o intereses hayan sido dañados, los costes que al dañador
[3] se imputan conforme a esta norma no tienen carácter indemnizatorio o resarcitorio. Son costes de protección o reparación del medio ambiente en sí, y conviene puntualizar que aquí “reparación” significa arreglo, no compensación o indemnización.
(iii) La responsabilidad medioambiental no se imputa en tal Ley sólo por el acaecimiento o consumación de un daño, sino también por la mera amenaza del mismo o por no evitar la prolongación de daño una vez que tal amenaza ha empezado a consumarse
[4]. Este carácter simultáneamente preventivo y anticipado al daño otorga especificidad tanto frente a la responsabilidad civil, desde luego, como frente a la penal, aun con todo lo que se pueda matizar a propósito de los llamados delitos de peligro.
Regresemos por un momento a la elemental caracterización de la responsabilidad jurídica que se hacía al principio de este escrito. Era así, la repito:
“Un sujeto S es jurídicamente responsable de un evento E cuando las normas del sistema jurídico de que se trate le imputan esa condición, la responsabilidad. Esa imputación se basa en un esquema normativo del tipo habitual: una norma dice que si se dan las condiciones C1, C2…Cn (y, en su caso, si no se dan las condiciones C´, C´´…Cn´), entonces el sujeto S es responsable de X.
En el lenguaje jurídico establecido en nuestro sistema jurídico y los de nuestro entorno, X es siempre un evento juzgado como negativo, como indeseado: una desgracia, un crimen, una pérdida económica, la lesión de algún bien jurídico, etc. Por consiguiente, la imputación a S de la responsabilidad por X conlleva siempre un coste negativo para S: de un modo u otro, con tal imputación se hace a S pagar por X”.
Se adapta esa definición a las variedades de responsabilidad jurídica que hemos repasado, la penal (y la sancionatoria en general), la civil (particularmente la civil por daño extracontractual) y la que la Ley 26/2007 regula bajo la etiqueta de “responsabilidad medioambiental”.
Así que los elementos mínimos, fijos o definitorios de la responsabilidad jurídica serían:
a) Un sujeto responsable en virtud de los criterios de imputación que vengan al caso a tenor del sistema jurídico.
b) Un daño, así considerado por el sistema jurídico.
c) Un coste para aquel sujeto, coste que ha de estar relacionado con el valor del daño en cuestión.
Fuera de ese núcleo definitorio de la responsabilidad jurídica, caben variantes:
a) En cuanto al sujeto, puede tratarse tanto de sujetos públicos (el Estado, la Administración…) como privados, sean estos, a su vez, personas físicas o jurídicas. Y puede ser un sujeto individual o de una pluralidad de sujetos.
b) En cuanto al daño, puede versar sobre cualquier tipo de bienes o intereses y puede tener como sujeto pasivo del mismo tanto a una persona (física o jurídica) o grupo de ellas, como un “algo”, un objeto o bien impersonal, del que, todo lo más, pudiera decirse que es titular la humanidad en su conjunto o la comunidad estatal como un todo indiviso.
c) El coste para el dañador se mide mediante algún tipo de relación proporcional con el daño, y su imposición puede asociarse en particular o combinadamente a alguna de estas funciones: a una función indemnizatoria, a una función de restitución o reparación del daño en sí –no de sus efectos para el sujeto pasivo, a una función de retribución, en el sentido de castigo, y a una función preventiva.
Veníamos diciendo qué características y condiciones son propias sobre todo del sistema de responsabilidad penal y del civil en nuestra época y en el marco del Estado de Derecho. Al tiempo, la impronta normativista de nuestro planteamiento se aprecia en la insistencia en que es cada sistema jurídico el que, por sí, configura y determina cada tipo de responsabilidad y sus respectivas notas y peculiaridades en cada momento. Quizá sea momento para aclarar posibles dudas sobre el encaje y la congruencia de esos dos tipos de afirmaciones. Para ello, tendremos que comenzar por referirnos a las diferencias y relaciones entre responsabilidad moral y responsabilidad jurídica.
