La
reciente sentencia 88/2016 de la Audiencia Provincial de Asturias, Sección 4ª,
de 26 de septiembre, ha saltado a los medios de comunicación y ha dado que
hablar. Dicha sentencia revoca el acogimiento preadoptivo de un menor que nació
cuando su madre, de 15 años, estaba tutelada por la Administración por su
situación de desamparo.
Resumo
brevísimamente las circunstancias del caso, ya que no pretendo entrar en el
análisis de la citada sentencia, sino solo tomar pie en ella para una reflexión
del alcance más general.
Tamara,
una adolescente de 14 años, queda embarazada mientras está internada en una
residencia para menores. Su madre ha sido privada de la patria potestad sobre
Tamara. En 2009 Tamara había sido declarada en situación de desamparo y había
quedado bajo tutela del Principado de Asturias.
Con 15 años, Tamara da a luz a Jesús María. La Administración del
Principado de Asturias declara en desamparo al recién nacido y asume su tutela
y su guarda. El niño permanece en un centro materno infantil y su madre,
Tamara, reside en un centro infantil-Juvenil de la Administración. La madre
solicita reunirse con su hijo en un solo centro, pero se le deniega. Tamara se
atiene un régimen de visita semanal a su hijo y pide que se le aumente. Se
desestima su solicitud. La sicóloga de la sección de centros de menores emite
informe en el que se indica que Tamara no está en condiciones sicológicas para
cuidar debidamente a su hijo. No es consciente de las necesidades del niño y
presenta “dificultades emocionales”. Además, no cuenta con real apoyo familiar,
pues su propia madre está privada de la patria potestad sobre Tamara.
Cuando
el niño tiene año y medio, la Administración comienza los trámites para darlo
en acogimiento preadoptivo y las visitas de Tamara son reducidas a una al mes.
Tamara continúa mostrando “ausencia de habilidades” para asumir su maternidad.
Se decreta el acogimiento preadoptivo de Jesús María. Tamara se había opuesto a
tal acogimiento, a través del defensor legal que le ha sido nombrado.
En
los meses siguientes los peritos dan cuenta de su evolución positiva y alguno
resalta que “no se presenta ninguna deficiencia para el ejercicio de una
maternidad responsable”. De cuatro peritos, tres consideran que no hay
obstáculo para reintegrar al menor a su núcleo familiar primario. En la
exposición de hechos, en la sentencia, se resalta que la Administración en
ningún momento manejó más opción que la de separar al niño de su madre, sin que
se hubiera intentado, por ejemplo, brindarle auxilio a la madre en el ejercicio
de su labor con el niño. “En esta dinámica –dice la sentencia- se suceden las
actuaciones de la recurrente en aras de mantener la relación con su hijo
(defensor judicial, recursos y solicitudes…) y las de la Administración que se
dirigen a proseguir con la ruptura de la relación madre/hijo en beneficio de la
figura de la adopción”.
Es
importante resaltar que la patria potestad de Tamara estaba solamente
suspendida, pero no había sido oficialmente privada de ella.
El
Juzgado de Primera Instancia desestima la oposición de Tamara y dispone que no
es preceptivo el asentimiento de la demandante en la adopción del menor, “por
hallarse la actora incursa en causa de privación de la patria potestad”. Frente
a tal postura, la Audiencia Provincial resaltará que no hay propiamente tal
privación, sino suspensión de la patria potestad, y que la mera suspensión no
exonera del requisito legal de que la madre dé su asentimiento a la adopción”. En
esta sentencia se falla estimando el recurso de apelación formulado por Tamara
y se determina que ella no está incursa en ninguna causa de privación de patria
potestad, lo que hace necesario su asentimiento para la adopción de su hijo,
asentimiento que Tamara había negado. Se deja sin efecto el acogimiento
familiar preadoptivo del menor y se ordena su inmediata entrega a la madre.
