En El País de ayer, día 30, aparecía un excelente artículo titulado Preguntas sobre Bolonia, artículo que encabezaba Manuel Atienza, querido colega y amigo, y al que se adherían otras firmas, como la de Fernando Savater, al que por error se imputaba en exclusividad el texto en cuestión. Vean, vean esas consideraciones y luego hablamos.
Entre tanto, permítanme que me tronche un rato. Hay acuedo general en que el propósito inicial de los países que suscriben la Declaración de Bolonia es que las universidades europeas se aproximen un poquito a la calidad, el rigor y la productividad de las norteamericanas. Se supone que también España estaba por esa labor cuando estampó su firma en dicho documento, en tiempos de gobierno del PP, por cierto. Bueno, ahora tomemos el cronómetro y veamos cuánto aguanta cualquier responsable universitario semejante imputación sin que se le escape la risa. A los diez segundos, como máximo, revientan y se parten. Porque eso de que las universidades de aquí sean como las de allá no se lo cree ni el más imbécil del pueblo, ni el más lelo de los rectores, ni el más indocumentado de los subsecretarios, y mira que hay para elegir ahí. ¡Anda ya! ¡Pero si llevamos décadas esforzándonos para lo contrario, carajo! ¡Pero si todo lo que estamos haciendo con las reformas en curso lleva a lo opuesto, rediez, a una universidad cada vez más cutre, casposa e inútil!
En lugar de volver a perderme en epítetos obvios, contaré una pequeña anécdota, simple pero muy significativa, para que comparemos y valoremos cada cosa y a cada cual. El otro día me encontré en una ciudad colombiana con un joven profesor latinoamericano, viejo conocido y amigo muy querido. Hace tiempo que sigo sus andanzas y me consta el alto valor de sus investigaciones. Sé que se doctoró en una universidad española con una tesis absolutamente excepcional que todo el mundo reconoce como tal. Sé que ha ampliado estudios y ha investigado en varias universidades alemanas e inglesas y que ha hecho una maestría recientemente en una universidad estadounidense y en materia afín a la de su especialidad principal. Todo ello con brillantes resultados. Lo invitan universidades de medio mundo para participar en sus congresos y escribir en sus revistas. Eso está comprobado y los resultados son continuos y bien visibles.
Ya tenemos el personaje. Ahora hagámonos la pregunta: dado que ha pasado unos cuantos años en España, ¿no sería lógico que a ese profesor tan prestigioso lo hubiera tentado o lo tentara alguna universidad española con una suculenta oferta, a fin de que pasara a integrarse establemente en su plantilla? Sí, ya sé la respuesta a pregunta tan absolutamente ingenua: ja, ja, ja, ja y ja. Ni de coña. Vamos, anda, ¿y qué hacemos? ¿Echamos a algún inútil de dentro para hacerle sitio al guiri este? ¿Ampliamos plantilla, con lo carísimo que está todo y la crisis que tenemos ahora, pero que hace siglos que no deja formar plantillas en las que no dominen parientes y compis de partida? Si por un extrañísimo azar ahora mismo algún premio Nobel de Medicina, Física, Economía o lo que sea se empeñara en venirse a España, hacerse catedrático aquí y ejercer en alguna de nuestras universidades, ¿en cuál lo conseguiría? Sí, todos sabemos la respuesta: en ninguna; ni pa dios. ¿Pero qué se han creído esos premiados del carajo? ¿quién se piensan que son para venir acá y querer que los elijamos antes que a la/el jai/maromo que nos acaricia el lomo –o lo que sea- tan guapamente? ¿Y si ese señor se empeña en hablar inglés todo el rato y no aprende por ejemplo gallego, qué hacemos con él?
Más aún. Le pregunté a ese amigo latinoamericano qué tal era su relación con esa universidad de por aquí en la que se doctoró en su día. Me contó que ya no le hablan ni le escriben ni nada. ¿Y eso? Pues que una vez el cátedro se empeñó en que le hiciera de negro y escribiera un articulito para que él, el cátedro, lo firmara, y que mi amigo se negó, lo cuál lo crucificó para siempre. Además, lo habían metido en un proyecto de investigación por el morro y le dijeron que escribiera alguna cosa a tal propósito, pero él se quitó de enmedio cuando se dio cuenta de cómo se estaban gastando los dineros del proyecto: en aparatos que compraban, a precio hinchado, en una tienda de la que era propietaria la mujer de uno de los miembros del equipo. ¡Puaj! ¿Que nosotros vamos a tener universidades serias y con una excelencia así de grande? Ande, ande, a otro perro con ese hueso. ¿Es posible comenzar las reformas con unos cuantos fusilamientos al amanecer? ¿Que no? Ah, pues entonces ya le digo yo el resultado: no hay reforma que valga, seguiremos con la misma cutrez y en el mismo lodo.