También existen sistemas morales, como sistemas normativos. Dichos sistemas también pueden y suelen contener pautas de imputación o atribución de responsabilidad a los sujetos; en otras palabras, cada sistema moral puede albergar normas que determinen quién es responsable de qué y qué debe pagar por ello. En analogía con la tipología básica que hemos visto en la responsabilidad jurídica, ese “pagar” puede consistir en un castigo (la condenación eterna, pongamos; o el rechazo social informal) o en un deber de reparar a aquel al que, según las normas del respectivo sistema, se ha perjudicado con la propia conducta.
Todos los sistemas normativos sociales pretenden gobernar la organización de la sociedad en la que rigen y a la que se aplican. Pero la época moderna tiene como peculiaridad distintiva esencial la de que juega en ella una especie de norma meta o supramoral que establece que, para que la convivencia pacífica y el buen orden social en libertad sean posibles, cada cual ha de poder tener su moral, acogerse al sistema moral de su preferencia y vivir conforme a él; pero que la convivencia entre todos ha de estar gobernada por normas de otro tipo, las normas jurídicas, que no tienen que ser plasmación o traslación de un determinado sistema moral, sino de una especie de moral común de mínimos o de algo así como una moral por superposición, en traslación libre del famoso concepto de Rawls en su Liberalismo político. Los contenidos del Derecho, así, no tienen por qué coincidir con la moral de nadie, pero, para que ese Derecho sea mínimamente eficaz y resulte viable, han de coincidir en lo fundamental con la moral de todos. Porque el Derecho moderno no aspira a ser el Derecho de ninguna persona o grupo en particular, sino que quiere ser la regla del juego en común de todos, la regla de la convivencia entre los que tienen distintas vivencias, distintas concepciones íntimas acerca de lo que significa la vida y el papel de cada uno en el mundo y la sociedad.
Para que cada cual pueda cultivar en libertad su vivencia, sin más cortapisa que la de no impedir idéntica posibilidad para todos los demás, es necesario que el Derecho asuma determinadas condiciones como límites de la responsabilidad que a los sujetos puede imputar. Cuando los sistemas jurídicos de nuestra era dan por sentado que nadie puede ser castigado por aquello que él no hizo ni por aquello sobre lo que no tenía ningún control, esos sistemas jurídicos están sintonizando con esa (supra)moral definitoria de la modernidad. Así explicamos los límites modernos de la responsabilidad penal: reflejan los elementos básicos de la ética moderna en cuanto ética positiva, en cuanto ética efectivamente vigente y dominante en nuestro tiempo y en nuestro contexto cultural.
Pero ese es una especie de marco externo, primero o básico. Dentro de él hay margen para una serie de elecciones, la primera de las cuales es la referida a cómo distribuir socialmente beneficios y cargas, bienestar y costes. Aquí la moral positiva o dominante no suele estar tan determinada ni ser tan precisa. Y este es el campo en el que funciona la RDE. Porque lo que aquí el sistema jurídico decide es quién corre con el coste de las desgracias, y para ello elige siempre una de estas tres posibilidades, o una determinada combinación de ellas: van de cuenta del que las padeció, de todos o de un tercero concreto.
Con sus normas en materia de RDE, el sistema jurídico escoge entre el dañado y un tercero como sujetos a los que imputar o cargar el coste del daño, de la desgracia ocurrida. En cada caso y según las normas para el caso vigentes, será uno u otro. Luego, por fuera del sistema estricto de RDE, el sistema jurídico puede decidir también que entre todos paguemos los costes que el sistema estricto de RDE ha imputado al dañado; o, también, que paguemos entre todos los costes que el sistema estricto de RDE ha imputado a un tercero. Pongamos un ejemplo de cada caso, para aclarar mejor lo que queremos indicar.
A menudo el Derecho dispone que, en el supuesto X, si ha concurrido fuerza mayor o caso fortuito como desencadenante o “causa” principal del daño, no responda ningún tercero; lo cual en términos prácticos equivale a que es el propio dañado el que soporta los costes del daño. Pensemos, como supuesto típico, en la casa que derribó el terremoto y por la que nadie va a responder, tal vez –de nuevo dependerá de cada sistema- ni el seguro. Pues bien, no es infrecuente que, para casos tales, se dicte alguna norma que traslade al erario público sufrague los correspondientes gastos o compense en todo o en parte dichas pérdidas.
