(He
estado hace poco en el tribunal de una buena tesis doctoral. Volví en coche a casa y me pasé una parte grande del trayecto dando vueltas a una cuestión
teórica que en la tesis se tocaba, la de la relación entre verdad procesal y
prueba ilícita. Esto de uno se llama vocación o trastorno. O puede que haya de ambos elementos.
El caso es que me he puesto a pensar y escribir y ha salido esto. Sospecho que al final me he liado bastante, pero ahí lo comparto todo, en barbecho, para que algún amigo caritativo me diga si por ahí vamos bien o si es mejor tachar y empezar de nuevo).
Interesan
los supuestos de conflicto entre verdad, por un lado, e ilicitud de la prueba
por otro. El ejemplo de siempre es éste: un sujeto es procesado bajo la
acusación de haber cometido un delito y las pruebas de que se dispone son todas
débiles o bien poco convincentes, tanto una a una como sumadas, pero hay una
prueba que es contundente y definitiva, plenamente demostrativa. Mas el
problema es que esa única prueba que puede respaldar la convicción de
culpabilidad del acusado más allá de toda duda razonable es una prueba
ilegalmente obtenida, una prueba ilícita, y que, por tanto, no debe o no
debería tomarse en cuenta como prueba incriminatoria. Esto significa que aunque
el juez y todo el mundo sepa, en virtud de los resultados conocidos de tal
prueba ilícita, que aquel sujeto es culpable, deberá ser absuelto, a falta de
otras pruebas convincentes, a no ser que estimemos que la verdad prevalece
sobre la licitud de la prueba. Pongamos, además, que la prueba es ilegal porque
se obtuvo en violación de un derecho fundamental (el derecho a la intimidad, el
derecho al secreto de las comunicaciones, el derecho a no ser torturado…). Lo
que entre teóricos del Derecho y algún que otro procesalista se debate es si en
estos casos debe primar la verdad o si en consideración al derecho violado debe
ceder la verdad y resultar absuelto el que en verdad es culpable.
La
respuesta no debería ser precipitada ni darse pensando solamente en esa
tesitura, sino como parte de una teoría general. Y para eso puede resultar útil
diferenciar cuatro situaciones. Vamos a examinar los cuatro tipos de casos o
combinaciones y se formarán dos pares, como ahora se verá.
Primera
situación.- Mediante una prueba
ilícitamente conseguida se consigue que se dé por probada en el proceso la inocencia del que empíricamente es culpable.
Pero si empíricamente ese sujeto es culpable, esa prueba necesariamente tiene
que ser una prueba falsa, una prueba que lleva a dar por cierto lo contrario a
lo que en los hechos ocurrió. Por ejemplo, mediante la declaración falsa de un
testigo, declaración obtenida mediante chantaje del grupo delictivo en
cuestión, se prueba en el proceso que el acusado no mató a le víctima, pero en
verdad sí la mató. Aquí no hay conflicto entre verdad de lo probado e ilicitud
de la prueba, ya que la prueba procesal en cuestión adolece de dos vicios que
se suman, no de dos cualidades que entran en conflicto; pues, obviamente,
además de ser ilícita, la prueba es falsa.
Pensemos
un ejemplo posible de esta primera situación. Hay una banda de delincuentes que
sospecha o que por alguna infidencia sabe que la policía está interceptando
ilegalmente sus comunicaciones. Esa banda comete un grave delito, pero organiza
sus conversaciones telefónicas de esa temporada para dar pistas falsas sobre la
autoría ajena de dicho delito, y a partir de dichas conversaciones y de una
serie de hábiles maniobras (dejar en ciertos lugares ropa manchada de sangre de
la víctima y arma homicida, etc.), logra que el que sea finalmente absuelto el
homicida real y que acabe procesado el falsamente incriminado. Sin esa prueba
falsa (pero que se cree verdadera) y dado el peso de otras pruebas obrantes,
ese acusado culpable habría sido condenado. Pero como el juez ha admitido como
prueba válida las grabaciones ilegales de la policía, resultará absuelto.