Luego mi amigo me cuenta sus novedades profesionales. Se ha presentado a varias convocatorias para profesor estable en diversas universidades del ámbito anglosajón. Lo seleccionaron una universidad inglesa y una canadiense. La inglesa le ofreció un sueldo estupendo. Luego lo llamaron de la canadiense y le dijeron que también lo habían elegido. Les respondió que ya tenía la otra oferta. Le preguntaron que cuánto le pagaban los ingleses. Se lo dijo. La réplica de los otros fue: igualamos esa oferta y le damos estas otras ventajas. Se marcha a Canadá.
Oigan, según lo iba escuchando me decía a mí mismo: igualitico que en España. Qué raro que no lo llamaran también de la Universidad de León, de la Complutense o de la de Satiago de Compostela. Y en esas dudas estaba cuando acabó definitivamente con los restos de mi maltrecha moral. Una universidad española sí le había ofrecido venir dos meses como profesor invitado. Dos meses, ¿eh? nada de hacerlo fijo. Pero algo es algo y viva el buen juicio de ese rector. ¿Y saben qué pasó? La embajada española le negó el visado para venir. A él, que se había doctorado aquí y había estado aquí cuarenta veces, que ha publicado libros aquí y ha dictado aquí docenas de conferencias. ¿Y nosotros vamos a converger con Europa? ¿Nosotros les vamos a hacer la competencia a los norteamericanos, canadienses o australianos? Por favor, por favor, pro favor, no nos tomemos el tupé con esas coñas.
Hace un rato, antes de sentarme a escribir este desahogo, me encontré en los alrededores de mi campus con un profesor al que hace tiempo que no veía. “¡Hombre, Fulano, cuánto tiempo!”, le dije. Y él, contento y con expresión beatífica me respondió: “Sí, es que casi no vengo. Me estoy haciendo una casa en Torrevieja y me paso allí casi toda la semana, ¿sabes? Chico, esto es un rollo y yo ya paso de todo”. No está jubilado, no está de baja, no está en excedencia, no está con algún permiso especial. Tiene dedicación a tiempo completo, como yo. Cobra poco más o menos lo mismo que yo. Eso sí, curra en la universidad y en labores universitarias mucho menos que yo y que otros, infinitamente menos. Y yo me pregunto: ¿lo querrían en una universidad de EEUU? ¿Será importante su aportación al Espacio Europeo de Educación Superior? ¿O lo echará mi universidad con una patada en el culo ahora que nos vamos a poner tan cachondos y reformistas con lo de Bolonia? ¿Echarlo? Para nada. Pues que tiemblen los gringos, que vamos a hacerles una competencia durísima desde la playa de Torrevieja.
¡No te jode!
Entre tanto, permítanme que me tronche un rato. Hay acuedo general en que el propósito inicial de los países que suscriben la Declaración de Bolonia es que las universidades europeas se aproximen un poquito a la calidad, el rigor y la productividad de las norteamericanas. Se supone que también España estaba por esa labor cuando estampó su firma en dicho documento, en tiempos de gobierno del PP, por cierto. Bueno, ahora tomemos el cronómetro y veamos cuánto aguanta cualquier responsable universitario semejante imputación sin que se le escape la risa. A los diez segundos, como máximo, revientan y se parten. Porque eso de que las universidades de aquí sean como las de allá no se lo cree ni el más imbécil del pueblo, ni el más lelo de los rectores, ni el más indocumentado de los subsecretarios, y mira que hay para elegir ahí. ¡Anda ya! ¡Pero si llevamos décadas esforzándonos para lo contrario, carajo! ¡Pero si todo lo que estamos haciendo con las reformas en curso lleva a lo opuesto, rediez, a una universidad cada vez más cutre, casposa e inútil!
En lugar de volver a perderme en epítetos obvios, contaré una pequeña anécdota, simple pero muy significativa, para que comparemos y valoremos cada cosa y a cada cual. El otro día me encontré en una ciudad colombiana con un joven profesor latinoamericano, viejo conocido y amigo muy querido. Hace tiempo que sigo sus andanzas y me consta el alto valor de sus investigaciones. Sé que se doctoró en una universidad española con una tesis absolutamente excepcional que todo el mundo reconoce como tal. Sé que ha ampliado estudios y ha investigado en varias universidades alemanas e inglesas y que ha hecho una maestría recientemente en una universidad estadounidense y en materia afín a la de su especialidad principal. Todo ello con brillantes resultados. Lo invitan universidades de medio mundo para participar en sus congresos y escribir en sus revistas. Eso está comprobado y los resultados son continuos y bien visibles.