Por otro lado, en muchas ocasiones esos terceros que pueden estar llamados a responder están legalmente obligados a suscribir un seguro de responsabilidad civil, precisamente. El caso paradigmático es el de los accidentes de automóvil. De esta forma, cuando a ese tercero se le condena a pagar una indemnización, incluso una altísima indemnización, no la abona él, sino el seguro, y, en términos globales, los seguros repercutirán dichas indemnizaciones y su cálculo en el precio de las primas que todos voluntaria u obligatoriamente pagamos. Así pues, por esta vía indirecta o con tal rodeo también acaban por socializarse los costes, en este caso los costes de las indemnizaciones.
En todo ello, en las elecciones básicas del sistema jurídico a la hora de imputar costes de accidentes o desgracias entre la víctima, la sociedad o un tercero, y a la hora de “socializar” o no los costes para la víctima o las indemnizaciones, tendrá indudable influencia la moral positiva, la moral dominante, si bien, como ya se ha señalado, no son estas tanto cuestiones de principio como decisiones políticas en un contexto de discrepancia entre concepciones morales y políticas, más que de coincidencia entre ellas.
Lo que ha de quedar claro es que responsabilidad jurídica y responsabilidad moral son conceptualmente distintas y los contenidos de cada una dependen en cada tiempo de los respectivos sistemas normativos, morales y jurídicos. Puede suceder que un sistema moral considere al sujeto S moralmente responsable de la acción A y sus consecuencias, pero que un sistema jurídico no le impute a S responsabilidad jurídica por esa acción y sus consecuencias. Las tres combinaciones son viables y de las tres es fácil hallar muestras en la práctica:
1. El sistema moral SM imputa responsabilidad moral al sujeto S por la acción A y sus consecuencias, pero el sistema jurídico SJ no le imputa a S responsabilidad jurídica por A y sus consecuencias.
2. El sistema moral SM imputa responsabilidad moral al sujeto S por la acción A y sus consecuencias y el sistema jurídico SJ sí le imputa a S responsabilidad jurídica por A y sus consecuencias.
3. El sistema moral SM no le imputa a S responsabilidad moral por A y sus consecuencias, pero el sistema jurídico SJ le imputa responsabilidad moral por A y sus consecuencias.
Naturalmente, cuando ni SM ni SJ imputan responsabilidad, no hay caso ni conflicto.
El lenguaje establecido o la gramática actual de la responsabilidad jurídica no permite la equiparación de responsabilidad y asignación de costes de un daño. Podemos sostener que toda imputación de responsabilidad (decir que S es responsable del daño D) implica una asignación de costes (a S), pero no toda asignación de los costes de un daño a un sujeto se califica, en el lenguaje jurídico vigente, en téminos de responsabilidad. Entender los recovecos de esta semántica ayudará a captar el fundamento de algunas tensiones de la actual disciplina de la responsabilidad jurídica, en especial de la RDE.
En general, cuando conforme a Derecho resulta que es la víctima del daño la que ha de padecer sus costes o consecuencias, sin ser de ningún modo compensada o indemnizada por nadie, no se dice, en principio, que es la víctima la responsable. Más bien se entiende que no recibe compensación o reparación porque no hay jurídicamente un responsable, porque nadie lo es. De todos modos, este lenguaje tiene una excepción, la que aparece cuando hablamos, en expresión tradicional, de culpa de la víctima o de compensación de culpas. Se trata del supuesto en que un sujeto S estaría, conforme a Derecho, llamado a responder por el daño que ha sufrido un sujeto S´, pero la acción culposa o negligente de S´ se usa para exonerar a S de todo o parte de su responsabilidad; lo que significa lo mismo que exonerar a S de todos o parte de los costes que, sin la concurrencia de tal elemento culpabilístico de S´, le serían asignados.
