En
teoría del Derecho, y más concretamente en tema de teoría de la decisión
judicial, existen las llamadas teorías de la única respuesta correcta. Piénsese
en un pleito cualquiera, mejor en uno que plantee una dificultad y en el que no
sea fácil para nadie adivinar qué pueden decidir en ese caso los jueces. En
realidad, la gran mayoría de los litigios que la judicatura resuelven son
difíciles de esa manera, pues poca es la gente que se va a los tribunales o que
acepta pleitear cuando sabe que lleva todas las de perder y que sin duda
perderá a no ser que quien juzga su asunto esté loco de remate o sea un canalla
venal.
No
hará falta buscar ejemplos, pero pongamos uno bien simple sin complicarnos
mucho. En infinidad de ocasiones he explicado a mis estudiantes los problemas
de interpretación jurídica mediante el caso del Toro de Osborne. Antes de que
entrara en vigor la Ley de Carreteras, esa gran efigie metálica conocida como
Toro de Osborne y que siempre está en lugar bien visible desde las carreteras
llevaba la inscripción “Veterano”, y Veterano es una marca de brandy de la
empresa Osborne. El artículo 24 de la Ley de Carreteras, allá por fines de los
años ochenta, si mal no recuerdo, prohibió la colocación de “publicidad” en
cualquier lugar visible desde las carreteras nacionales, salvo en los tramos
urbanos. A nadie le cabrá duda de que esa enorme figura negra de metal con su
inscripción “Veterano” es publicidad. Pero lo que hizo la empresa Osborne no
fue retirar esas efigies de su Toro, sino borrar la inscripción en cuestión.
Siguieron las esculturas del Toro, pero ya no se leía en ellas ni “Veterano” ni
palabra alguna. Y hubo pleito cuando la Administración Pública sancionó a
Osborne por mantener así su publicidad. El intríngulis del caso está en esto:
¿es publicidad, a tenor de la Ley de Carreteras, el Toro de Osborne en esa su
nueva forma? Tanto cabe decir que sí como que no, según cómo definamos o
interpretemos “publicidad”. Si manejamos una noción amplia de ese término y
hacemos lo que en Derecho se llama una interpretación extensiva, ensanchamos la
referencia de “publicidad” y abarcamos el Toro de Osborne dentro de lo que como
publicidad la Ley prohíbe. Si empleamos una noción más estrecha y hacemos una
interpretación restrictiva, acortamos dicha referencia y el Toro cae fuera de
lo que como publicidad prohíbe la norma. Así que el que se pueda multar a
Osborne o no depende más de cómo se interprete lo que dice la norma que de lo
que la norma dice.
Pues
bien, hay doctrinas, repito, que defienden que para cada caso, incluso para
cada caso que sea muy difícil porque concurre un grave problema interpretativo,
existe en el sistema jurídico y está predeterminada a la voluntad y el
conocimiento del juez una única decisión correcta. En otras palabras, que en
casos como ese del Toro y en otros aún mucho más problemáticos y enrevesados,
si buceamos o profundizamos en las normas del sistema jurídico y en su sentido,
en su ontología o su deontología, en las categorías o entes a que aluden o en
los valores que expresan, acabaremos dando con esa única decisión correcta que
el juez no elige o crea, sino que descubre y obedientemente aplica. En nuestro
ejemplo, que aunque la norma aquella de la Ley de Carreteras no defina
“publicidad” y aun cuando ese término sea vago en nuestro idioma y en nuestro
uso, sí tiene solución preestablecida
en Derecho el caso del Toro, por lo que la obligación del juez, al sentenciar
sobre él, es buscar esa solución prefijada y explicitarla en su fallo. Dicho de
otra manera, no hay discrecionalidad judicial o no debería haberla si los
jueces fueran suficientemente perspicaces y contaran con el método adecuado
para conocer esa decisión adeucada única para cada caso que juzgan, y si
acertaran a aplicar bien dicho método. La encontrarán o no los jueces, pero la
solución para los casos difíciles estar, está. El juez Hércules la encontraría
y tal vez un humilde magistrado de mi ciudad no, pero haberla, hayla; Dworkin
la conoce y puede que yo ni la sospeche, pero no vas a comparar.