Razón
muy principal de ese fallo, como ya he dicho, es que no existía privación de la
patria potestad y era, por tanto, imperativo el asentimiento de la madre para
la adopción. Podríamos decir nosotros que si ese era requisito legal y no se
cumplió, poco más cabría decir, derecho en mano. Pero en nuestros días la
sentencia que no meneé unos principios y que no diga que pondera un rato ya no
parece una sentencia, sino un ejercicio de infame positivismo y de severa
vinculación del juez a la ley. Así que también aquí se da su espacio a tales
divertimentos. En verdad no es mi propósito en este comentario entrar en
detalles técnicos para los que con seguridad no soy debidamente competente,
pero la lectura simple de la sentencia me hace pensar que la adopción no se
había constituido válidamente y que de lo que se trata es de si, puesto que se
sigue en la etapa de acogimiento familiar, se dan o no las condiciones
jurídicamente establecidas para el retorno del niño con su madre biológica.
La
AP de Asturias sigue de cerca la doctrina sentada en la sentencia del Tribunal
Supremo 565/2009, de 31 de julio, la cual juega con los que llama principios de
reinserción del menor en la propia familia y de interés del menor, principios
que el art. 172.4 del Código Civil (a partir de la Ley 26/2015, de 28 de julio,
artículo 172ter, apartado 4 del Código Civil) eleva a rectores “en materia de
protección de menores desamparados”. La sentencia de la Audiencia asturiana usa
también, como “canon hermenéutico”, el artículo 2 de la Ley Orgánica 8/2015 de
22 de julio, de Modificación del Sistema de Protección a la Infancia y a la
Adolescencia (no aplicable, por su fecha, al caso presente), a tenor del cual
“Se priorizará la permanencia en su familia de origen y se preservará el
mantenimiento de sus relaciones familiares, siempre que sea posible y positivo
para el menor”. También se dice ahí que “Cuando el menor hubiera sido separado
de su núcleo familiar, se valorarán las posibilidades y conveniencia de su
retorno, teniendo en cuenta la evolución de la familia desde que se adoptó la
medida protectora y primando siempre el interés del menor sobre las de la
familia”.
Así
pues, concluye la sentencia asturiana que en casos como este hay que valorar
“las circunstancias que permitan afirmar la idoneidad de la apelante para
asumir el cumplimiento de los deberes inherentes a la patria potestad del menor
(…) y ponderar, junto a ello, el supremo interés del menor siendo éste el que
se buscaría siempre y por encima de la reinserción familiar”.
Téngase
en cuenta que, a partir de ese criterio para el caso extraído de la Ley
26/2015, y pese al lenguaje engañoso que se utiliza, no se está ponderando o
valorando qué es lo mejor o más conveniente para el niño, para la satisfacción
del interés de una criatura que tiene menos de tres años. Lo que la legislación
dice es que las comprobaciones de la evolución positiva de la familia de origen
y de que cumple con los mínimos requeridos para hacerse cargo del niño van a fin
de cuentas dirigidas a constatar que el retorno del pequeño a esa familia “no
supone riesgos relevantes para el menor”. No se trata, pues, de sopesar,
valorar, ponderar o como se quiera decir con un sinónimo o expresión equivalente
qué pueda ser lo mejor para el interés del niño, seriamente tomado y
ampliamente considerado, sino de apreciar que no se le va a causar un daño al reintroducirlo
en la familia originaria. . Cuando a un niño se le saca de la familia de
acogida, que le ofrece condiciones de todo tipo mejores ahora mismo y a medio y
a largo plazo, y se exige nada más que comprobar que no se le daña seriamente
con ese cambio, no se le está evitando un perjuicio comparativo ni ponderando
con seriedad cuál es su mejor interés, sino que solo se ponen ciertas
condiciones para que aquel perjuicio no se torne daño grave para su integridad
física o emocional. Va siendo hora de que en derecho nos acostumbremos de nuevo
a llamar a las cosas por su nombre, después de esta temporada última de
frecuentes escapadas a nebulosos mundos de Jauja; o de Yupi.