Segunda
situación.- Pensemos ahora en un caso en el que una prueba ilícitamente obtenida se emplea
para producir en el juez la convicción plena de que es culpable un acusado que en verdad y empíricamente, en la realidad
objetiva de los hechos, es inocente.
Estamos ante lo mismo de antes, no hay conflicto entre verdad de lo probado e
ilicitud de la prueba, ya que lo que con esa prueba ilícita se prueba es falso,
no verdadero.
Un
ejemplo también aquí. Nos vale el mismo de antes, pero por el otro lado. A
partir de aquellas primeras intervenciones telefónicas ilegales, la policía es
puesta en la pista (falsa) de la autoría delictiva de un tercero, y llevada por
las falsas revelaciones grabadas da con el arma homicida en la casa de ese
tercero, etc. Al final ese acusado fácticamente inocente es condenado, cosa que
no habría ocurrido si la prueba inicial, ilegal, se hubiera estimado nula por
el juez.
Estas
dos primeras situaciones ya nos van a permitir llegar a un primer argumento en
el debate de fondo. Pongámonos en el lugar del juez en cualquiera de esas dos
situaciones. El juez tiene una prueba P, de la que sabe que es una prueba
ilícita (por ejemplo, repito, porque se llegó a ella a través de una escucha
ilegal de una conversación telefónica), pero de la que cree que es una prueba
verdadera. Si el juez sabe que la prueba es falsa, que está amañada, no tenemos
más que discutir, no verá ningún conflicto para privarla de todo valor y las
razones para tenerla por no válida son formales (ilicitud) y materiales
(falsedad). Pero pensemos en que está tan bien pergeñada la falsedad, que el
juez y todos en ese momento piensan que es una prueba plenamente convincente y
demostrativa, aunque con ese vicio formal o jurídico de su ilicitud.
Si
ese juez resuelve el conflicto dando prioridad a la verdad sobre la legalidad
de la prueba, ¿qué hará? Si se trata de la situación primera de esas dos que
hemos visto, absolverá al que materialmente es culpable; si está en la segunda
situación, condenará al que materialmente es inocente. Estamos, pues, ante lo
que me parece una razón para preferir que
la verdad (la convicción judicial de la verdad) ceda ante la ilicitud de la prueba.
Nos molesta o nos resulta contraintuitivo, nos parece injusto que (en la
situación estándar de este problema, ya aludida) un culpable resulte absuelto
porque la verdad pierda ante la ilegalidad de la prueba, pero ése es un riesgo
que se ve compensado con esto que acabamos de observar: la prioridad de la
licitud puede algunas otras veces evitar que un inocente sea condenado y hasta
que un culpable sea absuelto.
Repasemos
un detalle de esas dos situaciones. En ambas las pruebas son falsas, pero
plenamente convincentes. Téngase en cuenta que los hechos exteriores a nuestra
conciencia son lo que son, al margen de nuestras creencias sobre ellos. La
prueba procesal, con sus peculiaridades tantas veces subrayadas por la
doctrina, busca producir en el juez una convicción razonable y fiable en el
grado requerido en cada tipo del proceso o rama del Derecho, mas ello no impide
que haya ocasiones en que la convicción razonable derivada de las pruebas
disponibles es tan sólida y fundada como falsa. Por eso siempre habrá inocentes
condenados, aun en el sistema jurídico-penal más honesto y garantista, y
culpables absueltos y no sólo por el juego de la presunción de inocencia y de
la invalidez de ciertas pruebas por causa de su ilicitud.