En lo referido a las relaciones de persona a persona, el planteamiento tradicional de la responsabilidad civil por daño tenía una base culpabilística y, por tanto, de reproche, que permitía esquemas sencillos y bastante coherentes. Lo que podríamos llamar la norma por defecto o de cierre sentaba que cada sujeto carga con sus propias desgracias, salvo que hayan sido maliciosamente provocadas por otro, en cuyo caso éste era el responsable de ellas y debía pagarlas, compensando, reparando o indemnizando a la víctima. Aquella malicia, que era requisito ineludible, podía consistir en dolo o en negligencia. Si no había malicia tal, si no probaban ni el dolo ni la negligencia, decidía la referida norma de cierre. De acuerdo con dichos esquemas y con el modelo de relaciones sociales que latía en su trasfondo, nadie debía pagar por los accidentes o desgracias que a otro le ocurriesen, salvo que fuera de alguna forma o en alguna medida culpable de ellas. Y, aquí, decir culpable implicaba dos cosas: causación e intencionalidad; es decir, el sujeto que responde por ese desgraciado daño ha de haberlo provocado y esa provocación tendrá que ser intencionada o resultante de su descuido, de su poca diligencia, lo cual es, esto último, reprochable por lo que implica de desatención e indiferencia hacia los demás y sus asuntos.
La enorme distorsión de esos esquemas heredados viene de la mano de la introducción de mecanismos de responsabilidad sin culpa -responsabilidad objetiva- y del aligeramiento de los requerimientos de la causación. Comencemos por lo segundo.
Dejando de lado ahora la problemática relación entre causalidad y responsabilidad por omisión, dicho aligeramiento de la exigencia de nexo causal real entre la conducta del que responde y el daño de otro va de la mano de la cada vez más frecuente, en estas materias, inversión de la carga probatoria. Aquel requisito de causalidad probada es desplazado por cálculos de probabilidad de injusticia, por consideraciones sobre la equidad de la situación procesal de uno y otro sujeto e, incluso, por enfoques de ingeniería social. El legislador se inclina por invertir la carga de la prueba, de forma tal que no es el dañado el que ha de probar que el otro provocó el daño, para que este otro cargue con la responsabilidad jurídica, sino que dicha responsabilidad se le imputa a este otro cuando, por el tipo de relación que hay entre esos dos sujetos, sucede que al dañado: a) le resultaría muy difícil lograr aquella prueba, ya que es el otro el que tiene “la sartén por el mango”, el que domina la situación; b) es estadísticamente muy probable, en esa tesitura fáctica, que efectivamente sea ese otro el que ha provocado el daño, aunque resulte difícil probarlo en el caso; y c) sea como sea, se prefiere que de vez en cuando pague alguien por lo que no dañó, antes que muchos que sí dañaron se libren de pagar debido a las dificultades procesales y probatorias para establecer su responsabilidad conforme a las pautas generales. Aquí no está vigente el dogma penal de que mejor cien culpables absueltos que un inocente condenado. Así, se piensa, se cuidarán más todos los que puedan dañar un día. Se introduce por este camino un primer elemento de política preventiva que era bastante ajeno a los planteamientos tradicionales de la responsabilidad civil.
En lo que se refiere a la responsabilidad objetiva, sin culpa, estamos probablemente ante la mayor revolución en materia de responsabilidad civil extracontractual, ya que la imputación de responsabilidad queda desligada, en estos casos, de toda reprochabilidad por la conducta o el modo de organizarse del que es declarado responsable. También es así como se avanza un paso más en la independencia entre responsabilidad moral y responsabilidad jurídica, puesto que el responsable sin culpa de ningún género es alguien que seguramente no va a recibir tampoco ninguna imputación negativa desde los sistemas morales. Del responsable doloso o culposo podemos decir que, antes que nada, es malo, actuó de manera moralmente reprobable por querer el mal ajeno o por no importarle lo suficiente como para precaverse para no provocarlo. En cambio, al responsable con responsabilidad objetiva se le viene a decir sencillamente “a ti te corresponde pagar” aunque nada se pueda criticar de tu modo de conducirte y organizarte. En otros términos, la responsabilidad se imputa aquí mediante criterios meramente objetivos de imputación, prescindiendo de criterios subjetivos de imputación.
¿Es moralmente aleatoria esa imputación de responsabilidad que prescinde de la culpa del así hecho responsable? No, lo que acontece es un desplazamiento del juicio moral desde lo particular a lo general, desde la consideración solamente de la relación intersubjetiva entre dos hacia la toma en cuenta prioritaria o exclusiva de las conveniencias de organización colectiva, hacia los intereses y relaciones sociales en su conjunto. Se le dice al responsable que él pague porque, en términos de distribución social de beneficios y cargas, de responsabilidades, es más justo o conveniente que así sea o resultará más eficiente, por los resultados globales de esa política de imputación, que así sea.
