Toca entrada personal, con dilemas y perplejidades de uno y algo de impudicia, como corresponde a que estamos en mi casa –que es también la suya, no lo duden- y en confianza.
De vez en cuando me ataca una extraña urticaria cuyas causas los médicos, naturalmente, no han descubierto, pese a que ya me tienen analizado hasta el pellejo del codo, por no decir cosa más grosera. Total, que unas pocas veces al año se me hincha la boca y se me pone cara de hombre elefante o de oso hormiguero o de espectro radiográfico de político en celo, por lo común valenciano, aunque no solo. Y siempre me pasa por la noche, con independencia de que la noche haya sido pacífica o guerrera con arreglo a los dictámenes de la humana naturaleza, tan tiránica en sus insondables designios.
Pues bien, que esta mañana tuve que quedarme en casa por razones de salud y de mínima decencia estética y que, de pronto y aun con mis padecimientos, me descubrí más bien feliz y relajado como pocas veces. Tanto, que me puse a leer a la buena de Dios unos libros que me había traído y, fue tal la emoción, que al cabo abandoné la lectura para venir al teclado a hacerme unas preguntas y y unas reflexiones, a fin de ver si ustedes me ilustran o, al menos, se solidarizan desde su similar experiencia.
Se supone que los libros son la materia prima con la que trabajo y cultivo mi ciencia, o lo que demonios sea o como se llame esta actividad que me da de comer (de momento y al menos un mes más, antes del gran revolcón de abril -en abril, putadas mil- y de que se abra la veda del funcionario igual que ya se abrió para la perdiz y los curritos del montón. Bueno, pues, como les decía, me vino un regustillo muy gratificante y poco recordado al verme así, leyendo como si tal cosa. ¿Eso es porque los más de los días no leo? Exactamente, aunque con algún matiz: no leo apenas o no leo tranquilo o no leo lo que me piden el cuerpo, el espíritu y el sentido común, sino rollos infumables que he de consultar para ver si ha lugar a una nota a pie de página o porque no se diga que mi excelso escrito del momento va sin citas y tal.
¿Soy perezoso o chapucero? Hombre, yo no me veo del todo así, palabra. ¿Entonces? Pues entonces que no leo porque en la universidad no me dejan tiempo y porque en casa –que es donde en verdad trabajo lo que trabajo y que con propiedad merece tal nombre- hay una familia a la que hacer caso, un jardín mínimo en el que pronto tocará plantar unas petunias, y cosas por el estilo. De todos modos, no se lo pierdan: desde que Elsa nació, su mamá y yo pagamos cuidadora por las tardes para tener tiempo para trabajar en lo nuestro; o sea, que perdemos dinero por (intentar) ser productivos en nuestro trabajo, porque si no nos aplicáramos a nada más que a las tonterías mañaneras en nuestra facultad, tendríamos horas libres casi todos los días y no gastaríamos dinero en comprar tiempo.Habría horas libres, pero no libros nuetros.
Cuando digo que en la facultad no hago mayor cosa útil y casi nada que justifique mi sueldo, me refiero a lo que me pagan por investigador, se supone. Con la docencia no me meto, al menos con la mía. Las clases hay que darlas, deben darse bien y deben ser en número suficiente para no volverse un sinvergonzón aprovechado. Pero las horas de clase, a la semana o a lo largo del curso, son las que son, no tantísimas. ¿Y luego? Ya se sabe: papeleos generalmente estériles, o útiles para la institución, pero que podrían simplificarse infinitamente más. Y reuniones, mil y una reunión a cual más tonta. Puro trámite, fachada, formalismo bobo, apariencia de que todo es democrático y sometido a gran control legal y político y académico y de todo. Esmeraa filfa, mentira cochina, trola descomunal. No hay más que arbitrariedad kafkiana, desgobierno burocratizado y corruptela a mano alzada.