La
expresión “única respuesta correcta” en este campo temático es reciente, pero
la idea ya estaba presente y era dominante en el siglo XIX, pues teorías de la
única respuesta correcta eran tanto la de la Escuela de la Exégesis francesa
como la de la alemana Jurisprudencia de Conceptos. En el siglo XX esa visión
del Derecho y de su práctica ideal renace con Dworkin en su libro “Los derechos
en serio” y es Dworkin el que crea la etiqueta misma, él es quien habla de
“única respuesta correcta”. Luego vinieron más y afinaron los métodos para
hallar tales soluciones objetivamente predeterminadas, como sucede con Alexy y
su método de ponderación. Antes, ya la Jurisprudencia de Valores, en la
Alemania de los años sesenta, había dicho que la Constitución es un “orden
objetivo de valores” y había insistido en que en dichos valores, que forman el
cimiento o sentido moral último de la Constitución, hay prevista solución para
cualquier litigio. Si la Constitución es un “orden objetivo de valores”, por
extensión es valorativa, axiológica, la sustancia del ordenamiento jurídico
entero, como quedó más adelante expuesto en el libro de Claus-Wilhelm Canaris
“El sistema en la Jurisprudencia” (libro que yo traduje al castellano hace ya
un puñado de años, por sugerencia de Fernando Pantaleón, y que editó la
Fundación Cultural del Notariado). La suma de Jurisprudencia de Valores más
Dworkin más Alexy da el actual neoconstiucionalismo, que es una teoría del
Derecho metafísica y elitista, con una fuerte carga de ontología idealista, un
platonismo jurídico algo desmelenado y con música new-age o étnica en la
caverna. Curiosamente, esa muy conservadora doctrina, que hunde sus raíces en
lo más rancio y resentido del constitucionalismo alemán posterior a la Segunda
Guerra Mundial, es adoptada con entusiasmo por regímenes políticos autoritarios
pero que se dicen progresistas y liberadores. Esos son otros asuntos que hoy no
toca tratar, pero que, como tantas otras veces, nos recuerdan que los juristas
escribimos capítulos memorables en la historia universal de la infamia y que
tenemos anchísimas tragaderas para la paradoja y el travestismo ético. Como se
decía en mi aldea, vale más caer en gracia que ser gracioso.
Situado
el tema y una vez que sabemos de qué estamos hablando, vamos al tema de hoy,
que es el de si al menos en materia de los hechos y su prueba en el proceso
tendrá sentido suponer que hay una única respuesta correcta, la encuentre el
juez o no. Aclaremos dónde está en la cuestión lo peculiar.
En
el caso del Toro de Osborne el problema que nos enredaba la decisión del caso
no se refería a hechos, sino a calificaciones jurídicas e interpretaciones de
la norma. No había en ese pleito problemas de prueba de los hechos, pues no se
discutía si los toros estaban allí o no o si la inscripción que antes portaban
había sido borrada en tal o cual fecha. No, el problema no se refería a los
hechos del caso, sino a si esos hechos eran o no encajables bajo la norma que
prohíbe la publicidad en las carreteras, encaje o subsunción que depende de
cómo se interprete “publicidad”. Las normas jurídicas suscitan, entre otros,
problemas de interpretación. Los hechos de los que se juzga y a los que las
normas se aplican o no plantean fundamentalmente, aunque no sólo, problemas de
prueba.
Ni
lo uno ni lo otro tiene nada de particular ni nos aleja gran cosa de las
vivencias comunes y los equívocos de cada día. Las pautas de racionalidad de
las decisiones jurídicas son las mismas que las de las decisiones cotidianas
comunes y corrientes, sólo que de negro y hablando de usted. En nuestras más
ordinarias relaciones sociales unas veces tenemos desacuerdos porque no nos
entendemos y otras porque no sabemos si algo pasó o no. Así, usted le pregunta
a su novia “¿me quieres?”, ella le responde que sí y usted, so antiguo, se pone
a preparar la boda. Mas ella le dice que ni loca se casa con usted, a lo que
usted le replica que cómo entonces le dijo que lo quería. Tendrá ella que
aclararle que se trató de un malentendido, pues por “quererse” interpretan o
entienden cosas distintas ustedes dos. Ella le contestó aquella vez queriendo
decir que le tenía aprecio y hasta un poco de deseo, que lo considera un amigo
cualificado, mientras que usted entendió que estaba de lo más enamorada y
dispuesta a suscribir con usted y por usted ese contrato de exclusividad resignada
que se llama matrimonio. Son problemas de interpretación, como en lo del Toro y
salvadas sean las distancias.