Se ha roto, pues, aquel dogma de antaño conforme al que, como antes explicamos, nadie debía pagar por los accidentes o desgracias que a otro le ocurriesen, salvo que fuera de alguna forma o en alguna medida culpable de ellas. Mas ahora al así imputado hay que darle una explicación, pues se pregunta que por qué él, precisamente, ha de soportar los platos rotos de alguien, platos que él no rompió. Esto, proporcionar esa explicación que siga permitiendo presentar el sistema de responsabilidad civil como unitario y coherente en su fondo, es lo que con desesperación han venido intentando la jurisprudencia y la doctrina. Veamos cómo.
En tales intentos se aprecian dos fases principales, que en términos coloquiales podemos calificar como la fase de “usted algo habrá hecho, aunque no lo parezca” y la de “a usted, aunque no haya hecho nada, más le vale callar”.
Lo primero se relaciona con los esfuerzos doctrinales y jurisprudenciales para encontrar culpa en todo aquel al que el sistema jurídico impute responsabilidad, pues no se acababa de asumir que en el sistema se hubiera hecho sitio la responsabilidad objetiva como responsabilidad sin culpa. Hubo que jugar con los conceptos y con las palabras e introducir subdivisiones y más subdivisiones, por ejemplo la que diferenciaba entre culpa leve y culpa levísima. Algo de culpa ha de haber en ese sujeto en el que se adscribe la responsabilidad por un daño que le queda lejísimos en la cadena causal de los hechos y del que ni tuvo noticia en su tiempo ni podría haberse imaginado, incluso, aunque fuera la persona más precavida y cuidadosa.
El fenómeno al que estamos aludiendo, el desesperado propósito de predicar culpa de ese al que se hace objetivamente responsable, resulta aún más llamativo por cuanto que no se produjo tanto para encajar en los esquemas culpabilísticos las primeras normas que sentaron responsabilidad objetiva en ciertas actividades, sino para justificar como acorde con el sometimiento a la legalidad una jurisprudencia que por su cuenta iba paso a paso objetivando la responsabilidad de muchos al aplicar el art. 1902 del Código Civil, que, dice aquello de “El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia...”. Lo que podríamos denominar una presión política y popular de carácter social sobre los jueces y tribunales, una presión para que por algunos accidentes pague el que más tiene en lugar de que soporte el daño la propia víctima o la compensemos entre todos, forzó un alejamiento de aquella norma y sus propósitos, alejamiento o contradicción de la norma que no podían ser reconocidos por los sentenciadores sin hacerse poco menos que reos de prevaricación. Así que, así empujados, se ponen a aplicar lo que también cabría llamar un culpabilismo preventivo: aunque parezca que ese al que hacemos responder no tiene absolutamente culpa ninguna del daño, tal vez en la realidad, y aunque lo ignoremos, sí la tuvo; o quizá podría tenerla la próxima vez; o tal vez ni eso, pero que en su ajena cabeza escarmienten otros que a lo mejor un día podrían sentir la tentación de hacer las cosas mal. Salvando todas las distancias y jugando con la categoría que es tan cara a los penalistas actuales, podríamos hablar aquí de “Derecho de daños de autor”, igual que los otros se refieren al “Derecho penal de autor” para etiquetar fenómenos paralelos en su campo.
