Andaba
leyendo algunos escritos sobre Aristóteles y vi una referencia a cómo para el
filósofo griego los regímenes aristocráticos ponen en la virtud la pauta del
mérito, pauta por la que se rige la justicia distributiva. Sirva o no la
referencia, se me ocurre que puede que por ahí haya una buena vía para
diagnosticar algunos de los males de nuestras sociedades actuales, y en
particular en este país nuestro.
Podría
decirse que la idea ético-política de igualdad ha recorrido en la era moderna un
complejo camino, marcado por varias etapas. Primeramente, el iusnaturalismo
racionalista señala la igual dignidad o valor sustancial de cada persona, pero
ligando esta igual dignidad con la igualdad de derechos, la igualdad ante la
ley, para que no sea la ley la que discrimine entre los igualmente dignos y
merecedores de respeto y de ser tratados como sujetos libres. Suelen algunos
autores católicos insistir en que esa idea de esencial e idéntica dignidad de
todos los seres humanos estaba ya de siempre en el cristianismo y era afirmada
por la Iglesia, pero se olvidan del ese detalle específico: lo que modernamente
se defiende no es que seamos los seres humanos ontológicamente iguales en
dignidad o a los ojos de Dios, sino que por ser nuestra dignidad la misma
merecemos derechos iguales y el mismo tratamiento en cuanto ciudadanos, seamos
hombres o mujeres, blancos o negros, creyentes o no creyentes, etc.
El
Derecho moderno, basado en esa ontología igualitaria, se dio de bruces durante
siglos con la permanencia de diferenciaciones en derechos que se apoyaban en
diferenciaciones sociales muy fuertemente ancladas y sostenidas también por
religiones, morales sociales y variados regímenes políticos. De ahí que
perviviera durante un tiempo la esclavitud o hasta hace nada la discriminación jurídico-formal
de las mujeres, entre otro buen puñado de discriminaciones.
Lo
insoportable del contraste entre la igualdad formal, que se correspondía con
aquella igual dignidad reclamada desde la filosofía y el iusnaturalismo
racionalista, y la real y brutal diferencia de riqueza y poder social entre las
personas, diferencia que hacía que unas sólo nominalmente pudieran decirse
libres, mientras que los poderosos veían su autonomía multiplicada porque
podían usar a los más miserables como simples herramientas o semiesclavos, fue
destacada ante todo por el socialismo utópico y el marxismo del siglo XIX. Surgió
una idea más compleja de libertad como base de la igual dignidad, idea que se
sintetiza en dos elementos interrelacionados: que la dignidad de cada ciudadano
exige que tenga satisfechas o pueda satisfacerse determinadas necesidades
absolutamente primarias para ser en verdad un ciudadano libre (alimento,
educación, vestido, vivienda…) y que las diferencias de riqueza o estatus
social solo estarán justificadas en atención al mérito y a lo que ese mérito
beneficie al interés general, y en un contexto de igualdad de oportunidades. Naturalmente,
con parecidos argumentos se sumó a esa lucha el feminismo, entre otros movimientos
sociales que hacían ver las contradicciones sangrantes entre la teoría y la
práctica en materia de dignidad, libertad, igualdad y derechos.
Con
los altibajos que son bien conocidos, esas ideas fueron prendiendo a lo largo
del siglo XX, al menos en los países de economía de mercado con políticas
redistributivas o de Estado social y regímenes políticos democráticos. Los
trabajadores fueron ganando derechos y mejorando su situación socio-económica,
las mujeres, muy lentamente, conquistaron igualdad con los varones, el Estado
se iba haciendo Estado del bienestar y garantizaba un buen nivel de derechos
sociales, la economía crecía a un ritmo tal que permitía que al mismo tiempo
se enriquezcieran más los ricos y mejorara el nivel de vida y el estatuto
socio-jurídico de los no ricos.
