23 febrero, 2014

Verdad y prueba ilícita en el proceso penal. Algunos enigmas teóricos.



(He estado hace poco en el tribunal de una buena tesis doctoral. Volví en coche a casa y me pasé una parte grande del trayecto dando vueltas a una cuestión teórica que en la tesis se tocaba, la de la relación entre verdad procesal y prueba ilícita. Esto de uno se llama vocación o trastorno. O puede que haya de ambos elementos. 
 El caso es que me he puesto a pensar y escribir y ha salido esto. Sospecho que al final me he liado bastante, pero ahí lo comparto todo, en barbecho, para que algún amigo caritativo me diga si por ahí vamos bien o si es mejor tachar y empezar de nuevo).

                Interesan los supuestos de conflicto entre verdad, por un lado, e ilicitud de la prueba por otro. El ejemplo de siempre es éste: un sujeto es procesado bajo la acusación de haber cometido un delito y las pruebas de que se dispone son todas débiles o bien poco convincentes, tanto una a una como sumadas, pero hay una prueba que es contundente y definitiva, plenamente demostrativa. Mas el problema es que esa única prueba que puede respaldar la convicción de culpabilidad del acusado más allá de toda duda razonable es una prueba ilegalmente obtenida, una prueba ilícita, y que, por tanto, no debe o no debería tomarse en cuenta como prueba incriminatoria. Esto significa que aunque el juez y todo el mundo sepa, en virtud de los resultados conocidos de tal prueba ilícita, que aquel sujeto es culpable, deberá ser absuelto, a falta de otras pruebas convincentes, a no ser que estimemos que la verdad prevalece sobre la licitud de la prueba. Pongamos, además, que la prueba es ilegal porque se obtuvo en violación de un derecho fundamental (el derecho a la intimidad, el derecho al secreto de las comunicaciones, el derecho a no ser torturado…). Lo que entre teóricos del Derecho y algún que otro procesalista se debate es si en estos casos debe primar la verdad o si en consideración al derecho violado debe ceder la verdad y resultar absuelto el que en verdad es culpable.
                La respuesta no debería ser precipitada ni darse pensando solamente en esa tesitura, sino como parte de una teoría general. Y para eso puede resultar útil diferenciar cuatro situaciones. Vamos a examinar los cuatro tipos de casos o combinaciones y se formarán dos pares, como ahora se verá.
                Primera situación.- Mediante una prueba ilícitamente conseguida se consigue que se dé por probada en el proceso la inocencia del que empíricamente es culpable. Pero si empíricamente ese sujeto es culpable, esa prueba necesariamente tiene que ser una prueba falsa, una prueba que lleva a dar por cierto lo contrario a lo que en los hechos ocurrió. Por ejemplo, mediante la declaración falsa de un testigo, declaración obtenida mediante chantaje del grupo delictivo en cuestión, se prueba en el proceso que el acusado no mató a le víctima, pero en verdad sí la mató. Aquí no hay conflicto entre verdad de lo probado e ilicitud de la prueba, ya que la prueba procesal en cuestión adolece de dos vicios que se suman, no de dos cualidades que entran en conflicto; pues, obviamente, además de ser ilícita, la prueba es falsa.
                Pensemos un ejemplo posible de esta primera situación. Hay una banda de delincuentes que sospecha o que por alguna infidencia sabe que la policía está interceptando ilegalmente sus comunicaciones. Esa banda comete un grave delito, pero organiza sus conversaciones telefónicas de esa temporada para dar pistas falsas sobre la autoría ajena de dicho delito, y a partir de dichas conversaciones y de una serie de hábiles maniobras (dejar en ciertos lugares ropa manchada de sangre de la víctima y arma homicida, etc.), logra que el que sea finalmente absuelto el homicida real y que acabe procesado el falsamente incriminado. Sin esa prueba falsa (pero que se cree verdadera) y dado el peso de otras pruebas obrantes, ese acusado culpable habría sido condenado. Pero como el juez ha admitido como prueba válida las grabaciones ilegales de la policía, resultará absuelto.
