28 enero, 2015

La democracia y los derechos



Supóngase un Estado con diez millones de votantes y un sistema político democrático, donde gobierna en cada ocasión el partido que ha conseguido mayoría de votos de los ciudadanos dotados de plenitud de derechos políticos, y donde los partidos gobernantes cumplen por regla general los programas con los que concurren a las elecciones. En un momento dado se plantea en ese Estado la siguiente situación: se tiene por cierto, con base científica real y sólida, que en un futuro cercano, dos años, una grave enfermedad afectará al diez por ciento de la población, que esa enfermedad tendrá efectos mortales para cada enfermo y que nada más que hay un remedio posible que les evite la muerte y les devuelva plenamente la salud. Esa cura proviene de una medicina que únicamente puede producirse procesando células extraídas del corazón de las personas pelirrojas muertas. Los pelirrojos son solamente el uno por ciento de los ciudadanos y de los votantes.
                Concurren a las elecciones dos partidos P1 y P2. P1 lleva en su programa el proyecto de hacer cuantas reformas legales sean necesarias para permitir que pelirrojos sean sacrificados en el número necesario para permitir la producción de medicinas suficientes para administrar el tratamiento salvador a todos los que enfermen. P2, en cambio, propone en su programa que ningún pelirrojo sea privado de la vida para tal fin. A todo esto, también consta con certeza que si se usan nada más que los corazones de los pelirrojos fallecidos de modo natural o accidental, únicamente se podrá salvar a una décima parte de ese diez por ciento que tenga la enfermedad.
                Preguntémonos: ¿ganará las elecciones P1 o P2? Parece sumamente probable que el vencedor sea el partido P1, ya que no lo votará ningún pelirrojo, pero le darán su voto muchísimos no pelirrojos. Si esto es así, y parece probable que así sea, nos damos de bruces con el problema de la relación entre la democracia y la agregación de egoísmos individuales en aquellas situaciones en las que hay mucha disparidad en la distribución de bienes o riesgos y, por tanto, los egoísmos o intereses propios de los grupos no se compensan entre sí, y cuando tampoco se compensan las incertidumbres. Si se quiere, añádase al ejemplo anterior el siguiente matiz: no se conoce quiénes estarán dentro del diez por ciento de enfermos, pero sí se sabe que para salvar a todos y cada uno de los que vayan a integrar ese diez por ciento habrá que sacrificar exactamente a todos los pelirrojos. De eso modo, todos los pelirrojos saben que van a morir si gana P1, pero no se sabe qué ciudadanos enfermarán y cuáles no.
                Lo primero que podemos preguntarnos, en sede teórica y considerándonos observadores no implicados en ese problema, es decir, no ciudadanos de ese Estado, es si nos parece adecuado o no que gane P1 y que pueda aplicar su programa. Tal vez con un enfoque elementalmente utilitarista podríamos concluir que sí, pues en términos absolutos parece menos malo que mueran cien mil ciudadanos pelirrojos en lugar de que muera un millón de ciudadanos. Pero si uno da su aprobación a esa tesis, asume y da por bueno de inmediato un nuevo riesgo y se expone a un problema de pendiente resbaladiza. Hoy son los cien mil pelirrojos los sacrificados para asegurar la vida de diez millones, pero ¿qué pasará si en la siguiente ocasión los diez mil que han de sacrificarse para salvar a diez millones son los que tienen la característica X, que todavía no sabemos cuál es ni quién la poseerá? Quien con ese planteamiento utilitarista acepta el sacrificio de otro está racionalmente forzado a exponerse a idéntico riesgo de sacrificio en otros casos, asume esa incertidumbre permanente.
                Supongamos ahora que nos parece mejor y más racional rechazar ese tipo de razonamiento y oponernos a la posibilidad de decisiones políticas de ese cariz, aunque tengan una legitimación política en mayorías democráticas. ¿Cómo podrían evitarse? Parece que habrá de ser a base de poner límites a los contenidos posibles de las decisiones políticas y jurídicas democráticamente respaldadas. ¿Qué límites podrían o deberían ser?
                La solución más obvia consiste en postular que ciertos derechos estén protegidos como derechos intangibles; en este caso, el derecho a la vida. Esa intangibilidad de los derechos tiene dos partes o dimensiones: la intangibilidad del derecho como tal y la intangibilidad de la norma que lo ampara.
                Comencemos por lo primero, la intangibilidad del derecho como tal. Estamos defendiendo que en el sistema jurídico y en su norma de mayor jerarquía, la constitución, se reconozca y garantice el derecho de cada ciudadano a la vida, lo cual significa, en primer lugar, que el Estado no pueda privar a ningún ciudadano de su vida, matarlo, en suma. Pero, en nuestro ejemplo, ese mismo derecho a la vida lo reclamarán también los ciudadanos sometidos al riesgo de la mencionada enfermedad. Es su derecho a la vida el que reclaman, a sabiendas de que un millón (el diez por ciento de todos los ciudadanos) morirá si no se sacrifica a aquellos cien mil.