Otro
día se complican por una cuestión de otro calibre. En pleno arrebato amatorio,
usted encuentra en el canalillo de ella un pelo, lo examina y, entre indignado
y perplejo, concluye que se trata de un pelo del mostacho de Feliciano, amigo
de la familia que tiene un bigote así, pelirrojo y con tirabuzón. Concluye
usted, tomando el habitual atajo del razonamiento conyugal, que su mujer ha
yacido hoy con Feliciano, traidores ambos y desleales sin tasa. Así se lo grita
a su pareja y cuando ella le dice que no y que de dónde saca usted semejante
imputación, usted aporta como prueba el pelo: “¡este pelo de Feliciano estaba
entre tus senos, malandrina!”.
Ahí
tenemos todo un encadenamiento de problemas probatorios. Primero, ¿es ese pelo
en verdad de Feliciano? Segundo, ¿es ese pelo un pelo humano? Tercero, ¿y qué
si es de Feliciano o de otro humano cualquiera? Puestos en lo peor y que fuera
aquel antiguo amigo la fuente de ese resto capilar, ¿hay en ello y en el lugar
de aparición tan íntimo prueba bastante
para concluir que Feliciano y su santa de usted compartieron lecho con ánimo
lúbrico? ¿Y si ella le contesta que sí estuvo con Feli, pero nada más que
tomando café, y que pelillos a la mar, pues el de Feliciano habrá ido a parar a
tan golosa zanja porque hacía mucho aire en la terraza de la cafetería o porque
el hombre estornudo y volaría el pelo al azar o movido por telúricas fuerzas
ajenas al humano designio?
Pues
en Derecho es igual, las diferencias son pocas y accesorias. Las principales,
que no toda prueba vale, sea en sí o por el modo como se consigue o se
practica, y que el veredicto no lo dan los propios que discuten, sino un juez
que obra a modo de árbitro y que se supone que es imparcial, independiente y
con dos dedos de frente o más, pues ganó una oposición y lo va ascendiendo el
Consejo.
Ya
podemos entender lo de la única respuesta correcta aplicado a los hechos y su
prueba. Cuando tenemos un problema de interpretación de un término legal como
“publicidad” nadie dirá que hay una única interpretación posible y exacta, una
definición absolutamente precisa y unívoca, de manera que la palabra carezca en
verdad de toda vaguedad o ambigüedad y que de cada cosa se puede saber con
certeza absoluta y compartida si es publicidad o no lo es. No, quienes en esos
campos mantienen teorías de la única respuesta correcta no permiten transformar
mágicamente la semántica o la sintaxis o la pragmática de nuestro idioma y
revestirlas de certeza y precisión, sino que van a otras cosas para cazar la
exactitud que el lenguaje legal no tiene, echan mano para ello de valores
morales, voluntades autorizadas, razones sociales, principios
mediopensionistas, posiciones originiarias, etc.
Mas
si nuestra dificultad no consiste en fijar una interpretación para tal o cual
término o expresión, sino en sabet si el pelo dichoso es de Feliciano o no, sí
hay procedimientos plenamente seguros para salir de dudas. Hoy en día, por un
simple pelo, y hasta por menos, te sacan hasta de qué murió tu tatarabuela
gitana. En el laboratorio apropiado y con los protocolos científicos ordinarios
se zanja la disputa en un pispás y le ponemos apellidos al pelillo que nos
tenía en un sinvivir.
¿Hemos
avanzado mucho con eso? Depende. Ya nos llegó el resultado del laboratorio
biológico y consta que sí, que pertenece a Feliciano el pelo. Una certeza en un
mar de incertidumbres. Algo es algo, pero… Será breve el alivio, puesto que
pasaremos a preguntarnos por qué estaba donde estaba el puñetero pelajo. ¿Que
lo halláramos entre los senos de nuestra novia y que sea de Feliciano es prueba
bastante de que los dos se hacen arrumacos a nuestras espaldas o es por lo
menos indicio razonable para empezar a indignarse o llorar? Más aún podemos
complicarnos, pues supongamos que detestamos la infidelidad conyugal o, mejor,
pongamos que hay una norma jurídica que dice que el cónyuge infiel deberá
indemnizar al otro por el daño moral. En este punto no bastará probar que el
encantado pelo era de Feliciano ni probar que compartieron cama ni probar que
copularon como cuando antes usted, pues que todo ello baste o no como prueba
dependerá de qué entendamos por “infidelidad”. A lo mejor una vez no basta o
tal vez no la hay si fue sin querer o por confusión debida a que a ella el
tacto del bigote aquél le recordó el suyo de usted. Yo qué sé, pero en los
repertorios de jurisprudencia se ve de todo.
