31 octubre, 2010

Tempus non fugit

Ser, estar. To be or not to be y todo eso. A mí me sorprende mucho más por la parte del estar, el estar de la gente: es estar ahí. Dasein, da-sein de salita, el estar ahí, en la salita de estar. Tremendo. Según los pones -o se ponen ellos mismos siguiendo la llamada del sillón, derecho natural en Estado puro-, ahí se quedan. Luchando contra el tiempo. Sein und Zeit. Prodigio, creo que acabo de entender a Heidegger por primera vez, albricias. Era estar y tiempo; concretamente, estar en la salita mucho tiempo, todo el que haga falta.

La existencia, en efecto, es una lucha contra el tiempo. Todo fluye, pero hacia el sofá, abismo terminal, non plus ultra. Los que andan con prisa y tocados por el estrés viven un tiempo maravilloso, sin peso, tiempo sin peso porque pasa. Lo duro es lo de los otros, los del tiempo lento. Sein und Zeit seguro que era una marca de sofás en la Selva Negra antes de que Martin se hiciera rector. A lo mejor hasta tuvo en uno de ellos algún encuentro con la Hannah. Luego le llegaría el muermo y se quedaría a verlas venir, a estar pasando el tiempo. Como éstos. El tiempo les pasa gota a gota, todo el rato. Monótono, largo. Están por estar, haciendo tiempo hasta que no estén. La galvana existencial, sobre eso habría escrito Martin cosas bien difíciles si hubiera sido de Huelva, pongamos por caso.

Menos mal que está la tele, Sein es estado puro, reines Sein. Así tenemos con quien hablar. No sé, hace un rato me asomé y estaban allí y dialogaban con una pantalla donde aparecía una que se llamaba Carmen Lomana y un diseñador que me parece que respondía por Gabino. Apunté los nombres para que no se me fueran, pues muchas veces se me pasa el tiempo y con él los datos que, así, a velocidad, parecen intrascendentes, pero que si te quedas muy quieto en plan zen de armar tú mismo, adquieren su relevancia. Cuando el tiempo no pasa permaneces tú colgado de un detalle, aquel. Se hace importante para ti el detalle eterno, que si mira el torero, que si fíjate en la actriz, que si tengo un agujero en el calcetín o yo qué sé. Yo no lo sé porque no tengo tiempo, no vivo tanto como ellos, no le saco punta al momento único, a mí no me da de sí.

Al rato volví, por mi reloj habían transcurrido dos horas. Por el suyo no. Estaban allí y sus culos ya se habían hecho a la forma del asiento. Les sentaba muy bien la postura, sería por eso y por el tiempo que llevaban ensayándola. A Heráclito le habría dado un síncope al comprobar que él no tenía razón. Será porque en su tiempo no había tele y porque no se había inventado la salita de estar burguesa para los proletarios, que es como un túnel del tiempo pero para no moverse a ninguna época más incómoda que el ahora mismo y conservarse así, idéntico y como que por ti no pasan los años a no ser que se vaya la luz y haga falta levantarse a mover la clavija para que la tele te vuelva a congelar en aquella postura, antes de que el sillón te eche de menos y de que alguna pelandusca de la farándula intemporal salga de la pantalla a decirte que se siente sola y que dónde te has ido, bribón, que te haces viejo si te mueves y que estate quieto, no vayas a madurar.

Llegará un día en que las estatuas de las avenidas grandes se bajen de los pedestales y los bustos de los parques se busquen unas ruedecitas para ponerse a andar y que, aburridos y curiosos, se asomen a las ventanas y trepen pesadamente por las terrazas y vean a los ciudadanos sincrónicos atados a los sofás igual que se quedan los perros pegados cuando copulan. Y se irán las estatuas a navegar, ellas solas, y se tornarán mayores y morirán dichosas.

30 octubre, 2010

¿Pensión compensatoria? Y un jamón. Sobre el art. 97 del Código Civil

Dos sujetos particulares se asocian para algún fin común, el que sea; firman incluso un contrato para ese objetivo, o cualquier otro documento que dé entidad institucional específica a esa unión de los dos. Puesto que vamos a entender todo el tiempo que nos hallamos en un Estado constitucional de Derecho, en el que los derechos fundamentales de cada individuo han de quedar a salvo siempre, sea frente al Estado o sea frente a otros particulares, los poderes públicos han de velar para que ninguno de esos dos sujetos vulnere los derechos básicos del otro.

Un día los dos deciden separarse, deciden dejar de funcionar con esa forma de unión o sociedad. Libremente se habían unido y libremente rompen ahora esa unión, y ninguna norma del sistema jurídico pone especiales requisitos para tal ruptura, pues ni se requiere la concurrencia de causas precisas ni es preciso alegar y probar ninguna forma de culpa de ninguno de los miembros. A tenor de las pautas generales establecidas en el Derecho privado de este tipo de Estados, cada uno tendrá reconocido su derecho a una liquidación económica que evite que el uno salga beneficiado a costa del otro. En consecuencia, deberán existir mecanismos para compensar daños y perjuicios y para evitar el enriquecimiento injusto. El esquema ideal para esas y otras instituciones del Derecho privado señala que cada parte ha de encontrarse en un equilibrio correcto entre lo que puso y lo que recibió, entre el beneficio y la carga que soportó; y, de la misma forma y principalmente, un equilibrio así ha de resultar al final entre las partes.

Ahora las preguntas. Primera, ¿por qué con el matrimonio no son así las cosas? ¿Por qué en el matrimonio puede una de las partes adquirir el derecho a perpetuar las condiciones económicas o de vida vigentes para esa parte mientras duró la unión? ¿Por qué, incluso, se pretende que idéntica consecuencia se aplique cuando no hay matrimonio siquiera, sino una unión en pareja bajo ciertas condiciones, las llamadas parejas de hecho? ¿Qué o a quién se protege con todo ello, en qué derecho básico y por qué?

Dice el art. 97 CC lo siguiente:

El cónyuge al que la separación o el divorcio produzca un desequilibrio económico en relación con la posición del otro, que implique un empeoramiento en su situación anterior en el matrimonio, tendrá derecho a una compensación que podrá consistir en una pensión temporal o por tiempo indefinido, o en una prestación única, según se determine en el convenio regulador o en la sentencia.
A falta de acuerdo de los cónyuges, el Juez, en sentencia, determinará su importe teniendo en cuenta las siguientes circunstancias:
1. Los acuerdos a que hubieran llegado los cónyuges.
2. La edad y el estado de salud.
3. La cualificación profesional y las probabilidades de acceso a un empleo.
4. La dedicación pasada y futura a la familia.
5. La colaboración con su trabajo en las actividades mercantiles, industriales o profesionales del otro cónyuge.
6. La duración del matrimonio y de la convivencia conyugal.
7. La pérdida eventual de un derecho de pensión.
8. El caudal y los medios económicos y las necesidades de uno y otro cónyuge.
9. Cualquier otra circunstancia relevante.
En la resolución judicial se fijarán las bases para actualizar la pensión y las garantías para su efectividad.

Resulta muy interesante preguntarse por las razones de esta pensión compensatoria y analizar su naturaleza. ¿Qué es lo que con ella se compensa? La respuesta que me parece más adecuada es ésta: se compensa la frustración de una expectativa económica. Uno de los cónyuges, el perceptor de la “compensación”, sale perdiendo con la ruptura matrimonial, ya que fuera del matrimonio va a padecer peores condiciones económicas que las que “gracias” al matrimonio disfrutaba. Eso es lo que, al parecer y según la ley, debe ser compensado, al menos en parte.

Digo que al menos en parte, porque parece que la naturaleza de esta pensión es mixta, ya que para su cálculo se toman en cuenta factores heterogéneos que podemos agrupar así:

a) Lo que el cónyuge hubiese aportado a la familia, sea en la forma de dedicación pasada a la familia (apartado 4), sea en la forma de dedicación futura, por ejemplo para el cuidado de los hijos comunes (apartado 4), sea como “colaboración con su trabajo en las actividades mercantiles, industriales o profesionales del otro cónyuge” (aptdo. 5).

¿Qué pasaría si uno de los cónyuges hubiera hecho, durante la unión de la pareja, aportaciones de este tipo, de indudable valor económico, y no se le tomaran en cuenta? Pues que esos trabajos suyos, sean en el hogar y con la familia, sean en las actividades económicas del otro cónyuge, no se le reconocerían, mientras que, en cambio, sí habrían rendido un beneficio para la otra parte, beneficio que le saldría gratis. En consecuencia, probadas esas aportaciones de valor económico, si no existiera la pensión compensatoria del art. 97 CC, deberían ser compensadas por la vía de la evitación del enriquecimiento injusto del cónyuge que se benefició.

b) Ciertas circunstancias subjetivas de los cónyuges, en particular del candidato a recibir pensión compensatoria, como “la edad y el estado de salud”, “la cualificación profesional y las probabilidades de acceso a un empleo”, y la situación económica y las necesidades de uno y otro.

Supongamos, aunque sea forzando un poco, que en alguno de estos extremos subjetivos un cónyuge hubiera sufrido daño o perjuicio causado por el otro y que a este otro se le pudiera imputar por razón de dolo o culpa. Estaría, entonces, expedita la vía del 1902 CC para reclamar la correspondiente indemnización por daño extracontractual. Pero, si el caso no es así y ninguna culpa ni causa tiene uno de los cónyuges de que el otro sea viejo o esté enfermo o tenga escasa cualificación profesional o tenga dificultades para encontrar un trabajo, ¿por qué ha de compensar aquel cónyuge, al acabar la relación, esas circunstancias negativas o esa mala suerte del otro?

En este punto habrá quien alegue que algunas de esas malas perspectivas de este otro pueden deberse, precisamente, a las limitaciones que el matrimonio le supuso, especialmente en lo que haya tenido que sacrificar de sus expectativas o posibilidades para dedicarse al cuidado de la familia. Debemos detenernos un rato en este argumento, importante por tan habitual y tan influyente en la jurisprudencia sobre la materia.

Puede suceder que ese miembro de la pareja haya puesto trabajo bien tangible, sea en la atención de los niños o del compañero o esposo, sea en labores domésticas. Pero esto queda abarcado en el apartado anterior, el a) y, en efecto, el valor de ese trabajo debe ser compensado, pagado, para evitar que una parte se enriquezca injustamente a costa de la labor de la otra. Pero habría que hacer algunas precisiones para poner las cosas en sus términos más justos.

En primer lugar, debe abonarse lo hecho, pero no lo que, impropiamente, podríamos llamar el lucro cesante. Supongamos que yo decido dejar mi trabajo de profesor universitario para atender mi casa y a mis hijos, mientras que mi mujer sigue su carrera de docente e investigadora de mi misma universidad. Salvo que se pruebe que fui víctima de algún engaño o amenaza para obrar así, de tal decisión mía soy responsable yo, solamente yo y nadie más que yo. En consecuencia, nadie, tampoco mi mujer si mañana nos separamos, tiene por qué compensarme por lo que podía haber sido y lo que podría haber hecho si yo no hubiera decidido abandonar mi profesión. Si libremente lo quise así, sería porque otras compensaciones o ventajas le veía a la alternativa elegida. Lo que no podemos es estar en la procesión y repicando, o compensar al que libremente se fue de procesión porque no pudo repicar. Ya puestos, ¿por qué no podría ser mi mujer la que me pidiera compensación a mí, puesto que, mientras ella trabajaba muchas horas fuera de casa y se agotaba y se estresaba, yo disponía de más tiempo para disfrutar de la maravilla de nuestra hija? ¿O acaso estamos dando por supuesto que no hay más vida plena que la que consiste en trabajar a destajo y ganar el más dinero que se pueda y que las llamadas labores domésticas son propias de fracasados de la vida?

¿Y si la vida del cónyuge que pide la pensión fue contemplativa más que nada? ¿Qué le compensamos? Ahora imaginemos que yo, que he decidido ocuparme de la casa y la familia y dejar mi trabajo, llevo aquéllas más que nada como gestor o director de escena, pues cuento con dos empleadas domésticas a tiempo completo y con una nanny para nuestra hija. Es más, como me queda algo de tiempo libre, me paso cada semana mis buenos ratos entre gimnasios y masajistas, en la peluquería y tomando cafés con mis amigotes, todo lo cual lo abono con el dinero que gana mi mujer. ¿Qué dedicación a la familia habría que pagarme a mí? Si en algo de esto tengo una pizca de razón, deberíamos todos preguntarnos por qué en los procesos judiciales sobre estas cuestiones no se suelen probar y tomar en consideración estos extremos, estos pequeños detalles atinentes a cuánto hace en la casa familiar el que libremente decidió quedarse en ella.

Claro, acabamos de decir “libremente” y alguno puede replicar que también pudiera darse el caso de que yo fuera una persona con escasa formación y muy pocas posibilidades de hallar un trabajo aunque lo quisiera. Así que cambiamos el ejemplo y no soy alguien que renuncia a su oficio de funcionario docente, nada menos, sino un marido que no tiene donde caerse muerto, mientras que mi mujer trabaja para mantenernos a los dos y a nuestra hija. Pero, ¿es esa circunstancia mía razón suficiente para que, de propina, si nos divorciamos, la misma mujer que me daba de comer, tenga además que compensarme y seguir alimentándome? ¿Por qué?

