(Me repito un poco, pues este texto es versión nueva -completamente nueva, eso sí- de lo que aquí ya expuse hace unos días. Pero lo reproduzco porque aparece hoy en mi columna de El Mundo de León. Por cierto, la directora del periódico, amabilísima y afectuosa como siempre, me ha pedido que dedique mis textos a la actualidad leonesa y me deje de estas cuestiones universales o de la vida triste de ciudadanos sin empadronar. Procuraré, pues, hacerme cargo de que: a) León también existe; b) León tiene actualidad, y no embalsamada permanencia incólume; y c) esa actualidad es interesante y da un juego que te mueres para hacerse unos párrafos guapos. Ya les contaré. Pero tengo para mí que no voy a poder...
No es por darme pote, créanme, pero ¿qué creen ustedes que me acabo de comprar hoy mismo para leer este verano -mientras trabajo en sesudos asuntos juridicos también, que conste? Pues: 1) Hojas de Madrid con La galerna, de Blas de Otero -esto lo devoro esta semana, pura ansiedad-; 2) Mitologías de invierno y El emperador de Occidente, de Pierre Michon; 3) Antología de breve ficción, de Rafael Pérez Estrada; 4) Historias de la Alcarama, de Abel Hernández; 5) Vida de poeta, de Robert Walser; y 6) Educación siberiana, de Nikolai Lilin. Más lo que espera en las estanterías de mi buhardilla, mirándome con muy dolido reproche. No va a poder ser todo. Y, encima, tendre que ponerme al día de lo que ocurre en La Robla o se cuece en La Bañeza. En verano. Tendré que escribir sobre piscinas con niños, terrazas con plásticos y noches con fuegos artificiales. Lo dicho, no sé si voy a poder. Casi seguro que no. Pero en fin. Así son las villas y las provincias. Pura vida).
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Hay un tipo de persona que detesto cada día más. Me refiero al auténtico, al que va de natural y de carente de doblez, a ese que le cuenta a usted que está en contra de las viejas convenciones sociales y a favor de que todos nos explayemos sin tapujos. No lo crean, es un farsante, un aprovechado, un narciso y un sujeto bastante pueril casi siempre. Es ese amigo o conocido que no se corta un pelo a la hora de decirle a cara de perro que usted ha engordado mucho o que su pareja le está engañando o que sus hijos son unos malcriados o que es una horterada esa camisa nueva que se ha puesto. Si ante esa avalancha de supuesta sinceridad usted pone cara de dolor o de espanto, los auténticos de las narices le sueltan toda una conferencia sobre lo bueno que es decir a los amigos las cosas como se sienten y cuánto daña a la sociedad tanta hipocresía y tanto andarse con cortesías y aprensiones. O sea, que para colmo y después de que nos ponen de vuelta y media, aún tenemos que darles las gracias por su franqueza y enorgullecernos de su amistad de ofidios.
Con el auténtico no sirve de nada poner pucheros o devolverle reproches, ni pedir árnica ni rogarle mesura, pues le insistirá en los mismos cuentos sobre lo sano que es cascar lo que se piensa con la lealtad que se debe a los amigos, es decir, a las víctimas. No, lo que conviene es pagarle con igual moneda. Es divertido y aleccionador. Usted aguante el chaparrón sobre lo feo que viene hoy o sobre lo malo que es su coche o sobre lo que sea, tómese mientras un orujito y luego replique a calzón quitado. No para defenderse ni para alegar sobre sí mismo o los bienes suyos que el otro quiso destrozar. Nada de eso. Simplemente dígale, incluso exagerando un poco, lo que opina de él. Al fin y al cabo, es verdad que usted lo conoce desde hace años y sabe a ciencia cierta que es un ladroncete y que además tiene incontinencia urinaria por las noches. Pues a por ellos, oé. Verá qué maneras de llorar el auténtico y cómo le ruega que no siga. Y ahí es donde usted debe replicar que huy, sí, qué bien, cuánto alivia dejarse de hipocresías y cantar las cosas como te vienen. Pues eso. Sin piedad con los que nos fastidian y, encima, quieren darnos lecciones.