Ya no sé cuántas veces he dicho aquí que no entiendo gran cosa de economía. Tuve los profesores que tuve, además. Pero ahora leo compulsivamente las secciones económicas de los periódicos, y sigo sin verlo claro. Con todo, uno se va haciendo sus explicaciones de andar por casa, tal que así.
Parece que hace unos cuantos años por estos pagos había dinero sobrante, vaya usted a saber por qué y de dónde venía. Además, la gente tenía el síndrome ahorrativo que proviene de la atávica pobreza que hemos olvidado con la misma saña con que después del divorcio y de echarse otra novia se deja de pensar en un matrimonio anterior y mal avenido. El caso es que la gente se ponía a buscar dónde meter los billetes sobrantes y resultaba que, como el dinero estaba barato, los bancos ya no pagaban casi nada por un plazo fijo de aquellos que volvían locos a nuestros abuelos. Así que se puso todo quisque a invertir en pisos, primero para tener ahí eso que se llamaba un valor seguro, y luego porque aquello resultó ser Jauja. Comprabas un apartamentito y, antes incluso de firmar la escritura, lo revendías con ganancias del muchísimos por ciento. Y vuelta a comprar otro más gordo para hacer la misma operación. Hasta los más reticentes entraron al trapo y los constructores no daban a basto a construir y forrarse a su vez. De paso, cada quien se enriquecía con el llamado boom inmobiliario, pues había más trabajo que mano de obra, cualificada y sin cualificar. Los funcionarios, a parte de intentar hacer también nuestros pinitos financieros y de buscar cualquier apaño extra para no perder el tren del consumo y la competición social, mirábamos acomplejados al electricista que pilotaba un Mercedes último modelo cuando venía a ponernos los enchufes, o nos sorprendíamos al descubrir la mansión que se había agenciado aquel fontanero que tomaba el café en el mismo bar que nosotros. ¿Que aquello, que era también una pirámide como la de Madoff, pero a escala global, tenía que pinchar algún día? Sí, hasta el más tonto podía verlo, pero quién sabe cuándo. Tal vez cuando cada ciudadano fuera propietario de diez casas, de veinte quizá; o cuando no quedara en todo el país un maldito metro cuadrado sin edificios encima.
Los que tenían más pasta (aún) trababan de hacer eso que llaman diversificar las inversiones y jugaban en bolsa. Y, oh cielos, pasó otro tanto de lo mismo. Hasta las acciones de la compañía más mindundi y cutre subían como la espuma al compás de noticias económicas que hablaban de la multiplicación sorprendente e inesperada de los panes y los peces: que si tasas de crecimiento desbordante, que si PIB erecto, que si el euro se pone cachondo y nos permite ir a cualquier país sintiéndonos los reyes del mambo. La gente tiene para invertir y para consumir desaforadamente. Hasta el último habitante de Melonar de Arriba había dado un par de veces la vuelta al mundo y se había bañado en las playas tropicales más exquisitas, había codazos para hacerse con una mesa el año que viene el El Bulli, las limpiadoras lucían bolsos de Louis Vuitton con naturalidad recién aprendida, los niños de la casa se negaban a calzar cualquier zapatilla que no fuera genuina Adidas, modelo hipercaro.
Con ese tren de vida el dinero contante y sonante no alcanzaba, pero pas de problem, pues los bancos te prestaban unos millones en cinco minutos, a interés razonable y con la sola garantía del rosario de tu madre, que era de alabastro. El dinero siguió manando a chorros, pero ya era virtual del todo. Los balances, en los bancos, en los negocios y en las casas, no se hacían contando con lo que se tenía, sino con lo que se podía conseguir hipotecando lo hipotecado, calculando cuánto engordaba al día el valor de unas acciones o unas casas, engorde basado en la fe de todos en lo imparable del milagro. La hinchazón imparable de inmuebles y acciones incitaba a comprar lo uno y lo otro, paradójicamente, sorprendentemente, absurdamente. Ya no era sólo que se vendiera la piel del oso antes de cazarlo, sino que el oso era de trapo, pero todos le veían una piel lustrosísima y unos fieros colmillos.