O déjenme preguntarlo de una manera más: si el matrimonio -o la unión estable no matrimonial- es libre y si también es libre hoy el divorcio, ¿por qué ha de resultarle a mi mujer más difícil divorciarse de mí si yo estoy en paro o no tengo oficio ni beneficio que si soy un profesional de éxito y con buenos ingresos? No me refiero a dificultades morales, a que a ella pueda darle más pena irse si me ve muy incapaz de enfrentarme con la vida, sino al hecho de que el Derecho le ponga obstáculos económicos que se parecen demasiado a sanciones, pues si yo soy ese sujeto con escasas perspectivas vitales, ella tendrá que contar con que si se va a buscar persona que más la llene tendrá que pagarme una pensión, tanto más grande y duradera cuanto peor sea la situación mía. La moraleja, en términos sociológicos, está clara: la próxima vez no se case usted, señora, con un sujeto que no gane sus buenos euros, y que no pueda mantenerse a sí mismo, y no le permita ni de broma que se quede en el hogar a atender los asuntos familiares. Acabará pagándolo.

En segundo lugar, no estará mal mirar un poco más de cerca eso de los trabajos domésticos. Resulta que mi mujer es polifacética y extremadamente habilidosa. No sólo ejerce su profesión como catedrática de universidad, sino que, además, en casa es una “manitas” y gracias a eso nos ahorramos una pasta. Por ejemplo, cada vez que hay que pintar la casa por dentro o por fuera ella se encarga, cultiva una huerta que nos da muchas de las viandas que comemos, repara, ella misma, muchas de las averías de nuestro coche... ¿Esos trabajos se los contamos también a efectos de compensaciones o de compensación de compensaciones? ¿O sólo va a importar el trabajo mío en las labores de amo de casa, aunque tenga cocinera, limpiadora y cuidadora de nuestra hija?

c) “La duración del matrimonio y de la convivencia conyugal”.

¿Por qué ha de ser mayor la pensión, al menos tendencialmente, cuando el matrimonio y la convivencia duraron más? Salvo que presumamos aquí una redundancia del legislador, habrá que entender que no es porque mayor duración del matrimonio implique más tiempo de dedicación a la familia y sus trabajos, pues se supone que eso, cualitativa y cuantitativamente, ya se computó en los correspondientes apartados anteriores. Y, si no es redundante, este criterio viene a decirnos lo siguiente: puesto que lo que se paga es el valor que el matrimonio en sí tiene para la parte que económicamente más sale perdiendo con su ruptura, cuanto más largo el matrimonio más alto es ese valor cuya pérdida se ha de compensar.

Resulta curioso el razonamiento subyacente, si bien se mira. No perdamos de vista que la pensión es para la persona cuyo nivel de vida y bienestar dependiente de lo económico es menor sin matrimonio que dentro del matrimonio. Hagamos como que el grado de bienestar dependiente de lo económico se puede cuantificar entre 0 y 10. 0 representa la penuria absoluta y 10 la mayor riqueza con el mayor lujo que imaginarse pueda. No se diga que resulta muy prosaico hablar así de niveles económicos, pues de eso se trata con la pensión del art. 97, esas referencias son las que se toman en tal precepto, ya que se dice que el derecho a la pensión lo tendrá “el cónyuge al que la separación o el divorcio produzca un desequilibro económico en relación a la posición del otro”. Ahora imaginemos que mi nivel como soltero es de 3, que como casado, gracias a los ingresos o la situación de mi mujer, he ascendido hasta 8, y que tras el divorcio y sin pensión volvería a 3. Así que la pensión compensatoria debe precisamente compensar para que yo siga donde estaba, poco más o menos, en 8 o, si no y al menos, en 7. Eso sí, si luego mi mujer baja a 6, se habrá producido una alteración sustancial en las circunstancias que justificará que la pensión se me rebaje correspondientemente, para que yo ande también alrededor de 6. ¿Por qué? Porque si me casé con una rica tengo derecho a no volver a ser pobre. Nunca más volveré a ser pobre, como decían en aquella película. Moraleja, es muy conveniente el matrimonio de conveniencia.

Ese matrimonio mío duró por ejemplo veinte años. Hasta los treinta fui un menesteroso. De los treinta a los cincuenta, viví como un pachá. A los cincuenta llega el divorcio. ¿Por qué hay que compensarme? ¿Por el tiempo que viví “por encima de mis posibilidades”? No deberían más bien decirme eso de que menuda suerte tuve con esos veinte años de esplendor, ya que de todos los de mi barrio fui el único que llegó a tanto, pues ningún otro casó con rica y trabajadora?

Ahora comparemos con este otro caso. Mis circunstancias son esas que acabamos de reseñar, sólo que lo que a los treinta años me ocurre es que un mero amigo muy pudiente me invita a morar en su residencia y sufraga mis gastos y me tiene como a un hermano. Durante treinta años vivo así y vivo muy bien, procurando compensar a mi amigo con mi afecto y ayudándolo en algunas labores caseras suyas. Al cabo de esos treinta años nos enemistamos y mi benefactor me retira su apoyo. ¿Tendría que pagarme una pensión compensatoria por el desequilibrio económico que entre nosotros se crea a partir de ese desencuentro final? Obviamente no. ¿Y si en lugar de amigos fuéramos hermanos? Tampoco. Entonces, ¿por qué si hubiéramos estado casados, sí? O mucho me equivoco o la respuesta sólo puede ser una de estas dos: o porque el Derecho sanciona positivamente el matrimonio de conveniencia o, al menos, lo que de conveniencia económica pueda tener el matrimonio para alguno de los cónyuges, o porque el Derecho sanciona negativamente la ruptura del matrimonio obligando a pagar por ella al que pueda hacerlo. Con el art. 97 y su pensión compensatoria, o se quiere disuadirnos del divorcio o se quiere animarnos a casarnos con quien tenga posibles. Porque ya hemos dicho que para reintegrar el valor de los trabajos prestados o indemnizar los daños sufridos habría y hay otros medios y sobrarían algunos de estos criterios de cálculo del art. 97, comenzando por el de la duración de la convivencia.

Hasta aquí estamos diciendo matrimonio, pero resulta que la pensión compensatoria del art. 97 se está aplicando también, por vía analógica, a las llamadas parejas de hecho; o se toma en consideración también, a efectos de computar la duración de la relación, el tiempo de convivencia anterior al matrimonio. Leamos, de entre tantas sentencias de estos días, los siguientes párrafos de la de la Audiencia Provincial de Pontevedra de 31 de marzo de 2009:

Ante la falta de una normativa específica legal y la ausencia de un pacto establecido por los miembros de una unión de hecho, con base en la autonomía de la voluntad negociadora establecida en el art. 1255 CC , en materia de compensación económica por mor de la ruptura de parejas de hecho han sido varias las vías utilizadas, tales como la doctrina del enriquecimiento injusto (STS 11-12-1992, 27-3-2001, 5-2-2004 ), la indemnización fundada en la responsabilidad extracontractual del art. 1902 CC (STS 16 la técnica del principio de protección del conviviente más perjudicado por la situación de hecho (STS 17-1-2003, 17-6-2003, 23-11-2004 ), y la aplicación analógica del art. 97 CC (STS 5
Sendo admisible, por lo tanto, la posibilidad de compensación económica en caso de ruptura de una pareja de hecho, otrora consolidada, siempre que la cesación de la convivencia produzca desequilibrio en uno de sus componentes, cual en el supuesto contemplado, en que la convivencia estable de la pareja del orden de seis años culminó con la celebración de su matrimonio y el nacimiento de un hijo, estimándose por ello de todo punto procedente, a la hora de la determinación de la pensión compensatoria, tomar en consideración la totalidad del tiempo de convivencia, anterior y posterior a la celebración del matrimonio
”.

Es muy común en la jurisprudencia y la doctrina esa enumeración de las tres vías posibles “en materia de compensación económica por mor de la ruptura de parejas de hecho”. Mas no deberíamos desatender su heterogeneidad. Tanto el enriquecimiento injusto como la responsabilidad extracontractual presuponen un cierto ilícito, aunque sea en sentido lato de la expresión. O bien alguien se enriqueció indebidamente, o bien alguien causó a otro un daño tangible que éste no tenía por qué soportar. Pero acabamos de ver que en la pensión compensatoria del art. 97 hay algo más, pues procede cuando el desequilibrio económico que queda entre las partes no obedece a ninguna de esas razones “ilícitas”. No es que nadie se aproveche de alguien o le provoque una merma o daño en lo que era suyo, sino que basta con que uno salga perdiendo, en términos económicos, con la ruptura del vínculo, ya que fuera del matrimonio va a vivir peor o a disponer de peores medios de los que dentro de él tenía. Es una pérdida de estatus lo que se compensa, si bien quien ha de pagar no ha realizado ningún comportamiento reprochable, ya que en nuestro actual Derecho nada de ilícito hay en el divorcio y ningún tipo de culpa se requiere para él. La única “culpa” es divorciarse de quien de casado vivía mejor de lo que viviría de soltero si no se le diera esta compensación.

Ahora bien, si también cuenta a efectos de esta pensión compensatoria la convivencia estable sin matrimonio o se computa el tiempo de convivencia antes del matrimonio, habrá que modificar ligeramente ese diagnóstico. Lo que la pensión compensa es la ruptura de la expectativa de quien pensó que con otro iba a vivir siempre mejor, en términos económicos, y luego resultó que no era posible mantener dicha convivencia.

Planteado de otra forma y al hilo de los mentados párrafos de la sentencia pontevedresa, ¿procede rectamente la aplicación analógica del art. 97 C.C. a las parejas no casadas o por el tiempo que convivieron sin matrimonio? En los términos más clásicos de la doctrina de la analogía, habrá que decir que depende de si se da la identidad de razón. Es decir, si la misma razón que justifica que esa pensión se otorgue a cónyuges sirve de fundamento para que se dé igualmente en el otro caso. ¿Y cuál será esa razón? Si tuviera algo que ver con la protección o promoción del matrimonio, no cabe la analogía. Y para que quepa tenemos que hacer aún más prosaico el fundamento, diciendo que se trata de proteger las expectativas económicas que en una persona engendra su pareja y la vida con ella. Curioso. El fin sería el negocio. La familia como buen negocio y como negocio que se mantiene aunque la familia se acabe.

En una cosa no voy a estar de acuerdo, si a alguien se le ocurriera aducirla: en que el fin de la norma sea protector. Aquí no hay ni el más leve rastro de Estado social ni de política redistributiva ni de igualación de oportunidades ni de protección de los sujetos socialmente débiles y vulnerables. Para nada, en modo alguno. Si la finalidad fuera de este tipo, no habría que tomar en cuenta el desequilibro económico entre los miembros de la pareja, sino el desequilibrio económico de uno o los dos por relación al conjunto de la sociedad. No se trataría de que el cónyuge con menos posibilidades que el otro vea reconocido su derecho a mantener el estatus social adquirido. Obligar a una adinerada mujer a repartir su fortuna con el marido con el que estuvo casada veinte años y del que ahora se divorcia, después de vivir los dos juntos y opíparamente y porque ahora él por sí sólo no puede mantener ese tren de vida, y hacer que en lugar de tener ella y para ella sola mil millones de euros, le tenga que pasar mensualmente al otro quince mil no es redistribuir la riqueza, precisamente, ni hacer política social ni proteger a quien socialmente se halla en desamparo. Es otra cosa. ¿Cuál será? En este caso, respaldar el braguetazo.

Pero, puestas así las cosas, es cierto que por qué no vamos a aplicar analógicamente el 97 CC a las parejas no casadas. Al fin y al cabo, por qué va a tener el braguetazo que adoptar una determinada forma institucional, la del matrimonio. Sería discriminatorio y obligaría al que quiere darlo a pasar por trámites y condiciones que tal vez su escrupulosa conciencia no le permita. Y, sobre todo, serviría para que esa rica señora de nuestro ejemplo no se salga con la suya si no quiso casarse porque sospechaba en su fondo que su compañero andaba buscando la buena vida a su costa: tendrá de todos modos que seguir manteniendo al tipo.

29 octubre, 2010

Yo también me acostaría con una de catorce

No soporto esta ola de farisaica pudibundez, esta manera de cogérsela (la inteligencia) con papel de fumar o látex reforzado, esta manía de ponerle al pensamiento condón de colores. Que no. Siguen mezclando churras con merinas, siguen montándoselo de represores por reprimidos, aunque esta vez no son curas preconciliares, sino su exacto reflejo especular. Son unos puritanos puteros, como suelen ser los puritanos, unos artistas de la doble moral, unos charlatanes indigestos. Tenemos urgentísimamente que librarnos de esa tropa que lleva el hisopo incorporado y nos asperja con sus propias babas.

Me pongo así por el asunto de Sánchez Dragó y las supuestas catorceañeras con las que supuestamente se acostó en Japón. Valiente mamarrachada, todo ello, lo del Sánchez y lo de sus escandalizadísimos críticos hipócritas.

Vayan primero las puntualizaciones y los avisos para lectores precipitados o de la misma camada que los dragós y los antidragós. No me cae particularmente bien ese señor ni le tengo afición ninguna a lo que escribe, aunque recuerdo que en mi adolescencia, o casi, leí con fruición aquello de Gárgoris y Habidis. Luego creo que se dedicó a amarse a sí mismo por encima de todas las cosas y a mí dejó de interesarme, por si me salpicaba. Tampoco he visto nunca ese programa que tiene en Telemadrid, ni falta que me hace. Por supuesto, paso por completo de esa tele y de su dueña, doña Espe. Y entiendo que los enemigos de la Esperanza ven en esta memez de ahora la ocasión peripintada para intentar cargarse el programa y hacerle daño a la madame. No es mi guerra nada de eso. Por mí como si se los come a todos una piara de ilustrados chanchos. Ojalá. Aunque, ¿han visto que ella, amén de defender a su Sánchez, también declaró que lo de acostarse con esas jóvenes es una cochinada reprobable? Dios los cría... Al gobierno y a la oposición, digo.