                Segunda situación.- Pensemos ahora en un caso en el que una prueba ilícitamente obtenida se emplea para producir en el juez la convicción plena de que es culpable un acusado que en verdad y empíricamente, en la realidad objetiva de los hechos, es inocente. Estamos ante lo mismo de antes, no hay conflicto entre verdad de lo probado e ilicitud de la prueba, ya que lo que con esa prueba ilícita se prueba es falso, no verdadero.
                Un ejemplo también aquí. Nos vale el mismo de antes, pero por el otro lado. A partir de aquellas primeras intervenciones telefónicas ilegales, la policía es puesta en la pista (falsa) de la autoría delictiva de un tercero, y llevada por las falsas revelaciones grabadas da con el arma homicida en la casa de ese tercero, etc. Al final ese acusado fácticamente inocente es condenado, cosa que no habría ocurrido si la prueba inicial, ilegal, se hubiera estimado nula por el juez.
                Estas dos primeras situaciones ya nos van a permitir llegar a un primer argumento en el debate de fondo. Pongámonos en el lugar del juez en cualquiera de esas dos situaciones. El juez tiene una prueba P, de la que sabe que es una prueba ilícita (por ejemplo, repito, porque se llegó a ella a través de una escucha ilegal de una conversación telefónica), pero de la que cree que es una prueba verdadera. Si el juez sabe que la prueba es falsa, que está amañada, no tenemos más que discutir, no verá ningún conflicto para privarla de todo valor y las razones para tenerla por no válida son formales (ilicitud) y materiales (falsedad). Pero pensemos en que está tan bien pergeñada la falsedad, que el juez y todos en ese momento piensan que es una prueba plenamente convincente y demostrativa, aunque con ese vicio formal o jurídico de su ilicitud.
                Si ese juez resuelve el conflicto dando prioridad a la verdad sobre la legalidad de la prueba, ¿qué hará? Si se trata de la situación primera de esas dos que hemos visto, absolverá al que materialmente es culpable; si está en la segunda situación, condenará al que materialmente es inocente. Estamos, pues, ante lo que me parece una razón para preferir que la verdad (la convicción judicial de la verdad) ceda ante la ilicitud de la prueba. Nos molesta o nos resulta contraintuitivo, nos parece injusto que (en la situación estándar de este problema, ya aludida) un culpable resulte absuelto porque la verdad pierda ante la ilegalidad de la prueba, pero ése es un riesgo que se ve compensado con esto que acabamos de observar: la prioridad de la licitud puede algunas otras veces evitar que un inocente sea condenado y hasta que un culpable sea absuelto.
                Repasemos un detalle de esas dos situaciones. En ambas las pruebas son falsas, pero plenamente convincentes. Téngase en cuenta que los hechos exteriores a nuestra conciencia son lo que son, al margen de nuestras creencias sobre ellos. La prueba procesal, con sus peculiaridades tantas veces subrayadas por la doctrina, busca producir en el juez una convicción razonable y fiable en el grado requerido en cada tipo del proceso o rama del Derecho, mas ello no impide que haya ocasiones en que la convicción razonable derivada de las pruebas disponibles es tan sólida y fundada como falsa. Por eso siempre habrá inocentes condenados, aun en el sistema jurídico-penal más honesto y garantista, y culpables absueltos y no sólo por el juego de la presunción de inocencia y de la invalidez de ciertas pruebas por causa de su ilicitud.