Los bancos hacían lo mismo que nosotros, los parroquianos, pero a lo grande. Se vendían entre sí unos paquetes que eran realmente unos paquetes, envoltorios sin nada dentro, humo, aire, y ganaban a espuertas. Con ello subían sus acciones, que el personal se disputaba y se revendía a su vez. Imperaba por doquier la confianza extrema, la fe más irracional, la convicción de que el maná era inagotable. Se nos llenaron las calles de brokers, financieros improvisados, magos de la chistera. Pero el caso es que se hacían de oro y en sus manos poníamos nuestros cuartos como quien se encomienda a un hechicero infalible.
Y un día se pinchó el globo. Fueron los bancos los que descubrieron que entre sí se la estaban metiendo doblada y que la gallina de los huevos de oro ya tenía agujetas en el trasero. Así que dejaron de darnos créditos y de fiarse tan guapamente de nosotros y pusieron gesto de menesterosos arruinados. A nosotros nos entró el canguelo y echamos a correr para deshacernos de los pisos y las acciones antes de que todo se fuera al carajo. Y lo demás es sabido: ya no se construyen más casas, el electricista no puede mantener el Mercedes y al niño hay que volver a ponerle una onza de chocolate en el bocadillo, en lugar del foi de oca con que lo mandábamos al cole.
¿Se veía venir? Hasta el más idiota lo podía presagiar. ¿Entonces? La confianza ciega. La confianza ciega en los economistas, sabios a tiempo completo que nos decían que el prodigio era imparable y eterno; confianza en los políticos, que se adjudicaban el mérito de nuestra prosperidad y nos la prometían indefinida. Unos y otros, políticos y economistas, sabían que en el momento en que torcieran el gesto y nos dijeran que cuidadín, empezaría la cuesta abajo; la cuesta abajo para ellos, antes que nada. Por eso tenían que mantener el cadáver con aspecto lozano, lo maquillaban, lo vestían y lo lucían como si estuviera vivo. A ellos les iba el cocido en la jugada, había que retrasar todo lo posible el conocimiento del deceso. A nosotros nos convenía más creerlos, confiar, hacer como que no nos enterábamos de que el rey estaba desnudo. Hasta que el cadáver del rey empezó a apestar y lo evidente se hizo, al fin, evidente.
Y en éstas resurgió la estúpida discusión sobre a quién queremos más, a papá o a mamá, al Estado o al mercado. Los grandes defensores del mercado se hicieron firmes partidarios del Estado. El Estado se encamó con esos amantes sobrevenidos y empezó a regalarles dinero a banqueros y grandes industriales, pues caen en la cuenta los políticos que se decían antiliberales de que si no hay negocio entre particulares no hay de dónde cobrar impuestos y, además, se dispara el paro y cualquier día la gente sale a la calle a romper algo. A nosotros, los ciudadanos, no nos dan dineros así, como a los bancos, pero nos recuerdan todos los días a la hora de cenar que hay que arrimar el hombro, que es necesario nuestro esfuerzo para salir adelante, que sin nuestra iniciativa todo está perdido. Y lo más bonito: que hay que ser prudentes, pacientes y resignados, pero no dejar de consumir a tutiplén. Y en ésas estamos.
¿Mercado o Estado? Pero, vamos a ver, ¿esto que teníamos era realmente mercado? No hay mercado sin Estado, sin un poder público que vele por la limpieza de las transacciones. Si bien se mira, también las estafas ocurren en el mercado, pero para eso está el poder estatal, para evitar que se nos estafe, si nos time, se nos robe, se nos asalte, se no saquee. Hasta por los más incautos debe velar el Estado mediante normas y acciones que eviten los latrocinios. Durante las últimas décadas los Estados habían abandonado esa su responsabilidad primera y habían dejado hacer a los tahúres y los mercachifles sin alma, en la boba convicción de que todo movimiento de dinero es bueno si engendra más dinero y caiga quien caiga a la larga. Además, con tanto pelotazo los impuestos iban viento en popa, las arcas públicas se hinchaban y los políticos pudieron hacer lo que más les convenía para sus fines inmediatos de ganar elecciones: repartir dinero a manos llenas, sin ton ni son, demagógicamente, con desprecio a la necesidad real, el trabajo y el mérito. Ciudadano contento es ciudadano que nos vota y, como tenemos superávit, financiamos exposiciones de artistas chuscos, subvencionamos películas que nadie ve, ponemos una universidad en cada barrio, hacemos funcionario a todo el que se deje, pagamos por cada hijo, por cada primo, por cada suegro y, ya de propina, regalamos por la jeta a todo el mundo cuatrocientos euros, fingiendo que mañana pueden ser muchos más. Y la ciudadanía feliz y contenta: además de lo que cada uno se saca con poco trabajo y jugando a especular, el Estado viene y nos pone de todo por el morro. Qué más podemos pedir, vivimos en el mejor de los mundos posibles, casi sin hincarla y dándonos a la buena vida.