A lo que voy es al escándalo de estos politicastros travestidos de Laly Soldevilla o de un monseñor cualquiera. Horror, el pecado, el pecado. Se les ve indignados, soltando espumarajos por la boca, encendiendo la hoguera de quemar pervertidos, ensayando el auto de fe -laica pero fe-, releyendo el manual del Santo Oficio, dominicos con corbata de Armani, refocilándose en historias de diablos, infiernos y condenaciones, enjalbegando la tapia del cementerio para aplicarse allí a los fusilamientos con el mismo celo que sus malditos abuelos. Pues qué pasó, qué sucedió que sea tan gravísimo, por qué se ponen así. Ah, ¿usted no lo sabe? Pues resulta que, en un libro de conversaciones, el Dragó éste, que si no da el cante no se nota su propia personalidad pequeña, contó que en 1967 y en un viaje a Japón se acostó con dos chavalas de catorce años. ¡Qué crimen atroz!

Sí, ¡en 1967! Ha llovido lo suyo, en efecto. Pero para los soplapollas esos delitos de sexo no prescriben, igual que a los narcisos pajilleros no se les pasan los recuerdos más tontos. Pero vamos a ver, vamos a ver. Dónde está el problema, si se puede saber. Aquí y ahora, encamarse sin violencia ni malas artes con una chica de catorce años no es delito. No, no lo es. ¿Ah, no? No. Lo que sí es delito es andar pagando coimas a concejales o cobrando mordidas a constructores, por ejemplo; pero de eso hablaremos luego.

No será delito, pero constituye una grandísima inmoralidad, grita el retroprogre. Y yo no entiendo por qué. Sí admito que para hacérselo sexual con Sánchez Dragó sin estar poseída por algún mal espíritu hacen falta estómago y ganas de que te aburran. De todos modos, concedamos que la historia del escándalo pasó hace cuarenta años. Sí, cuarenta. Pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que la gran mayoría de las crías de catorce abriles, aquí y ahora, se dan al sexo sin mayores reparos. ¿Que usted ignoraba esto? Será que tiene hijas y mira para otro lado porque es otro reprimido como los retroprogres complementarios de la Espe, lo comprendo. Olvide que lo leyó y siga en su feliz inopia, mi amigo.

Pero, ¿no estaba usted tan de acuerdo con que las mocillas de dieciséis puedan abortar libremente y sin comentarlo en casa siquiera? Ojo, yo no me pronuncio aquí sobre el fondo de eso, sólo se lo recuerdo. ¿O es que usted pensaba que las de dieciséis abortan porque empiezan a hacer el amor con varones a los quince y tres meses exactamente, nunca antes? Qué calculador es usted, querido sepulcro blanqueado. ¿Cómo dice? ¿Que usted considera que pueden las mayores de doce acostarse con varones pero que han de ser éstos menores de edad también, para que no haya inmoralidad? Claro, porque usted está pensando que el sexo libre y sin comeduras de tarro es cosa de inconscientes e inmaduros y por eso se indigna cuando hay adultos aplicándose al tema. Lo dicho, es usted un obseso precoz.

Se me olvidó antes otro matiz en la sección de avisos y advertencias. Esta hipocresía lubricada es transversal, como diría un pedabobo. Quiere decirse que afecta por igual a todos los partidos. Si el que hubiera confesado lo de las japonesas jovencitas fuera Gabilondo (huy, me refiero al periodista; lo del hermano me parece impensable), andarían los del PP igual que andan ahora los del PSOE, poniendo esa cara de hienas escocidas antes de salir corriendo para el baño a imaginarse el evento con todo detalle. Puaj.

Se alarman de esta manera, truenan y despotrican porque un menda dice ahora que ¡hace cuarenta y pico años! se acostó en Japón con dos mujeres de catorce primaveras. Vale, están en su derecho los escandalizados, ellos también tienen su Camino y sus maneras, de acuerdo. Pero no se me van a escapar de aquí sin escucharme esta cosita de nada: miren, so cretinos, lo de verdad escandaloso no es que Dragó siga en su puesto en Teleaguirre, lo que clama al cielo es que tanto politicastro corrupto hasta la médula aguante en sus sillones y sus escaños, sea en Valencia, en Benidorm y... en todo el maldito país que ustedes, los unos más los otros gobiernan. Lo inadmisible es que ustedes den tanta importancia a los temas de bragueta nada más que para distraer la atención de cómo ustedes mismos o sus amiguetes roban a manos llenas y abusan y explotan y se forran y nos vacilan. Todo lo cual, lo uno más lo otro, la obsesión sexual más el latrocinio constante, demuestra que este maldito país sigue como en tiempos de Franco, igual. Porque ustedes son unos franquistas de libro.

Dicho todo lo anterior, permítanme terminar con una declaración seria y formal, que no es de solidaridad con Sánchez Dragó, porque Sánchez Dragó me trae al fresco, sino con el propósito de que ustedes, aborrecibles censores, sepan a qué atenerse y suelten unos litros más de pútridas babas. Esto digo: ahora no estoy en época ni fase de andarme enredando fuera de casa, pero, si así no fuera, no tendría ni el más mínimo inconveniente en irme a la cama a darme unos mimos con una hermosa y dulce muchacha de catorce años que consintiera. O con dos. Ni el más mínimo inconveniente.

Pues lo dicho.

El aeropuerto y los taxis

(Publicado ayer en El Mundo de León)

He probado el nuevo aeropuerto de La Virgen. Excelente. Ya no tenemos absolutamente nada que envidiar a los aeropuertos con muchos vuelos, salvo los vuelos mismos. Quién sabe, a lo mejor algún día, cuando pase la crisis, conseguimos aviones además de buenas pistas. Pero, entretanto, podríamos ir arreglando alguna cosa bastante más sencilla. Les cuento.

Domingo a última hora. Regreso a León en el avión de Madrid, que llega ese día al mismo tiempo que el de Barcelona, casi a las once de la noche. Hay abundancia de pasajeros y nos juntamos bastantes ante la cinta que ha de devolvernos las maletas. Tengo mucha suerte, pues la mía aparece la primera. Como ya me huelo la tostada, la cojo pronto y salgo raudo. En efecto, sólo hay un taxi. Detrás de mí llegan corriendo otros que buscan lo mismo, y no les toca. Sé por experiencia lo que se les viene: hasta media hora o tres cuartos aguardando a esas horas, casi medianoche, soportando la helada, ciscándose en todo, llamando y llamando desde sus móviles para que en el radiotaxi de León les digan que ellos no pueden ir porque es cosa de los de La Virgen del Camino. En uno de tales voy yo y oigo cómo avisa a sus compañeros para que acudan a cargar al aeropuerto y cómo ellos le contestan que vale, pero que cuando puedan, que andan ocupados. El viaje hasta mi casa dura quince o veinte minutos y siguen sonando los mensajes: que la gente del aeropuerto está desesperada, que se den prisa. Llego a mi domicilio en las afueras, en la carretera de Asturias: veinticuatro euros. Igual, o más, que me cuesta ir desde Barajas hasta el centro de Madrid. Lo curioso es que el mismo trayecto me costó a la ida dieciocho, llamando desde mi casa. Pero ese es otro tema.

Mucho cuento con el aeropuerto, y bien está. Pero si queremos que lleguen visitantes y turistas, habrá que darles buen servicio también cuando salen de las instalaciones y necesitan transporte. ¿Se imaginan qué cara se le quedará a un extranjero cuando aterriza de noche y algún parroquiano caritativo le explica que autobús no existe y que los taxis son sólo un puñado, los de la aquella parroquia, y que van apareciendo con cuentagotas, cuando buenamente pueden? Medítenlo las autoridades, medítenlo.

27 octubre, 2010

La sentencia de la semana. Sobre el derecho de admisión en un hotel: un caso alemán

Sí, hoy vamos a examinar un sentencia alemana, la del Landgericht de Frankfurt (Oder), Sala Civil, de 22 de junio de 2010, que lleva el número de referencia 12 0 17/10. Pueden verla aquí.

En la pista de esta sentencia me puso un artículo que acaba de aparecer en el German Law Journal, vol. 11, nº 10, firmado por Jule Mulder y Andrea Gideon y que se titula “Case Note—Judgment of the Landgericht Frankfurt (Oder) (Regional Court) of 22 June 2010: Hotelier’s Right to Ban Persons from Hotel Premises”. Me picó la curiosidad y busqué esa sentencia alemana que comentan. Revisarla y reflexionar un poco sobre ella puede ser interesante por razón de la lejanía, que quizá nos permita juicios más ponderados. También pasaremos revista a las tesis del mentado artículo, que tiene lo suyo.

Los hechos del caso son así. El demandante preside un partido político “nacionalista”. El 23 de septiembre de 2009 su mujer contrata por internet una estancia en el hotel del demandado en la localidad de B. Pretenden alojarse durante cuatro días, del 6 al 10 de diciembre de ese año. Por carta de 23 de noviembre, el demandado comunica al demandante que no lo admite en su hotel. La carta no contiene más explicación de tal decisión, aunque en ella el demandado aclara que “lo mismo vale expresamente para el caso de que usted pretenda o reserve los servicios del hotel a nombre de tercero, anónimamente o con uso de otra identidad”. El 2 de diciembre el abogado del demandante consulta al demandado sobre sus razones, a lo que éste contesta, por carta de 8 de diciembre, lo siguiente: “Las convicciones políticas del señor V. son incompatibles con el propósito de esta casa de ofrecer a cada huésped un ambiente y una vivencia lo más agradables que sea posible”.

El demandante, señor V., solicita que se remueva esa prohibición de alojarse en el hotel y alega que ha sido discriminado y han sido dañados los derechos básicos de su personalidad. El principio de igualdad obliga, dice, a que nadie pueda ser excluido del acceso a los servicios públicos generales, y las ideas políticas no pueden ser razón para una tal exclusión discriminatoria. Además, él sólo pretende alojarse en el hotel, no celebrar allí un acto político o difundir tales convicciones suyas.

Por su parte, el demandado se acoge a la libertad contractual, aduciendo que no puede ser obligado a cerrar un contrato con esa parte que no desea. Los derechos de la personalidad del demandante no sufrirían, ya que puede hospedarse en cualquier otro hotel de los que hay en la misma zona y que tienen ofertas similares. No habría arbitrariedad en el rechazo del señor V., pues el radicalismo del partido en cuestión es incompatible con la estancia agradable y placentera que pretende brindar el hotel a quienes en él se encuentren. Además, en el pasado el demandante ha sido juzgado bajo la acusación de delitos y desórdenes, como incitación al odio, atentado contra los símbolos del Estado, etc.

El tribunal otorga la razón al demandado y, por tanto, da por buena su prohibición de entrada del señor V. Veamos cómo fundamenta la decisión.

Según el tribunal, la capacidad del demandado para excluir de su establecimiento al otro se deriva de su derecho de propiedad (parágrafos 858 y s., 903 y 1004 del BGB) y posibilita a su titular el decidir, de modo fundamentalmente libre, a quién permite la entrada y a quién no. Que el negocio hotelero esté abierto para la generalidad de los ciudadanos no es incompatible con esa posibilidad de negar la admisión a alguno, pues esa apertura no supone renuncia al derecho de propiedad y a sus consecuencias.

Dos podrían ser, según la sentencia, los impedimentos para esa negativa a admitir a un cliente. Uno sería la obligación de contratar, el otro el respeto a la Ley de Igualdad. Contratos obligatorios prevé la legislación en materias como electricidad, gas, correos o ciertos seguros. No se da aquí el caso de un tal contrato obligatorio.

Lo que cabe plantearse es que la inadmisión constituya una acción ilícita en razón del § 823 BGB y que, por producirse un daño para el demandante como consecuencia de la acción del demandado, deba éste reparar. Nos hallaríamos en el terreno del Deliktsrecht o, entre nosotros, de la responsabilidad civil por daño extracontractual.

E § 823 del Código Civil Alemán dice lo siguiente en su apartado primero (traducimos nosotros, quizá un poco precipitadamente y sin ulteriores comprobaciones):

El que dolosa o imprudentemente lesione de modo antijurídico la vida, la integridad corporal, la salud, la libertad, la propiedad o cualquier otro derecho de otro, está obligado a repararle el daño así ocasionado[1]”.

El derecho general de la personalidad (das allgemeine Persönlichkeitsrecht) es uno de esos otros derechos a los que el § 823 alude y cuya lesión puede dar pie a la obligación de indemnizar. “Se protege el derecho de cada cual al respeto de su identidad personal y social, así como al desarrollo de su personalidad individual” (art. 1.2 GG). Ahora, bien, rechaza el tribunal la pretensión del demandante por esta vía.

Efectivamente, se ve afectado el campo de protección de ese derecho general de la personalidad, pero dicha afectación no supone por sí antijuridicidad. En cada ocasión así se ha establecer, a la luz del principio de proporcionalidad y valorando con cuidado las concretas circunstancias, si esa ingerencia en tal derecho está permitida o no. “Determinante para tal delimintación es el principio de la ponderación de bienes e intereses”. En opinión del tribunal, “la ponderación de los bienes jurídicos no da como resultado un peso mayor del bien jurídico afectado del demandante”, pues también ha de tenerse en cuenta, en favor del demandado, que la autonomía también está protegida por el derecho de libertad que consagra el artículo 2.2 de la Constitución[2]. A ese fin sirve la exclusión del demandante en el hotel del demandado, pues éste, el dueño del hotel, tiene en cuenta el bienestar de sus huéspedes y el que alguno de ellos se puede sentir molesto con la presencia del demandante, aun cuando a otros no les importe lo más mínimo. Con esa razón exhibe el demandado un fundamento que lo habilita para esa limitación del derecho del otro.