                Sólo en un plano puramente teórico podemos con propiedad hablar de conflicto entre verdad empírica e ilicitud de la prueba penal. Si somos más realistas y atentos a la auténtica dinámica de la práctica procesal, el conflicto siempre será entre el alto o pleno valor demostrativo que a una prueba razonablemente se atribuye y la ilicitud de dicha prueba, conflicto especialmente agudo cuando no existen otras pruebas incriminatorias lo bastante convincentes. Repito, el conflicto no ocurre propiamente entre verdad empírica y licitud de la prueba (o derechos subyacentes a la exigencia de licitud de la prueba), sino entre creencia racional en la verdad de la prueba y su licitud. De ahí que en la realidad puedan darse las dos situaciones referidas, situaciones en las que la prueba es falsa pero la creencia del juez en su verdad es muy firme y perfectamente razonable.
                Tercera situación.- Pongamos que un sujeto S es acusado de haber realizado el hecho H, que encaja con plena claridad en un tipo penal. Si S ha hecho H, S ha cometido ese delito D. S es procesado penalmente como autor del delito D, y su suerte final dependerá de que su autoría de H resulte o no probada con el nivel de certeza que la prueba penal exige, el nivel de certeza plena o más allá de toda duda razonable. Añadamos ahora que empíricamente S sí realizó H, al margen de que en el proceso haya o no posibilidad de probarlo del modo requerido. Sabemos de sobra que una cosa es, por ejemplo, que efectiva y materialmente A haya matado a B golpeándolo con un martillo en la cabeza y otra cosa es que se pueda probar conforme a Derecho y en el correspondiente proceso ese homicidio de A sobre B.
                Pues bien, siendo verdad que S hizo H, ahora pensemos que la única prueba convincente de la que el juez o tribunal dispone al respecto es una prueba ilícita. Esa prueba es totalmente demostrativa, plena y racionalmente convincente, pero todas las otras pruebas que en el proceso se han podido aportar son muy endebles.
                En esa tesitura, si por razón de su ilicitud privamos de valor a esa prueba, tendrá que ser absuelto el culpable.
                Cuarta situación.- A S se le acusa de haber perpetrado el hecho delictivo H y se traen al proceso una serie de pruebas que avalan como muy razonable y convincente esa acusación. Sin embargo, en el mundo de los hechos es falso que S ejecutara H, y se dispone de una prueba extraordinariamente demostrativa de eso, de que no es verdad que S hiciera H, mas con el problema de que se trata de una prueba ilegalmente obtenida. Si el juez prescinde de tomar en consideración esa prueba ilícita que acredita más allá de toda duda razonable la inocencia de S, ¿tendrá que condenarlo? En la situación anterior observamos que si la única prueba seriamente inculpatoria es ilícita, el acusado debe ser absuelto, a no ser que hagamos primar (la convicción de) la verdad sobre la legalidad de la prueba. Ahora la situación es paralela, la única prueba clarísimamente exculpatoria es ilícita, mientras que sin ella y con todas las demás pruebas obrantes en autos sería por completo razonable la condena. ¿Qué se debe hacer en tal circunstancia?
                Acerquémonos un poco más con un par de ejemplos. Podemos pensar, como supuesto primero, en un caso en que S, que es inocente y se declara inocente, se ve ante un mar de pruebas incriminatorias resultantes del puro azar (sus facciones y apariencia física general son parecidísimas a las del verdadero delincuente, tiene un coche de la misma marca y modelo que el usado en el delito, sus huellas aparecen en alguno de los objetos con los que el delito se perpetra, tenía muy malas relaciones previas con la víctima, carece de cualquier coartada creíble para aquellas horas, etc., etc.), pero un policía amigo suyo, por su cuenta y riesgo y sin autorización ninguna, coloca escuchas en todos los teléfonos de esa urbanización y graba así una conversación en la que el verdadero culpable se declara tal ante un compinche y da indicaciones segurísimas que demuestran su autoría. Esa prueba se lleva al proceso y es ilegal, o hasta se aporta en un momento procesalmente inadecuado. ¿Mantenemos aquí también la prioridad de la licitud sobre la verdad (creída)?