                Hemos de dar un cierto giro en el razonamiento. Hasta aquí hablábamos de la alta probabilidad de que esas elecciones las gane el partido P1. Ahora pongamos que ya ha vencido y gobierna, y que la enfermedad ya ha empezado a hacer estragos. Los ciudadanos que están enfermando y los que aun temen enfermar reclamarán de inmediato que se extraiga el corazón de los pelirrojos y fundarán su exigencia en su derecho a la vida, el derecho a la vida de los enfermos o en riesgo. La misma norma constitucional que impide sacrificar a los pelirrojos justifica que los enfermos y en riesgo también apelen a ella para salvar su vida. Ese Estado o mata a los pelirrojos o deja morir a los otros, que son muchos más, por no ejecutar a los pelirrojos.
                Si ponderamos, si aplicamos el hoy tan promocionado método de ponderación para ver si es constitucional o no el sacrificio de los de pelo rojizo, probablemente resultará justificada la muerte de éstos. Aplicando el test de idoneidad, resulta que es indudable que se desprende de tal medida un beneficio para un derecho, el derecho a la vida de los enfermos y en riesgo. Al aplicar el test de necesidad, vemos que no hay una alternativa menos costosa en términos de sacrificio de derechos, pues no existe otro tratamiento o medicina eficaz; y con el test de proporcionalidad en sentido estricto comprobamos que el daño que los unos sufren en su derecho no es mayor que el beneficio que en el derecho suyo reciben los otros, con el añadido de que los beneficiados en su derecho a la vida son muchos más que los que son privados del derecho a vivir. Por ahí apunta, parece, una curiosa relación entre método ponderativo y utilitarismo más o menos ramplón. Merecería la pena estudiar eso con más detalle en otro momento.
                Habría que replantear de otro modo la teoría de los derechos y de su contenido y garantía, en este caso del derecho a la vida. En primer lugar, haciendo ver que la intangibilidad del derecho se basa en que, en su contenido esencial, la eficacia o garantía del derecho en cuestión no admite excepciones. Y el contenido esencial del derecho a la vida parece bien claro y evidente. O sea, que nunca el derecho de otro o el igual derecho de otro justifican la anulación de ese derecho de uno. Pero esta vía presenta, de mano, algunos problemas. Por ejemplo, de esa manera estaríamos eliminando la justificación constitucional de que en legítima defensa se pueda matar a alguien. Esa objeción se solucionaría con una precisión bastante clara: lo que queda excluido por el derecho a vida es que a cualquier titular del mismo se lo pueda matar cuando es inocente, cuando él nada haya hecho para poner en riesgo grave y cierto la vida de otro. Por tanto, la exclusión afectaría nada más que al sacrificio de la vida de personas inocentes en aras de cualquier beneficio para otros o para la mayoría. Lo constitucionalmente vedado serían las políticas y normas que permitan el sacrificio de la vida de unos para proteger la vida de otros, cuando los sacrificados no han de ningún modo provocado el riesgo para la vida de esos otros. Pero, repito, si lo planteamos así, tenemos que excluir toda justificación constitucional posible del sacrificio de ese derecho mediante mecanismos de ponderación. El contenido esencial del derecho es un coto absolutamente vedado; y en particular está plena y totalmente vedado para el Estado: el Estado no puede hacer ni permitir tales vulneraciones del derecho. Aquí estamos jugando nada más que con el ejemplo de la vida, pero en el aire queda la pregunta de a cuáles otros derechos se podría o se debería aplicar el mismo tratamiento. La hipótesis que planteo y en la que ahora no entro es la de que así debe ser, probablemente, para todos los derechos fundamentales que obliguen al Estado a abstenciones suyas o a forzar abstenciones de sus ciudadanos.
                Vamos con la otra intangibilidad, la de la norma protectora del derecho. En aquel cuadro que en el ejemplo se planteaba, y suponiendo que estaba vigente la norma constitucional que ampara el derecho a la vida, el partido P1, que había ganado las elecciones, podría poner en marcha una reforma constitucional para introducir una cláusula de excepción a tal derecho, y sabemos que la mayoría de los ciudadanos y votantes lo apoyaría, pues no en vano lo habían aupado al gobierno con un programa como el que sabemos. Así pues, tendría que estar la norma constitucional en cuestión protegida frente a su posible reforma, excluyéndola o haciéndola poco menos que imposible. Así sucede con los derechos más básicos en la mayoría de las constituciones actuales. Pero también