También alega el demandante que su exclusión del hotel atenta contra el parágrafo 21.1 de la Allgemeines Gleichbehandlungsgesetz (Ley general de la igualdad de trato), de 14 de agosto de 2006. Dicho parágrafo establece que quien padece una discriminación prohibida tiene derecho a solicitar que se elimine la misma. El parágrafo 1 de dicha Ley sienta sus objetivos: impedir y desterrar las discriminaciones basadas en la raza u origen étnico, en el sexo, la religión, la ideología (Weltanschauung), discapacidad, edad o identidad sexual. El demandado se dice discriminado por razón de su ideología. El número 8 del parágrafo 2 extiende esas prohibiciones de discriminación a la prestación de bienes o servicios que estén al alcance del público en general. Pero el paráfrafo 19 sienta matices en lo referido a la protección contra la discriminación en el tráfico civil. En su primer apartado se prohíbe la discriminación en aquellos negocios jurídicos masivos que suelen realizarse sin tomar en cuenta la persona concreta que contrata o en los que, por el tipo de relación contractual de que se trate, resulta secundario el aspecto de las personas. El alquiler de habitaciones de hotel encaja en este tipo de supuestos. Pero para ellos el precepto dispone la prohibición de trato desigual con base en todos aquellos factores mencionados en el parágrafo 1, menos uno: la ideología (Weltanschauung). Precisamente en el proyecto legislativo se explicaba que con esa exclusión se quería evitar que, por ejemplo, partidarios de ideologías extremistas intentaran, amparándose en el precepto, acceder a negocios o recintos en los que no se quisiese su presencia.

Por las razones expuestas, la demanda fue rechazada, al ser así desautorizados todos sus fundamentos. Y hasta aquí la exposición de la sentencia.

Ahora es momento para que un servidor reconozca que en algo no ha sido totalmente fiel al transcribir los argumentos del caso: en la descripción de la ideología y el partido del demandante. Porque quiero someter al lector la siguiente cuestión: ¿cree usted que las razones expuestas, en lo que valgan, han de valer para cualquier ideología política o sólo para algunas? Y, si es solamente para algunas, para cuáles.

He dicho que es “nacionalista” el demandante, quien, además, es dirigente del partido mismo al que pertenece. Pero, entre nosotros, nacionalistas son, por ejemplo, Esquerra Republicana de Cataluña, el Bloque, Nafarroa Bai, el PNV, Falange Española, el PP, Convergencia, etc., etc. ¿A cuál de ellos se podría negar la entrada en un hotel por las mismas razones de este caso? Más aún, si el hotel lo regentara uno de estos nacionalistas y la clientela fuera de su misma cuerda, ¿podría negarse la entrada a un cosmopolita o a un formalista kelseniano, descreído de naciones y tribus, alegando que su presencia produce fobia e inquietud entre los huéspedes? Yo no lo tengo del todo claro, pero luego trataré de aventurar alguna idea.

Entretanto, les revelo el detalle que faltaba. El demandante de nuestro caso era, en efecto, nacionalista, pues se trataba de un neonazi. Nazi de nación, como es de todos sabido.

El comentario doctrinal del que al principio se hizo aquí mención, firmado por Mulder y Gideon, comienza su valoración de la sentencia con una frase verdaderamente memorable: “La decisión del tribunal, al margen de que su resultado sea bienvenido en el presente caso, revela la impotencia de los principios constitucionales para asegurar el tratamiento igual en el plano horizontal” (p. 1150), es decir, en las relaciones entre particulares. O sea, y salvo que mi pobre inglés sea aún peor de lo que me temo, que sentencias como esta demuestran que puede triunfar la triste discriminación en casos así, pero que es estupendo que al tipo éste se le haya discriminado. Tócate las narices. Cuando el Derecho se pasa por un embudo, no se aplica la ley del Derecho, sino la del embudo, precisamente. Es decir, qué guais somos todos cuando defendemos los derechos fundamentales, pero no hay por qué defender los derechos fundamentales de algunos, concretamente de los que no son tan guais como nosotros. Y todo ello, para más inri, en nombre de la igualdad como prohibición de discriminación. Y siguen: “Esa debilidad no sólo deja desprotegidos a los dirigentes de los partidos fascistas, sino también a otros individuos que padecen discriminación por causa de sus características personales (por ejemplo, religión, origen étnico u orientación sexual” (p. 1151).

No es cuestión de ponerse ahora a discutir ese artículo minuciosamente, pero creo que adolece de un defecto muy común en muchos comentaristas de nuestros días: los principios no les dejan ver las leyes. Por culpa de la metafísica no notan la física; ya no sienten los pies. Pues, en efecto, sostienen que ni están en desacuerdo con el resultado en este caso (otra vez lo dicen, por si son confundidos con defensores de fascistas o por si alguien cree que en su opinión los derechos humanos que son de todos los humanos valen igual para todos los humanos: p. 1154) ni piensan que no puedan los hoteles reservar el derecho de admisión por razones de opinión política, pero sí les preocupa que determinados grupos minoritarios no estén suficientemente protegidos frente a las discriminaciones en las relaciones jurídico-privadas, es decir, en el llamado plano horizontal de los derechos fundamentales.

¿Minorías? Los nazis en Alemana y en todas partes son hoy en día una clara minoría, para mi gusto por fortuna. ¿Hay que protegerlos mejor por ser una minoría? Si es así, ¿por qué están los autores tan contentos con el fallo de esta sentencia? Pues porque el asunto no es minorías, aunque hayan usado esa palabra tan habitual. El asunto tiene que ver más bien con grupos especialmente vulnerables o considerablemente desaventajados. Estos dos términos, que se usan en otras partes del artículo, son más adecuados para lo que aquí quieren los autores expresar. El caso más claro de grupo que puede necesitar particular protección en ciertas relaciones jurídico-privadas, por ejemplo en la contratación laboral, y que no es minoritario, aunque puede hallarse socialmente en desventaja y ser propicio para discriminaciones es el de las mujeres.

Pero no se refieren expresamente a las mujeres, sino que ponen el ejemplo de los homosexuales o de alguna minoría religiosa. También, se dice, algunos clientes del hotel pueden notarse molestos al coincidir con homosexuales o con miembros de determinadas confesiones, pongamos, por ejemplo, un sij con ese gran turbante que llevan (el ejemplo es mío). ¿También estaría justificada su inadmisión?

En una cosa creo que tienen algo de razón estos autores, al subrayar que la sentencia da por buena, como razón en favor del demandado, la posible molestia para los otros clientes, y que, en últimas, se está usando así un argumento económico, pues esas molestias repercutirían en pérdida de clientela. ¿Por qué no asumir con plenitud que lo que se impone y ha de pesar más es la libertad del dueño para alojar a quién no le desagrade a él? Esa será mi tesis, pero la defenderé al final.

¿A cualquiera que no le desagrade a él? No, y las razones legales para esta respuesta negativa son las que no se toman en cuenta en el artículo, pues, con la citada ley de 2006 en la mano, la Allgemeines Gleichbehandlungsgesetz, ni los homosexuales ni los pertenecientes a una cierta confesión religiosa podrían ser excluidos, ya que dicha norma, como hemos visto antes, expresamente veta dichas fuentes de discriminación, mientras que no veta la exclusión por motivos de “Weltananschauung”. Tan sencillo como eso. Decir usted no puede entrar porque es amarillo y los amarillos pueden poner nerviosos a mis clientes no sería legal, a tenor de tal norma. En cambio, plantarle a alguien que los de su ideología no son bienvenidos al hotel no está expresamente excluido por la ley en cuestión. No digo que por ello, porque la ley expresamente no lo excluya, ya sea sin más constitucional y compatible con todos los derechos fundamentales, sino que nada más afirmo que en este caso “hay caso” y en los otros no; en los otros no hace falta ir a preguntarle a la Constitución si existe o no discriminación ilícita, pues ya dice la ley que sí. Y punto.

Es notable el quiebro que seguidamente hace este artículo que ahora estamos comentando y que, a su vez, analiza críticamente la sentencia, pues lo que viene a decirnos es que la ideología de un partido fascistoide no es protegible como tal ideología, a efectos de la prohibición de discriminación por razones ideológicas. Es decir, que aunque aquellos artículos 19 y 20 de la Ley citada no hicieran aquella excepción respecto de la prohibición de desigualdad de trato por razón de “Weltanschauung” en las relaciones jurídico-privadas, aunque discriminar por razón de ideología también estuviera en este sector prohibido, no sería discriminación el trato desventajoso de la “ideología” neonazi o de cualquier otra ideología política. ¿Por qué? Porque en esa ley alemana, la Allgemeines Gleichbehandlungsgesetz, el término Weltanaschauung no significa Weltanschauung, sino creencia, ya que ha de interpretarse en consonancia con el Derecho europeo, en el que más bien significa creencia (belief) y se halla íntimamente relacionado con las ideas religiosas. Y en realidad cierto es que en las siete veces que la Ley emplea el término “Weltanschauung” lo hace dentro de la expresión “Religion oder Weltanschauung”.

Habría, pues, una distinción crucial, aunque difícil y borrosa en algún punto, entre “creencia” e “ideología”, en particular ideología política. La creencia (belief) tiene una particular impronta filosófica y puede definirse como “Un conjunto coherente de ideas y actitudes fundamentales sobre la vida humana y la existencia humana, sin necesidad de referencia a un supremo ser[3]” (p. 1157). Esa característica de coherencia interna es lo que distingue “belief” de la pura opinión política. El nombre de “belief” lo merecen “ideas o actitudes tales como ateísmo, agnosticismo, racionalismo o pacifismo” (p. 1158). No olvidemos que la creencia religiosa ya tiene también su protección particular, no como “belief”, sino como “religion

No toda opinión política es, pues, “automáticamente” creencia (belief), aunque algunas opiniones políticas, las que cumplan ese requisito de coherencia, sí pueden tener ese estatuto. Así que hasta aquí tenemos una consecuencia que no sé muy bien si los redactores del texto que ahora desmenuzamos pretenden o si se les escapan sin que se den mucha cuenta. Veámosla.

Al parecer, han encontrado la piedra filosofal para poder discriminar entre opiniones políticas, protegiendo frente a la discriminacion, sea vertical u horizontal, a los que se acogen a unas y dejando al garete y desprotegidos a los que defienden otras. La clave está en que la opinión de marras merezca o no el nombre de “belief”, y lo merecerá o no según que sea internamente coherente y que tenga un cierto trasfondo filosófico, que encierre una filosofía de la vida. Las meras opiniones políticas no merecen protección antidiscriminatoria, las creencias sí, y por tanto, sólo han de gozar de ella las opiniones políticas que asciendan a creencias. Y no sería el caso de las opiniones fascistas.

Mi opinión al respecto es la siguiente, por mucho que me duela, ya que no me hacen ninguna gracia los fascismos: la coherencia interna de su credos y su militancia suele ser infinitamente mayor que las de otros partidos, mismamente los socialdemócratas o democratacristianos. Los fascistas están más equivocados, creo firmemente, pero son más coherentes y sus ideas suelen ser más omnicomprensivas y sistemáticas. Una pena, pero así és. De modo que, miradas con el adecuado rigor las cosas, de la mentada teoría resultaría que sí merecerían protección antidiscriminatoria más nazis que socialdemócratas o democratacristianos. Tremendo.

Ah, pero al final resulta que no, que da igual que los del fascio sean internamente coherentes o no, coherentes en su sistema de ideas y creencias. ¿Por qué? Porque dicen nuestros autores que esas ideas o creencias son incompatibles con la dignidad humana. Siguiendo la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derecho Humanos en algún caso (Campbell and Cosans v. United Kingdom), resultará que “las convicciones personales sólo están protegidas bajo el art. 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos[4] si son merecedoras de respeto en una sociedad democrática y compatibles con la dignidad humana” (p. 1158).

Obviamente, con este matiz resulta que ya no vale aquella definición de “belief” a la que se acogían a la hora de especificar qué opiniones son dignas de protección contra la desigualdad negativa de trato, pues ya no será “un conjunto coherente de ideas y actitudes fundamentales sobre la vida humana y la existencia humana, sin necesidad de referencia a un supremo ser”, sino “Un conjunto coherente de ideas y actitudes fundamentales sobre la vida humana y la existencia humana, sin necesidad de referencia a un supremo ser, pero que merezca respeto en una sociedad democrática y que sea compatible con la dignidad humana”. Acabáramos. Eso hay que avisarlo antes. No es serio andar jugando así con las nociones y las definiciones. Y todo, al fin, para tener un criterio de selección y que, de entre las ideologías políticas de partidos que son legales, unas pasen el filtro y no puedan ser discriminadas, y otras no lo pasen y sí puedan serlo. Obviamente, siempre lo pasarán las nuestras, seamos nosotros quienes seamos.

¿Se me ocurre, modestamente, alguna alternativa? Sí. Extender más la autonomía privada a costa del derecho antidiscriminatorio. Suena terrible, lo sé, pero dejen que me explique un poco. Además, será terrible, pero también kantiano, pues se trata de no usar al individuo y su libertad al servicio de fines colectivos o de ingeniería social, aunque sean legítimos.

Yo no tengo por qué dejar que en mi casa entre uno de Herri Batasuna o del Partido Nazi si todos me caen mal por ser lo que son. En mi negocio particular tampoco, que para eso es mío. Pero a lo mejor soy homosexual y regento un bar de homosexuales, y no tengo por qué admitir la entrada de los heterosexuales. Pueden ir a otros locales donde serán bien recibidos. ¿Y si es al revés? Lo mismo. ¿Y si tengo un bar para ateos y no quiero creyentes de ninguna religión, pues en él nos juntamos los descreídos del lugar para rajar a gusto? Idem. ¿Y si el bar lo tengo para que en él se reúnan nada más que los católicos preconciliares? Pues también estaré en mi derecho y no tendré por qué aguantar el capricho del ateo que se empeña en tomarse el cuba-libre precisamente allí, con la cantidad de pubs que existen en esa calle. ¿Y si simpatizo con el nazismo y no quiero en mi bar a demócratas ostentosos? Igual.

