En la filosofía política está de moda el tema de la justicia intergeneracional. El mismísimo John Rawls tuvo algo que ver con esa idea de que, a la hora de estipular las reglas para el justo reparto de bienes y cargas entre los miembros de una sociedad, no solo han de tomarse en cuenta los presentes, los contemporáneos, sino también aquellos a los que más adelante ahí les toque vivir. El fundamento es simple y consiste en pensar que si los de hoy nos comemos todo lo que hay y agotamos hasta las bases para producirlo, a los que vengan después nada habrá de quedarles. Es decir, hablar de justicia entre generaciones es lo opuesto al viejo dicho de que después de mí, el diluvio. Por ejemplo, si terminamos con las fuentes de energía o destruimos el medio ambiente, guiados nada más que por el interés inmediato en maximizar nuestro concreto bienestar, la vida de las generaciones venideras será un infierno, si es que la vida, incluso, persiste.
A ese interés teórico por los que vivan en el mañana se agrega el propósito de hacer justicia, aunque sea meramente simbólica en muchos casos, a los que en el pasado padecieron los efectos funestos de una sociedad injusta. Baste pensar en las llamadas políticas de la memoria histórica. Con lo uno y con lo otro, la solidaridad de los que ahora vivimos se amplía y se extiende en el tiempo hacia atrás y hacia adelante. El sujeto moramente maduro, que se caracteriza por su capacidad para ponerse en el lugar del otro, da un paso más y ya no sólo ejerce su empatía con aquel al que aquí y ahora puede ver y con quien de hecho interactúa, sino también con sus predecesores y con quien haya de sucederlo. En otras palabras, el nosotros que es titular de los derechos y de los repartos abarca también el ellos, el de los que fueron y los que serán. Es la humanidad como ente el sujeto de las reglas de justicia social.
Queda bonito y resulta loable. Otra cosa es que, al tiempo de pasar de las palabras a los hechos, nos repleguemos otra vez a los egoísmos y la inmediatez. Con un caso en nuestro país y ahora mismo podremos plantear más clara y concretamente el asunto.
En España las generaciones de los que nos movemos entre los cuarenta y los setenta y pico años, por decir algo, nos hemos comido el pastel y hemos exprimido de tal forma al Estado y los recursos económicos disponibles, que la vida y las oportunidades de las generaciones más jóvenes no van a resultar precisamente un camino de rosas. Por regla general o de promedio, su calidad de vida y su nivel de bienestar va a estar muy por debajo de los nuestros, salvo milagro económico que hoy por hoy no se avizora. Hemos vivido y disfrutado en medio de la irresponsabilidad y la imprevisión, no nos hemos preocupado de la sostenibilidad (maldición, ya he usado la maldita palabreja) del modelo en el que tan bien nos ha ido, hemos procedido con el máximo egoísmo y con nula previsión, con la ingenua o interesada confianza en que el maná seguiría cayendo del cielo sine die o en que la gallina de los huevos de oro era inmortal. Para colmo, a nuestros hijos los hemos educado en idéntica egolatría y en un hedonismo vacuo, cual si su vida estuviera asegurada por la misma regla de tres que ha hecho de la nuestra un devenir tan grato.
Podemos repartir culpas entre los mercados, el capitalismo, la globalización o el Sursum Corda, pero la hemos fastidiado nosotros mismos. Casi nadie se acordaba de la maldad de los mercados o la perversidad de la economía financiera cuando nos pintaban oros y cambiábamos de coche cada dos años y nos metíamos cada tanto en una nueva hipoteca inmobiliaria, o cuando aplaudíamos que se hiciera funcionario hasta el Lucero del Alba o que cada pequeño municipio tuviera dos palacios de deportes y un palacio de congresos diseñado por un arquitecto finlandés del mayor renombre. Y así todo, así tantas cosas. Mínimo trabajo, máximo lujo, escasa productividad y papá Estado tratándonos a cuerpo de rey y velando por nuestros caprichos. Fuimos los reyes del mambo y resultó bonito mientras duró.
¿Y ahora? Sería justicia histórica si las consecuencias del desmán las pagáramos los que lo causamos, las generaciones que se pusieron las botas en los locos años ochenta y noventa. Pero no, están pagando y van a pagar los más jóvenes, los que no tuvieron arte ni parte, nuestros hijos. ¿No habría que compensar esa injusticia entre generaciones? Seguramente sí, pero no parece que vayan por ahí los tiros. Lo de la memoria histórica estuvo bien, en lo poco que ha sido, pero eso salía poco menos que gratis, nos ha costado poco. Y acaba funcionando como una cortina de humo, mirar al pasado para no contemplar el futuro. Otras políticas y reclamaciones de ahora mismo, sean sindicales, empresariales o económicas en general tienen un insoportable tufo de defensa de los derechos adquiridos… de los que han tenido ocasión de adquirirlos. Para la juventud poco más resta que la emigración, el lumpen o la miseria, en un contexto de desigualdades sociales crecientes y de abandono de todo propósito de igualar oportunidades. Volvemos a la ley de la selva y a las inclemencias macroeconómicas. Basta ver lo que se ha hecho, se está haciendo y se va a hacer con la educación, para darse cuenta de que después de subirnos nosotros, hemos roto la escalera.
Si nos tomáramos en serio la justicia intergeneracional, aquí y ahora, los recortes inevitables habría que hacerlos con criterio más selectivo. No solo para que se quite más a los que más tienen, sino para que globalmente los sacrificios mayores se impongan a las generaciones que han provocado el destrozo y para que tengan su ocasión los que en nada son culpables.
El colmo es cuando nos ensañamos con esa juventud que empieza a inquietarse, a salir a las plazas públicas para protestar y pedir cambios. Andan despistados, seguro, yerran el tiro, se contradicen, no son capaces de articular propuestas coherentes y programas políticos mínimamente trabados, es cierto, pueden sonar frívolos, parece que exigen una vida regalada y que la fiesta no acabe. La vida regalada que, colectivamente, nosotros hemos tenido, la fiesta que hicimos mientras quemábamos los muebles de la abuela y nos bebíamos los presupuestos estatales y los domésticos. Son lo que en nosotros han visto y lo que de ellos hemos hecho. No ha de chocarnos tanto que nos pregunten qué fue de la herencia o a dónde se marcharon los sueños y las juergas. Sólo faltaba que ahora fueran ellos los culpables de nuestros desvaríos y de la buena mala vida que nos hemos dado a costa de su futuro. Simplemente, muchos se preguntan por qué no van a poder ellos hacerse funcionarios como lo han sido sus padres y sus tíos. A ver cómo les explicamos que es que hay que aligerar las cargas del Estado y que se no va a prescindir precisamente de nosotros para que entren ellos, solo faltaba.
Una nueva forma de corporativismo ha nacido, el corporativismo generacional, el que aplicamos para defender nuestro presente frente al futuro de nuestros propios hijos. Que no nos extrañe que acaben maldiciéndonos.