La
tesis que, a partir de lo ya dicho y un tanto provocativamente, aquí quiero
mantener es la de que las decisiones de los tribunales en estos casos, como en
la sentencia de referencia, están fuertemente condicionadas por una especia de
prejuicio o sesgo favorable a la familia biológica, lo cual lleva a una
profunda tergiversación de lo que sea el interés del menor o, al menos, a un
oscurecimiento aun mayor de un concepto como ese, ya de por sí evanescente o poroso.
Se pretende estar sopesando el interés del menor como criterio fundamentalísimo
de la decisión, pero en verdad es el interés de los padres biológicos el que se
torna pauta decisiva y solo derrotable cuando resulte patente no que el interés
del menor sin duda está de lado de su permanencia en la familia de acogida y
mañana adoptiva, sino que el progenitor biológico o los progenitores biológicos
están de raíz incapacitados para ejercer su labor paterna o materna.
Cuando
esa incapacidad no se aprecia, el interés del menor cede clarísimamente ante el
interés de los padres por mantener la patria potestad y la guardia del menor,
pero la doctrina jurisprudencial aparenta que eso es lo que en verdad refleja la
conveniencia más verdadera y profunda del niño. Tal idea solo se puede aceptar
si se da por buena una presunción tácitamente asumida y nunca expresamente
cuestionada, la de que para el menor es mejor o de mayor interés crecer con una
“mala” familia biológica no radicalmente incapacitada para atenderlo que con
una extraordinaria familia que con la que no tiene vínculo genético.
Por
supuesto, el problema de fondo está también en definir, más allá de prejuicios
o acríticas asunciones, en qué consista el interés de los menores.
Adicionalmente,
apunto que esa especie de prejuicio favorable a la base biológica es
incoherente con la evolución contemporánea del Derecho de familia y del Derecho
de la filiación, cada día más alejados de las concepciones de la familia como familia
biológica.
No
es cierto que la prioridad para el mantenimiento del niño en la familia de
origen se dé a condición de que ello sea compatible con el superior interés del
menor. A ese propósito, ya el preámbulo mismo de la mencionada Ley 26/2015 comienza
con un rasgo de sinceridad que acto seguido se oscurece (los subrayados son
míos):
“Debe
destacarse el principio de la prioridad
de la familia de origen, tanto a través de la ya mencionada regulación de
la situación de riesgo, como cuando se señala, en el nuevo artículo 19 bis que,
en los casos de guarda o tutela administrativa del menor, la Entidad Pública
deberá elaborar un plan individual de protección en el que se incluirá un
programa de reintegración familiar, cuando ésta última sea posible. Este
artículo incorpora los criterios que la sentencia 565/2009, de 31 de julio de
2009, del Tribunal Supremo ha establecido para decidir si la reintegración familiar procede en interés superior del menor,
entre los que destacan el paso del tiempo o la integración en la familia de
acogida”.
Si
lo que tiene que prevalecer es el interés superior del menor, hay contradicción
clara con el llamado principio de prioridad de la familia de origen, pues serán
múltiples las ocasiones en que tal interés resulte a las claras poco acorde con
el retorno a la familia originaria. A no ser, claro, que pensemos que la
naturaleza de las cosas o el orden de la Creación hace que nada sea más
interesante y positivo para un niño que vivir con sus padres biológicos, aunque
salga perdiendo muchísimo en todos los sentidos. No, lo que vemos que se
establece, bajo ese paraguas fraudulento de la apelación al superior interés
del menor, es una simple exclusión de riesgos graves para el menor en caso de
retorno. No es que se mire si retornar le conviene más o no, sino que solo se
comprueba si dicho regreso con los padres biológicos no le causa daños graves.