Lo que hace falta es distinguir lo esencial de lo accesorio. Esencial es sólo lo que afecta de modo directo y terminante a las oportunidades vitales de las personas. Si a mí no me dejan ser profesor de universidad o funcionario público por ser calvo o negro o aficionado a las gorditas tetudillas, me están cerrando una puerta crucial para mis expectativas vitales y mi libre desarrollo como persona. Si no me dejan entrar en tal o cual bar porque está reservado a los de otra acera, sea esa acera la de un lado o la de otro, o porque es sólo para los adoradores de las anoréxicas, o porque soy de tal o cual partido o porque profeso esta o aquella religión o ninguna, y si, además, puedo satisfacer ese deseo o necesidad (el de tomarme una copa, no el de tocar las narices al prójimo) en otro lado sin mayor gasto o esfuerzo, no se me está haciendo daño tangible ninguno, sólo simbólico. Y el daño simbólico lo padezco solamente si me encabezono; si no, ni eso. No veo por qué hay que organizar todo un sector del Derecho para la discriminación positiva de los cabezones, la verdad.

Y en cuanto a los partidos de extrema derecha o de extrema izquierda, o confesionales o ateos o defensores de lo que se quiera. ¿Son legales, puesto que cumplen los requisitos que al efecto la correspondiente legislación establezca? Si es que sí, han de tener todos, como tales partidos, idénticos derechos y la misma protección. Y sus militantes también. Y si alguno comete delito, no importará el partido, sino el que la conducta sea típica, antijurídica, culpable y todas esas cosas que recitan los penalistas.

Lo que un Estado de Derecho no puede admitir, por definición, es el doble rasero, porque en ese caso nos tornamos extrañamente parecidos a aquellos a los que tanto criticamos. Y porque, en verdad, fuera de los comportamientos delictivos, cabemos y hemos de caber todos y en igualdad.

En resumen, sobre el derecho de admisión: muy bien, pero sin necesidad de dar ni explicaciones de ningún tipo. Y sobre la admisión de los derechos: los mismos para todos, para que no haya discriminaciones. Por ejemplo, y para cerrar con un caso de hoteles como el que nos ocupaba, si el dueño del hotel es un poco fachorro y su clientela habitual también y si considera el primero que los segundos se pueden incomodar ante la presencia de un sujeto medio liberal y medio ácrata como un servidor, que me pueda decir educadamente ese hotelero que me largue a otro alojamiento. Por qué no. Y por qué habría yo de porfiar para estar en tan poco grata compañía, vamos a ver. Por el fuero, ya sé, no por el huevo. Pero tengo que darme cuenta de que, así, el día que el dueño del hotel sea yo, podré decirles a ellos que a la p... calle. Salvo que yo sea un sujero moralmente infantiloide y prefiera la ley del embudo: que yo pueda excluirlos a ellos, pero ellos a mí no. En cuyo caso tendré considerable cara dura, pero podré publicar sesudos escritos en el German Law Journal, como se ha visto.

[1]§ 823 Schadensersatzpflicht
(1) Wer vorsätzlich oder fahrlässig das Leben, den Körper, die Gesundheit, die Freiheit, das Eigentum oder ein sonstiges Recht eines anderen widerrechtlich verletzt, ist dem anderen zum Ersatz des daraus entstehenden Schadens verpflichtet.

[2] Artículo que, en lo que aquí más importa, dice que “La libertad de la persona es inatacable” (Die Freiheit der Person ist unverletzlich).
[3] Toman los autores esta noción de Janneke Gerards.
[4] Artículo 9. Libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.
1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento de conciencia y de religión; este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la libertad de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, por medio del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos.
2. La libertad de manifestar su religión o sus convicciones no puede ser objeto de más restricciones que las que, previstas por la ley, constituyen medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la protección de los derechos o las libertades de los demás.

26 octubre, 2010

Leche, leyó una tesis Ibarretxe

Impagable aportación a la teoría política con kokotxas. Impagable. Me envía el resumen de la tesis de Ibarretxe un amigo, me pongo a leerlo, llego a la primera de las diez conclusiones, me da un apretón súbito y fulminante y, Mientras Tanto, decido que un día de estos voy a hacerme yo otra tesis doctoral, esta vez sobre mí mismo. Qué coño. Y sobre mi pueblo como pueblo sostenible con sostén. Con un par. Hala.
Después del apretón vuelvo y ya no puedo. Ya no puedo seguir leyendo más allá de la primera conclusión, digo. Porque quedan otras nueve y me las imagino todas así de profundas e innovadoras. Ya no estoy para esos esfuerzos intelectuales. Paso.
Pero me pongo a enredar en la red, como el doctorando, a ver si encuentro quién dirigió esa magna obra del pensamiento político contemporáneo. Mecagoenlaleche, y los encuentro. Son dos. A uno sí lo conozco, es de lo mío. La monda. A Ibarretxe lo dirigen la monda y uno de Puerto Rico. Y tan ricos. No, el de Borinkén no es Ricky Martin, es otro, no me acuerdo de cómo se llama.
La tesis fue defendida en la Facultad de Derecho. Dónde si no. Mañana creo que toca pilates y pasado una conferencia sobre el gusano de seda sostenible. Otro que va para lehendakari o presidente de algo.
Yo me quiero ir a mi casa. Paso de todo. Hasta aquí hemos llegado. Que investigue su reverenda mamá. Es un decir, no me refiero a la de nadie en concreto, de verdad. Pero este rollo no merece la pena. Te haces un par de gayolas y te ponen una toga y un birrete. Antes se lo pusieron con los mismos requisitos al que te dirige a ti. De oca en oca y lehendakari el último.
No sé, a lo mejor está bien y ando yo deprimiéndome porque hay luna menguante. Pero es que leí los párrafos del principio y la conclusión primera y me vinieron las mencionadas apreturas. Debe de ser que comí algo indigesto, tal vez periódicos.
Bueno, el enlace para ver el resumen de la teis doctoral de don Ibarretxe se lo dejo aquí. Para cotillear otros detalles que le acaben de poner los intestinos de aquella manera puede usted fisgar aquí. No se pierda el docto tribunal para el doctor: está Herrero de Miñón, que es padre de la Constitución y todo. Mi chiquitina, tan joven, tan inocente y haciendo la calle así. Por los malos padres. Me refiero a la Constitución.
¡Epa!, tampoco se pierdan esto otro, ya que hablamos de tribunal.
De nada. Sí, nos vemos esta noche en el botellón. A ver. Como para no darse a la mala vida. Total...
Apéndice (de los que se operan cuando se inflaman y se pudren): copio la conclusión primera de la tesis y el resto se las lee usted si quiere. Ya te digo.
Al acabar de leer, puede cantar aquí el himno de la universidad.
Conclusión primera:
"El “caso vasco”: un modelo integral basado en principios:
El “caso vasco” es el resultado de un modelo socio-político-jurídico-económico construido sobre tres principios: el principio ético, el principio democrático y el desarrollo humano sostenible. Se trata de tres principios inseparables e irrenunciables para la sociedad vasca. Sobre ellos se ha desarrollado una forma específica de entender el progreso. Frente al concepto del crecimiento económico que se olvida de las mujeres y los hombres se ha propiciado una forma de progreso en la que el sujeto y fin fundamental ha sido la persona y, desde un punto de vista colectivo, el Pueblo Vasco. Se trata de un Pueblo moderno, que a pesar de sus problemas, -conflicto político secular y violencia terrorista desde mediados del siglo XX-, avanza, no pierde la esperanza y realiza permanentemente esfuerzos por construir la Paz sobre la justicia social y la libertad individual y colectiva.
El desarrollo de los tres principios de manera inseparable es lo que ha convertido al “caso vasco” en un modelo integral de actuación social, política y económica. Y en este carácter integral, que ha conjugado racionalidad, convicción y capacidad de autogobierno, ha residido su principal fortaleza para ofrecer al mundo, a diferencia de lo preconizado por el pensamiento socio-político-económico neoliberal imperante en nuestros días, algo propio y diferenciado de su entorno, desde lo social, lo político y lo económico, reivindicando la persona, el Pueblo y la competitividad en solidaridad".

25 octubre, 2010

Nuestro hombre en Helsinki (7). Por Fernando Losada

¡A los buenos días!

Supongo que tengo que disculparme de nuevo por la desconexión de las últimas semanas. Lo cierto es que estoy en plena temporada alta de trabajo y se me acumulan las tareas, así que me he dado un plazo de media horita para describiros algunas estampas de estas tierras que me han llamado la atención. Treinta minutos y de vuelta al curro, así que me pongo a ello, aunque no sin antes abordar la primera polémica. Sí, porque a la vista del título, muchos os preguntaréis dónde están los archivos .jpg (las "fotos", mamá) que parece prometer. Y pese a que algunos me habéis sugerido completar (¿adornar?) con imágenes estos reports, yo prefiero mantenerme aferrado a la palabra y, por tanto, a vuestra imaginación de lectores. Creo que por lo que a relatos de viajes se refiere, no hay imagen más poderosa que la que nos creamos nosotros mismos leyendo, así que de momento toca clavar la vista en la pantalla del ordenador y dejar volar lamente hasta el norte de Europa, donde de momento los días de cielo claro y despejado son, pese al frío, de lo más disfrutables. ¿Estáis ubicados? Entonces empecemos...

Estampa # 1: Cochecitos de bebé

La primera imagen que os quiero describir es la que veo cada vez que subo las escaleras de mi edificio. En la entrada hay tres cochecitos, y en cada piso por el que uno va subiendo se topa con más a la puerta de cada casa. Y en los descansillos entre los distintos tramos de escalera. Y no sólo eso, sino que también hay algún patinete que otro. A los sureños esto nos llama la atención por múltiples motivos. En primer lugar, por la tasa de natalidad que parece implicar tanto cochecito. La percepción que hasta ahora tengo es que aquí la gente se casa muy joven (en torno a los 25) y a esa edad tienen ya sus hijos. Siempre hay excepciones, y en el mundo de la universidad más, pero lo cierto es que incluso entre la gente de mi todavía reducido entorno helsinkiano pululan ya las criaturas menudas con mucha más frecuencia que en España. También se ven muchas mujeres embarazadas en la calle, en la universidad, en el supermercado... su presencia cotidiana me ha resultado a la vez chocante, por lo novedoso que resulta para mí, y revitalizante, porque supone dejar de aparcar una parte esencial de nuestra naturaleza humana, algo que creo que hacemos los "jóvenes" en España (¿o acaso sólo lo hago yo?).

La segunda reflexión acerca de tanto carricoche a la puerta de cada casa es que aquí no se roba. Algunos de vosotros, iniciados en el mundo de la paternidad, sabéis que estos cochecitos no son como los de Guisval, sino que cuestan lo suyo (a veces verdaderas fortunas). Pero aquí la gente no se preocupa de meterlos en casa (donde son un verdadero incordio, sí) y los dejan, con plena confianza, en la entrada. Cualquier repartidor de publicidad de esos que (aquí también) nos atormentan con tanta oferta de muebles y demás podría llevarse uno. Pero, ¿para qué? Pues para lo mismo que lo harían en España: para hacer la gracia a sus amigos (porque a nadie más se la puede hacer). Pero aquí ni se les pasa por la cabeza, seguramente porque tienen un sentido del humor más refinado, porque se respeta al otro en toda circunstancia o, importante, porque no hay desigualdades que inviten a apropiarse de lo ajeno. Cambio de estampa, que el reloj, tic-tac, tic-tac, no para de correr...

Estampa # 2: Eficiencia nórdica

Ahora os voy a hablar de un agujero en el asfalto. Resulta que una noche de septiembre, al llegar a casa y proceder a mi ritual de asomarme a la ventana para disfrutar de la tranquilidad finlandesa, observo que hay algo extraño cinco pisos más abajo, allá en el asfalto. Se trata de un pequeño conducto, como un tubito de salida de humos en mitad de la calle. Pero claro, no creo que bajo el asfalto se realice ningún tipo de actividad industrial que precise de tal conducto, así que me paso un buen par de minutos pensando qué narices es aquello.

Al día siguiente, al proceder de nuevo al ritual nocturno, observo que el conducto está ahora rodeado por una esfera de spray rosa que lo identifica en mitad de la calzada. Alguien se ha fijado, como yo, en el artilugio y se ha esmerado en dejar bien clarita su ubicación. Por lo demás sigo sin respuestas.

Al tercer día, volviendo de la universidad en bici me topo con que mi calle está cortada. Hay unas obras de impresión que cortan la mitad de la calzada. Subo a casa, miro por la ventana, como siempre, y veo un socavón de, fácilmente, seis metros en el que unos tipos están trabajando. Parecen conductos del gas, de telecomunicaciones y demás cosas. Me resigno y me hago a la idea de que voy a tener martillos neumáticos taladrándome el cerebro durante un par de semanas. Cierro la ventana, corro las cortinas e intento sustraerme de la frenética actividad leyendo mientras ceno.

Cuarto día, vuelvo a casa en bici, subo las escaleras, me asomo a la ventana y, en ese momento, me doy cuenta de que algo está mal. Mejor dicho, de que algo no está... ¡No sabéis qué impresión me causó encontrar todo bien cerradito y asfaltado! De verdad que no tenía ni idea de que en veinticuatro horas se pudiesen resolver por completo las averías callejeras... Y no es un caso puntual: he visto aceras levantadas solo cuarenta y ocho horas, carriles bici repintados en un día, reparaciones de vías del tranvía en apenas cinco (y sin cortar el paso, aunque sí ralentizándolo). Definitivamente, tenemos que permitir que las empresas finlandesas pujen por la ejecución de las obras públicas españolas, donde las aceras pueden estar abiertas en canal durante meses sin que a nadie llegue ni a extrañarle.