Pero no abandonemos los libros, que eran el tema. Uno se va empapando de nostalgia. Le cuento una muestra significativa. Siempre me ha gustado encargarme de la petición de los libros de mi área o disciplina en la universidad de turno, desde bien jovencito y hasta hoy. Lo hago yo y procuro hacerlo bien porque disfruto de esa forma. Por eso la biblioteca de Filosofía del Derecho –en el más amplio y variado sentido de la expresión- en la Universidad de León es, sin ningún género de dudas, la más o una de las más completas y actualizadas de España en lo que se refiere a la producción bibliográfica nacional e internacional (Alemania incluida) de las últimas dos décadas. Apuesto unas cervezas al que quiera comprobarlo, e invitado está a disfrutarla el que lo desee. Pero, fuera de esa rutina, algo ha cambiado en mí. Antes, sobre todo en Oviedo y de ayudantillo o cuando era joven profesor titular, no sólo encargaba los libros, uno a uno y ficha de pedido a ficha de pedido, sino que me demoraba en hojearlos cuando llegaban, me hacía una idea básica del contenido de cada uno, recordaba dónde se colocaban y hasta leía bastantes. Ya no.
Acabé haciéndome catedrático para no poder leer, para que no me lo permitan. Ahora que podría sacarles más sustancia y producir algo digno, tal vez, aupándome sobre esos volúmenes de otros, ahora me piden que redacte, sí, pero guías docentes, memorias para solicitar proyectos y memorias sobre los proyectos solicitados -¿proyectos de qué hostias si no se me deja leer e investigar como Dios manda?- actas, solicitudes, resúmenes de mi propio currículum, cada uno en un formato o pidiendo que se pongan solo datos de los últimos cinco años, o de diez para acá, o lo que en cada caso toque para joder mejor al menesteroso de turno. Súmese que los papeles se los tramita uno, pues sería clasista y políticamente incorrecto tener secretarios o secretarias si no se es concejal de parques, que entonces cómo no; que el teléfono no para de sonar paras las más sorprendentes estupideces: v.gr., uno que leyó en el blog no sé qué y que quiere que saques que a él en la mili una vez lo arrestaron injustamente, hace ahora cuarenta años; un director de área universitaria que te pregunta si te importaría ser de la Comisión de Zonas Verdes Diurnas, este año nada más, sin compromiso de permanencia y sin recargos; un candidato a rector o a decano o a presidente de no sé qué cosa presidario-académica que te explica que jo, que ahora que se ha fijado en ti vaya majo que te ve y qué pena no haberte tratado antes y que a ver si lo votas y en el futuro colaboráis (el hijoputa lleva diez años negándote el saludo cuando te lo cruzas en el súper y ahora resulta que es porque estaba enamoradísimo de ti y temía que se lo notaras por los rubores o los temblores de la entrepierna); un doctorando que reaparece al cabo de dos años desaparecido y que te cuenta, larguísimo, que sí que sigue con lo de la tesis y ya está acabando la introducción, pero que si le podrías hacer el trámite de inscribirlo en unos cursos de parchís sostenible en el marco del juego saludable que organiza el Vicerrectorado de Campus en convenio con el de Calidad y que es porque él no puede acercarse dentro de plazo ya que se ha ido a dar la vuelta al mundo con su novia, que es mexicana y que está como un tren y es rica de familia, te lo cuenta todo mientras te pide el favorcillo y tú estás con una mano en el teclado y con la otra sosteniendo las instrucciones impresas sobre cómo rellenar la aplicación para la alteración mensual de la guía docente en los años bisiestos, que es aplicación completamente distinta de la de los años no bisiestos y de la de los años que acaban en cero, dos, cuatro, seis y ocho (o sea, pares, concluyes tú, pues el Vicerrectorado de Ordenación Académica se prefiere muerto antes que sencillo en la expresión). ¿Y que con qué sujetas el teléfono si las dos manos andan ocupadas así? No me hagan hablar, no me hagan hablar.
