Acabo de leer un interesante y claro artículo de Abraham Barrero Ortega, titulado “La objeción de conciencia judicial (o de cómo lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible)”. Está publicado en el último número de la estupenda revista El cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, el número 22, correspondiente a junio de 2011 (págs. 28-33).
Como el propio título de ese escrito insinúa, la postura del autor es claramente negativa frente a la objeción de conciencia judicial, y sus argumentos me parecen precisos y contundentes. Nada sustancial puedo añadir a ellos. Sólo, si acaso, radicalizarlos y, luego, ligar ese tema con mis habituales dudas sobre algunas doctrinas actuales referidas a la presencia de la moral en las decisiones judiciales.
Dice el profesor Barrero Ortega que “El juez no un individuo privado; el juez es poder público. La objeción de conciencia es un derecho del individuo frente al Estado y el juez es Estado” (p. 32), y subraya que “el acceso a la función jurisdiccional es voluntario. Al juez no se le impone esa función” (p. 32). La posición del juez es de “deber institucional” (p 32). También se señalan los graves peligros de una indiscriminada admisión de que el juez pudiera objetar a la aplicación de cualquier ley con la que en conciencia discrepara, pues “los mandatos del ordenamiento son numerosísimos y las exigencias de la conciencia pueden ser casi infinitas” (p. 33).
Esos son los argumentos que me gustaría radicalizar con un ejemplo. Supongamos un país con pena de muerte (al fin y al cabo, no olvidemos que esa pena está vigente en numerosos estados de Estados Unidos) y una persona que accede libremente a la condición funcionarial de verdugo. E imaginemos que ese sujeto es contrario a la pena de muerte, porque siempre pensó así o por un cambio sobrevenido en su sistema moral. ¿Tendría sentido que se le admitiera la objeción de conciencia una vez tras otra y se le mantuviera en su puesto? Parece bien obvio que no. Pues por qué habría de aceptarse para los jueces.
Naturalmente que merece el mayor respeto la conciencia moral de cada cual, y en particular la del verdugo de nuestro forzado ejemplo. Mas una conciencia moral coherente le llevaría a dos cosas: a dimitir de su puesto y/o a actuar, como ciudadano común, para que la norma que entiende aberrante sea modificada, para lo cual dispone de todos sus derechos fundamentales en tanto que individuo, desde la libertad de expresión hasta los derechos políticos.
La libertad de conciencia, en cuanto derecho que el art. 16 CE ampara, permite que cada individuo se forje libremente sus personales creencias y se conduzca de conformidad con ellas; por ejemplo, y entre otras muchas cosas, a la hora de elegir profesión. Nadie puede ser obligado a convertirse en juez o en verdugo, si su conciencia no se lo permite. Pero los conflictos aparecen cuando al interés individual choca el interés general y cuando la dimensión individual ha de conciliarse con la institucional.
Es el interés general, en lo que se delimita desde la misma Constitución que protege la libertad de conciencia, el que determina que ciertas obligaciones jurídicas hacia la colectividad deban cumplirse aun cuando en conciencia no se esté de acuerdo con esa empresa en la que se colabora. Por eso se ven los ciudadanos jurídicamente obligados, bajo amenaza de sanción, a cosas tales como formar parte de mesas electorales o a pagar impuestos. Si se abriera ahí la puerta a la objeción de conciencia, el problema del gorrón sería irresoluble y la colectividad padecería las consecuencias. A la postre, no habría ni democracia ni Estado, o los habría a costa nada más que de quienes estén conformes con el diseño constitucional del Estado y del sistema político-jurídico.