somos conscientes de que hasta los más fundamentales derechos están hoy expuestos a una doble acometida que los relativiza y los hace depender, en su efectividad y garantía, de la tenaza del interés de los gobiernos y de una moral social altamente inconsistente y a merced de populismos y demagogias: la ponderación por los jueces y la propensión a reformas constitucionales que afectan a derechos primerísimos y que se presentan con el engañoso aval del interés general y el beneficio para los más. Al menos en algunos países, hoy, el constitucionalismo se ha convertido en una perversa síntesis de exaltación teórica y propagandística de los derechos, por un lado, y de licuación o relativización del contenido y la garantía de los derechos, por otro. Eso sí, los derechos se van quedando en menos a la vez que se finge que se quiere respetar más los derechos y respetar los derechos de los más. Cuando los derechos fundamentales más básicos y en su contenido más esencial no están al margen de la lucha política, sino que la disputa y la propaganda política adoptan el lenguaje de los derechos, los derechos ya no son esos triunfos o ese coto vedado, sino que se politizan y quedan al albur de las coyunturas políticas y a disposición de los gobernantes que demagógicamente los usan para ganar elecciones y aplicar su mayoría para vulnerarlos, para librarse de los límites que a su poder los derechos ponen.
                En lo anterior hemos adoptado un enfoque jurídico o político-jurídico y constitucional. Pero posiblemente de ese modo desconocemos un dato esencial: no hay derechos en verdad salvaguardados, digan lo que digan las constituciones y las leyes, si no es en una cultura proclive a la más estricta consideración de los derechos y en una sociedad en la que domine en tal materia lo que podríamos llamar una moral deontológica bien anclada. Si, en el hipotético caso que al inicio se proponía, P1 vence en las elecciones por abrumadora mayoría, P1 va a aplicar su programa con unas u otras argucias jurídicas o saltándose simplemente todo límite jurídico. En una sociedad cuyos ciudadanos no aprecien la democracia, de poco servirán las proclamaciones democráticas en la constitución, y en una sociedad en la que los ciudadanos no valores los derechos de todos y cada uno como sacrosanto límite a la acción del Estado y de los particulares, de poco valdrán las salvaguardas constitucionales de los derechos fundamentales, de cualesquiera de ellos: vencerá en la contienda electoral el partido que ofrezca mayor satisfacción, real o imaginaria, material o simbólica, a la mayoría, y esa mayoría aceptará gustosa cualquier privación de derechos de la minoría. Sin ciudadanos reflexivos y decentes los derechos son papel mojado siempre. Pues la protección jurídica de los derechos es un dique muy débil cuando la ciudadanía está dispuesta a renunciar a ellos o a no reconocerlos a otros, cuando la ciudadanía no se protege a sí misma frente al Estado y los gobiernos y cuando cada ciudadano no se respeta a sí mismo a través del respeto a los derechos de los demás, asumiendo, incluso, costes y riesgos. Mas sabemos bien que una moral social de esa categoría no se edifica de un día para otro. Hace falta tiempo y mucho esfuerzo educativo. Y buenos ejemplos, especialmente por parte de los líderes políticos y sociales. Cuando un ciudadano vota al demagogo, al corrupto, al que fomenta la reacción por envidia o resentimiento o por miedo, ese ciudadano se está dando un tiro en su propio pie: algún día van a venir a por él también. ¿Cuándo? Cuando toque sacrificarlo a él por el bien de los otros, o convertirlo a él en enemigo para que los otros voten al que piensan que del enemigo, de él, los va a proteger.
                Al fin y al cabo, cuando P1 ganara las elecciones, y antes, al exponer su programa, nunca diría que se propone sacrificar a los pelirrojos inocentes para que puedan librarse de la muerte muchos de los demás ciudadanos. No, sabemos cómo se hace eso, es muy sencillo: bastará gritar a los cuatro vientos que los pelirrojos son egoístas y malvados y que ellos mismos han provocado y extendido, o planean hacerlo, la mortal enfermedad. Los votantes sabrían que es mentira, pero no les importará votar por egoísmo al mentiroso; o procurarán no pensar y moverse como pura masa que supuestamente no quiere más que el bien de la nación. Porque lo más atroz de la mala política y la mala praxis social no está meramente en que los derechos se sacrifiquen y las personas se conviertan en puros objetos y como tales utilizables; lo más atroz es que también se excluye el remordimiento. Nunca se hace el mal con tanta eficacia como cuando nos dejamos idiotamente convencer de que estamos haciendo lo justo.
                El ejemplo con el que he trabajado aquí era a posta muy rebuscado. Pare mientes el amigo lector en tantos ejemplos reales y no tan disímiles a ese como tenemos a mano.