Pero con el tiempo fueron las propias leyes las que más y más excepciones pusieron a la pauta culpabilística del 1902 y consagraron la responsabilidad objetiva como criterio en sectores enteros. Desde entonces, lo que doctrinalmente preocupa no es articular la unidad sistemática entre ley y jurisprudencia, sino dentro de la legislación misma. ¿Cómo hacemos una presentación homogénea y sistemática de la responsabilidad por culpa, que sigue presente para algunos daños, y la responsabilidad objetiva, sin culpa, que está vigente en otros? Es cuando el patrón explicativo cambia hacia el criterio segundo que antes mencionamos, el de “a usted más le vale callar, aunque nada malo haya hecho”. ¿Callar por qué? Pues porque, se dice, la responsabilidad objetiva se va a aplicar a aquellos sujetos que emprenden determinadas actividades en las que se conjugan estas dos notas: que generan abundantes riesgos para los ciudadanos y que dejan beneficios a quienes las realizan. El ejemplo prototípico es el del empresario que fabrica bienes o presta servicios que pueden causar accidentes o desgracias, o que manipula elementos y sustancias que pueden tener efectos perjudiciales para las personas. Si el señor S busca y obtiene ganancia mediante la fabricación y/o venta de objetos que pueden dar lugar por sí a alguna desgracia, que pague S esas desgracias, aunque nada se le pueda reprochar; pues para eso se beneficia también. Más le conviene no protestar por esos costes, porque la alternativa sería cerrarle la empresa para evitar los riesgos, y eso lo querría menos todavía.
Es una explicación muy tentadora, pero un tanto inestable desde el punto de vista sistemático, por estas razones, entre otras. Una, porque no toda responsabilidad objetiva obedece a ese patrón de riesgo más beneficio económico de la actividad que lleva a cabo el llamado a responder. Sin ir más lejos, el art. 1910 del Código Civil ya dice y decía que “El cabeza de familia que habita una casa o parte de ella, es responsable de los daños causados por las cosas que se arrojasen o cayeren de la misma”, y no parece que esta responsabilidad se ciña nada más que a los casos de negligencia. Salvo que la culpa la presumamos siempre que un daño así sucede, en cuyo caso la culpa se objetiviza y no hacemos más que cambiar el nombre de las cosas
[5].
Dos, porque en ese cálculo que toma en cuenta riesgos y beneficios se suele dejar de lado el beneficio social, beneficio social que hace que la supuesta alternativa de “o prohibimos la actividad para desterrar sus riesgos, y entonces va a ser peor para ese que la realiza y que se quedará sin beneficios” es solamente una alternativa de farol o fingida, ya que más saldríamos perdiendo todos si se vetara la fabricación de automóviles o el vuelo de los aviones o la comercialización de gas o la producción de energía eléctrica, pongamos por caso. Si la imputación “objetiva” de la responsabilidad, es decir, de los costes del daño, obedece a que alguien pone en marcha un riesgo y obtiene un beneficio, esa imputación vale igualmente para mí cuando compro un coche o me subo a un avión: si nadie volara, no habría accidentes aéreos, y si yo no viajara en avión no me beneficiaría de las indudables ventajas de ese medio de transporte. ¿Por qué, pues, no van a ir a mi cuenta el accidente que un día puedo sufrir?
Y tres. Esa suma de riesgo más beneficio hace aguas cuando se trata de la responsabilidad civil por daño provocado por la Administración Pública. La propia Constitución exige que la Administración sirva “con objetividad los intereses generales”. Al menos sobre el papel o según el sentir doctrinal general, el art. 139 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común organiza en España un sistema de responsabilidad objetiva de la Administración. Pensar que cuando la Administración así responde, lo hace como contrapeso del beneficio que con sus actividades para sí obtiene sería difícilmente conciliable con aquella idea constitucional de que ella no se sirve a sí misma, sino a nosotros y al interés general del conjunto de nosotros
[6].
Nuestro pensamiento, en general, funciona con metáforas e imágenes, y el de los juristas quizá en mayor medida aún
[7]. La dogmática jurídica heredada, especialmente la iusprivatista, está impregnada de la imagen que podríamos denominar del núcleo que se expande o que impregna todo un círculo. Cada institución tiene una esencia ontológica y es la presencia de esa esencia la que tiñe de su particular color todo el conjunto de fenómenos que forman parte del contenido de esa institución y a los que, por tanto, el concepto se aplica. El color será más intenso en esa parte nuclear y se irá volviendo más desvaído a medida que nos acercamos a las partes de ese perímetro más alejadas del centro, pero el color se mantiene, y cuando otro color aparece es porque hemos salido de las fronteras de esta institución y de su concepto y hemos entrado en una institución diferente de la que da razón un concepto diverso. Las cosas, para la dogmática jurídica, o son esto o son lo otro, ontológicamente quiere decirse; y sin términos medios ni transiciones “atípicas”.