Son cosas distintas, y permítaseme ilustrarlo con una comparación. Si una
persona es y previsiblemente va a seguir siendo muy feliz en una gran ciudad en
la que ahora vive y lo obligan a volver a su pueblo a estar peor, bajo la única
condición de que no le provoque graves trastornos físicos o psíquicos la vida
en el pueblo, no se está salvaguardando el “superior interés” de esa persona, sino
admitiendo que se le puede perjudicar, sí, siempre que ese cambio que se le
impone no le cause determinados daños quizá irreversibles. Que luego nos canten
la milonga de que nada más sano y equilibrado que la dulce vida pueblerina nada
cambia de la dura verdad de las cosas y del escaso favor que a ese sujeto le
han hecho los defensores del bucolismo. Decidir en pro del interés de alguien
supone darle prioridad a la opción que más le beneficia, en el más amplio
sentido de la expresión, no elegir la que al que decide le parece preferible y
con el solo límite de que, aunque sea perjudicial ,no resulte fuertemente
dañosa.
En
tal sentido, sigue siendo muy poco coherente la dicción, por ejemplo, del art.
19 de la Ley Orgánica 1/1996, de Protección Jurídica del Menor, que, tras la
modificación introducida por la Ley 26/2015 queda así:
“Serán
principios rectores de la actuación de los poderes públicos en relación con los
menores:
a)
La supremacía del interés del menor.
b)
El mantenimiento en su familia de origen, salvo que no sea conveniente para su
interés…”.
Al
legislador de ahora le gusta estar en la procesión y repicando, o soltar una de
cal y otra de arena, y, a la postre, darle satisfacción a todo el mundo
mediante la erección de tantos principios como hagan falta, y que luego los
jueces se las compongan y ponderen caso a caso. Tomado en serio y sin
prejuicios no confesados, la supremacía del interés del menor, si en verdad es
interés y es supremacía, no es compatible muchas veces con el mantenimiento en
su familia de origen y aunque esta ya no esté ahora incapacitada para las
atenciones mínimas o más básicas a la prole.
Y si esa prelación está clara, no se trata de ponderar entre esos dos
principios para ver en cada caso cuál pesa más, sino de observar cuál de las
opciones en liza es mejor para el niño y de obrar en consecuencia, de manera que
el mantenimiento del menor en su familia de origen nada más que habría de
decretarse cuando tal sea el interés del menor, no cuando para el menor eso no
suponga daño, aunque sí implique perjuicio.
En
la práctica jurisprudencial la relación entre esos dos principios funciona
exactamente al revés de como aparentemente se dice, el interés del menor se
sacrifica siempre que la familia de origen no está considerablemente
incapacitada para ejercer los mínimos
aceptables de atención y cuidado del niño. Cumplidos esos mínimos por la
familia biológica o por el progenitor que dispute el niño con la familia de
acogida, se sentencia que el menor debe retornar con esa familia biológica o
ese progenitor, aun cuando resulte patente que su vida iba a ser mucho mejor,
en todos los sentidos, con la familia de acogida o con la que sería mañana
familia adoptiva. A la vista de la jurisprudencia vigente y de sentencias como
la que da origen a este comentario, la afirmación que acabo de hacer solo se
puede poner en solfa si se parte de que el interés “superior” del menor, el
interés supremo y más decisivo del niño, el que marcará su vida y la dicha o
desdicha, el futuro mejor o peor que le toque vivir, viene dado por su vida en
el seno de la familia biológica o junto al progenitor biológico que lo reclama.
Tal biologismo es el que tácitamente determina hoy el contenido y el lugar del
llamado principio del interés superior del menor. Pero ese biologismo casa
bastante mal con la evolución actual del derecho de familia y con la
jurisprudencia imperante en otros ámbitos relacionados con la filiación y el
derecho de menores.
De
resultas del imperio de la political
correctness, no es fácil poner ejemplos con visos realistas sin dar lugar a
ataques al autor que sirvan para huir del tema y cuestionar al mensajero. Es
decir, cuando al supuesto e impostado progresista se le hace ver su
contradicción y lo ranciamente tradicionalista de alguna de sus tesis, ataca
normalmente al crítico intentando hacerlo pasar por clasista, sexista,
etnocentrista o vaya usted a saber qué cosa misteriosa. Así que aquí procuraré
dar las menos facilidades posibles por ese lado y manejaré los ejemplos con un
alto grado de abstracción.