26 enero, 2015

Conciliación de derechos



   La pasada semana me vi envuelto en un conflicto escolar. Al principio de este curso a mi hija, que va a segundo curso de primaria en un colegio público, le asignaron como tutor a un maestro que es a la vez concejal del Ayuntamiento de León. La normativa (autonómica) concede a quien tiene ese tipo de cargos la posibilidad de ausentarse de la escuela cuando tiene reuniones de pleno, comisión o similares, en este caso en el Ayuntamiento. El profesor en cuestión hacía uso constante de tal posibilidad y se iba más o menos el treinta por ciento de las horas, con la consiguiente falta de dedicación a sus labores con los niños. Los padres organizamos una protesta en toda regla para que se cambiase tal tutor. La pasada semana el conflicto se enconó y, como uno de los representantes de tales padres y madres, me reuní con las autoridades administrativas correspondientes. En plena discusión, una de tales autoridades adujo que debíamos tener presente que, en un caso así, debían conciliarse dos derechos, el de los niños a la educación y el del profesor a hacer uso de su permiso para ausentarse del aula. Tuve que explicarle que de eso nada, que el derecho de los niños, en sus contenidos básicos y fundamentales, es absoluto y no admite tales “conciliaciones”. Traigo esto como ejemplo de ese problema general de la tantas veces mentada problemática de la conciliación entre derechos.
    Con los derechos fundamentales sucede en estos tiempos algo bien curioso. Quienes más los mientan a menudo justifican sus limitaciones y recortes. Y con cierta frecuencia los que hacen esmerada teoría de los derechos acaban abriendo la vía para su mengua y su falta de garantías. Mi tesis es que los derechos tienen un contenido esencial y básico que no admite conciliaciones ni descuentos, si es que vamos a tomar en serio los derechos y sus garantías.
   Lo primero que se debe tener bien presente es que los derechos fundamentales son de tipos diversos. Hay derechos que facultan a los ciudadanos para hacer o no hacer cosas. Por ejemplo, para expresarse libremente. Otros derechos protegen frente al daño para determinados bienes o intereses de los ciudadanos, como pueda ser su honor, su imagen o su intimidad. Ahí pueden surgir conflictos entre un derecho de un ciudadano y un derecho distinto de otro ciudadano. El ejemplo más fácil es el conflicto entre el derecho al honor de A y la libertad de expresión de B. No es de ese tipo de conflictos de derechos del que pretendo hablar hoy aquí. A eso ya me he referido en alguna otra ocasión en este blog, dentro de la crítica a la tan actual teoría de la ponderación de derechos.
   Otros derechos fundamentales implican prestaciones o abstenciones del Estado (al margen del juego que pueda tener el llamado efecto horizontal de los derechos, al que tampoco voy a aludir ahora, en aras de la brevedad). Así, mi derecho a no ser torturado supone la obligación del Estado y sus aparatos de abstenerse de torturarme, y el derecho de un niño a la educación implica la obligación del Estado de procurar los medios necesarios para hacerlo efectivo.