Estampa # 3: Ludópatas

Una de las cosas más desasosegantes que uno se encuentra en Helsinki son unas omnipresentes máquinas tragaperras. A mí me llama especialmente la atención topármelas en el supermercado, donde no sólo gente ya curtidita, sino la muchachada en general, se pasa un buen rato gastándose los cuartos con el afán de conseguir tres sandías (o el equivalente iconográfico de aquí, que desconozco cual será). Comentándolo me he enterado de que hay un grave problema de ludopatía en el país. Y yo me digo... ¡y lo que les queda! Porque cuando esta generación crezca no habrá flota de máquinas tragaperras que dé abasto.

Estampa # 4: Paanti

"Paanti". Bajo esta palabreja se esconde una filosofía ecologista y de tecnología punta de impresión. Ecologista porque se refiere a la recogida de las botellas y latas de bebidas una vez utilizadas. Hay un precio preestablecido e indicado en el propio envase para la devolución de cada modalidad. Así, las botellas de litro y medio de Coca-cola dan derecho a40 céntimos, las latas a 15, las botellitas de medio litro a 20... Y la gente por lo general devuelve los envases, claro. Lo de la tecnología punta es de impresión, porque tienen unas máquinas en el supermercado (al fondo, siempre al fondo) en las que uno retorna los envases. La maquinita los identifica, los succiona e imprime un vale por el importe correspondiente. Al parecer, este tipo de aparatejo también está presente en Alemania. A mí aun me asombra...

Estampa # 5: Los gitanos

Creo recordar que ya mencionaba en el primer report que en las calles del centro uno puede encontrarse con gente pidiendo, casi siempre gitanos. Evidentemente, este es un país civilizado y aquí lo de las expulsiones generalizadas no se plantea bajo ninguna circunstancia (¡cómo han cambiado las cosas en Europa en los últimos quince años!). Pero vistas las posibilidades que ofrece este país, uno se pregunta, como hacía El Roto hace unas semanas, si se trata de un pueblo perseguido por nómada o nómada por perseguido... De veras creo que aquí podrían vivir haciendo cualquier otra cosa, pero la sensación que tengo (y recalco esto, porque no he hablado con ellos para preguntarles) es que prefieren ganarse el pan tocando el saxofón en la calle o pidiendo en una acera. A mí mismo, y más de una vez, me dan ganas de apartarme del camino marcado por la sociedad y fantaseo con vivir un poco del aire y retornar a ese estado idílico de contacto con la naturaleza en el que las preocupaciones se limitarían a procurarse el alimento recolectándolo del bosque y abrigarse del frío cuando... pero ¡flop! No es más que eso, una fantasía... ¿Por qué esta gente prefiere (creo) esta forma de afrontar la vida? No lo sé. Creo que trasladan esa misma fantasía que yo tengo al entorno urbano.

En efecto, aquí tienen la posibilidad de recolectar para alimentarse; en este caso lo que recolectan son envases que convenientemente llevan a los supermercados, en donde la maquinita de marras se los troca por un vale con el que comprar comida. Y es que los finlandeses son muy respetuosos con el medio ambiente, pero cuando alcanzan el punto en el que se ponen bolingas y pierden el conocimiento (deporte nacional por estos lares) las latas de cerveza se quedan por la calle, y es entonces cuando los cazadores de "paanti" se apresuran a recogerlas. No es algo generalizado, no penséis que aquí hay tribus de cazadores luchando por la misma presa (si eso sucede, mis ojos lo han visto, se comportan con el mayor respeto -"usted llegó antes", "no, si yo ya tengo suficientes"), pero sí se puede ver con cierta asiduidad. El caso es que me sigue desconcertando toparme con gitanos pidiendo por las calles de Helsinki...

¡Y hasta aquí llega mi tiempo hoy! Espero poder escribir de nuevo muy pronto, porque tengo aún muchas aventuras dignas de mención. ¡Un abrazo fuerte a todo el mundo!

24 octubre, 2010

Museo de Antropología, México D.F.

Vuelo de vuelta largo, cansancio. La T4 es segunda casa. Me sonríen como si fueran amigos en este bar que tiene tomas para el ordenador.
Mientras espero el enlace a León, dejo unas fotos con una recomendación: si un día van al D.F., no se pierdan el Museo de Antropología. Para ver durante días y disfruar del contenido, de la arquitectura, de la luz y del ambiente. Y para meterse en la Historia más sugerente, claro.
















































23 octubre, 2010

Peligro: una bañera. Por Francisco Sosa Wagner

Pasan las modas, se modernizan nuestras costumbres, desterramos cachivaches antiguos, nos rodeamos de nuevos artilugios ... hasta caen personajes encaramados en altos pináculos ministeriales, como hemos visto estos días, pero la bañera de nuestras casas, de las habitaciones de los hoteles, esa peligrosa bañera que es la causa del ochenta por ciento de las caídas y los accidentes domésticos según las estadísticas más fiables, de las fracturas de brazos, de muñecas, de tobillos y demás piezas de nuestra apreciada anatomía, esa, sigue ahí: blanca como un sudario, muda como un verdugo, desafiante como una venganza.

Se convendrá conmigo que entrar en ellas exige ya una pequeña acrobacia circense porque la altura de sus bordes no cesa de crecer como si de un adolescente en plena difusión de su anatomía se tratara. Permanecer, manejando a un tiempo grifos, cebollas, geles y champúes -solo faltan el móvil y el Ipod- en una superficie lisa, sin rugosidad consoladora alguna, es asimismo un arriesgado desafío a la estabilidad. Al salir, volvemos a sentir renovada emoción porque no suele haber ningún punto de apoyo fiable y, además, los suelos de los cuartos de baño suelen ser resbaladizos, una nueva broma esta a la que son muy aficionados en el gremio de arquitectos de diversos grados y titulaciones. Todo ello me recuerda aquello que escribía don Miguel de Cervantes en su Viaje del Parnaso: “por esto me congojo y me lastimo / de verme solo en pie, sin que se aplique / árbol que me conceda algún arrimo”.

Si a esto se añade que quien se baña a la antigua usanza, es decir, llenando la bañera de agua hasta el borde para sumergirse en ella, es un delincuente ecológico pues hoy en día hasta las autoridades -¡que ya es decir!- se han enterado de que es preciso ahorrar agua porque hay poca y se despilfarra en abundancia, se comprenderá que la bañera no es solo superflua sino que es sobre todo una invitación a la comisión del delito de “acuadispendio” penado en los modernos códigos penales. Como si pusiéramos una media de seda recién comprada al alcance de un asesino en serie de ancianos. Es decir, un disparate.

Vamos a aclararnos: la bañera estaba bien cuando nuestros abuelos, tan cautos ellos, se bañaban de acuerdo con un ritmo de intermitencias espaciadas, torpemente acomodada al vaivén de los calendarios. Eran los tiempos en que regía el ahorrativo principio “te lavarás los pies cada dos meses o tres” y en que la mayor parte de las gentes carecían de cuarto de baño, humildemente sustituido por la cocina donde se habilitaba un barreño de cinc en el que se iban metiendo, por orden de antigüedad, a todos los miembros de la familia incluido uno agnado. Como digo, eran tiempos comedidos, de escasez sabiamente administrada, en los que el dispendio era castigado con las severas admoniciones de los curas en los púlpitos, aquellos pedestales desde los que se convocaba a las almas, a los temblores y a los infiernos.

La bañera también ha servido a muchos pintores, estoy pensando en algunos impresionistas, para sacar de ella a una joven de buenas armonías y que, maga de discretas mañas, se tapaba púdicamente con la toalla las zonas de mayor compromiso, dando alas a la imaginación del espectador que quedaba envuelto en suspiros de fantasía y atrapado en aluvión de ardentías.

Y la bañera ha servido, en fin, para que Charlotte Corday asesinara en ella a Jean Paul Marat quien le pedía con insistencia los nombres de unos desdichados para mandarlos al otro baño, el de sangre que manaba de la guillotina.

Si hoy ya no queda nada de esto, bueno será que las bañeras desaparezcan y sean sustituidas por modestas duchas con un suelo en campo de arrugas, el apto para impedir el deslizamiento. Que no están los tiempos para alegrías acuáticas ni debemos admitir a ninguna Corday en el recinto de nuestras intimidades higiénicas.

22 octubre, 2010

Todo lo que usted siempre quiso saber sobre la (teoría de) la argumentación jurídica y nunca se atrevió a preguntar (II)

La entrada con la primera parte de este texto es del 8 de septiembre. Pensaba terminarlo muy pronto, pero no ha sido posible hasta ahora. Como mañana me toca hablar de esto en México D.F., donde me encuentro estos días, he tenido que avanzar. Ya falta poco, sólo la tercera parte. Comparto con los amigos masoquistas esta segunda parte y espero que llegue pronto la última.

2. Qué y por qué tienen que argumentar los jueces.

En pocas palabras: los jueces tienen que argumentar su ejercicio de la discrecionalidad; han de argumentar para hacer ver que en lo que sus decisiones tienen de discrecional no se cuela la arbitrariedad. Para empezar y para que se sepa desde ahora de qué estamos hablando, preguntémonos: ¿qué es eso que llamamos discrecionalidad?

Una actividad discrecional es la que está en un cierto punto intermedio entre actividad totalmente vinculada y actividad totalmente libre. Por ejemplo, podemos considerar totalmente vinculada la actividad del soldado que recibe una orden de su superior en ese ejército; o la conducta del ciudadano para el que rige un precepto del Código Penal que le prohíbe realizar cierta actividad que le apetece mucho, como, por ejemplo, subir a la casa del vecino de arriba y destrozarle a martillazos esos altavoces con los que escucha música a todo volumen. Y como supuesto de actividad totalmente libre cabe citar la que resulte de mi decisión de ahora mismo: seguir escribiendo sobre estas cosas un rato más o echarme una buena siesta.

Alguno podrá ya objetar que aquel soldado puede desobedecer a su superior o que yo puedo optar por violar la norma y darle su merecido al tocadiscos del vecino. Ciertamente, pero para ambos casos rigen normas que disponen las correspondientes prohibiciones, acompañadas de los castigos consiguientes. No es que materialmente no se puedan hacer tales cosas, sino que en modo alguno están permitidas[1]. También se puede aducir que no es tanta la libertad que existe en los otros casos, como el que acabo de mencionar para ilustrar la actividad totalmente libre, pues seguramente la voz de mi conciencia, maldita, me gritará que debo ser más laborioso y que ya está bien de siestas. Ciertamente, pero téngase en cuenta que aquí estamos clasificando acciones en más o menos libres a tenor de sistemas normativos sociales y prescindiendo de la moral como instancia de valoración individual de las conductas. Y, si ese ejemplo no nos vale, busquemos otro que sí: es totalmente libre mi conducta de rascarme o no rascarme la oreja derecha mientras, dubitativo, releo este párrafo que acabo de redactar.

La labor judicial tiene de ambas cosas, ya que contiene aspectos en los que rige la perfecta libertad del juez (¿redacto la sentencia de este caso antes o después de comer?) y otros en los que la vinculación a las normas es de lo más estricta. Recuérdese, sin más, que el juez está obligado a dictar sentencia de los casos que conozca en el ejercicio de su función y dentro de su competencia, y que si no lo hace incurre en uno de los supuestos del delito de prevaricación. También está obligado a decidir con arreglo a Derecho y no a tontas y a locas, y vuelve a prevaricar si sentencia como le salga de la toga o de las entendederas, sin encomendarse a constituciones, códigos y reglamentos.

¿Pero no decimos también que ejerce discrecionalidad y que por eso ha de argumentar para justificar(se)? Ciertamente, así es. Lo que es enteramente libre no requiere justificación y en lo que es forzoso no hay justificación que valga, salvo la remisión a la norma que fuerza. Yo no tengo por qué dar cuenta de por qué me rasco la oreja o dejo de rascármela, y por muchas vueltas que le dé, me caerá condena si se prueba que destruí a base de deliberados y placenteros mazazos el aparato musical de mi vecino. Pero, entre esos dos polos está lo que llamamos discrecionalidad, que ahora toca aclarar.

Volvamos a ilustrarnos con comparaciones y muestras traídas por los pelos. En ciertas culturas o épocas los matrimonios se pactan entre las familias de los novios y éstos no tienen nada que decir; es decir, nada se les permite alegar, se casan con quien se les dice sí o sí, o se exponen a muy graves sanciones de la colectividad. En otros lugares y tiempos, como ahora en parte del primer mundo liberal y felizmente desencantado, cada uno se junta con quien le da la gana y bueno estaría que nos pidieran razones: simplemente, ésta es la persona que me gusta y la elijo porque puedo y quiero. Pero allá donde un servidor se crió y por aquellos tiempos, no lejanos pero distintos, echarse novia (y más aún echarse novio una mujer) era una conducta discrecional. Había que explicarse ante la mamá. Se supone que uno podía elegir para ese trance del noviazgo serio a quien mejor le pareciera, pero, si no se quería sufrir todo un calvario de reproches y desplantes, se debía superar con éxito un estricto interrogatorio de la santa madre: cómo es ella, quiénes son sus padres, en qué trabaja, cuántos novios ha tenido antes que tú, tontín mío, si sabe cocinar, si le gustan los niños, si bebe o fuma... ¡Uf! De qué razones diera uno dependía el beneplácito o la sanción. Por eso existía ahí discrecionalidad: porque, por una parte, se trataba de escoger libremente de entre una serie de alternativas bien acotadas (por ejemplo, y entonces, no se podía elegir para novio a un hombre si uno era varón, o a una niña o a una muñeca de porcelana o a una cabra, etc.); pero, por otra, nuestra elección iba a ser juzgada como mejor o peor e íbamos a ser alabados o vilipendiados según que nuestras razones convencieran o no a quien podía juzgarlas.