El Estado ha sido un gran fracaso, un engaño. No aprovechó tampoco la bonanza para atender otra de sus grandes funciones, la de hacer políticas sociales serias y redistribuir la riqueza, lo cual, por cierto, también es muy buena cosa para un mercado serio. Las políticas sociales han sido una caricatura y los datos son concluyentes, pues ha aumentado la distancia entre pobres y ricos. Los logros aparentes sólo son resultado de la banalización de los servicios públicos. Educación para todos, sí, pero educación pésima, degradada. Cultura para todos, sí, pero estupidizante cultura borreguil, sanidad para todos, sí, pero caótica y burocratizada. Y así sucesivamente.
Se impone recuperar el mercado y recuperar el Estado, cada uno en su sitio y en su papel. Mercado en el que hagan libremente sus transacciones los ciudadanos libres, pero con control legal férreo de las reglas de juego y con un cambio radical en las prioridades: la pequeña empresa merece más atención y cuidados que el gran consorcio, la economía productiva ha de estar más mimada que la economía financiera. Hay que engordar las responsabilidades del Estado al mismo tiempo que se adelgaza el Estado. Menos gasto estatal, pero más efectivo, menos burocracia y mejores servicios públicos, más apoyo al ciudadano y menos privilegios de la burocracia erigida en casta. Menos normas y más eficaces, menos propaganda y más resultados.
Es necesario rescatar también el mercado, pero como ese imaginario lugar en el que los ciudadanos libremente compran y venden bienes tangibles con arreglo a la ley de la oferta y la demanda, no como la covacha virtual en la que cantamañanas de toda laya especulan impunemente y venden tesoros imaginarios, espuma, quimeras. Por el bien del mercado conviene sacar de él a los estafadores. Por el bien del Estado, que es nuestro bien, se ha de evitar que vuelva a hacerse cómplice de las estafas y a ser el aparejador de nuevas pirámides.
Parece que hace unos cuantos años por estos pagos había dinero sobrante, vaya usted a saber por qué y de dónde venía. Además, la gente tenía el síndrome ahorrativo que proviene de la atávica pobreza que hemos olvidado con la misma saña con que después del divorcio y de echarse otra novia se deja de pensar en un matrimonio anterior y mal avenido. El caso es que la gente se ponía a buscar dónde meter los billetes sobrantes y resultaba que, como el dinero estaba barato, los bancos ya no pagaban casi nada por un plazo fijo de aquellos que volvían locos a nuestros abuelos. Así que se puso todo quisque a invertir en pisos, primero para tener ahí eso que se llamaba un valor seguro, y luego porque aquello resultó ser Jauja. Comprabas un apartamentito y, antes incluso de firmar la escritura, lo revendías con ganancias del muchísimos por ciento. Y vuelta a comprar otro más gordo para hacer la misma operación. Hasta los más reticentes entraron al trapo y los constructores no daban a basto a construir y forrarse a su vez. De paso, cada quien se enriquecía con el llamado boom inmobiliario, pues había más trabajo que mano de obra, cualificada y sin cualificar. Los funcionarios, a parte de intentar hacer también nuestros pinitos financieros y de buscar cualquier apaño extra para no perder el tren del consumo y la competición social, mirábamos acomplejados al electricista que pilotaba un Mercedes último modelo cuando venía a ponernos los enchufes, o nos sorprendíamos al descubrir la mansión que se había agenciado aquel fontanero que tomaba el café en el mismo bar que nosotros. ¿Que aquello, que era también una pirámide como la de Madoff, pero a escala global, tenía que pinchar algún día? Sí, hasta el más tonto podía verlo, pero quién sabe cuándo. Tal vez cuando cada ciudadano fuera propietario de diez casas, de veinte quizá; o cuando no quedara en todo el país un maldito metro cuadrado sin edificios encima.