Imaginemos
que fuéramos capaces de acordar cuáles son los componentes esenciales del
interés del menor. Supongo que debería ser a base de marcar cuáles son los
factores que permiten al hoy menor llevar como tal una vida satisfactoria, en
lo emocional y en lo material, y que determinan que en su futuro como adulto
pueda también ejercer al máximo su autonomía personal y desplegar sus mejores
potencialidades como ser humano. Visto por el lado negativo, quiero pensar que
no estaremos muchos en desacuerdo en que contra el interés del menor va el que
sufra situaciones de grave privación física (hambre, v.gr.), de falta de
cuidados básicos que como niño requiere (higiene, vestido…) y de severas
carencias educativas y formativas que mañana puedan repercutir en su desventaja
social. Algo de esto parece que ha considerado el legislador al disponer
fuertes medidas de alejamiento del menor de aquel progenitor que le aplica
violencia física o que practica la violencia de género contra el otro
progenitor.
Sobre
esa base genérica, supongamos ahora que podemos calificar ese interés o básico
bienestar del menor en una escala de 1 a 10 y que el mínimo aceptable en el
desempeño de la paternidad o maternidad está en 3. Y póngase que con una familia
de acogida la puntación sería de 8 y con la familia de origen los puntos son 3.
Añádase, para bloquear ciertas posibles consideraciones psicológicas referidas
al niño, derivadas del afecto ya establecido con la familia biológica en
algunos casos, que el niño del que se trata tiene año y medio y ha convivido
durante los últimos doce meses con la familia de acogida. Con ese panorama y en
esa situación (repito, con esa
situación) parece más que obvio, muy difícilmente discutible, que la más
elemental y desapasionada toma en cuenta del interés del menor como prioridad
debería llevar a decretar su permanencia con la familia que lo ha acogido.
¿Qué
hace la ley, pese a algunas engañosas afirmaciones en los articulados o los
preámbulos, y qué hace la jurisprudencia? Dar prevalencia al llamado principio
de reinserción en la familia de origen o familia biológica, en detrimento del
de interés del menor. Como ya he apuntado, tiene lugar ahí una especie de
razonamiento entimemático, cuya premisa oculta indicaría que, por encima de
cualquier otra consideración material, social o emocional, lo que más beneficia
a la postre a cualquier menor es su inserción en un grupo familiar que sea
aquel al que biológicamente pertenece. Lo biológico elevado a suprema pauta
valorativa en un tiempo en que, precisamente, la vieja familia biológica y la
exaltación del vínculo genético (real o presunto) del niño con su madre y su
padre está en crisis radical y viene siendo reemplazada por modelos
alternativos de familia que desconectan cada vez más la filiación (como institución
jurídica) de la genética. Piénsese en la regulación de la reproducción asistida
con donante anónimo (véase la Ley
14/2006, de 26 de mayo, sobre técnicas de reproducción humana asistida); en las
posibilidad legal de implantar en una mujer un embrión proveniente de gametos
que no son de ella; en la legalización inminente de la maternidad
subrogada o en la ampliación también imparable de los supuestos permitidos de
adopción, en particular la adopción por parejas del mismo sexo, etc., etc. Y,
por cierto, mientras escribía este comentario ha aparecido la noticia de que ya
tiene cinco meses el primer niño que genéticamente es hijo de tres
progenitores, su madre y dos varones, pues además de los genes de la mujer y el
hombre que forman pareja, lleva una pequeña cantidad de ADN de un donante, a
fin de evitar el desarrollo de una enfermedad genérica transmitida por la
madre.
