¿Qué es la política hoy en día? ¿Quiénes son los políticos? En nuestra cultura occidental, de los griegos para acá, se han ido superponiendo, o, mejor, reemplazando, distintas maneras de entender lo político y sus protagonistas, hasta llegar a esta mixtura de hoy en que se junta lo peor de cada cosa y de cada casa.
No hace falta recordar que “política” viene de “polis”, nombre de la ciudad-Estado griega. Para los griegos de la época clásica el hombre se realiza en su más alta vocación y destino cuando, en tanto que libre, participa en la discusión y dirección de los asuntos públicos, allá en la plaza, en el “ágora”. Tiempo aquel en que mucho se encomia la facundia, el arte de aquellos oradores que con sabiduría y pasión arrastraban a los reunidos y vencían en las disputas sobre las ideas y las acciones. Cuando a las ciudades aquellas se les acaba su tiempo y la política pasa a regir en espacios más grandes, el sabio se retira a su estoica contemplación y el epicúreo a su distante disfrute y queda la política para emperadores y tiranos. Siempre la misma secuencia. La Roma republicana será también flor de pocos siglos y volverán después emperadores, bien equilibrados los unos, degenerados y sanguinarios los otros. Hasta que el Imperio Romano de Occidente termine y, con él, los rastros de una civilización que tardará siglos y oscuridades en renacer.
Vinieron luego los tiempos de la horda, de los pueblos sin escritura, del hambre como motor de las guerras y de la sed de territorio como acicate de las empresas políticas. Los viejos dioses se habían retirado y, de tan humana, la tierra era gobernada como se gobiernan las manadas, por los más fuertes, por los más valientes, por los más atroces. Al fin, se van asentando otra vez emperadores, monarcas y señores y de nuevo regresa la religión a cubrir de trascendencia el humano dominio. Al Dios cristiano se le asigna la tarea de señalar a los que, para bien de su Creación y dirección justa de su pueblo, hayan de gobernar las sociedades. Se legitiman en la fe y con la fe imperios, monarquías y señoríos.
Lutero trajo, sin quererlo, libertad y sangre y competencia entre las iglesias por ver cuál de ellas tenía el Dios de designio más certero. Tendrá que llegar, como fruta madura, la Ilustración, tendrá la confianza en la ciencia que arrinconar el pesimismo de la religión, deberá la razón ganarle territorio a la oscura fe, habrá de imponerse el optimismo del progreso frente a la convicción atávica de que toda vida social es decadencia y bajeza. Y acontecerá el prodigio: ya no se piensa que el poder les llegue desde arriba a los súbditos y a las sociedades; ya no es Dios quien elige al rey que, con el poder absoluto que corresponde a tan alta fuente, mande sobre los habitantes de su Estado. Ahora las cosas se ven al revés: son tantas las confesiones religiosas que mejor no fiar el origen del poder al Dios de ninguna. Y puesto que, en cuanto humanos todos, la razón nos iguala, nadie posee por nacimiento título que lo legitime para imperar sobre los otros. El poder viene de abajo, del pueblo, de la sociedad, de los individuos que, así, se hacen ciudadanos pues se quieren soberanos. Las doctrinas del contrato social revisten de teoría política este nuevo dictado, propio de los tiempos de optimismo, de las épocas en que la política regresa como labor de todos y suprema responsabilidad de cada uno.
Vino el Estado de Derecho y se sometió todo poder a ley; llegó el Estado constitucional y fue suprema ley ésa, la Constitución, que todo poder crea y regula y que a ninguno se somete, ya que todos nacen de ella, salvo el poder constituyente, que se pretende siempre el pueblo soberano. Llegó el Estado democrático y fue la sociedad la que se organizó para que los elegidos para hacer las leyes no fueran los por ella meramente consentidos, sino sus verdaderos representantes. Y con el Estado social, desde la cúspide misma del ordenamiento jurídico, desde la Constitución, se impuso al poder una obligación nueva, la de procurar entre los ciudadanos una igualdad mínima que les permita competir por puestos y cargos bajo igualdad de oportunidades.
Todo esto, contemplado desde ahora mismo, da un poco de risa; o, si no, honda melancolía. Debemos defenderlo pues otra cosa no nos queda, ni se nos ocurre, que no sea infinitamente peor. Pero da pena. Hoy la política es vocación de truhanes, refugio de malandrines, pasión de cabezas huecas. Sin más ideal que el de perpetuarse en cargos y prebendas, por tener algo que hacer que no sea duro trabajo y porque la familia también coma, sin principios a los que no se ponga precio y para los que no se admita trueque, sin convicciones personales arraigadas que sean algo más que eslóganes y frases hechas, sin conocimientos ni de la historia del pueblo que se gobierna ni de la filosofía que iluminó la época que se vive ni de la ética que marca límites e impone respetos, el político de hoy es un sujeto fungible, diseñado por especialistas en imagen y mercadeo, salido de la inanidad para quedarse en ella, ansioso comensal en las mesas de los ricos de siempre, orador truculento y mañoso, acusica de patio de colegio, eterno quejumbroso, alérgico a asumir las responsabilidades y propenso a echar a otros las culpas propias. Una mierdecilla. Miren alrederor, abran por cualquier página el periódico de hoy, vean al azar un informativo de televisión. Son legión.
Lo que corresponde, ni más ni menos, a sociedades narcisistas, que esconden la cabeza debajo del ala cada vez que presienten un peligro, que culpan a sus pastores de las maniobras de los lobos, que se fingen solidarias para sentirse exclusivas, que se han tornado maniqueas para evitar la fatiga del matiz, que se entregan a los divertimentos más soeces con aires de intelectual suficiencia, que abominan del esfuerzo pues nunca se imaginaron tan prósperas y piensan que así han de seguir con sólo no moverse.