Sin embargo, a nadie se obliga ni se puede obligar a ser juez. Quien se hace juez accede a una posición institucional y, como antes se ha señalado, ya no es, en tanto que juez, mero individuo o ciudadano, ni individuo o ciudadano principalmente: es institución del Estado y asume deberes institucionales. Los deberes institucionales no son deberes de conciencia, son de otro género e independientes de la conciencia moral de cada cual. Es más, el reto principalísimo de todo Estado de Derecho consiste en tratar de separar al sujeto-individuo del sujeto-institución, de poner diques para que la conciencia moral del sujeto-individuo no bloquee ni paralice su labor como sujeto-institución. Porque el sujeto-institución, en tanto que tal, no sirve a su conciencia como individuo ni a sus intereses como individuo ni a sus preferencias como individuo, sino a la institución misma y, por extensión, al Estado, a lo público, no a lo privado. De ahí que pueda y deba hablarse de una moral pública o moral de lo público como distinta y separada de la moral privada, de la moral individual.
Esa separación de roles y morales resulta siempre complicada, y particularmente difícil en países y Estados en los que no está presente una acendrada cultura de lo público. Se trata de que los ciudadanos sean capaces de contemplar con buenos ojos ese desdoblamiento y estén en condiciones de valorar positivamente sus efectos. Pongamos un ejemplo sencillo. Yo, en cuanto mero individuo o sujeto particular, puedo tener como una de las más altas guías morales de mi acción el favorecimiento de mi familia y la ayuda a mis amigos en apuros. Sin embargo, si yo accedo a la posición institucional de presidente del gobierno, ministro, alcalde o rector de universidad pública, a la hora de dictar normas, de aplicarlas, de resolver concursos o de otorgar concesiones administrativas deberé hacer abstracción de esos imperativos privados o puramente personales y guiarme por pautas institucionales, que son pautas jurídicas y, tal vez sobre todo, pautas de moral pública o de moral institucional. Porque en caso contrario, las instituciones se “privatizan”. Y, ya puestos, entre una institución formalmente pública pero larvadamente “privatizada” y una entidad privada (por ejemplo, una universidad privada), es preferible esta última opción, aunque solo sea a fin de que se apliquen los sistemas de responsabilidad que correspondan. Si como rector de una universidad privada, la arruino, pagaré por ello con un perjuicio patrimonial propio o me exigirán cuentas los propietarios; si, por corrupto o irresponsable, arruino una universidad pública, probablemente me iré de rositas, salvo que se me pruebe delito, lo cual no suele ser fácil. Ante todo no se olvide que estamos tocando el punto nodal del concepto de corrupción: hay corrupción pública cuando lo público se gestiona con criterios de moral privada y/o de interés privado.
No es pensable un sector público de actividad y servicios ni una Administración pública ni un sistema público de justicia sin ese corte drástico entre moral privada y moral público, sin esa cesura entre los patrones que han de gobernar las respetivas acciones. Y esto, repito, no supone demérito o desconsideración de la conciencia moral particular, privada, pues a nadie se fuerza a ser juez, ministro, alcalde o rector. Y no se les puede obligar, justamente, para no violentar su conciencia moral, para que quien no se sienta capaz de poner entre paréntesis sus valores, inclinaciones o intereses personales cuando maneja lo público, no sea colocado en ese dramático brete.
No perdamos de vista, además, que aquel que por su moral personal se sienta facultado para ocupar cargo público y desde él imponerla contra la ley que nace de la mayoría democráticamente sentada, posiblemente padece algún tipo de trastorno grave de su personalidad moral, algún tipo de narcisismo o de egolatría. Colectivamente no podemos consentir que ciertos sujetos privados colonicen las instituciones comunes para ponerlas a su servicio privado. Pues la moral personal es una moral privada. Respetamos sus creencias, por supuesto, y por eso no los obligamos a ser jueces, por ejemplo, ni se les impide dimitir, pero ellos tienen que respetar también las instituciones nuestras, las de todos, las comunes. Luego, en la calle, en la vida ordinaria y en los procesos políticos, todos iguales y cada uno a luchar para que sus convicciones se conviertan en las de la mayoría; pero por los cauces legítimos, que son los cauces políticos y constitucionales.