Parecía
que no había simetría entre problemas interpretativos y problemas probatorios y
empezamos a sospechar que lo que no existe es tan marcadísima diferencia. Pues
en relación a la norma también hay casos facilísimos. De un enorme cartel que
diga “Bebe Coca-Cola y serás feliz” nadie dudará que es publicidad y que cae
bajo lo por la norma aquella vetado. Bueno, al menos no lo dudará nadie que no
sea un neoconstitucionalista principialista y que no nos venga con que eso no
es publicidad porque sancionarlo es atentar contra el principio constitucional
de libre desarrollo de la personalidad del cartelista, o contra el derecho
constitucional del sediento a la bebida refrescante, o contra el derecho
fundamental a la libre empresa, o contra el derecho constitucional a la lectura
(derecho implícito en el derecho fundamental a la cultura, etc., etc.),
incluida la lectura de carteles publicitarios en las rutas largas por
carretera… Un neoconstitucionalista es aquel que cuando lo pillan en lecho
ajeno con mujer de otro alega su derecho de ambos a la libertad sexual, entre
otros veintisiete derechos y noventa y tres principios, pero que cuando atrapa
a otro con la pareja suya solicita de inmediato la medida legalmente prevista y
no admite principio, valor ni derecho que valga. Un neoconstitucionalista nunca
va a Hacienda a alegar que, principios de justicia fiscal en mano, le han
cobrado de menos por no sé qué impuesto, pero sí es de estricto legalismo
cuando Hacienda le quita más de lo que estipula el más recóndito reglamento
tributario. La herramienta jurídica que mejor maneja el neoconstitucionalista
es el embudo, y la del embudo es la ley que mejor conoce.
Bueno,
a lo que íbamos. Que unas veces está clarísimo lo que la norma aplicable prescribe
para los hechos del caso y que en ocasiones es fácil dirimir si los hechos en
discusión en el proceso acaecieron así o asá. Otras veces, no. Pero la sospecha
teórica que inicialmente movía este escrito era ésta, recordémoslo: puesto que
hablamos de hechos y puesto que un hecho o pasó o no pasó, y dado que el
propósito ideal de todo proceso judicial es hacer justicia a los hechos
verdaderos y evitar las sentencias en falso, en tema de hechos y de su prueba
sí que podríamos muy razonablemente defender una teoría de la única respuesta
correcta.
Pues
no sé, francamente. Hay que distinguir un poco. Sin mucho ánimo de
exhaustividad y para ir abriendo boca, tenemos que diferenciar al menos cuatro
tipo de hechos: hechos puramente empíricos, hechos institucionales, hechos
psíquicos y hechos normativamente determinados. A lo mejor los institucionales
y los que llamo normativamente cargados podrían ir al mismo saco, pero como
esto es un post, avancemos así. Lo que sostendré, al hilo de esta clasificación,
es que sólo para los hechos puramente empíricos tiene sentido mantener que hay
una única respuesta correcta que idealmente la prueba podría y debería
demostrar.
a)
Hechos puramente empíricos son los que su nombre indica, aquellos sucesos o
estados de cosas cuyo acaecimiento o existencia en sí no depende en nada del
humano juicio. Lo que pasó, pasó, fue como fue, tenga yo dudas o certezas al
respecto, lo llame como lo llame y cuente o no cuente con pruebas para
acreditarlo plenamente. Un puñado de ejemplos tan variados como innecesarios:
-
El 25 de junio de 1973 la marea en el punto geográfico P de la costa del mar
Cantábrico alcanzó una altura exacta de X metros.
-
La bala que mató al señor X fue disparada por la pistola P.
-
Cuando el 30 de agosto pasado, a las 16:39, encontré a Feliciano lo llamé
“bribón” y “desalmado”.
-
El pelo P que consta en autos es un pelo desprendido del bigote del individuo
I.
-
El rector de la Universidad U se chupa el dedo pulgar casi todas las noches
cuando está en su casa, con una media de chupada de cinco horas, tres minutos y
veintisiete segundos por semana.
Podremos
probar todos esos hechos o no, tendremos pruebas más contundentes y fiables o
menos, estaremos mejor o peor convencidos de que así fue en cada caso, pero que
no sepamos algo del mundo, de lo que hay ahí afuera, no cambia en nada el mundo
de ahí afuera. Respecto de los hechos puramente empíricos y si nos pudiéramos
poner en la perspectiva de un dios que con exactitud conociera todo cuanto en
el mundo de los hechos es y ocurre, podríamos decir que cuando un juez dice que
tal hecho ocurrió o no ocurrió acierta o se equivoca, pues el patrón de verdad
antecede y la respuesta verdadera sólo es una, nada más que hay una posible.