No hace falta recordar que “política” viene de “polis”, nombre de la ciudad-Estado griega. Para los griegos de la época clásica el hombre se realiza en su más alta vocación y destino cuando, en tanto que libre, participa en la discusión y dirección de los asuntos públicos, allá en la plaza, en el “ágora”. Tiempo aquel en que mucho se encomia la facundia, el arte de aquellos oradores que con sabiduría y pasión arrastraban a los reunidos y vencían en las disputas sobre las ideas y las acciones. Cuando a las ciudades aquellas se les acaba su tiempo y la política pasa a regir en espacios más grandes, el sabio se retira a su estoica contemplación y el epicúreo a su distante disfrute y queda la política para emperadores y tiranos. Siempre la misma secuencia. La Roma republicana será también flor de pocos siglos y volverán después emperadores, bien equilibrados los unos, degenerados y sanguinarios los otros. Hasta que el Imperio Romano de Occidente termine y, con él, los rastros de una civilización que tardará siglos y oscuridades en renacer.
Vinieron luego los tiempos de la horda, de los pueblos sin escritura, del hambre como motor de las guerras y de la sed de territorio como acicate de las empresas políticas. Los viejos dioses se habían retirado y, de tan humana, la tierra era gobernada como se gobiernan las manadas, por los más fuertes, por los más valientes, por los más atroces. Al fin, se van asentando otra vez emperadores, monarcas y señores y de nuevo regresa la religión a cubrir de trascendencia el humano dominio. Al Dios cristiano se le asigna la tarea de señalar a los que, para bien de su Creación y dirección justa de su pueblo, hayan de gobernar las sociedades. Se legitiman en la fe y con la fe imperios, monarquías y señoríos.
Lutero trajo, sin quererlo, libertad y sangre y competencia entre las iglesias por ver cuál de ellas tenía el Dios de designio más certero. Tendrá que llegar, como fruta madura, la Ilustración, tendrá la confianza en la ciencia que arrinconar el pesimismo de la religión, deberá la razón ganarle territorio a la oscura fe, habrá de imponerse el optimismo del progreso frente a la convicción atávica de que toda vida social es decadencia y bajeza. Y acontecerá el prodigio: ya no se piensa que el poder les llegue desde arriba a los súbditos y a las sociedades; ya no es Dios quien elige al rey que, con el poder absoluto que corresponde a tan alta fuente, mande sobre los habitantes de su Estado. Ahora las cosas se ven al revés: son tantas las confesiones religiosas que mejor no fiar el origen del poder al Dios de ninguna. Y puesto que, en cuanto humanos todos, la razón nos iguala, nadie posee por nacimiento título que lo legitime para imperar sobre los otros. El poder viene de abajo, del pueblo, de la sociedad, de los individuos que, así, se hacen ciudadanos pues se quieren soberanos. Las doctrinas del contrato social revisten de teoría política este nuevo dictado, propio de los tiempos de optimismo, de las épocas en que la política regresa como labor de todos y suprema responsabilidad de cada uno.
Vino el Estado de Derecho y se sometió todo poder a ley; llegó el Estado constitucional y fue suprema ley ésa, la Constitución, que todo poder crea y regula y que a ninguno se somete, ya que todos nacen de ella, salvo el poder constituyente, que se pretende siempre el pueblo soberano. Llegó el Estado democrático y fue la sociedad la que se organizó para que los elegidos para hacer las leyes no fueran los por ella meramente consentidos, sino sus verdaderos representantes. Y con el Estado social, desde la cúspide misma del ordenamiento jurídico, desde la Constitución, se impuso al poder una obligación nueva, la de procurar entre los ciudadanos una igualdad mínima que les permita competir por puestos y cargos bajo igualdad de oportunidades.
Todo esto, contemplado desde ahora mismo, da un poco de risa; o, si no, honda melancolía. Debemos defenderlo pues otra cosa no nos queda, ni se nos ocurre, que no sea infinitamente peor. Pero da pena. Hoy la política es vocación de truhanes, refugio de malandrines, pasión de cabezas huecas. Sin más ideal que el de perpetuarse en cargos y prebendas, por tener algo que hacer que no sea duro trabajo y porque la familia también coma, sin principios a los que no se ponga precio y para los que no se admita trueque, sin convicciones personales arraigadas que sean algo más que eslóganes y frases hechas, sin conocimientos ni de la historia del pueblo que se gobierna ni de la filosofía que iluminó la época que se vive ni de la ética que marca límites e impone respetos, el político de hoy es un sujeto fungible, diseñado por especialistas en imagen y mercadeo, salido de la inanidad para quedarse en ella, ansioso comensal en las mesas de los ricos de siempre, orador truculento y mañoso, acusica de patio de colegio, eterno quejumbroso, alérgico a asumir las responsabilidades y propenso a echar a otros las culpas propias. Una mierdecilla. Miren alrederor, abran por cualquier página el periódico de hoy, vean al azar un informativo de televisión. Son legión.
Lo que corresponde, ni más ni menos, a sociedades narcisistas, que esconden la cabeza debajo del ala cada vez que presienten un peligro, que culpan a sus pastores de las maniobras de los lobos, que se fingen solidarias para sentirse exclusivas, que se han tornado maniqueas para evitar la fatiga del matiz, que se entregan a los divertimentos más soeces con aires de intelectual suficiencia, que abominan del esfuerzo pues nunca se imaginaron tan prósperas y piensan que así han de seguir con sólo no moverse.
Lo decían los abuelos y razón tenían, aunque haya que calibrar rectamente sus porqués: debería venir una guerra. Entiéndaseme.