  Estos derechos no admiten conflictos con otros y, por tanto, en lo que es su contenido necesario no pueden estar abiertos a ponderación o concesiones frente a derechos de otros. Mi derecho a no ser torturado no puede ceder, por ejemplo, ante el derecho a la libertad de otra persona, como sucedería si se estimase que torturarme a mí es la manera jurídicamente admisible de lograr la libertad de una persona a la que yo he secuestrado. Lo que sí ha de tenerse en cuenta es que el grado de realización de los derechos que exigen prestaciones del Estado puede verse limitado por las posibilidades fácticas que condicionan la acción estatal. El derecho a la educación de un niño se cumple con más amplitud si en la escuela se le enseñan cinco idiomas, pero cabe que no se disponga de medios económicos, materiales y personales para asegurar a todos los niños y en todas las escuelas, en igualdad, tan amplia enseñanza de idiomas. La combinación de igualdad y de recursos limitados da lugar a inevitables repartos y esos repartos impiden la maximización a la hora de cumplir con el contenido ideal o puramente teórico de un derecho.
   Pero lo anterior no tiene que ver con casos como el que al principio he mencionado. Mi hija tiene su derecho a la educación, en igualdad con idéntico derecho de los demás niños de su colegio y de cualquier otro. El profesor al que antes aludí tiene su derecho legalmente reconocido a hacer uso de los permisos que por razón de su cargo político la ley le reconoce. Pero, ante las frecuentes falacias en la materia, urge hacer de inmediato dos puntualizaciones decisivas.
   La primera, que mientras que el derecho de los niños a la educación es un derecho fundamental y constitucionalmente reconocido, ese otro derecho del profesor carece de tal estatuto o entidad de derecho fundamental. Esta es una primera razón por la que no se puede admitir ningún requisito de conciliación.
   En segundo lugar, y ante todo, el derecho a la educación obliga al Estado a asegurar la correspondiente prestación. Si la ley otorga al profesor la facultad para ausentarse del aula por razón de su cargo, la Administración educativa está obligada a poner los medios materiales, personales y organizativos para que de tal situación peculiar no se desprenda ni la más mínima merma para la efectividad del derecho a la educación. Puesto que los estudiantes no tienen ninguna culpa de que el profesor que les cae en suerte tenga además un puesto en otra parte, esos estudiante no tienen por qué pagar por ello, no puede ser a su costa el ejercicio de la facultad legalmente concedida al profesor. Porque, además, ello supondría trato desigual perjudicial, discriminación, para los niños a los que les hubiera tocado dicho profesor en (mala) suerte. Acaban, pues, siendo dos los derechos fundamentales vulnerados si el Estado permite dicha situación en perjuicio de tales alumnos: el derecho a la educación y el derecho a la igualdad de trato.
   Por consiguiente, no hay nada que conciliar ni que ponderar en casos de ese tipo. Si, por poner otro ejemplo, el profesor o profesora tienen su derecho a hacer uso del permiso de lactancia durante algunas horas al día, la Administración está plena y radicalmente obligada a brindar los medios para que ese derecho del profesor o profesora no cause ni el más mínimo perjuicio a los alumnos. No puede ser de otra manera si no queremos convertir en papel mojado el derecho a la educación y tantos otros de esa clase. Cuando se tiene derecho a una prestación relacionada con un servicio público, el que la concreta persona que, como funcionario o empleado de la Administración, tiene el correspondiente cometido se halle en circunstancias que le impidan prestar el servicio eficientemente o que la exoneren de llevar a cabo total o parcialmente su labor no puede ser óbice para que aquella prestación se cumpla en plenitud y en igualdad. Nadie tiene la “culpa” de los derechos y circunstancias de otro y nadie debe pagar por los derechos y circunstancias de otro cuando la obligación primera de satisfacer el derecho en cuestión no corresponde a la persona, sino al Estado mismo. Ni conciliaciones, ni ponderaciones ni cuentos chinos.