                Otro ejemplo. Hay un acusado contra el que no sólo se ofrecen pruebas que en su conjunto parecen dar razón suficiente de su culpabilidad, sino que además se ha autoinculpado. Pero en verdad él no ha hecho aquello que se le imputa. Se autoinculpa porque le pagan para ello o porque han amenazado a su familia si no lo hace así. Alguien consigue una prueba de la falsedad de todo el montaje acusatorio, pero esa prueba decisiva y única en tal sentido es una prueba claramente ilegal. Por ejemplo, toda esa prueba de descargo arranca de la tortura por la policía  de un sospechoso, que acaba así confesando la verdadera autoría y dando elementos sobrados para comprobarla. Ahora no preguntamos si a ese que fue torturado y que es el autor real se le podrá condenar, sino si se podrá absolver al falsamente imputado al que todas las pruebas lícitas claramente condenan y a quien nada más que esa prueba ilícita exonera.
                El partidario de la prioridad de la verdad sobre la licitud de las pruebas en el proceso penal tendrá problemas para justificar que en la situación tercera se condene a S con base solamente en una prueba tan fiable como ilegal. ¿Por qué tendrá esos problemas? Porque estará poniendo una grave excepción a la protección de ciertos derechos fundamentales (derecho a la intimidad, derecho a secreto de las comunicaciones, derecho a la integridad física, derecho a la defensa procesal, etc., etc.), excepción que contiene una invitación a vulnerarlos cuando dicha vulneración pueda valer de prueba de cargo en un caso penal. Por el contrario, si en ningún caso va a servir para culpar a alguien una conversación telefónica suya ilegalmente grabada, habrá menos estímulos para que nuestras conversaciones, las de todos, las de cualquiera, sean ilícitamente interceptadas.
                Quien, por el contario, en los procesos penales, propugne la prevalencia de la licitud de la prueba sobre la verdad se hallará con dificultades para justificar que en la cuarta situación S sea condenado a pesar de la prueba ilegal que muestra a las claras que es inocente. Esto es, los jueces o el jurado sabrían que S es inocente, pero supuestamente no podrían usar la correspondiente prueba para fundar su decisión absolutoria. Estarían convencidos de que están condenando a un inocente.
                En una situación como la cuarta es imaginable que el juez no se vea ante el dilema en cuestión porque previamente, y a la vista de los hechos, se haya retirado la acusación. Pero cabe imaginar un supuesto en que no sea así, bien porque la acusación particular la mantenga, bien por empecinamiento del acusador público. O puede que también porque la propia condición de legal o ilegal de la prueba de marras esté puesta en debate en el proceso y sólo al final del mismo se determine su ilegalidad (por ejemplo, se puede estar debatiendo si el trato que se le aplicó por la policía al que confesó era tortura o no lo era).
                No se me ocurre quién podría mantener que, en esta cuarta situación, S debería ser condenado. ¿Por qué? Porque aunque sea por vía ilícita, sabemos que S es inocente, que no es verdad que sea el autor de los hechos de los que ha sido acusado. Nada repugna tanto como la condena de un inocente, y si lo sacrificáramos en el altar de las formalidades legales tendríamos una potente razón contra el apego a la legalidad. Pero la consideración de la inocencia y la prevención ante el riesgo de que el inocente sea condenado no es estrictamente homenaje a la verdad como faro y guía del proceso, sino rechazo moral o hasta emotivo a que alguien sea castigado por lo que no hizo. Si de la prioridad de la verdad en el proceso se tratara, no debería ser absuelto S en la situación tercera, cuando materialmente es culpable pero es ilícita la prueba que así lo acredita.