Para
nada pretendo defender aquí que no pueda haber buenas razones para darle esa
prioridad a la familia biológica que cumple unas condiciones mínimas en cuanto
a posibilidades de atender a su hijo, y entiendo perfectamente que no convenga
convertir al Estado en una especie de institución que, so pretexto de velar por
el interés o conveniencia de los pequeños, se dedique a arrebatar los recién
nacidos a sus familias biológicas menos socialmente integradas, más
económicamente desfavorecidas o que vivan bastante al margen de los estándares
familiares dominantes. Lo único que pongo en duda es que las políticas al uso y
la jurisprudencia que aplica las normas resultantes se muevan en razón de la
superior consideración del interés del menor. Para nada. La prioridad la están
recibiendo los derechos de los progenitores a vivir con sus hijos, a insertar a
sus hijos en su ambiente social, a socializarlos y formarlos según los valores
y estándares de su medio respectivo y a no separarse de ellos ni perder sobre
ellos sus derechos de patria potestad y custodia, aunque fuera para el niño
claramente mejor (según los patrones sociales dominantes) vivir y crecer en
otro hogar. En otras palabras y más gráficamente, que un notario de Madrid y el
más humilde y menesteroso de los habitantes de León que vive en un barrio
periférico y marginal tienen sobre sus hijos el mismo derecho y que el derecho
del muy menesteroso no cede ante la pretensión del notario que ha tenido un año
en acogimiento al pequeño y que quiere adoptarlo. Como la sentencia de la
Audiencia Provincial de Asturias nos recuerda, para esa adopción se necesita el
consentimiento del progenitor que no ha sido privado de su patria potestad, y
punto. Sin consentimiento no hay adopción y acreditada por el progenitor una mínima
capacidad y aptitud para atender a su hijo como hijo, le toca a este tenerlo
con él y para él. Ese es su interés y predomina sobre el del menor, ley en mano
y por muchos principios que coloquemos luego de adorno.
No
afirmo que nada de eso esté mal ni mantengo que no quepan aceptables razones en
favor de tal modelo, razones que aquí no pretendo analizar ni someter a
escrutinio crítico. Nada más que digo que sería mejor llamar a las cosas por su
nombre y dejar de ponerle disfraces a la realidad legislativa y
jurisprudencial. No es el interés del menor lo que como decisivo está contando
en la práctica legislativa y jurisprudencial, sino que como interés superior
está operando, claramente, el de la familia biológica. Hacer pasar por cierto
lo contrario, aparentar que se ponderan ambos intereses caso por caso, pero
buscando siempre que no resulte el interés real del menor sacrificado es
hacernos comulgar con ruedas de molino y hasta hacer escarnio de la noción
misma que se usa, la de interés del menor. Triste destino el de tanto principio
jurídico principalísimo que se sacrifica impunemente mientras con alegría se
cita y se glosa.
Aunque,
repito de nuevo, no cuestiono el fondo o las razones de esta ni otras
peculiaridades del actual derecho de la filiación en nuestro país y aunque mi
postura en general es fuertemente liberal en este tipo de materias, lo que no
acabo de comprender es por qué mientras la familia biológica pasa a la historia
como base de la institución jurídica familiar, son los menores los que deben
pagar el pato y es su derecho el que resiste como último bastión del biologismo
o de un rancio “naturalismo” en el derecho de familia.
Concluyo.
Como tantas veces me ocurre, mi discrepancia no es propiamente con el contenido
del fallo, y tampoco pretendo criticar una jurisprudencia a la que tanto el
legislador como las modas doctrinales abocan a enredar con principios, hasta el
punto de casi ocultar las verdaderas bases legales de los fallos. Lo que me
inquieta es que se esté haciendo de este sector del derecho de menores, y de
casi todo el ordenamiento (resta el último asalto, el asalto al Derecho penal,
pero supongo que ya falta poco para que se acometa) un guirigay de principios
descocados y un carnaval de aparentes ponderaciones. A este paso, acabará
siendo más fiable la güija que los tribunales, y no principalmente por culpa de
los magistrados y las magistradas.