Sólo
en un plano puramente teórico podemos con propiedad hablar de conflicto entre
verdad empírica e ilicitud de la prueba penal. Si somos más realistas y atentos
a la auténtica dinámica de la práctica procesal, el conflicto siempre será
entre el alto o pleno valor demostrativo que a una prueba razonablemente se
atribuye y la ilicitud de dicha prueba, conflicto especialmente agudo cuando no
existen otras pruebas incriminatorias lo bastante convincentes. Repito, el
conflicto no ocurre propiamente entre verdad empírica y licitud de la prueba (o
derechos subyacentes a la exigencia de licitud de la prueba), sino entre creencia racional en la verdad de la
prueba y su licitud. De ahí que en la realidad puedan darse las dos situaciones
referidas, situaciones en las que la prueba es falsa pero la creencia del juez en
su verdad es muy firme y perfectamente razonable.
Tercera
situación.- Pongamos que un sujeto S es acusado de haber realizado el
hecho H, que encaja con plena claridad en un tipo penal. Si S ha hecho H, S ha
cometido ese delito D. S es procesado penalmente como autor del delito D, y su
suerte final dependerá de que su autoría de H resulte o no probada con el nivel
de certeza que la prueba penal exige, el nivel de certeza plena o más allá de
toda duda razonable. Añadamos ahora que empíricamente S sí realizó H, al margen
de que en el proceso haya o no posibilidad de probarlo del modo requerido.
Sabemos de sobra que una cosa es, por ejemplo, que efectiva y materialmente A
haya matado a B golpeándolo con un martillo en la cabeza y otra cosa es que se
pueda probar conforme a Derecho y en el correspondiente proceso ese homicidio
de A sobre B.
Pues
bien, siendo verdad que S hizo H, ahora pensemos que la única prueba
convincente de la que el juez o tribunal dispone al respecto es una prueba
ilícita. Esa prueba es totalmente demostrativa, plena y racionalmente
convincente, pero todas las otras pruebas que en el proceso se han podido aportar
son muy endebles.
En
esa tesitura, si por razón de su ilicitud privamos de valor a esa prueba,
tendrá que ser absuelto el culpable.
Cuarta
situación.- A S se le acusa de haber perpetrado el hecho delictivo H y
se traen al proceso una serie de pruebas que avalan como muy razonable y
convincente esa acusación. Sin embargo, en el mundo de los hechos es falso que
S ejecutara H, y se dispone de una prueba extraordinariamente demostrativa de
eso, de que no es verdad que S hiciera H, mas con el problema de que se trata
de una prueba ilegalmente obtenida. Si el juez prescinde de tomar en
consideración esa prueba ilícita que acredita más allá de toda duda razonable
la inocencia de S, ¿tendrá que condenarlo? En la situación anterior observamos
que si la única prueba seriamente inculpatoria es ilícita, el acusado debe ser
absuelto, a no ser que hagamos primar (la convicción de) la verdad sobre la
legalidad de la prueba. Ahora la situación es paralela, la única prueba
clarísimamente exculpatoria es ilícita, mientras que sin ella y con todas las
demás pruebas obrantes en autos sería por completo razonable la condena. ¿Qué
se debe hacer en tal circunstancia?
Acerquémonos
un poco más con un par de ejemplos. Podemos pensar, como supuesto primero, en
un caso en que S, que es inocente y se declara inocente, se ve ante un mar de
pruebas incriminatorias resultantes del puro azar (sus facciones y apariencia
física general son parecidísimas a las del verdadero delincuente, tiene un
coche de la misma marca y modelo que el usado en el delito, sus huellas
aparecen en alguno de los objetos con los que el delito se perpetra, tenía muy
malas relaciones previas con la víctima, carece de cualquier coartada creíble
para aquellas horas, etc., etc.), pero un policía amigo suyo, por su cuenta y
riesgo y sin autorización ninguna, coloca escuchas en todos los teléfonos de
esa urbanización y graba así una conversación en la que el verdadero culpable
se declara tal ante un compinche y da indicaciones segurísimas que demuestran
su autoría. Esa prueba se lleva al proceso y es ilegal, o hasta se aporta en un
momento procesalmente inadecuado. ¿Mantenemos aquí también la prioridad de la
licitud sobre la verdad (creída)?