                Nos repugna que por razones jurídico-formales, de legalidad o ilegalidad de la prueba, pudiera tener condena un inocente, pero no rechazamos así el que por razones del mismo tipo pueda ser absuelto un culpable. Si la preferencia incondicionada estuviera en la verdad, ese culpable (el de la situación tercera) tendría que ser condenado, y si la prioridad fuera para la licitud de la prueba y los derechos asociados (del propio acusado, o de terceros) debería condenarse al inocente de la situación cuatro, dado que si hacemos abstracción de los resultados que aporta la prueba ilícita, si razonamos como si dicha prueba en modo alguno existiera y no nos fuera, por tanto, conocida, estamos de acuerdo en que de resultas de la credibilidad de las otras pruebas procesalmente obrantes, lo razonable del todo sería condenar, pues no sabríamos lo que gracias a la prueba ilícita sabemos: que esas pruebas lícitas que avalan la condena son pruebas falsas.
                ¿Es viable la elaboración de una doctrina congruente que dé cuenta de la que seguramente es la solución que la mayoría damos para estas cuatro situaciones que he presentado?
                Para empezar, debemos tomar nota del problema de la falibilidad del juicio de los tribunales. Aquí, en la teoría y en los ejemplos teóricos, hemos estado jugando con un dato que en el proceso falta, pues hemos ido poniendo de relieve en cada supuesto lo que empíricamente era verdad, al margen de los problemas para probarlo como verdadero. Pero sobre los hechos enjuiciados, cuando son objeto de debate en el proceso y hay debate sobre su acaecimiento y pormenores, el juez no tiene conocimiento seguro y cierto, sino creencia. Las pruebas de que el juez dispone y la valoración que hace de ellas, sobre una base epistémica sana y suficiente, dan su grado de certeza o convicción a esa creencia. Pero hasta la creencia que subjetivamente ese juez estime más sólida y mejor avalada por las pruebas y que un observador imparcial consideraría más racional y mejor justificada puede ser una creencia falsa, ya sea por obra del azar (ese uno por millón de ocasiones en las que falla una prueba científica segurísima) ya por una muy hábil manipulación (ese crimen perfecto en el que todo cuadra para dar coartada al culpable o hacer que pase por culpable el inocente).
                Son los riesgos del error los que tomamos en cuenta al establecer nuestra preferencia cuando juzgamos de situaciones como las cuatro descritas. La posibilidad de error está en las situaciones primera y segunda de las que se han descrito, cuando la prueba tenía estos dos caracteres: era falsa (ya que absolvía al culpable, en el primer caso, e incriminaba al inocente, en el segundo) y era muy altamente convincente, de modo que daba al juez una certeza (errónea) más allá de cualquier duda razonable. En ambos casos, es la toma en consideración de la ilicitud de la prueba lo que salva del error: del error de absolver al culpable, en un caso, y del error de condenar al inocente, en el otro.
                Pero arribamos ahora a un aspecto esencial. Si prescindimos de la distinción, puramente teórica, entre verdad empírica objetiva de los hechos y grado de certeza que al juez le aportan las pruebas sobre los hechos, resultará que, en términos de racionalidad de la decisión judicial en cuanto decisión de un sujeto epistémicamente fundada en los datos de que válidamente dispone, las situaciones posibles de concurrencia dirimente de prueba ilícita no son más que dos: una en la que la prueba ilícita es la sola prueba que funda la creencia racional en la culpabilidad del acusado, pese a que ninguna prueba lícita respalda suficientemente la convicción de esa culpabilidad, y otra en la que la prueba ilícita es la única prueba que justifica la creencia racional en la inocencia del acusado, pese a que todas las pruebas lícitas respaldan suficientemente la convicción de su culpabilidad. En este segundo caso, prescindir en la sentencia de la creencia basada en la prueba ilícita equivale a que el juez condena estando en su fuero interno convencido de que el condenado es inocente. Es obvio que un juez no puede dejar de saber lo que sabe, aunque se le mande decidir como si no lo supiera.