Ahora lo de los jueces. En el ejercicio de su cargo y en lo que dicho ejercicio tiene de discrecional, son ellos los que juzgan hechos aplicando el Derecho, pero de algunas de las razones de sus juicios juzgamos nosotros, y por eso les preguntamos por tales razones. Queremos que nos expliquen por qué deciden lo que deciden en lo que sus decisiones no están totalmente vinculadas -eso no necesita explicación[2]- ni reconocidas como libérrimas -de eso no se pide explicación[3]-. Así que quizá podemos ya dar una definición de discrecionalidad: es discrecional aquella decisión en la que se opta libremente entre alternativas[4], pero con arreglo a un modelo o ideal normativo que permite enjuiciar positiva o negativamente dicha elección en sí libre.

Mi madre tenía en la cabeza un modelo ideal de novia para mí, que se correspondía exactamente con el modelo de esposa perfecta que entonces y allí estaba vigente y que cumplía esa función normativa, precisamente, la de servir de pauta de elección y, sobre todo, de patrón de juicio sobre las elecciones. Con los jueces sucede otro tanto, pues están sometidos ellos también a lo que podemos denominar la paradoja inherente a toda discrecionalidad y que se puede caracterizar de esta manera: se trata de decisiones que han de tomarse libremente, pues se carece de referencia normativa segura que sirva de guía unívoca, pero, al tiempo, el resultado de tales elecciones va a ser juzgado por su cercanía a o discrepancia con un ideal que opera en el trasfondo, que es un ideal normativo socialmente impuesto y vigente.

A este paso acabaremos chocando con Dworkin y a lo mejor hasta entendemos y conseguimos aclarar a otros lo que significa la teoría de la única respuesta correcta o por qué niega don Ronald la discrecionalidad judicial. Lo uno más lo otro constituye uno de los mayores enigmas de la contemporánea Teoría del Derecho y son miles los profesores que compran papeleta en esa tómbola, a ver si desentrañan tan esotéricos misterios. Lo intentaremos nosotros igualmente, por qué no, pero aguarde el lector un poco más, ya que todavía tenemos que aclarar algunos asuntos previos y más elementales.

Hemos quedado en que ni pensamos que la sentencia del juez pueda estar totalmente atada y determinada por la letra de la norma aplicable (y que la aplicabilidad de la norma también se imponga por sí misma y sin dudas de ningún tipo) y por la evidencia de los hechos en sí, sin margen para valoraciones o preferencias; pero no queremos que el fallo judicial esté guiado por las simples preferencias del juzgador, como si éste no tuviera que encomendarse ni a Dios ni al diablo ni más cuentas de rendir que ante su conciencia. En otras palabras, deseamos que la decisión judicial sea lo más objetiva posible, aunque no podemos negar sus componentes subjetivos, queremos que la existencia inevitable de alternativas decisorias, tanto respecto a la norma y su interpretación -entre otras cosas- como en cuanto a los hechos y la valoración -entre otras cosas- de sus pruebas, no sea la vía por la que en el fallo campen por sus respetos las inclinaciones personales del juez o sus intereses menos presentables. Pues bien, podría existir un procedimiento que acabara de un plumazo con tales dificultades: que el juez lance una moneda al aire, que decida jugándoselo a cara o cruz. ¿Que la norma lo mismo puede significar para el caso esto o lo otro? Tiremos la moneda y veamos qué sale. ¿Que la prueba de marras parece convincente pero queda un pequeño resquicio de duda? Que decida la moneda. En suma, que hay buenas razones tanto para dar la razón a esta parte en el litigio como a la otra? Que sea el azar el que determine quién ha de llevarse el gato al agua allí donde por sí sola no lo determina la norma aplicable ni quedan los hechos probados hasta el límite de la perfecta evidencia.

¿Por qué no nos convence ese procedimiento aleatorio? Precisamente porque mandaría el azar y no el juez. ¿Y no es precisamente eso lo que buscamos, un proceder objetivo que nos libre de los riesgos insoslayables de la subjetividad?

El problema es que el azar no sabe de razones, mientras que nosotros aspiramos a que razones sean las que orienten la decisión del juez. Y al querer que sean razones damos por sentado que no son lo mismo móviles personales que razones intersubjetivamente aceptables y que, en consecuencia, entre las razones también las habrá mejores y peores, admisibles o no y más o menos convincentes para quien contemple el caso y la sentencia con los ojos con los que deseamos que el juez las mire: con mirada imparcial. Aspiramos a que no sea el azar, sino el Derecho, lo que dirima los litigios judiciales y, aunque sabemos que las normas jurídicas por sí no son bastantes para imponer en todo caso el contenido preciso de la decisión, queremos convencernos de que se falla desde el Derecho y no desde la autoridad omnímoda del que sentencia. Y de ahí que forcemos a éste a que nos haga ver -o lo intente, al menos, con todo rigor- que no es él, su persona la que por sí libremente decide dentro de esos márgenes de discrecionalidad, sino que la decisión viene de lo que es su visión del mejor Derecho posible, de su concepción de la mejor manera de configurar nuestro sistema jurídico, el vigente, el que tenemos, el que nos hemos dado. Su visión, inevitablemente la suya, pero del Derecho de todos. Hay que argumentar el ejercicio de la discrecionalidad, en suma, porque la sentencia la dicta el juez, pero con el Derecho de todos: pues que se vea.

¿Dónde radica ese elemento de libertad del trabajo del juez, en el sentido de la discrecionalidad que definíamos hace un momento? Y otra pregunta, a la que se contestará en segundo lugar: ¿cómo hacer que esa libertad no degenere en libertinaje y qué sería, aquí y en su caso, el libertinaje?

El Derecho se compone de normas que tratan de predeterminar la solución de ciertos conflictos que en la respectiva sociedad se tienen por especialmente graves o peligrosos para la convivencia ordenada y pacífica. Pero las normas no se aplican solas, y de ahí también que los sistemas jurídicos tengan que preestablecer órganos a tal efecto, dotarlos de autoridad y distribuir entre ellos las competencias resolutorias de esos conflictos mediante tales normas. Y para que todo esto tenga sentido, para que esas normas que componen el Derecho de tal o cual sociedad efectivamente predeterminen las soluciones de los litigios hace falta que esos órganos aplicadores de las mismas las obedezcan, se atengan a ellas y no hagan de su capa un sayo y aprovechen su poder para decidir como buenamente se les antoje. Tal es la razón de que cada sistema jurídico prescriba la obligación de los jueces y demás órganos aplicadores de sus normas de atenerse a éstas y de que se prevean en cada sistema jurídico muy variados mecanismos para los casos en los que el juez y el resto de semejantes órganos no saben o no quieren decidir “conforme a Derecho”: revisiones, anulaciones, sanciones disciplinarias y penales, etc.

Volvamos a arrimar el ascua a nuestra sardina positivista y aprovechemos para mencionar de pasada otra cuestión de calado. Si decidir “conforme a Derecho” no es decidir según las normas del Derecho positivo, sino que entendemos que un sistema jurídico también admite que los jueces resuelvan los casos en contravención de lo que para ellos las leyes prescriban, tenemos que o bien ese sistema jurídico confía en que el juez estará y se sentirá atado por una moral común, cognoscible y fuertemente perentoria; o bien ese sistema jurídico ha mutado a un sistema de mera habilitación de la judicatura para, desde su autoridad, decidir los conflictos como ella prefiera o como le ordene quien la gobierne, que ya no será la ley general, sino, quizá, algún general. En realidad no se ha conocido nunca a lo largo de la historia, creo, un sistema de gobierno de la sociedad por los jueces, un sistema casuístico en el que los jueces se convirtiesen en señores, en soberanos de la sociedad y su Derecho. Siempre se ha usado el casuismo y la apelación a la justicia de los casos concretos para convertir al juez ya no en servidor de la ley, sino en esbirro sumiso de poderes con rostro, pistola y/o chequera. Además, no se puede dejar de señalar también que si pensamos que hay una moral suficientemente precisa y cognoscible como para que pueda ser Derecho con los mismos efectos de seguridad, certeza y orden que el Derecho positivo brinda, estaremos necesariamente pensando en una moral que, por común, ha de ser la moral socialmente vigente, la moral dominante, no una moral crítica y en un contexto de pluralismo ético. O sea, que esa moral que, según los iusmoralistas, sirve para suplir a la ley positiva o enmendarla es, por definición y si las cosas han de funcionar como se dice que pueden y deben funcionar, una moral ultraconservadora, por decirlo del modo más suave.

Pero dejémonos de excursos y sigamos con la diferencia entre discrecionalidad y arbitrariedad, pues sabemos que la obligación de argumentar adecuadamente es un medio muy principal para procurar que el juez no pase de la una, inevitable y hasta sana, a la otra, totalmente reprobable.

Una sencilla comparación nos puede procurar algo de luz. Cuando yo, en cuanto profesor, corrijo y califico los exámenes de mis estudiantes, me muevo con cierta márgenes de discrecionalidad. ¿Cuánta? Depende de la materia y del tipo de examen. Si el examen es de una disciplina muy exacta y las preguntas permiten ser corregidas con absoluta objetividad, esa discrecionalidad, en lo que a la corrección se refiere, será nula o muy escasa, aunque sí pueda existir al tiempo de elegir las cuestiones, al fijar el baremo para las distintas calificaciones, etc. Si la prueba es de una disciplina más “elástica”, como el Derecho, y si las preguntas no son de tipo test, sino de las tradicionalmente llamadas “de desarrollo”, mi margen de maniobra, como profesor, será mayor. Además, hay exámenes cuya calificación puede ofrecer muy pocas dudas, pues o merecen la mínima, por ser indiscutiblemente desastrosos, o la máxima, por geniales. Esos son los casos fáciles y si alguien reclamara por la calificación bastaría mostrar esos ejercicios y decir “esto es lo que hay, véalo usted mismo y juzgará como yo”. Otras veces las cosas no están tan claras y dan para comentar. Por eso tiene pleno sentido que se organice un sistema de revisión de calificaciones, para que el profesor pueda y deba dar satisfacción al alumno y explicarle sus criterios y razones para puntuar su examen mejor o peor. En disciplinas no exactas y con pruebas que no admitan una calificación cuasiautomática, el obligar al docente a argumentar su nota, a justificarla mediante razones atinentes a los hechos -lo que el estudiante escribió o dijo- y a las reglas -las pautas de corrección y calificación- se fundamenta en el propósito de reducir el riesgo de error y en la finalidad de dificultar la arbitrariedad. Con la decisión judicial ocurre otro tanto.

Ahora preguntémonos cuándo y por qué se podría tildar de arbitraria mi calificación. Me parece que la contestación mejor sería ésta: cuando resulte discriminatoria, pues el examen del estudiante en cuestión no lo califico aplicándole la regla común que aplico a los demás, sino que lo discrimino, ya sea negativa o positivamente. Y eso por lo común ocurrirá porque tomo en consideración algún aspecto del caso que lo hace para mí especial y que es un aspecto que resultaría inadmisible a la luz de las reglas establecidas para la calificación de los exámenes, el trato entre profesores y estudiantes o la vida académica en general. Es decir, algún interés peculiar mío o alguna pasión personal interfieren en mi juicio y lo convierten en parcial y sesgado. Puede ser que este estudiante me haya sido recomendado por alguien que tiene influencia o poder sobre mí o de quien busco a mi vez favor, que me caiga bien o mal, que gaste con él tratos personales especiales, buenos o malos, que tenga algún rasgo que destape un prejuicio mío, favorable o contrario, etc., etc.

Aquí vemos la importancia del principio de universalización, que impone que con la misma regla que califico el examen de uno debo calificar el de todos, salvo que en alguno concurra una circunstancia tan especial como para que pueda -y deba- defenderse racionalmente que se le aplique un trato particular y distinto, sea mejor o sea peor que el de los demás. Pero con esto último tampoco se contradiría el mandato de universalización, pues ese mismo criterio especial tendría que poder aplicarse y debería ser aplicado a todos los individuos que se hallasen en las mismas circunstancias. Esto es, no sólo tiene estructura universal la regla que dice “Debe darse el trato T a todos los X”, sino también la que reza “Debe darse el trato T a todos los X, menos a los Xn que se hallen en la situación S, para los que procede el trato T´”. Esto nos lleva a un interesante problema, que aquí sólo podemos mencionar sin más, el problema de si cabría calificar como no arbitrario, y en ese sentido racional, un sistema de decisión de pura equidad o de radical justicia del caso concreto, en el que la única regla universal fuera la de que cada caso debe decidirse individualmente a la luz de sus concretas y particulares circunstancias, sin condicionamientos derivados en la agrupación de casos unidos a soluciones estandarizadas para cada grupo de ellos.

También es posible que no haya discriminación de un caso, pues está la arbitrariedad en la regla misma con la que se califica, no en esta o aquella calificación. En ese caso la arbitrariedad no irá ligada a discriminación en la calificación y es plenamente compatible con el mandato de universalización. Yo, por ejemplo, decido que sólo aprobarán mi asignatura los alumnos que respondan bien el noventa por ciento de las cuestiones y que, además, midan más de un metro setenta de estatura. Que me toque a mí o no tener que hacer frente a la objeción contra esa regla y argumentar para defenderla dependerá antes que nada de si yo la he fijado o me viene impuesta y de si tengo o no reconocida competencia (jurídica) para modificarla o alterar los resultados de su aplicación.