Nuestro tema es buena muestra y así nos explicamos los quebraderos de cabeza de la doctrina y la dogmática: el núcleo de la responsabilidad por daños, se pensó siempre, es la síntesis de causación más culpa. Si ahora resulta que hay responsabilidad sin prueba del nexo causal (como cuando se altera el onus probandi) e, incluso, al margen de toda posibilidad de culpa, ¿qué es lo que da la unidad a la institución de la responsabilidad por daño? O, por seguir con nuestra imagen: ¿cuál es su particular color? Ya sabemos lo que, durante tantas décadas ya, vienen queriendo la doctrina y la jurisprudencia: teñir la realidad normativa para que parezca del color que no es; o sea, hacer pasar por culpa lo que no tiene ni rastro siquiera de la más levísima negligencia y presentar como peculiaridades del nexo causal lo que son criterios objetivos de imputación que corrigen la causalidad o la sustituyen como clave de la atribución de responsabilidad.
La dogmática jurídica no va a ser capaz de adaptarse a las mutaciones sociales normativas si no abandona ese pensamiento de las instituciones jurídicas como mónadas, si no prescinde de la idea de que el Derecho se compone de un conjunto finito y predeterminado de categorías ontológicamente prefijadas, de esencias inmutables cada una de las cuales es lo que es y no puede ser de otra forma. Si no renuncia, al fin, a la metafísica de la Jurisprudencia de Conceptos.
¿Cómo habría de hacerse ese cambio de la dogmática? Mediante la combinación de dos estrategias que sólo aparentemente resultan contradictorias. Por un lado, sustituyendo aquel ontologismo idealista por un normativismo apegado a la realidad de los ordenamientos. Por otro, insertando las instituciones jurídicas –y las normas que las constituyen, como es obvio- en su contexto funcional. Y cuando decimos contexto funcional, no aludimos solamente a su función dentro del sistema social, a sus prestaciones particulares, sino también a la relación con las funciones políticas, morales, religiosas, etc., pues sin entender esa interacción de lo jurídico con lo social, lo político y lo ideológico, no podremos captar cabalmente de dónde vienen las normas y las prácticas jurídicas y seguiremos pensando que caen del cielo o que sus esencias flotan en un éter platónico, intemporal e incontaminado.
Normativismo quiere decir que el Derecho lo compone lo que sus normas digan y lo que como instituciones y prácticas sus normas configuren; no, en cambio, realidades de otro tipo, esencias con otro origen. Funcionalismo, por simplificar en una sola palabra algo muy complejo, supone que el Derecho se explica por sus muy diversas prestaciones sociales y que sólo desde la conciencia y aprehensión de tales prestaciones podremos comprender la razón de ser de las prácticas jurídicas y de sus transformaciones.
Apliquemos ahora tan abstractas consideraciones a nuestro asunto de la responsabilidad. Lo que tenemos es que, como ya hemos señalado, cada sistema jurídico decide sobre costes de los daños que afectan a los particulares o la colectividad en su conjunto, y esas decisiones consisten en elegir entre las tres posibilidades ya mencionadas: que no pague nadie –es decir, que cargue la víctima con el daño-, que se pague entre todos o que pague un sujeto que se encuentra en determinada relación con la víctima y/o con los acontecimientos que produjeron el daño.
Dentro de ese esquema general, la responsabilidad civil extracontractual aparece para dar razón de la alternativa entre que el daño vaya de cuenta de la víctima o que vaya con cargo a un tercero. Cuando, de conformidad con el sistema jurídico vigente, no resulta que hay un tercero responsable o no resulta que ha de debe correr la víctima con esos costes, puede suceder que el ordenamiento jurídico deje así las cosas o que exista en él algún precepto que haga que los costes se “socialicen” mediante ayudas económicas o prestacionales a la víctima con cargo al erario público.
Es importante que las decisiones legislativas atinentes a la responsabilidad civil extracontractual las contemplemos y entendamos insertas en ese cuadro general de opciones sobre reparto de costes por accidentes y desgracias, por la mala suerte. El lenguaje y la mecánica de la responsabilidad jurídica se ubican en y no son más que una parte de ese conglomerado de decisiones sobre tales repartos.