Los que tenían más pasta (aún) trababan de hacer eso que llaman diversificar las inversiones y jugaban en bolsa. Y, oh cielos, pasó otro tanto de lo mismo. Hasta las acciones de la compañía más mindundi y cutre subían como la espuma al compás de noticias económicas que hablaban de la multiplicación sorprendente e inesperada de los panes y los peces: que si tasas de crecimiento desbordante, que si PIB erecto, que si el euro se pone cachondo y nos permite ir a cualquier país sintiéndonos los reyes del mambo. La gente tiene para invertir y para consumir desaforadamente. Hasta el último habitante de Melonar de Arriba había dado un par de veces la vuelta al mundo y se había bañado en las playas tropicales más exquisitas, había codazos para hacerse con una mesa el año que viene el El Bulli, las limpiadoras lucían bolsos de Louis Vuitton con naturalidad recién aprendida, los niños de la casa se negaban a calzar cualquier zapatilla que no fuera genuina Adidas, modelo hipercaro.
Con ese tren de vida el dinero contante y sonante no alcanzaba, pero pas de problem, pues los bancos te prestaban unos millones en cinco minutos, a interés razonable y con la sola garantía del rosario de tu madre, que era de alabastro. El dinero siguió manando a chorros, pero ya era virtual del todo. Los balances, en los bancos, en los negocios y en las casas, no se hacían contando con lo que se tenía, sino con lo que se podía conseguir hipotecando lo hipotecado, calculando cuánto engordaba al día el valor de unas acciones o unas casas, engorde basado en la fe de todos en lo imparable del milagro. La hinchazón imparable de inmuebles y acciones incitaba a comprar lo uno y lo otro, paradójicamente, sorprendentemente, absurdamente. Ya no era sólo que se vendiera la piel del oso antes de cazarlo, sino que el oso era de trapo, pero todos le veían una piel lustrosísima y unos fieros colmillos.
Los bancos hacían lo mismo que nosotros, los parroquianos, pero a lo grande. Se vendían entre sí unos paquetes que eran realmente unos paquetes, envoltorios sin nada dentro, humo, aire, y ganaban a espuertas. Con ello subían sus acciones, que el personal se disputaba y se revendía a su vez. Imperaba por doquier la confianza extrema, la fe más irracional, la convicción de que el maná era inagotable. Se nos llenaron las calles de brokers, financieros improvisados, magos de la chistera. Pero el caso es que se hacían de oro y en sus manos poníamos nuestros cuartos como quien se encomienda a un hechicero infalible.
Y un día se pinchó el globo. Fueron los bancos los que descubrieron que entre sí se la estaban metiendo doblada y que la gallina de los huevos de oro ya tenía agujetas en el trasero. Así que dejaron de darnos créditos y de fiarse tan guapamente de nosotros y pusieron gesto de menesterosos arruinados. A nosotros nos entró el canguelo y echamos a correr para deshacernos de los pisos y las acciones antes de que todo se fuera al carajo. Y lo demás es sabido: ya no se construyen más casas, el electricista no puede mantener el Mercedes y al niño hay que volver a ponerle una onza de chocolate en el bocadillo, en lugar del foi de oca con que lo mandábamos al cole.
¿Se veía venir? Hasta el más idiota lo podía presagiar. ¿Entonces? La confianza ciega. La confianza ciega en los economistas, sabios a tiempo completo que nos decían que el prodigio era imparable y eterno; confianza en los políticos, que se adjudicaban el mérito de nuestra prosperidad y nos la prometían indefinida. Unos y otros, políticos y economistas, sabían que en el momento en que torcieran el gesto y nos dijeran que cuidadín, empezaría la cuesta abajo; la cuesta abajo para ellos, antes que nada. Por eso tenían que mantener el cadáver con aspecto lozano, lo maquillaban, lo vestían y lo lucían como si estuviera vivo. A ellos les iba el cocido en la jugada, había que retrasar todo lo posible el conocimiento del deceso. A nosotros nos convenía más creerlos, confiar, hacer como que no nos enterábamos de que el rey estaba desnudo. Hasta que el cadáver del rey empezó a apestar y lo evidente se hizo, al fin, evidente.