                En cambio, en el primer caso, dejar de lado en la sentencia la creencia sustentada en la prueba ilícita supone que el juez absuelve estando en su fuero interno convencido de que el absuelto es culpable.
                Ambos jueces pueden estar equivocándose, aunque su razonamiento sea plenamente racional. ¿Equivocándose en qué sentido? En el siguiente. El juez que, por causa de la prueba ilícita que desecha, cree que está absolviendo a un culpable, puede en realidad estar absolviendo a un inocente; y el juez que cree, en razón de la prueba ilícita que desecha, que está condenando a un inocente, puede en realidad estar condenando a un culpable.
                Que el juez yerre al absolver al que erradamente (aunque racionalmente) cree culpable no nos molesta, sino que nos alegra. En cambio que el juez yerre al condenar al que erróneamente (aunque racionalmente) cree que es inocente no nos molestará, ya que en verdad está castigando al culpable.
                Por tanto, el dar preferencia a la licitud de la prueba solamente tendrá efectos que nos resulten rechazables en un caso: cuando se corresponda con la verdad la creencia del juez de que, por consideración a la ilicitud dela prueba, está absolviendo a un culpable. Mas toda la creencia, del juez o nuestra, puede ser errónea, aunque nos parezca muy sólidamente fundada. Sin en este caso lo es, se estará en verdad absolviendo a un inocente al que se creía culpable. Esa ya es una pequeña compensación de la desazón que nos causa el pensar en la absolución del que pensamos culpable.
                ¿Y en el caso de la absolución del que con buen fundamento epistémico, pero derivado de prueba ilícita, creemos inocente y al que las pruebas lícitas, sin embargo, incriminan? Si realmente es inocente, nos alegraríamos enormemente. Y si la creencia en su inocencia, apoyada en esa prueba ilícita y que estimamos epistémicamente muy firme, es errónea, se habrá absuelto a un culpable. Pero aquí la correspondencia con lo que hace un momento vimos es bien precisa: este riesgo de absolver a un culpable se compensa con aquel otro de condenar a un inocente si no anulamos la prueba ilícita que  nos parece evidentemente incriminatoria.
                En resumen, me parece que la disyuntiva entre preferencia de la verdad o preferencia de las consideraciones sobre la licitud de la prueba de esa vedad, en homenaje a los derechos básicos así protegidos (sean derechos del acusado o de terceros) es una falsa disyuntiva. No se trata de elegir entre una u otra de esas alternativas, sino de valorar cuál riesgo con carácter general queremos aminorar, si el de que inocentes sufran condenas o el de la absolución de culpables.
                Si nos empecinamos en ver aquella contraposición entre verdad y derechos como central y capital y en buscarle una solución unívoca, por tanto, nos veremos ante dos graves inconvenientes. Si optamos por la prioridad de la licitud de la prueba (y de los derechos así protegidos, teniendo en cuenta que pueden ser también derechos de terceros), en la situación cuatro de las que hemos repasado estaremos compelidos a pedir que se condene al que racionalmente creemos inocente (creencia que no tiene más sustento que el que da la prueba ilícita, pero sustento que es bien fuerte). Si preferimos la prevalencia de la verdad, en la situación tres habremos de asumir que se condene al que sabemos culpable (basándonos en una prueba ilícita bien demostrativa), pero teniendo esa condena una base exclusivamente proveniente de la violación de algún derecho fundamental, lo cual relativiza gravemente la vinculatoriedad de los derechos fundamentales y nuestra posición como titulares de los mismos.