Ya tenemos el personaje. Ahora hagámonos la pregunta: dado que ha pasado unos cuantos años en España, ¿no sería lógico que a ese profesor tan prestigioso lo hubiera tentado o lo tentara alguna universidad española con una suculenta oferta, a fin de que pasara a integrarse establemente en su plantilla? Sí, ya sé la respuesta a pregunta tan absolutamente ingenua: ja, ja, ja, ja y ja. Ni de coña. Vamos, anda, ¿y qué hacemos? ¿Echamos a algún inútil de dentro para hacerle sitio al guiri este? ¿Ampliamos plantilla, con lo carísimo que está todo y la crisis que tenemos ahora, pero que hace siglos que no deja formar plantillas en las que no dominen parientes y compis de partida? Si por un extrañísimo azar ahora mismo algún premio Nobel de Medicina, Física, Economía o lo que sea se empeñara en venirse a España, hacerse catedrático aquí y ejercer en alguna de nuestras universidades, ¿en cuál lo conseguiría? Sí, todos sabemos la respuesta: en ninguna; ni pa dios. ¿Pero qué se han creído esos premiados del carajo? ¿quién se piensan que son para venir acá y querer que los elijamos antes que a la/el jai/maromo que nos acaricia el lomo –o lo que sea- tan guapamente? ¿Y si ese señor se empeña en hablar inglés todo el rato y no aprende por ejemplo gallego, qué hacemos con él?
Más aún. Le pregunté a ese amigo latinoamericano qué tal era su relación con esa universidad de por aquí en la que se doctoró en su día. Me contó que ya no le hablan ni le escriben ni nada. ¿Y eso? Pues que una vez el cátedro se empeñó en que le hiciera de negro y escribiera un articulito para que él, el cátedro, lo firmara, y que mi amigo se negó, lo cuál lo crucificó para siempre. Además, lo habían metido en un proyecto de investigación por el morro y le dijeron que escribiera alguna cosa a tal propósito, pero él se quitó de enmedio cuando se dio cuenta de cómo se estaban gastando los dineros del proyecto: en aparatos que compraban, a precio hinchado, en una tienda de la que era propietaria la mujer de uno de los miembros del equipo. ¡Puaj! ¿Que nosotros vamos a tener universidades serias y con una excelencia así de grande? Ande, ande, a otro perro con ese hueso. ¿Es posible comenzar las reformas con unos cuantos fusilamientos al amanecer? ¿Que no? Ah, pues entonces ya le digo yo el resultado: no hay reforma que valga, seguiremos con la misma cutrez y en el mismo lodo.
Luego mi amigo me cuenta sus novedades profesionales. Se ha presentado a varias convocatorias para profesor estable en diversas universidades del ámbito anglosajón. Lo seleccionaron una universidad inglesa y una canadiense. La inglesa le ofreció un sueldo estupendo. Luego lo llamaron de la canadiense y le dijeron que también lo habían elegido. Les respondió que ya tenía la otra oferta. Le preguntaron que cuánto le pagaban los ingleses. Se lo dijo. La réplica de los otros fue: igualamos esa oferta y le damos estas otras ventajas. Se marcha a Canadá.
Oigan, según lo iba escuchando me decía a mí mismo: igualitico que en España. Qué raro que no lo llamaran también de la Universidad de León, de la Complutense o de la de Satiago de Compostela. Y en esas dudas estaba cuando acabó definitivamente con los restos de mi maltrecha moral. Una universidad española sí le había ofrecido venir dos meses como profesor invitado. Dos meses, ¿eh? nada de hacerlo fijo. Pero algo es algo y viva el buen juicio de ese rector. ¿Y saben qué pasó? La embajada española le negó el visado para venir. A él, que se había doctorado aquí y había estado aquí cuarenta veces, que ha publicado libros aquí y ha dictado aquí docenas de conferencias. ¿Y nosotros vamos a converger con Europa? ¿Nosotros les vamos a hacer la competencia a los norteamericanos, canadienses o australianos? Por favor, por favor, pro favor, no nos tomemos el tupé con esas coñas.
Hace un rato, antes de sentarme a escribir este desahogo, me encontré en los alrededores de mi campus con un profesor al que hace tiempo que no veía. “¡Hombre, Fulano, cuánto tiempo!”, le dije. Y él, contento y con expresión beatífica me respondió: “Sí, es que casi no vengo. Me estoy haciendo una casa en Torrevieja y me paso allí casi toda la semana, ¿sabes? Chico, esto es un rollo y yo ya paso de todo”. No está jubilado, no está de baja, no está en excedencia, no está con algún permiso especial. Tiene dedicación a tiempo completo, como yo. Cobra poco más o menos lo mismo que yo. Eso sí, curra en la universidad y en labores universitarias mucho menos que yo y que otros, infinitamente menos. Y yo me pregunto: ¿lo querrían en una universidad de EEUU? ¿Será importante su aportación al Espacio Europeo de Educación Superior? ¿O lo echará mi universidad con una patada en el culo ahora que nos vamos a poner tan cachondos y reformistas con lo de Bolonia? ¿Echarlo? Para nada. Pues que tiemblen los gringos, que vamos a hacerles una competencia durísima desde la playa de Torrevieja.
¡No te jode!