Y en éstas resurgió la estúpida discusión sobre a quién queremos más, a papá o a mamá, al Estado o al mercado. Los grandes defensores del mercado se hicieron firmes partidarios del Estado. El Estado se encamó con esos amantes sobrevenidos y empezó a regalarles dinero a banqueros y grandes industriales, pues caen en la cuenta los políticos que se decían antiliberales de que si no hay negocio entre particulares no hay de dónde cobrar impuestos y, además, se dispara el paro y cualquier día la gente sale a la calle a romper algo. A nosotros, los ciudadanos, no nos dan dineros así, como a los bancos, pero nos recuerdan todos los días a la hora de cenar que hay que arrimar el hombro, que es necesario nuestro esfuerzo para salir adelante, que sin nuestra iniciativa todo está perdido. Y lo más bonito: que hay que ser prudentes, pacientes y resignados, pero no dejar de consumir a tutiplén. Y en ésas estamos.
¿Mercado o Estado? Pero, vamos a ver, ¿esto que teníamos era realmente mercado? No hay mercado sin Estado, sin un poder público que vele por la limpieza de las transacciones. Si bien se mira, también las estafas ocurren en el mercado, pero para eso está el poder estatal, para evitar que se nos estafe, si nos time, se nos robe, se nos asalte, se no saquee. Hasta por los más incautos debe velar el Estado mediante normas y acciones que eviten los latrocinios. Durante las últimas décadas los Estados habían abandonado esa su responsabilidad primera y habían dejado hacer a los tahúres y los mercachifles sin alma, en la boba convicción de que todo movimiento de dinero es bueno si engendra más dinero y caiga quien caiga a la larga. Además, con tanto pelotazo los impuestos iban viento en popa, las arcas públicas se hinchaban y los políticos pudieron hacer lo que más les convenía para sus fines inmediatos de ganar elecciones: repartir dinero a manos llenas, sin ton ni son, demagógicamente, con desprecio a la necesidad real, el trabajo y el mérito. Ciudadano contento es ciudadano que nos vota y, como tenemos superávit, financiamos exposiciones de artistas chuscos, subvencionamos películas que nadie ve, ponemos una universidad en cada barrio, hacemos funcionario a todo el que se deje, pagamos por cada hijo, por cada primo, por cada suegro y, ya de propina, regalamos por la jeta a todo el mundo cuatrocientos euros, fingiendo que mañana pueden ser muchos más. Y la ciudadanía feliz y contenta: además de lo que cada uno se saca con poco trabajo y jugando a especular, el Estado viene y nos pone de todo por el morro. Qué más podemos pedir, vivimos en el mejor de los mundos posibles, casi sin hincarla y dándonos a la buena vida.
El Estado ha sido un gran fracaso, un engaño. No aprovechó tampoco la bonanza para atender otra de sus grandes funciones, la de hacer políticas sociales serias y redistribuir la riqueza, lo cual, por cierto, también es muy buena cosa para un mercado serio. Las políticas sociales han sido una caricatura y los datos son concluyentes, pues ha aumentado la distancia entre pobres y ricos. Los logros aparentes sólo son resultado de la banalización de los servicios públicos. Educación para todos, sí, pero educación pésima, degradada. Cultura para todos, sí, pero estupidizante cultura borreguil, sanidad para todos, sí, pero caótica y burocratizada. Y así sucesivamente.
Se impone recuperar el mercado y recuperar el Estado, cada uno en su sitio y en su papel. Mercado en el que hagan libremente sus transacciones los ciudadanos libres, pero con control legal férreo de las reglas de juego y con un cambio radical en las prioridades: la pequeña empresa merece más atención y cuidados que el gran consorcio, la economía productiva ha de estar más mimada que la economía financiera. Hay que engordar las responsabilidades del Estado al mismo tiempo que se adelgaza el Estado. Menos gasto estatal, pero más efectivo, menos burocracia y mejores servicios públicos, más apoyo al ciudadano y menos privilegios de la burocracia erigida en casta. Menos normas y más eficaces, menos propaganda y más resultados.
Es necesario rescatar también el mercado, pero como ese imaginario lugar en el que los ciudadanos libremente compran y venden bienes tangibles con arreglo a la ley de la oferta y la demanda, no como la covacha virtual en la que cantamañanas de toda laya especulan impunemente y venden tesoros imaginarios, espuma, quimeras. Por el bien del mercado conviene sacar de él a los estafadores. Por el bien del Estado, que es nuestro bien, se ha de evitar que vuelva a hacerse cómplice de las estafas y a ser el aparejador de nuevas pirámides.