                Así pues, ni protección de la verdad como objeto poco menos que trascendente del proceso penal, ni protección de los derechos por ser derechos, a modo de fetiche jurídico. De lo que se trata es de minimizar el riesgo de que ocurra lo que moralmente más repugna a cualquier persona de bien: que un inocente pague castigo penal por lo que no hizo. Para ello, en un tipo de casos tendremos que arriesgarnos a que el fallo de la sentencia no case con la verdad y en otro tipo de casos tendremos que asumir que la verdad impere sobre los derechos amparados por la regulación que hace lícitas las pruebas.               

22 febrero, 2014

Un libro de Derecho, pero entretenido y bien interesante.





LA «VIDA MARITAL» DEL PERCEPTOR DE
LA PENSIÓN COMPENSATORIA

El artículo 101.1 del Código Civil, la nueva relación de
pareja del cónyuge divorciado y su problemática como causa
de extinción de la pensión


PILAR GUTIÉRREZ SANTIAGO
Profesora Titular de Derecho Civil (Acreditada CU, 2009)
Universidad de León
 
© 2013 [Thomson Reuters (Legal) Limited / Pilar Gutiérrez Santiago]
Editorial ARANZADI, SA
Camino de Galar, 15
31190 Cizur Menor (Navarra)
ISBN: 978-84-9014-936-2
Depósito Legal: 1845/2013
   
A la luz de las notables diferencias que separan nuestra actual sociedad de aquella en que, hace ya más de tres décadas, se implantara el divorcio en España (caída del modelo patriarcal de familia, incorporación de la mujer al mundo laboral, etc.), el presente trabajo pone en tela de juicio el sentido que hoy pueda tener el hecho de que la ulterior relación de «vida marital» entablada por un cónyuge divorciado o separado sea justa causa para extinguir la pensión compensatoria que le hubiere sido otorgada como consecuencia del empeoramiento y desequilibrio económico derivado de su anterior crisis matrimonial (art. 101.1 in fine CC).

Ante las diversas y variopintas modalidades de la nueva trayectoria vital «de pareja» que puede emprender una persona tras su previa ruptura conyugal (otro matrimonio o una unión more uxorio formalizada y registrada, pasando por los noviazgos prolongados, los amores pasajeros y las relaciones esporádicas, hasta los escarceos sexuales o las más puras amistades), las reflexiones sobre el tema indicado se fundamentarán primordialmente en la nutrida jurisprudencia recaída en torno a dicha causa extintiva de la pensión por «vivir maritalmente» su perceptor con otra persona y en el análisis de las dispares interpretaciones judiciales (y también doctrinales) de ese indeterminado concepto de «vida marital»; noción sobre la que comienza a abrirse camino una postura aperturista que viene a flexibilizar la tradicional exigencia de cohabitación bajo el mismo techo y a relativizar igualmente las notas de estabilidad y permanencia de la relación sentimental en cuestión.

SUMARIO

 INTRODUCCIÓN.
 I. DE LAS ANALOGÍAS CONYUGALES.
1. Matrimonios, uniones de hecho estables, noviazgos y otras relaciones de pareja.
2. Referencias legales a las relaciones de pareja de tipo «marital». 

II. LA EXTINCIÓN DE LA PENSIÓN COMPENSATORIA POR «VIVIR MARITALMENTE» SU PERCEPTOR CON OTRA PERSONA.
1. La «vida marital» en el vigente marco normativo de la separación y el divorcio tras su reforma legal de 2005.
1.1. «Vida marital», pensión compensatoria temporal y prestación única.
1.2. La ida marital como causa impeditiva del nacimiento del derecho a pensión.
 2. Género y «vida marital».
2.1. Vida marital, tanto heterosexual como homosexual, entre el beneficiario de la pensión y un tercero.
2.2. El principio de igualdad por razón de sexo en materia de «vida marital» del perceptor de la pensión.

 3. Sobre la ratio y finalidad de la vida marital como causa extintiva de la pensión compensatoria.
3.1. Apuntes previos sobre el discutible sentido y razón de ser de la pensión por desequilibrio económico en la sociedad actual.
3.2. Consideraciones críticas acerca de la justificación de la extinción de la pensión por «vida marital» de su perceptor con otra persona en la presente realidad social y familiar.
  
III. PROBLEMÁTICA PROBATORIA DE LA VIDA MARITAL.
1. Sobre la carga de la prueba, la dificultad de pruebas directas y la utilidad de la «prueba» indiciaria o de presunciones.

2. Medios acreditativos de los indicios de vida marital: referencia particular a los testigos, detectives, certificados de empadronamiento y cuentas bancarias.

