26 diciembre, 2021

¿Será que no hay cercano bueno?

 

                Hace poco, recibí de un amigo chileno un mensaje muy amable con un poema de un escritor de mi tierra asturiana. Resultó que ese buen amigo era poeta y bien entendido en poesía y que apreciaba mucho al autor de esos versos. Me contaba que fue por otro amigo español como lo conoció y que desde entonces hasta lo había leído en asturiano, lengua o dialecto en que yo mismo me crie y escribe el vate originariamente sus obras.

                Me sorprendió el mensaje y me extrañó, al principio, que fuera tan conocido y celebrado por los expertos ese coterráneo de uno. Y como los años ya me dan la venia para los consejos, me permitiré aquí este: cuando algo que con humanos tenga que ver le choque a usted, tómese su tiempo para pensarlo, pues algún gato andará ahí encerrado.

                Recordar no se hizo difícil, pues hay historias sin importancia aparente que en la memoria perduran, y eso también suele significar lo suyo. Resulta que el poeta tenía parentesco por afinidad con un viejo colega mío que más de cuatro veces me habló de él, y nunca para muy bien, aunque sin ensañamiento. Ensañarse debilita a los ojos ajenos, mientras que es la maledicencia pertinaz la más efectiva, perseverante y leve como esa lluvia fina que llamamos los asturianos orbayu.

                Me contaba mi compañero de antaño que era grande la impostura del poeta que ya por entonces se ganaba su buena fama, pues se las daba de hablante de esa lengua originaria que en la intimidad no practicaba y de enamorado de un terruño al que jamás acudía, ya que era más dado a los bares del casco urbano que a los paisajes primigenios de la tierra que en sus versos ensalzaba sin avenirse a pisarla más que de Pascuas a Ramos.

                No digo que no tuviera su fundamento fáctico la acusación, pero también conviene buscarle las vueltas al que, entre tantos, señala para mal nada más que a uno. Marcar como poco virtuoso exactamente al tercero por la izquierda de la vigésima fila de toda una tropa de viciosos no es señal de buena vista del que increpa, sino razón para la sospecha de que hay cuentas pendientes que no se sabe cómo saldar de mejor manera. A la sazón, el poeta de impostado lirismo rural y el acusica confidente mío eran cuñados. No me diga usted más.

                Pensándolo y pensándolo, cuántas veces habremos caído en semejante vicio, conscientes o arrebatados. Aquello de “Sí, escribe bien, pero no atiende a sus hijos”, o “Técnicamente es muy buen arquitecto, pero no se portó bien con sus padres” o “Hace maravillas con el violín, pero todo lo que gana se lo gasta en lujos absurdos” da su razón de ser a la vieja comparación entre la velocidad y el tocino o a la del culo con las témporas. Las adversativas las carga siempre el adversario y no hay pero que no merezca un pero, o dos.

                Con el paso de los años llegamos a saber que la valía o la suerte se miden en objeciones y silencios. La soledad era eso, justamente eso. No hay enfermedad grave que no esté todo el barrio dispuesto a compartir ni desgracia que no provoque una solidaridad sonriente y presunta, pero (pero) el éxito y el buen hacer se pagan con silencios o súbitos regates. Hay miradas que son como un dedo en los labios y medias vueltas que purgan tu deseo de compartir algún acierto o hasta de invitar por un logro. Un logro suyo de usted, quiero decir.

                Mueren solos los que triunfan, o con desconocidos amables. Los seres queridos suelen dejar de querer y los amigos andan siempre ocupados cuando ya los aciertos propios no pueden desgarrarse con más peros ni ponerse en duda con algún sin embargo.

                Hay una figura humana sumamente literaria que de jóvenes nos sorprende, pero nada más que de jóvenes, la de la prostituta o el amante que busca el triunfador. El espectador desprevenido que ha visto la casa en la que vive el que apoquina, o la familia que tiene o los dineros que maneja se pregunta qué ha podido ver en esa otra figura, de apariencia vulgar, cultura leve y puede que hasta cuerpo escasamente voluptuoso. Pasado el tiempo, entenderá quien haya llegado a algo no desdeñable o que se salga de lo más común: se paga por escuchar. No es sexo, no; es oído. Esos seres ya entrados en años que remuneran acompañantes por horas no buscan desahogo físico, sino del alma, ansían una escucha atenta y un pequeño gesto de admiración, no importa si fingido.

                Vivimos para contarlo y lo malo es que no hay a quien. O, a lo mejor, si escribes, puede que un día alguien le diga a otro que fueron hermosos tus versos y que lo emocionaron.