Al cabo de una semana, de lunes a viernes, se habrán ido cinco o seis horas así, al teléfono, y unas veinte en papeles que van y papeles que vienen, papeles que tú sacas y papeles que a ti te meten sin consentimiento. Por supuesto, si entre unas cosas y otras te queda media horita libre no abres un libro, para qué, te relajas con unas blasfemias posmodernas (tipo mecago en los ángeles sostenibles o me cisco en el pacifismo guerrero), sales, por lo de la meadilla y, error, en el baño te encuentras al colega que te dice que se presenta a presidente de la Comisión de Comisiones y que qué bonito haces pis y que si no te gustaría darle tu voto y que a cambio te hace un diploma que vale para la ANECA, lo mismo para acreditaciones de comisionista que de miccionador.
O sea, que no me alcanza el tiempo de cada mañana, rigurosamente de lunes a viernes, para leer en la universidad ni medio libro al año o un articulillo corto al menos y aunque hable de derechos humanos y globalización, que es tema que se lee en un pispás y que ya sabes lo que va a decir: que ahora con los derechos humanos hay mucho lío por culpa de la globalización y que a ver si lo miramos. Y ustedes preguntarán: entonces, ¿para qué sigues encargando libros en la Universidad y hasta comprándote unos cuantos tú mismo para tu biblioteca particular? Quieto parao, me falta un dato: para la universidad compro un montón de libros porque yo mismo consigo el dinero a base de proyectos de investigación, dineros que no me gasto en turismo académico sino, en su grandísima mayoría, en libros para la biblioteca universitaria. Pues peor lo pongo, lo sé: ¿por qué hago todo ello? Porque me engaño, por qué va a ser. Se lo explico rápido y lo dejamos por hoy, que aún quiero leer un poco y puesto que la jeta no se me deshinchó todavía.
¿Saben qué me pasa? Cuando pido libros en la universidad o cuando los compro para mí mismo en una librería, después de sobarles el lomo un poco y de mirarles la textura del papel, me engaño, pues creo a pies juntillas que los voy a leer. Cada vez que hojeo un catálogo editorial o de librería o que manoseo unos volúmenes me hago ilusiones, creo que a partir de mañana todo va a cambiar, que todo lo malo ya está pasando o que tengo fuerzas para sobreponerme y empezar una nueva vida, incluso en el mismo trabajo y con la misma gente. Sí, es como cuando la peña no se divorcia, piensa que a partir de mañana volverá a haber (buen) sexo en el matrimonio o que, al menos, de ahora en adelante van a hablar mucho y hasta a hacer un viaje. Pobres ilusos, desdichadas ilusas.
Luego, día tras día, los libros te miran desde los anaqueles y hasta te parece oír que te dicen ven, moreno, que yo sí puedo hacerte feliz. Pero tú sigues con tu arpía (o arpío, no se entretengan con los géneros) y en cuanto tienes un rato regresas a la librería y sueñas o cumplimentas en el ordenador una ficha para que a tu departamento universitario arriben otras cien obras dispuestas a quererte pero a las que nunca vas a acariciar, ni siquiera un poquito el primer día y por ver si te ayudan a cambiar de vida y a que te mejore el cutis. No, acabarás de vicerrector o en la cafetería del campus especulando sobre quién será el próximo vicerrector de cafeterías del campus. Y habrás dejado hasta de soñar que un día.
PD.- Tampoco la vida casera es tan idílica. Mi lectura de hace un rato fue abruptamente interrumpida, cuando la reanudé. Adivinen por quién: Movistar. No les voy a cansar con detalles que anulen el lírico efecto de mi anterior desahogo, pero les confieso nada más que acabé gritando, que la fresca que me llamaba me volvió a llamar ella cuando colgué y para decirme que por qué le había gritado y que le grité más y que deberían estar despenalizados ciertos homicidios o llevar atenuantes bien potentes. O que a lo mejor en la cárcel se lee mucho y de maravilla y ni hay que cumplimentar impresos ni se te presentan los candidatos a director del centro penitenciario a llamarte guapo durante un mes. Habría que ir pensando eso y, si da positivo, decidir con calma a quién nos cargamos, ya puestos a matar dos pájaros de un tiro: leer y hacer justicia.