3. Los hijos comunes del beneficiario de la pensión con otra persona: su relativo valor probatorio de la vida marital entre ambos progenitores.


IV. LA «VIDA MARITAL» Y SU RESTRICTIVA INTERPRETACIÓN JUDICIAL: LA EXIGENCIA DE CONVIVENCIA EN LA MISMA VIVIENDA CON COHABITACIÓN ESTABLE Y ANÁLOGA A LA MATRIMONIAL.
1. Casos de demostración de la convivencia marital estable y su consiguiente efecto extintivo de la pensión compensatoria.

2. Casos de falta de acreditación de la convivencia marital estable y el consiguiente mantenimiento de la pensión.
2.1. Exclusión del concepto de «vida marital» de las relaciones de pareja no convivenciales (noviazgos y amistades íntimas y especiales).
2.2. Exclusión de las relaciones convivenciales pasajeras o circunstanciales.
2.3. Exclusión de las relaciones convivenciales estables no asimilables a una relación conyugal, sino con finalidades distintas.


V. LA «VIDA MARITAL» Y SU INTERPRETACIÓN JUDICIAL IN DUBIO PRO DEUDOR DE LA PENSIÓN COMPENSATORIA: SU CONCEPCIÓN COMPRENSIVA DE TODA RELACIÓN SENTIMENTAL DE PAREJA CON VOCACIÓN DE ESTABILIDAD, AUN SIN CONVIVENCIA EN LA MISMA VIVIENDA.

1. El carácter prescindible de la cohabitación.
2. La relajación de las notas de habitualidad y permanencia de la relación de tipo marital.

VI. DIVERGENCIAS INTERPRETATIVAS RESPECTO AL MOMENTO TEMPORAL DE EXISTENCIA DE LA «VIDA MARITAL» COMO CAUSA EXTINTIVA DE LA PENSIÓN: ¿SE EXIGE VIDA MARITAL ACTUAL O BASTA UNA VIDA MARITAL PRETÉRITA Y YA FINALIZADA?  EL CESE DE LA VIDA MARITAL.

VII. LA FECHA DE EXTINCIÓN DE LA PENSIÓN COMPENSATORIA POR VIDA MARITAL DE SU PERCEPTOR CON OTRA PERSONA: SOBRE LA EVENTUAL EFICACIA RETROACTIVA DE LA SENTENCIA JUDICIAL FAVORABLE A LA SUPRESIÓN DE LA PENSIÓN.

VIII. LA «VIDA MARITAL» O RELACIÓN DE AFECTIVIDAD «ANÁLOGA» A LA CONYUGAL: UN CONCEPTO IMPOSIBLE. LA NECESARIA MOTIVACIÓN DE LAS SENTENCIAS JUDICIALES, LA PROSCRIPCIÓN DE LA INDEFENSIÓN Y EL MALTRECHO PRINCIPIO DE SEGURIDAD JURÍDICA.

IX. ÚLTIMOS CRITERIOS JURISPRUDENCIALES INTERPRETATIVOS DE LA EXPRESIÓN LEGAL «VIVIR MARITALMENTE CON OTRA PERSONA»: A PROPÓSITO DE LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL SUPREMO DE 9 DE FEBRERO DE 2012.
1. La historia del caso y el mantenimiento de la pensión compensatoria, por falta de «un proyecto compartido y finalístico de vida en común», en la sentencia de apelación.

2. Loas y flecos en los razonamientos del Tribunal Supremo y su fallo extintivo de la pensión: la lucha contra el fraude de ley; el carácter eminentemente formal del matrimonio y la imposibilidad de analogías materiales; la estabilidad de la relación de vida marital versus la libre e inmediata disolubilidad del matrimonio; los discutibles argumentos de la fidelidad y de la desaparición del «desequilibrio económico» por la ulterior vida marital del beneficiario de la pensión con un tercero.


X. A MODO DE CONCLUSIONES.

 Bibliografía
 Anexos