Bien, pero el juez casi nunca dice sucedió H o no sucedió H, sino “queda
probado H” o “no queda probado H”. Y para ese juicio, que es diferente, no
cuenta sólo la verdad de los hechos, sino también otros factores jurídicos,
como la legalidad de la prueba correspondiente, la legalidad de la práctica de
esa prueba, la existencia o no de presunciones sobre esos hechos, etc. Es muy
importante este matiz, ya que nos lleva a una tesis que en este momento no
puedo desarrollar, pero que puede ser formulada así: respecto de los hechos del proceso, la respuesta jurídicamente correcta
puede no ser la respuesta empíricamente correcta y aun cuando haya plena
constancia epistemológicamente válida de la respuesta empíricamente correcta; y
esto es así incluso para los hechos puramente empíricos.
Exactamente
igual que, por el lado de las normas
aplicables al caso, la respuesta moralmente correcta puede no ser la respuesta
jurídicamente correcta, aunque uno sea un perfecto objetivista moral y
tenga o crea tener pleno conocimiento de lo que la moral manda como solución
para el caso.
Explotemos
un minuto más esta vía secundaria. Si estamos generalmente de acuerdo en que el
juez debe dar por no probado el hecho H aun cuando tenga plena constancia y
absoluta certeza de que H sucedió, certeza plena debida a una única prueba,
pero que es una prueba ilegalmente obtenida, ¿por qué hay tantos que sostienen
que el juez está jurídicamente
obligado a inaplicar la norma legal que viene al caso, incluso la más
democrática de las normas legales, cuando esa norma da para el caso una
solución injusta? ¿Acaso no debería impeler la justicia también, ya puestos, a
hacer homenaje a la moral en lo referente a los hechos y pasando por encima de
la norma legal que hace ilegal la prueba de esos hechos? Ya puestos a ser
iusmoralistas y entregados al ancha es Castilla, deberíamos serlo
coherentemente y aplicar el fiat iustitia, pereat mundus. Esto es, ¿a cuento de
qué, si soy iusmoralista y me prueban un delito gracias a una escucha ilegal de
mis conversaciones telefónicas, voy a ponerme formalista y tiquismiquis cual
positivista y a aducir que fue formalmente ilícita la escucha y, por
consiguiente, es inválida la prueba y me voy de rositas aunque sí cometiera la
tropelía? ¿No deberían los principialistas, neoconstitucionalistas y
iusmoralistas en general ser algo más propensos al martirio supralegal, a
inmolarse en el antiformalismo justiciero, aun cuando a ellos mismos perjudique
y sobre todo cuando sea a ellos mismos a las que el antiformalismo perjudique y
no sólo a sus rivales por la cátedra, la pasta o la señora?
Retomemos
el hilo y ya martillearemos ahí otro día.
b)
Hechos institucionales. Llamo así, sin mucha originalidad, a aquellos que para
el Derecho cuentan como hechos, pero cuya condición o valor de tales nada más
que cuenta para el Derecho y en virtud de una definición contenida en el
sistema jurídico mismo. Un hecho institucional se compone de hechos empíricos
que, realizados conjuntamente y en cierto contexto y de determinadas maneras,
adquieren para el ordenamiento jurídico un valor especial, confiriendo
derechos, obligaciones o un peculiar estatuto normativamente definido.
Con
un ejemplo se ve mejor: el juramento. Supongamos que, en un sistema jurídico,
para acceder a ciertos cargos públicos, para adquirir formal y efectivamente la
condición de ministro o presidente del gobierno o diputado, por ejemplo, se
requiera el juramento, y que ese juramento sea minuciosamente regulado en las
normas de ese Estado: se presta de pie, ante el Jefe del Estado o yerno en
quien delegue, se hace con la mano derecha puesta sobre un ejemplar impreso de
la Constitución y se recitan las siguientes palabras: “juro cumplir fielmente
con el cargo de… y aplicar y defender fielmente la Constitución”.
Estamos
ante una conjunción de hechos empíricos requeridos: hallarse de pie, estar ante
cierta persona, pronunciar determinadas palabras, poner la mano en tal sitio…
Pueden aparecer problemas de prueba que versan sobre alguno de esos hechos
puramente empíricos y, por tanto, encajables en el apartado anterior. Así, hay
dudas sobre si el que juraba dijo “defender” o “difundir”. Al margen de cuál
sea el efecto jurídico de haber dicho lo uno o lo otro, cosa que dependerá de
cómo resolvamos problemas de interpretación de las correspondientes normas
definidoras del juramento y sus consecuencias, tendremos genuinos problemas de
prueba de un hecho puramente empírico en ese caso.