Resta el otro asunto que pretendía tocar. Se decía hace un rato que las razones que un juez puede tener para objetar moralmente a la ley que está llamado a aplicar a un caso son múltiples, variadísimas. Unos discreparán en conciencia de unas normas y otros de otras. Pero los casos en los que los jueces suelen plantear la posible objeción de conciencia tienen una característica definitoria: son casos que no admiten vuelta de hoja, son casos en los que el juez no está propiamente llamado a decidir, optando entre alternativas jurídicas posibles, sino que simplemente ha de realizar determinada acción formal o constitutiva, una vez que ha quedado claramente comprobada la concurrencia de ciertos requisitos puramente formales. Se ve con claridad en el caso en que el juez encargado del Registro Civil, cumpliendo una labor registral más que propiamente judicial, está llamado a intervenir en la celebración de matrimonios de personas del mismo sexo.
Si ahí no hay escapatoria, salvo el intento de apelar a la objeción de conciencia, ¿cuándo la hay? Leamos las agudas líneas del profesor Barrero: “Tampoco cabe hablar en puridad de objeción judicial cuando el juez, al aplicar la ley, puede utilizar fórmulas interpretativas que eviten el conflicto de conciencia. La ley, en ocasiones, ofrece distintas posibilidades de interpretación y el juez, legítimamente, puede optar por un significado o alcance que evita el conflicto. Por vía interpretativa se puede lograr una acomodación de los intereses en juego, de modo que la pretensión de dispensa no precisa ser legitimada por la sencilla razón de que ya lo está. El juez aplica la ley, la interpreta de un modo que no violenta su conciencia, siempre de conformidad con los criterios hábiles para la interpretación jurídica. Esto puede ser. Pero lo que no puede ser es que el juez manipule la ley para hacerla decir lo que no dice y acomodarla así a su conciencia. En tal caso, el juez está prevaricando”.
Sustancioso párrafo que conviene exprimir un poco más.
Nadie con mínimos conocimientos sobre el funcionamiento de las normas y la decisión judicial negará que los márgenes de indeterminación expresiva de las normas hacen inevitable, y también legítima, la discrecionalidad judicial. Es el juez el que escoge entre las interpretaciones razonablemente posibles de la norma que viene al caso. Y cuando al juez se le obliga a motivar sus sentencias, como impone el art. 120 CE, es precisamente para que esas elecciones no sean arbitrarias. Tiene que motivarlas, tiene que justificarlas como argumentos que las presenten como admisibles para un observador imparcial o para un ciudadano estándar con ciertos conocimientos jurídicos. Dicho de otro modo, ha de argumentar esa preferencia suya, que puede ser –o suele ser, si se quiere- una preferencia en conciencia o dictada por su escala moral privada, para que deje de verse como una preferencia moral suya.
Estamos ante un tema con profunda carga teórica y que nos hace regresar a la necesaria diferencia entre argumentos privados o personales y argumentos públicos o institucionales. Pongamos un juez J que reiteradamente se ve compelido a aplicar la norma N. De esa norma caben razonablemente dos interpretaciones diversas. Una de ellas I1, le resulta a J incompatible con su conciencia moral; la otra, I2, la tiene por moralmente loable. Cada vez que J aplica N, la aplica dándole la interpretación I2. Y esa preferencia interpretativa la justifica así: es la que a mí, J, me resulta moralmente aceptable, mientras que la alternativa la tengo por radicalmente inmoral.