Otro
ejemplo. Hay un acusado contra el que no sólo se ofrecen pruebas que en su
conjunto parecen dar razón suficiente de su culpabilidad, sino que además se ha
autoinculpado. Pero en verdad él no ha hecho aquello que se le imputa. Se autoinculpa
porque le pagan para ello o porque han amenazado a su familia si no lo hace
así. Alguien consigue una prueba de la falsedad de todo el montaje acusatorio,
pero esa prueba decisiva y única en tal sentido es una prueba claramente
ilegal. Por ejemplo, toda esa prueba de descargo arranca de la tortura por la
policía de un sospechoso, que acaba así
confesando la verdadera autoría y dando elementos sobrados para comprobarla.
Ahora no preguntamos si a ese que fue torturado y que es el autor real se le
podrá condenar, sino si se podrá absolver al falsamente imputado al que todas
las pruebas lícitas claramente condenan y a quien nada más que esa prueba
ilícita exonera.
El
partidario de la prioridad de la verdad sobre la licitud de las pruebas en el
proceso penal tendrá problemas para justificar que en la situación tercera se
condene a S con base solamente en una prueba tan fiable como ilegal. ¿Por qué
tendrá esos problemas? Porque estará poniendo una grave excepción a la
protección de ciertos derechos fundamentales (derecho a la intimidad, derecho a
secreto de las comunicaciones, derecho a la integridad física, derecho a la
defensa procesal, etc., etc.), excepción que contiene una invitación a
vulnerarlos cuando dicha vulneración pueda valer de prueba de cargo en un caso
penal. Por el contrario, si en ningún caso va a servir para culpar a alguien
una conversación telefónica suya ilegalmente grabada, habrá menos estímulos
para que nuestras conversaciones, las de todos, las de cualquiera, sean
ilícitamente interceptadas.
Quien,
por el contario, en los procesos penales, propugne la prevalencia de la licitud
de la prueba sobre la verdad se hallará con dificultades para justificar que en
la cuarta situación S sea condenado a pesar de la prueba ilegal que muestra a
las claras que es inocente. Esto es, los jueces o el jurado sabrían que S es
inocente, pero supuestamente no podrían usar la correspondiente prueba para
fundar su decisión absolutoria. Estarían convencidos de que están condenando a
un inocente.
En
una situación como la cuarta es imaginable que el juez no se vea ante el dilema
en cuestión porque previamente, y a la vista de los hechos, se haya retirado la
acusación. Pero cabe imaginar un supuesto en que no sea así, bien porque la
acusación particular la mantenga, bien por empecinamiento del acusador público.
O puede que también porque la propia condición de legal o ilegal de la prueba
de marras esté puesta en debate en el proceso y sólo al final del mismo se
determine su ilegalidad (por ejemplo, se puede estar debatiendo si el trato que
se le aplicó por la policía al que confesó era tortura o no lo era).
No
se me ocurre quién podría mantener que, en esta cuarta situación, S debería ser
condenado. ¿Por qué? Porque aunque sea por vía ilícita, sabemos que S es inocente,
que no es verdad que sea el autor de los hechos de los que ha sido acusado.
Nada repugna tanto como la condena de un inocente, y si lo sacrificáramos en el
altar de las formalidades legales tendríamos una potente razón contra el apego
a la legalidad. Pero la consideración de la inocencia y la prevención ante el
riesgo de que el inocente sea condenado no es estrictamente homenaje a la
verdad como faro y guía del proceso, sino rechazo moral o hasta emotivo a que
alguien sea castigado por lo que no hizo. Si de la prioridad de la verdad en el
proceso se tratara, no debería ser absuelto S en la situación tercera, cuando
materialmente es culpable pero es ilícita la prueba que así lo acredita.