Pero
también caben problemas probatorios con un sello especial. Pensemos en un caso
inventado para no poner el caso real aquel del juramento de los diputados de
Herri Batasuna. El que juraba y dijo e hizo todo lo prescrito, tenía la mano
izquierda a la espalda y los dedos cruzados. Eso es un dato empírico que no
será tan difícil probar. Mas ¿qué significa ese hecho? Su prueba no va
desvinculada del debate sobre su significado, pues solo tiene sentido probarlo
si puede tener algún significado invalidante o condicionante de la validez o
los efectos del juramento. Aquí la prueba de la verdad de ese hecho es algo más
que la prueba de un hecho empírico: simultáneamente a la prueba del hecho hay
que probar un posible significado del hecho. Por ejemplo, que en esa sociedad
cruzar los dedos significa no tomarse en serio o no tener intención de cumplir
lo que se jura o se promete y que el que ahí juraba cruzó los dedos por eso y
no por azar o nerviosismo. En una tesitura tal, ¿cabe que pensemos que hay una
única solución correcta sobre el hecho? Sobre la parte de hecho empírico del
hecho institucional, sí; sobre lo que propiamente es el hecho institucional,
no.
c)
Hechos psíquicos. Sobre éstos se ha escrito como para llenar bibliotecas. Así
que al grano. Imaginemos que para que la conducta C sea delito (o sea tal o
cual delito) se exige que yo la haga con plena intención, con conciencia y
deliberación. C puede ser, mismamente, matar a otra persona. Estamos ante un
homicidio. La parte de hechos exteriores puramente empíricos no ofrece dudas ni
problemas de prueba, al menos idealmente, ya que los hechos fueron los que
fueron y no otros: mi víctima murió como
consecuencia de la bala que salió de la pistola que yo empuñaba a dos metros y
que le atravesó el corazón. Probados por mil y una vías esos hechos empíricos
externos o puramente empíricos, yo niego que hubiera en mí intención de matar a
ese sujeto que maté, alego que fue sin querer, pues, por ejemplo, apreté el
gatillo pensando que la pistola no estaba cargada, o no quise tirar a dar, o
estaba convencido de que no era una persona normal y mortal, sino el ectoplasma
de un iusnaturalista argentino. ¿Cómo se prueban las intenciones o cualesquiera
otros datos que residan en la psique o la conciencia? Muy difícilmente. Bien lo
saben lo penalistas y por eso le dan tantas vueltas a lo de la prueba del dolo.
Tal vez los civilistas son culpables de no preocuparse bastante de la prueba de
la culpa cuando del Derecho de daños se trata.
En
el caso de los hechos puramente empíricos y externos decíamos que lo ocurrido
ahí afuera, en el mundo de los objetos materiales, ahí está y fue como fue. Y
ese su ser sirve idealmente de referencia con la que medir la verdad o falsedad
del aserto probatorio, en lo que éste tiene de diagnóstico sobre lo en el mundo
ocurrido. O la bala homicida salió de esa pistola o no salió, y si salió y el
juez dice que no, pues se equivoca, y si dice que sí dice con verdad. Cuando se
trata de hechos psíquicos las cosas no son así, o no son del todo así. ¿Dónde
está la frontera entre matar sin intención y matar intencionadamente? ¿Dónde
los límites entre no querer en modo alguno matar, matar sin querer pero por
descuido, arriesgarse a matar tal vez pero sin proponérselo a las claras y
matar a posta y con todas las de la ley? No es una frontera empírica ni
empíricamente constatable, sino una frontera normativa. Bien al tanto están de
esto, una vez más, los penalistas, que para no pecar de simples como otros y
que no se diga que se les escapa ni una, han tenido que ir metiendo la
preterintencionalidad y el dolo eventual, entre otras lindezas escasamente
empíricas y normativamente pergeñadas.
Por
poner otro supuesto, pensemos en el ensañamiento como agravante o como
condición para el paso de homicidio simple a asesinato, que el Código Penal
español define como el “Aumentar deliberada e inhumanamente el sufrimiento de
la víctima, causando a ésta padecimientos innecesarios para la ejecución del
delito” (art. 22 5ª CP) o el aumentar “deliberada e inhumanamente el dolor del
ofendido” (art. 139, 3ª CP). ¿Cómo se puede probar mi intención de ensañarme?