Seguro que a muchos jueces les duele que ciertas conductas estén tipificadas como delito y les parece atroz tener que imponerles ciertas penas, cuando así les toca. La discusión está en si el juez, además de márgenes de discrecionalidad para tratar de atenuar esos efectos mediante recursos tales como la interpretación de la norma, la valoración de las pruebas, etc. está o debe estar facultado para enmendar la norma misma y si eso se puede propiamente justificar o cualquier argumento resultará igual de arbitrario. En este punto es donde los partidarios de la derrotabilidad constitutiva de las normas jurídicas propugnan que el juez aplique las normas del Derecho como si fueran suyas y no de él, del Derecho, y que les ponga tantas excepciones como le dicte su convicción profunda de que puede argumentarlas de manera solvente. Por supuesto, la manera de que no chirríe ese contraste entre las normas del Derecho y las del juez consiste en proclamar que las normas de su conciencia, si es una sana conciencia moral, son también normas de Derecho y, además, las más altas de todas las normas del Derecho. Es un expediente óptimo para que ningún juez reconozca nunca que desobedece el Derecho vigente, aun en los casos en que pudiera ser, para muchos, moralmente loable hacerlo así; y también una excelente manera de indicar que si yo, juez, no desobedezco tal o cual norma, es porque nadie puede desobedecerla, pues todo el Derecho que yo acato es por definición Derecho justo, ya que si esta norma o la otra fueran injustas yo las habría desatendido.

Igualmente es posible imaginar que algún juez razonara del siguiente modo: bien, la aplicación de las normas que vienen al caso yo la condiciono a mi opinión estrictamente personal sobre la justicia del resultado en ese caso y en cada caso; pero asumo que ese juicio sobre la justicia es particular mío, puramente personal, dictado por mi conciencia individual, por lo que no pretendo que valga para los demás jueces como vale para mí; y más, reconozco idéntica potestad a los otros jueces, de forma que me parece bien que cada uno haga lo mismo y ponga a las normas jurídicas que está llamado a aplicar tantas excepciones como le dicte caso a caso su conciencia. La diferencia entre este juez, al que llamaremos relativista, y el que denominamos absolutista y que excepciona la aplicación de la norma jurídica desde la triple convicción de que lo hace desde una moral perfectamente objetiva, una moral que está por encima del Derecho positivo o legislado y una moral que, por tanto, rige de idéntica forma para los mismos casos y para todos los jueces que se pretendan racionales y justos aplicadores del Derecho, está en lo siguiente. El juez absolutista sigue pensando que aplica Derecho cuando decide en conciencia, gracias a que su conciencia es el receptáculo de esa otra parte del Derecho, tan objetiva o más, que es la moral verdadera. Se tiene en buen concepto y en alta estima, por tanto. En otras palabras, cuando en conciencia inaplica la norma jurídica que viene al caso, ni sobrepone su conciencia sobre el valor de la ley, lo cual podría ser digno de alabanza en algunas ocasiones, ni propiamente le pone una excepción al imperio del Derecho “objetivo” para el caso, pues entiende que la pauta que en su conciencia encuentra también es Derecho y que, en consecuencia, no está la moral excepcionando al Derecho sino una parte del sistema jurídico marcándole una excepción a otra parte del mismo sistema. En suma, como los niños cuando gritan ¡yo no he sido! o los que aseguran que actúan poseídos y sin ser dueños de sí, pues oyen voces o notan una fuerza irresistible que les mueve la mano o lo que sea.

Nos gustará más o menos ese juez que denominamos absolutista, pero incongruente no es a la hora de describir el sistema jurídico que él ve. En cambio, el juez que hemos calificado como relativista es poco menos que un imposible, por incongruente o por radicalmente cínico, pues para él el sistema jurídico propiamente no existe, ya que no sería más que un conjunto de convicciones personales de los jueces sobre la justa resolución de los casos. Así que si quiere dar cuenta de su función, tendrá que describirla como mero ejercicio de un poder socialmente establecido y, además, deberá asumir que los jueces propiamente no aplican Derecho, sino que lo crean por completo. ¿Y las normas del llamado Derecho positivo qué serían, entonces? Meras sugerencias de respuestas posibles para los casos, pero que pueden acatar o no según les parezca.

El Estado de Derecho, al menos ése, funciona -en lo que funciona- gracias a que la mayor parte de los jueces que en él ejercen no son ni relativistas ni absolutistas, en el sentido que acabamos de proponer. Por un lado, no creen que su conciencia personal sea reina y señora de las decisiones en los casos que juzgan, sino que piensan que deben aplicar las normas de un Derecho que no es suyo ni vive en sus gustos y sus opiniones; no son tan escépticos respecto al Derecho y se creen algo del llamado principio de legalidad. Por otro, no viven tan pagados de sí mismos, no son tan narcisistas como para pensar que sólo con que a ellos se les ocurra que algo es injusto ya han dado con la moral verdadera que por arte de birlibirloque se transmuta a través de su pluma en Derecho supremo y perfectamente objetivo.

En realidad, ese modelo de juez que ni está aquejado de depresión ni pletórico de soberbia es el que en el Estado de Derecho presumimos cuando le exigimos que argumente sus decisiones. Si éstas fueran nada más que cuestión de gusto, del gusto de cada juez, habría que aplicar aquello de que sobre gustos no se discute, y nada habría que argumentar. Si fueran las decisiones judiciales asunto de verdades incontestables, tampoco darían para mucha argumentación, pues diríamos lo de que la verdad no tiene más que un camino y basta una sencilla demostración para poner de manifiesto que se ha seguido el único camino posible, el de la única respuesta correcta. Pero, entre esos dos polos viciosos, hacemos a los jueces que justifiquen sus decisiones porque ni todo vale igual ni lo que digan ellos vale más por ser vos quien sois.

Al hablar de arbitrariedad, por contraste con la arbitrariedad que mediante la exigencia de argumentación se quiere desterrar en lo posible, será útil diferenciar entre sujeto decididor arbitrario y decisión arbitraria. Que algunos jueces sean arbitrarios es algo que, por sí, tiene menos importancia de lo que a primera vista parece. Lo relevante, y para lo que sirve antes que nada la obligación de argumentar, unida al principio de legalidad o de sumisión del juez al Derecho “objetivo”, es para que no haya decisiones arbitrarias. Veamos con más calma esta distinción.

Imaginemos dos jueces que juzgan el mismo caso o casos perfectamente idénticos. Llamemos a esos jueces A y B. El juez A es un santo varón -o una santa dama, pero no nos compliquemos también con los géneros-, la mejor persona que imaginarse pueda, el más honesto y esforzado de los seres humanos, un prodigio de conciencia escrupulosa y de celo profesional. Cuando ve y oye al acusado -supongamos que el caso es penal- se esfuerza hasta el límite de lo humanamente posible para desterrar de sí todo prejuicio, asiste a cada trámite del proceso con la atención máxima, medita cada decisión hasta el extremo, reflexiona con el mayor rigor y a la búsqueda de la más pura justicia. Finalmente condena, pero sus argumentos son tan endebles como profunda e incontaminada era su convicción de la culpabilidad del reo. No será difícil que el abogado del condenado recurra la sentencia ni que el tribunal superior se la case.

Ahora vamos con el juez B. Es y se sabe tendencioso, aunque, inteligente también, no se delata. En cuanto echa un vistazo al caso y al procesado ya sabe que va a condenar, lo decidió así porque detesta a ese tipo de personas, tal vez le recuerda el reo a un novio que su hija tuvo y que la trató mal, o al antiguo marido de su esposa, lo que sea. Se pasa el proceso medio distraído, no es demasiado riguroso en su manera de actuar. Al fin dicta el fallo que tenía predecidido, aquel al que su prejuicio le llevó, pero lo motiva con tal cantidad de argumentos oportunos, bien traídos y sabiamente desarrollados, que cualquiera que lea la sentencia quedará bastante convencido de lo correcto de la decisión y, además, no parece fácil que la parte perdedora pueda contrapesar con éxito esos argumentos en un hipotético recurso.

Si nos preguntamos cuál de los dos, A y B, es mejor ser humano y más honesto, coincidiremos en que sin duda A. Si la cuestión es la de cuál es mejor juez, empezarán las dudas, pues, igual que no hay más cera que la que arde, de los jueces normalmente ni conocemos ni tenemos por qué conocer mayor cosa que sus sentencias. Porque, si el interrogante versa sobre cuál de las dos sentencias es mejor, estaremos de acuerdo en que la de B. ¿Pese a lo reprobable de sus móviles? Sí, pese a ello, y veamos ahora la razón.

Mi pareja puede tener quién sabe qué móviles conscientes o qué inconscientes impulsos para estar conmigo. Pero yo de eso no sé nada, si ella no me lo dice o no me lo cuenta su psicoanalista. Yo sé lo que sí me dice y lo que por mí mismo percibo: cómo me trata, cómo se porta conmigo, cómo nos entendemos. Si yo pienso que me quiere -y si yo la quiero-, es por lo visible, no por lo invisible, por sus obras, no por sus móviles secretos; pues, si son secretos, no podrán contar en mí ni para bien ni para mal. A ella le pasa conmigo otro tanto. Y si me dijeran que la verdadera causa de que busque mi compañía y se acople a mi temperamento es que le recuerdo a su papá o a un perrito con el que jugaba de pequeña, seguramente yo respondería que bueno y que qué importa, que para mí lo decisivo no son esos móviles originarios y ocultos, sino lo que puede ver y sentir. Con los jueces también ocurre algo similar, mutatis mutandis.

Los de aquella corriente doctrinal de tierra fría que se llamaba realismo jurídico afirmaban que el juez primero decide y después motiva. Como nuestro juez B y contrariamente a nuestro juez A. O sea, que primero adopta intuitivamente su resolución de condenar o absolver o de dar la razón a una parte o a la otra, y después busca los mejores argumentos para revestir de la apariencia de razones lo que propiamente no las tiene, pues estuvo guiado por las pasiones, por pulsiones más o menos elementales. Esto fue durante mucho tiempo una seria objeción para las corrientes de teoría del Derecho que querían dejar a salvo algo de racionalidad posible en la decisión judicial, la esperanza de que con algo de objetividad y racionalmente podamos distinguir entre decisiones mejores y peores. Al fin, desde las filas de las teorías de la argumentación jurídica salió la respuesta adecuada para evitar ese embrollo realista. Veámosla.

Al igual que yo de mi pareja sólo conoceré los móviles recónditos si ella es consciente de ellos y me los confiesa, del juez sólo sabremos que obró por móviles indebidos si él es tan torpe como para dejar que se le vean. Y de la misma manera que del amor de mi compañera yo juzgo por sus acciones, la sentencia del juez la valoramos por las razones que contiene en forma de argumentos; si éstos son convincentes para un observador imparcial, pensaremos que cualquier juez imparcial podría haber decidido así y probablemente habría decidido así.

Naturalmente, tendremos luego y aquí que aclarar qué significa exactamente lo de que los argumentos sean convincentes. Será en el último apartado de este escrito. Pero, mientras tanto, podemos calar mejor en el sentido último de algo que ya sabíamos: que de las sentencias lo más importante, en términos de racionalidad, no es el fallo en sí, sino la motivación que lo sostiene, los argumentos con que se ampara; y que, correlativamente, para la racionalidad de esas sentencias cuenta más su motivación que los móviles del juez, que sus motivos personales, normalmente ocultos. Y cuando son indebidos esos móviles y se pueden conocer, ya prevé el sistema jurídico vías para que la sentencia se invalide y al juez se le sancione. De ahí que, aunque suene algo extraño, el problema más grave sea el otro: el de los jueces con las mejores intenciones que hacen las peores sentencias. Algo hoy bastante común, y no hay más que leer abundante jurisprudencia para constatarlo. A ese mal es al que quiere poner algo de freno la teoría de la argumentación jurídica, aunque, al paso que vamos y cuando esa doctrina anda de la mano del iusmoralismo, podemos acabar agrandando el desaguisado en lugar de arreglarlo.

Resumamos la diferencia principal, en este contexto de la decisión judicial, entre arbitrariedad y discrecionalidad. Quedamos en que juzgamos por lo que vemos en la sentencia, prescindiendo de los móviles personales del juez, que no nos serán conocidos, salvo en los casos marcadamente patológicos. Pues bien, una decisión es arbitraria cuando o bien se toma al margen de cualesquiera razones, sin razones de ningún tipo que justifiquen la opción como auténtica elección, como ocurre en el caso de que se decida lanzando una moneda al aire, o bien las razones de la decisión son estrictamente personales y, a fin de cuentas, inconfesables. Serán inconfesables, en este marco, porque si se confiesan o se detectan, denotarán parcialidad y ánimo discriminatorio, opuesto todo ello, por tanto, al requisito de universalización. Esas razones parciales por palmariamente subjetivas, personales, no podrán valer como razones aceptables para un observador imparcial, genérico.

Aquí es posible formular la siguiente tesis: una decisión judicial es tanto más sospechosa de arbitrariedad, en el sentido que se acaba de exponer, cuanto más defectuosa es la argumentación que la apoya, la justificación que de ella se da en la motivación de la sentencia. Tendremos, en consecuencia, que precisar más en qué consiste una argumentación defectuosa, y de eso nos ocupamos en el apartado que sigue.

[1] Fuera de los supuestos tasados por el propio sistema normativo que sienta esas prohibiciones y esas sanciones. Por ejemplo, las eximentes penales o las excepciones al deber de obediencia del militar. Pero esto es aquí escasamente relevante para el hilo principal de nuestra exposición.
[2] No tiene el juez penal que justificar por qué aplica el Código penal vigente en lugar del Código de Hammurabi o los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia.
[3] No tiene que explicitar los motivos que le llevaron a comer ensalada de lechuga el día del juicio oral.
[4] Alternativas que pueden venir imperativamente dadas o cuya lista quizá no ha sido a su vez elegida por este que ahora entre ellas ha de tomar partido discrecionalmente.