Nos
repugna que por razones jurídico-formales, de legalidad o ilegalidad de la
prueba, pudiera tener condena un inocente, pero no rechazamos así el que por razones
del mismo tipo pueda ser absuelto un culpable. Si la preferencia incondicionada
estuviera en la verdad, ese culpable (el de la situación tercera) tendría que
ser condenado, y si la prioridad fuera para la licitud de la prueba y los
derechos asociados (del propio acusado, o de terceros) debería condenarse al
inocente de la situación cuatro, dado que si hacemos abstracción de los
resultados que aporta la prueba ilícita, si razonamos como si dicha prueba en
modo alguno existiera y no nos fuera, por tanto, conocida, estamos de acuerdo
en que de resultas de la credibilidad de las otras pruebas procesalmente
obrantes, lo razonable del todo sería condenar, pues no sabríamos lo que
gracias a la prueba ilícita sabemos: que esas pruebas lícitas que avalan la
condena son pruebas falsas.
¿Es
viable la elaboración de una doctrina congruente que dé cuenta de la que
seguramente es la solución que la mayoría damos para estas cuatro situaciones
que he presentado?
Para
empezar, debemos tomar nota del problema de la falibilidad del juicio de los tribunales. Aquí, en la teoría y en
los ejemplos teóricos, hemos estado jugando con un dato que en el proceso
falta, pues hemos ido poniendo de relieve en cada supuesto lo que empíricamente
era verdad, al margen de los problemas para probarlo como verdadero. Pero sobre
los hechos enjuiciados, cuando son objeto de debate en el proceso y hay debate
sobre su acaecimiento y pormenores, el juez no tiene conocimiento seguro y
cierto, sino creencia. Las pruebas de que el juez dispone y la valoración que
hace de ellas, sobre una base epistémica sana y suficiente, dan su grado de
certeza o convicción a esa creencia. Pero hasta la creencia que subjetivamente
ese juez estime más sólida y mejor avalada por las pruebas y que un observador
imparcial consideraría más racional y mejor justificada puede ser una creencia
falsa, ya sea por obra del azar (ese uno por millón de ocasiones en las que
falla una prueba científica segurísima) ya por una muy hábil manipulación (ese
crimen perfecto en el que todo cuadra para dar coartada al culpable o hacer que
pase por culpable el inocente).
Son
los riesgos del error los que tomamos en cuenta al establecer nuestra
preferencia cuando juzgamos de situaciones como las cuatro descritas. La
posibilidad de error está en las situaciones primera y segunda de las que se
han descrito, cuando la prueba tenía estos dos caracteres: era falsa (ya que
absolvía al culpable, en el primer caso, e incriminaba al inocente, en el
segundo) y era muy altamente convincente, de modo que daba al juez una certeza
(errónea) más allá de cualquier duda razonable. En ambos casos, es la toma en
consideración de la ilicitud de la prueba lo que salva del error: del error de
absolver al culpable, en un caso, y del error de condenar al inocente, en el
otro.
Pero
arribamos ahora a un aspecto esencial. Si prescindimos de la distinción,
puramente teórica, entre verdad empírica objetiva de los hechos y grado de
certeza que al juez le aportan las pruebas sobre los hechos, resultará que, en
términos de racionalidad de la decisión judicial en cuanto decisión de un
sujeto epistémicamente fundada en los datos de que válidamente dispone, las
situaciones posibles de concurrencia dirimente de prueba ilícita no son más que
dos: una en la que la prueba ilícita es la sola prueba que funda la creencia
racional en la culpabilidad del acusado, pese a que ninguna prueba lícita
respalda suficientemente la convicción de esa culpabilidad, y otra en la que la
prueba ilícita es la única prueba que justifica la creencia racional en la
inocencia del acusado, pese a que todas las pruebas lícitas respaldan
suficientemente la convicción de su culpabilidad. En este segundo caso,
prescindir en la sentencia de la creencia basada en la prueba ilícita equivale
a que el juez condena estando en su fuero interno convencido de que el
condenado es inocente. Es obvio que un juez no puede dejar de saber lo que
sabe, aunque se le mande decidir como si no lo supiera.
En
cambio, en el primer caso, dejar de lado en la sentencia la creencia sustentada
en la prueba ilícita supone que el juez absuelve estando en su fuero interno
convencido de que el absuelto es culpable.