25 enero, 2015

De panes y otras exquisiteces. Por Francisco Sosa Wagner



Se ha dado mucha publicidad a unos panaderos que están fabricando panes de una calidad especial y que no responden al profesional tradicional de la panadería sino que son físicos, historiadores, periodistas... hasta filósofos hay en este oficio, una afición a la que será necesario encontrarle su lógica y su metafísica. Buenas pruebas de sus imaginativos esfuerzos las vemos expuestas en algunas tiendas donde se arraciman bollos, baguettes, chapatas, flautas... labrados a base de mimos y fermentaciones lentas, como oraciones de una novicia hiperestésica de fervores.  

Al hallarnos enredados en twitteres y facebooks, nadie tiene tiempo de recordar el más ilustre antecedente de estas experiencias: la de Pío Baroja quien, tras su estancia como médico en Cestona, trabajó en la panadería de la calle Capellanes de Madrid donde su familia dio a conocer el pan de Viena que aportaba entonces la singularidad de la finura de su miga y la textura de su corteza. Todavía existen estos establecimientos en Madrid y en ellos se ofrecen buenas delicias, de panes, de pastelería, de empanadillas... a mí me gusta mucho visitarlos y aprovecho para evocar a la familia Baroja y su fecundo trasiego entre las harinas y cómo al doctor Baroja se le iban los ojos detrás de los tafanarios de sus empleadas.

Pero el asunto que quiero tratar, al hilo de la entrada del pan en su edad barroca, es lo difícil que se nos ha puesto a los consumidores seleccionar la compra. Primero nos la complicaron los legisladores europeos obligando a los fabricantes a enumerar los ingredientes de cada producto que, menos mal, nadie lee pues conocerlos produce la misma pavorosa inquietud que descubrir las contraindicaciones del prospecto de los medicamentos. Apelo a mi experiencia: se me ocurrió enterarme de la letra pequeña de esos apetitosos sobres de jamón de bellota que nos tientan en cualquier supermercado y resulta que llevan azúcar. Uno, en su ignorancia dietética, se pregunta ¿para qué necesitará azúcar el jamón? Se verá que fue grosero error el mío meterme donde nadie me llama.

Después vinieron los vinos y uno recuerda aquella época, propicia en su simplicidad, en la que lo más complicado era el Paternina banda azul que daban en las bodas pero solo en las de consolidados apogeos amorosos. 

Y los quesos y las patatas y las frutas y las sales que ahora las hay hasta de remotos parajes montañosos...

Cuando creíamos que íbamos a tomar un respiro, de nuevo los deberes se nos acumulan enredándonos ahora con el aceite: dechado de armonías y vigores pero -creía uno- inofensivo en sus exigencias. Todo lo contrario: en las ofertas actuales se nos presenta enfundado en sutiles modalidades con las que nuestros sentidos se abren a los más felices auspicios. Mis compañeros de mesa, a quienes yo tenía por paletos de cierto renombre, hablan con toda naturalidad de las variedades arbequina, picual, royal o empeltre aireando unos conocimientos que traen renovadas confidencias gastronómicas.  

Y, por si fuera poco, estos aceites enriquecen el lenguaje -como han hecho los vinos- porque saben a huerta, a frutas, a notas de almendra y banana... creando así un mundo de atributos sensoriales extraordinarios por lo inesperados. Tan solo les falta traernos ecos del Romancero o de la poesía pastoril pero tiempo al tiempo.  
¿Qué importa que casi todo ello sea producto de la imaginación? En la mesa hay que saber que, si a esta señora le ponemos cepos y redes, volveríamos a tiempos rudos y con ellos a los sabores chatos y toscos. O, lo que es lo mismo, nos esperaría un calvario de sinsabores.