Nada más que por indicios que se interpretan con patrones normativos. La
valoración de la prueba es una valoración normativamente condicionada. Ya no se
trata de constatar el hecho H (por ejemplo, que tal bala salió de tal pistola),
sino de interpretar el hecho H dándole el significado de ensañamiento. En el
mundo, “ahí afuera” hay balas y pistolas y disparos y corazones atravesados por
proyectiles, pero no hay ensañamiento. El de ensañamiento es un concepto
normativo y la prueba de la concurrencia del ensañamiento es una prueba por
señales, por así decir: queda probado el ensañamiento cuando concurren los
hechos empíricos H1…Hn que normativamente operan, aquí y
ahora, como significando o indicando ensañamiento.
Y
lo que digo para el ensañamiento sirve para cualquier hecho psíquico, pues para
el Derecho, que no es ciencia empírica, los hechos psíquicos valen como hechos
normativos, de modo un tanto similar a lo que antes se dijo de los hechos
institucionales. A lo mejor un día me pongo a defender que los hechos psíquicos
en el Derecho son hechos institucionales. Eso sí, puestas las normas, habrá
hechos psíquicos más claros y más dudosos. Cuando el que mata a otro preparó
todo para torturarlo hasta la muerte y dilató esa muerte todo lo posible para
que el otro padeciera, no dudaremos de que “hay” ensañamiento; cuando le dio de
cerca tres tiros en el vientre por no pararse a apuntar al corazón a la primera
y con más cuidado, dudaremos de si fue ensañamiento o falta de concentración en
la tarea; pero en ambos casos estamos atribuyendo al hecho empírico (o
conjunción de hechos empíricos) H un valor que no es un valor de verdad, sino
un valor normativo. En otras palabras, que cuando decimos que es verdad (queda
probado) que hubo ensañamiento hacemos algo bien distinto de cuando decimos que
es verdad (queda probado) que esa bala salió de esa pistola. Pues en el mundo
de los puros hechos no hay ensañamientos ni dolos ni culpas ni
arrepentimientos. O, si los hay, el Derecho no puede percibirlos. El Derecho,
el juez, nada más que ve señales que, a tenor de los parámetros normativos
establecidos, son interpretables como indicadores o indicios de tales datos de
la conciencia. No tiene mucho sentido aquí, por consiguiente, creer en la única
respuesta correcta en lo que a la prueba de los hechos psíquicos concierne.
d)
Hechos normativamente cargados. Tengo que buscar una denominación mejor, pero
por hoy sírvanos ésta. Empecemos con un ejemplo y así lo entendemos a la
primera. De conformidad con el art. 101 del Código Civil, el derecho a la
pensión compensatoria se extingue cuando el perceptor contrae nuevo matrimonio
o “por vivir maritalmente con otra persona”. Para extranjeros perplejos aclaro
que el derecho a la pensión compensatoria viene regulado en el art. 97 de
nuestro Código Civil y es una de las instituciones más chuscas y retrógradas
del Derecho español, signo de los tiempos en los que la picaresca hispana de
toda la vida se presentaba con ropajes de progresía y bajo el lenguaje de los derechos. Dice ese
art. 97 que “El cónyuge al que la separación o el divorcio produzca un
desequilibrio económico en relación con la posición del otro, que implique un
empeoramiento en su situación anterior en el matrimonio, tendrá derecho a una
compensación que podrá consistir en una pensión temporal o por tiempo
indefinido, o en una prestación única, según se determine en el convenio
regulador o en la sentencia”. O sea, que usted, supóngase, es un varón sin
oficio ni beneficio, da un braguetazo descomunal y se casa con mujer bien rica
en dineros, vive diez años como un marajá, al cabo de ese tiempo llega el
divorcio y... su ex esposa tiene que seguir pagándole un pastizal para que
usted no tenga que vivir de divorciado peor de lo que vivía de casado con la
heredera de Creso. Tiene bemoles el bienestar familiar español. O de cómo aquí
es de tontos casarse con alguien más pobretón que uno y hasta pagarle los
caprichos mientras el matrimonio dure. Ruinoso, pues deberás seguir apoquinando
igual cuando se acabó el matrimonio. Por supuesto que puede haber cosas que
compensar al final de un matrimonio y que puede quedar uno de los cónyuges a
deber algo al otro cuando se termina la unión, pero para eso están la
indemnización por daños o por enriquecimiento injusto, amén de las mil
modalidades contractuales que se podrían usar. Y, sobre todo, ya no estamos en
tiempos de mi abuela, caray.