¿Consideraríamos correcta esa motivación? Me parece que no. Porque una de las características de los argumentos admisibles en la motivación de una sentencia, al menos en lo que se relaciona con las normas y su interpretación, es que no pueden ser argumentos personales, palmariamente subjetivos. Entonces, ¿debería disimular? También podría decirse así. Pero disimular el carácter personal de esa elección significa aquí que debe el juez brindar argumentos intersubjetivamente asumibles. Los argumentos morales personales no son, en tanto que personales, particulares, argumentos intersubjetivamente admisibles, al menos en un Estado de Derecho democrático, pluralista y con reconocimiento general de la libertad de conciencia. En un Estado así se parte de que no hay un sistema de moral privada que, por ser el verdadero o superior, pueda erigirse en patrón necesario de la moral de todos y cada uno. En un Estado así ningún sujeto particular, y menos un juez, tiene derecho ni legitimación para alzar su moral personal a ley, a norma jurídica. Una motivación como la que comentamos haría imposible el entendimiento subjetivo o conduciría a ver la práctica judicial como pura práctica de poder exenta de cualquier pretensión de racionalidad. Una motivación tal daría explicación de la decisión, pero no permitiría entenderse sobre la decisión. El juez viene a decir que decide así porque a él le parece mejor, y usted o yo sólo podríamos mostrar nuestro acuerdo, si compartimos esas creencias, o decir que a nosotros nos parece mal. Pero no habría más vueltas que darle al asunto.
De manera que el supuesto disimulo de ese móvil moral personal supone que el juez tiene que manejar argumentos que, en cierto sentido, pertenezcan a la moral pública o institucional. Dirá, entonces, que la interpretación seleccionada es la que mejor se compadece con la voluntad del legislador, con las necesidades sociales o el sentir social dominante, con objetivos algún objetivo constitucional, etc. Así, la decisión ya no aspira a hacerse aceptable por ser decisión de la persona del juez y de su personal moral, sino del sistema jurídico-político en el que nos integramos y del que participamos el conjunto de los ciudadanos, más allá de que cada uno cultive en libertad su conciencia moral. Esos argumentos interpretativos que, en cada momento y sociedad, funcionan como admisibles no son argumentos privados, sino argumentos públicos, argumentos por los que la decisión ha de pasar -por alguno de ellos o por varios- para que pueda aspirar a merecer aceptación y consideración de legítima entre sujetos moralmente plurales.
En todo eso venimos a estar de acuerdo con lo que se dice al final del párrafo del profesor Barrero que se citaba, que el juez tiene márgenes para interpretar las normas, pero que si, en homenaje a su conciencia, las hace decir lo que en modo alguno pueden significar, prevarica. Mas no nos engañemos, en la doctrina jurídica actual hallará ese juez la excusar perfecta para hacer pasar por perfectamente jurídica y legítima la decisión más abruptamente contra legem. ¿Cómo? Invocando algún valor constitucional y empleándolo como justificación para esa decisión que excepciona a la norma clara para el caso, como justificación para ir más allá de las interpretaciones razonablemente posibles de tal norma. ¿Qué valor constitucional escogerá? El que más le convenga, hoy será la libertad y mañana la igualdad, hoy la justicia y otro día la dignidad. ¿De qué contenido los dotará? Del que le dicte su conciencia moral personal. Pues nunca veremos a un juez –ni a un profesor- que eche mano de un valor constitucional, hacerlo así para perder, para que no se imponga su preferencia moral personal. Nunca veremos que un juez –o profesor- razone así: según mi personal sentido de la justicia o mi particular concepción de la libertad (o del valor que toque), la solución correcta para este caso, en el que está implicado el valor constitucional V, es la solución S, pero un recto entendimiento de V y de su significado constitucional me lleva a admitir que la solución correcta para el caso es S´ y, por tanto, me inclino por dar preferencia al sentido mejor de V en lugar de a mi personal concepción de V.
Ya sólo los tontos prevarican cuando inaplican la ley que viene al caso. Pues basta presentar la decisión preferida como decisión que es conforme a Derecho por ser acorde con un valor constitucional. Y también tenemos ahí la explicación de por qué la objeción de conciencia judicial sólo se trae a cuento en aquellos contados supuestos en que no hay vuelta de hoja, en que no cabe disfrazar la moral personal de mandato constitucional.