La secuencia práctica entre esas tres opciones es la siguiente. Producido un daño para los bienes o intereses de un sujeto, las normas de responsabilidad civil determinan si en un caso así, en esas circunstancias precisas, hay o no un tercero jurídicamente responsable, es decir, al que el sistema jurídico va a hacer cargar con todo o parte del coste de aquel daño. Si resulta que no, el daño queda de cuenta de la propia víctima. Pero en este último caso el sistema jurídico puede tener preestablecidos mecanismos para la socialización de los costes del daño soportado por la víctima, en todo o en parte, o puede establecerlos después y con carácter retroactivo. Por fuera de esa mecánica, por así decir, trabajan los sistemas sancionatorios, penal y administrativo, que no sirven para compensar al dañado, sino para que el que ha atentado contra ciertos bienes “pague” por ello, para lo que le imponen un “daño” sobre algún bien o interés propio. Por eso tal responsabilidad penal o administrativa, sancionatoria, no tiene carácter resarcitorio
[8]Tratemos de presentar un cuadro general, esquemáticamente.
(Continuará..., tal vez).[1] O sancionatoria en general, incluyendo la responsabilidad que da pie a las sanciones administrativas.
[2] Los perjuicios que para los sujetos particulares, personas físicas o jurídicas, se puedan derivar del daño medioambiental como tal –en sus variantes delimitadas por el art. 2.1. de la Ley- están expresamente excluidos de la aplicación de esta Ley 26/2007 y se regirán por legislación general en materia de responsabilidad civil por daño extracontractual (art. 5.1 de dicha Ley: “Esta Ley no ampara el ejercicio de acciones por lesiones causadas a las personas, a los daños causados a la propiedad privada, a ningún tipo de pérdida económica ni afecta a ningún derecho relativo a este tipo de daños o cualesquiera otros daños patrimoniales que no tengan la condición de daños medioambientales, aunque sean consecuencia de los mismos hechos que dan origen a responsabilidad medioambiental. Tales acciones se regirán por la normativa que en cada caso resulte de aplicación”. Qué daños sean “daños medioambientales” a efectos de dicha Ley lo determina el art.2.1. de la misma.
[3] Según la definición de dañador que a efectos del régimen de esta Ley define la propia Ley en el Anexo III, y según las variantes de dañador que la misma establece.
[4] Concretamente, las obligaciones principales que la Ley apareja a la imputación del daño medioambiental (tal como la Ley lo define y en los supuestos que la Ley abarca) al un sujeto dañador (tal como la Ley precisa también quién puede ser tal a sus efectos) son de tres tipos: de prevenir el daño cuando hay “amenaza inminente” de tal, de “evitación de nuevos daños” cuando ya se hayan producido algunos y de reparación de esos daños una vez ocurridos, entendiendo por tal medidas de arreglo y restauración (vid. arts. 17 a 20). Esas obligaciones que la responsabilidad engendra son obligaciones de cargar con los costes, por lo que si es la Administración quien toma cualesquiera de esas medidas, puede repercutir tales costes sobre el dañador que ha incumplido. Además, para los incumplimientos prevén también los arts. 35 y siguientes todo un sistema de sanciones que son indudablemente sanciones administrativas.
[5] Probablemente nos valdría como ejemplo de lo mismo el del art. 1905 del Código Civil.
[6] Ese imperativo constitucional del art. 103 para que la Administración sirva con objetividad los intereses generales es denominado como “principio de neutralidad de la Administración” e implica, según el Tribunal Constitucional (STC 77/1985, f. 29) “el mandato de mantener a los servicios públicos a cubierto de toda colisión entre intereses particulares e intereses generales”.
[7] Véanse, por ejemplo, las interesantísimas consideraciones contenidas en A. Koschorke, etc., Der fiktive Staat. Konstruktionen des politischen Körpers in der Geschichte Europas, Frankfurt a.M., Fischer, 2007.
[8] Salvo, claro, que extrememos el razonamiento del retribucionismo penal y pensemos que con el delito la dañada es la sociedad y que con la pena para el delincuente resulta compensada. O, incluso, que de alguna forma será para la víctima “compensación” el ver cómo al que la dañó se le impone un castigo de intensidad “proporcional” a tal daño.