Pero
las cosas son como son y en España tenemos que proteger a los bandidos y las
bandidas, de manera que vamos a aplicar el art. 101 del Código Civil que antes
cité y resulta que no sabemos qué será eso de la “vida marital”. Porque
recuerden que el que está recibiendo, de divorciado, pensión compensatoria con
cargo al que fue su cónyuge pierde esa pensión si contrae nuevas nupcias, ya
que, según el espíritu de la ley y la espiritualidad de sus redactores, se
supone que ya tiene otra vez quien lo mantenga o a quien comerle los ahorrillos
o sacarle otra pensión más adelante. Pero como muchos de ésos que tenían
pensión no se casaban, sino que se “arrejuntaban” nada más, para no quedarse
sin el momio mientras limpian a nueva momia, el avispado legislador dijo hace
unos años que si la convivencia era “marital”, pero sin casarse, también se
acababa la pensión. Son problemas lógicos y ontológicos de estos sistemas
jurídicos modernos y pletóricos de buenos principios y malos finales, ya que
decir convivencia marital sin matrimonio es como hablar de ayuntamiento carnal
sin cópula o de corrupción sin inmoralidad o de dolor cervical en los pies, un
imposible tirando a oxímoron para posmodernos que van de algo.
Resumiendo
y a lo que íbamos, que como no sabemos cómo será una convivencia marital entre
no casados, ya que lo único que hace marital la convivencia de los casados es
la previa celebración del matrimonio, pues no sabemos tampoco cómo se podrá
probar que es marital el modo de vida de dos que no se casaron y que pasan unos
ratos juntos. Al fin y al cabo, fuera del dato formal y documental del contraer
matrimonio, nada hay en la vida marital de los casados que sea esencial,
constitutivo y diferenciador: ni el sexo (hay matrimonios que ya ni se acuerdan
de cuándo o que jamás se dedicaron mayormente, y no por eso son nulos) ni el
amor (¿necesito explicar que sigue siendo matrimonio el de los que se odian y
no se divorciaron por los niños o por no disgustar a mamá?), ni la fidelidad (¿se
son fieles los casados y eso es lo que señaladamente distingue la institución
matrimonial?) ni el vivir juntos (¿dejo de estar casado con mi mujer si
empezamos a vivir cada uno en una casa o si uno se va a trabajar diez años en
Sebastopol?) ni el compartir gastos (todavía hay quien no pone un peso y se lo
monta por la cara para los gastos comunes) ni nada de nada de nada.
Así
que vuelvo a preguntar: ¿cómo se puede probar que una pareja no casada es como
un matrimonio, si un matrimonio no sabemos cómo es, salvo por el libro de
familia o por el vídeo de la boda? Todo hecho en el proceso acreditado y que
cuente como prueba o indicio de la vida marital sin matrimonio de un acreedor
de pensión compensatoria será una prueba normativamente cargada, en el sentido
de que esa prueba consistirá en un hecho ligado a otro hecho que en realidad
como tal hecho no existe, sino que es un significado que el operador jurídico
atribuye a hechos así y más o menos arbitrariamente elegidos. La vida marital
no es un hecho, sino una categoría jurídica, y de la vida marital formarán
parte aquellos hechos (sexo a dos o con más, afecto, cuenta bancaria común,
ratos en la misma casa, vacaciones con los cuñados que en realidad no son
cuñados, cocido los domingos en casa de los suegros que no son suegros pero se
portan igual o peor que si lo fueran...)
con los que cada cual quiera o pueda rellenar de contenido esa categoría
jurídica, “vida marital”, que de por sí es perfectamente vacía o de contornos
imprecisos y aleatorios. Consecuencia: no es aplicable a la prueba nada
parecido a los esquemas de la verdad como correspondencia y resulta inviable
soñar siquiera con una única respuesta correcta al dar o no por probado el
hecho dirimente en estos casos, la convivencia marital.
Bueno,
pues lo dejamos aquí. Expuesta queda ya la tesis que me movía, la de que la
única respuesta correcta, en materia de hechos y su prueba procesal, sólo puede
ser defendida, si acaso, cuando se debate en el proceso sobre hechos empíricos
puros (si fue esa bala la que mató a la víctima, si fue esa persona la que
disparó la pistola, si el homicidio se cometió en jueves o en viernes, si la
huella dactilar es del acusado o de la portera...), pero no si se trata de los
que he denominado hechos institucionales, hechos psíquicos y hechos
normativamente cargados. Ciertamente, podría simplificarse la clasificación a
base de diferenciar nada más que entre hechos empíricos puros y hechos
institucionales, en sentido amplio, o hechos no independientes de normas. Pero
entre profesores de Derecho está muy mal visto hacer clasificaciones sencillas
o explicar ideas que se entiendan, y de ahí que haya un servidor preferido
hacer su exposición más prolija y esotérica.