Ambos
jueces pueden estar equivocándose, aunque su razonamiento sea plenamente
racional. ¿Equivocándose en qué sentido? En el siguiente. El juez que, por
causa de la prueba ilícita que desecha, cree que está absolviendo a un culpable,
puede en realidad estar absolviendo a un inocente; y el juez que cree, en razón
de la prueba ilícita que desecha, que está condenando a un inocente, puede en
realidad estar condenando a un culpable.
Que
el juez yerre al absolver al que erradamente (aunque racionalmente) cree
culpable no nos molesta, sino que nos alegra. En cambio que el juez yerre al
condenar al que erróneamente (aunque racionalmente) cree que es inocente no nos
molestará, ya que en verdad está castigando al culpable.
Por
tanto, el dar preferencia a la licitud de la prueba solamente tendrá efectos
que nos resulten rechazables en un caso: cuando se corresponda con la verdad la
creencia del juez de que, por consideración a la ilicitud dela prueba, está
absolviendo a un culpable. Mas toda la creencia, del juez o nuestra, puede ser
errónea, aunque nos parezca muy sólidamente fundada. Sin en este caso lo es, se
estará en verdad absolviendo a un inocente al que se creía culpable. Esa ya es
una pequeña compensación de la desazón que nos causa el pensar en la absolución
del que pensamos culpable.
¿Y
en el caso de la absolución del que con buen fundamento epistémico, pero
derivado de prueba ilícita, creemos inocente y al que las pruebas lícitas, sin
embargo, incriminan? Si realmente es inocente, nos alegraríamos enormemente. Y
si la creencia en su inocencia, apoyada en esa prueba ilícita y que estimamos
epistémicamente muy firme, es errónea, se habrá absuelto a un culpable. Pero
aquí la correspondencia con lo que hace un momento vimos es bien precisa: este
riesgo de absolver a un culpable se compensa con aquel otro de condenar a un
inocente si no anulamos la prueba ilícita que
nos parece evidentemente incriminatoria.
En
resumen, me parece que la disyuntiva entre preferencia de la verdad o
preferencia de las consideraciones sobre la licitud de la prueba de esa vedad,
en homenaje a los derechos básicos así protegidos (sean derechos del acusado o
de terceros) es una falsa disyuntiva. No se trata de elegir entre una u otra de
esas alternativas, sino de valorar cuál riesgo con carácter general queremos
aminorar, si el de que inocentes sufran condenas o el de la absolución de
culpables.
Si
nos empecinamos en ver aquella contraposición entre verdad y derechos como
central y capital y en buscarle una solución unívoca, por tanto, nos veremos
ante dos graves inconvenientes. Si optamos por la prioridad de la licitud de la
prueba (y de los derechos así protegidos, teniendo en cuenta que pueden ser
también derechos de terceros), en la situación cuatro de las que hemos repasado
estaremos compelidos a pedir que se condene al que racionalmente creemos
inocente (creencia que no tiene más sustento que el que da la prueba ilícita,
pero sustento que es bien fuerte). Si preferimos la prevalencia de la verdad, en
la situación tres habremos de asumir que se condene al que sabemos culpable
(basándonos en una prueba ilícita bien demostrativa), pero teniendo esa condena
una base exclusivamente proveniente de la violación de algún derecho
fundamental, lo cual relativiza gravemente la vinculatoriedad de los derechos
fundamentales y nuestra posición como titulares de los mismos.
Así
pues, ni protección de la verdad como objeto poco menos que trascendente del
proceso penal, ni protección de los derechos por ser derechos, a modo de
fetiche jurídico. De lo que se trata es de minimizar el riesgo de que ocurra lo
que moralmente más repugna a cualquier persona de bien: que un inocente pague
castigo penal por lo que no hizo. Para ello, en un tipo de casos tendremos que
arriesgarnos a que el fallo de la sentencia no case con la verdad y en otro
tipo de casos tendremos que asumir que la verdad impere sobre los derechos
amparados por la regulación que hace lícitas las pruebas.