Esa
evolución, que en otros países duró muchas décadas y hasta siglos, en España se
puso en marcha en cuatro días, por así decir, en muy pocos decenios, ya
contemos, a algunos efectos, desde el desarrollismo franquista de los años
sesenta, ya desde la muerte del dictador y la vigencia de la Constitución de
1978. Factores bien conocidos hacen de este país, secularmente atrasado en lo
económico, autoritario y clasista hasta decir basta en lo político, confesional
y represivo en lo religioso y con una población extraordinariamente acomplejada
y con una marcada sensación de inferioridad frente a los vecinos de Europa, un
país que se siente al fin moderno, lo convierten en un país económicamente
pujante (aunque con pies de barro, como se acabó viendo), con políticas
públicas avanzadas, con un Estado que, al tiempo que derrocha, consigue crear
unos muy aceptables sistemas para la satisfacción de ciertos derechos sociales
básicos, como el derecho a la salud, y con una ciudadanía que de una generación
a otra no sólo pierde los viejos complejos, sino que adquiere fuerte orgullo,
por un lado, y gran frivolidad y cursilería, por otro.
De
cómo el orgullo político-económico acaba alentando la abundancia de sujetos cursis
y banales que se creen unos intelectuales y muy políticamente comprometidos
aunque no repitan más que eslóganes para dummies,
da buena cuenta el hecho de que el pijerío se hizo de izquierda y los progres
españoles de convirtieron en el grupo socio-político más insufrible de Europa
y, al tiempo, en los individuos más escandalosamente incoherentes que ha
conocido la historia del pensamiento político moderno. Ojo, he dicho los
progres, no la izquierda como tal o cualesquiera ciudadanos de izquierdas. A la
apoteosis de la estulticia pijo-progre se llegó bajo los gobiernos de Zapatero,
como es sobradamente sabido y reconocido. El pijo de hace poco ya no lleva
Loden, como el de hace cuarenta años, sino pañuelo palestino al cuello y alguna
prenda raída que cuesta un dineral pero no lo parece, amén de gafas de pasta y
un coche todo terreno porque se siente ecologista y adora la naturaleza.
Además, todos leen lo mismo, cuando leen, todos aseguran que no ven la tele o
nada más que documentales y lo del Gran Wyoming, todos se mueren de vergüenza
si alguien los encuentra con un periódico en la mano que no sea su vieja gaceta
oficial, todos ven las mismas películas y juran que les encantaron y ninguno se
atreve a opinar sobre si el hiperrealismo de Antonio López será buen arte o no
porque no parece del todo cool ni congrega en sus exposiciones a los poetas de
la experiencia y a sus señoras, y todos te miran mal si juegas un poco al pádel
porque un día el tontaina de Aznar dijo que él lo practicaba. Ah, y no te dejan
contar chistes que no sean de heterosexuales varones y cuarentones y todos
quisieran ser vegetarianos si les saliera, pero como les pongas un cocido de
garbanzos vas a ver lo que queda del chorizo y la morcilla. Les gustaría que
ganaran el Nobel de Literatura Murakami o un africano, a ser posible
homosexual, pero nunca se han manifestado todavía ante la embajada de Irán ni
ante la de Corea del Norte, aunque Bush era un cabrón (en alguna cosa se puede
estar de acuerdo con ellos) y los EEUU un asqueroso país imperialista al que
mandan a sus hijos en cuanto tienen cuatro dólares ahorrados.
Sucedió
en España una cosa curiosa. A fin de que no se notara demasiado el contraste
entre lo que proclamábamos y lo que hacíamos y entre lo que éramos en verdad y
lo que queríamos parecer, le echamos a nuestra ideología dominante unas gotas
de posmodernismo y nos convertimos en escépticos frente a todo y, en
particular, frente a los fundamentos morales y políticos mismos del régimen
político-económico que aparentemente defendíamos. Donde parecía que tendríamos
que haber sido firmes defensores de la democracia bien entendida y aplicada, la
tildamos de rehén del imperialismo foráneo o heredera del franquismo, para
justificar que nos pasáramos la ley democrática por el arco del triunfo y para
conseguir que nuestra profecía se hiciera verdad y llegáramos a lo que tenemos,
una partitocracia podrida. Donde se supone que tendríamos que haber defendido
una política bien laica frente a toda opresión religiosa con efectos sociales o
sobre los derechos de algún ciudadano, nos hicimos multiculturalistas nada más
que por el morbo de meterle competencia en casa a la Iglesia católica y que los
curas tuvieran que aguantar mezquitas enfrente de las iglesias parroquiales,
pero con el agravante de que acabamos queriendo permitir a otros lo que con
buenas razones reprochábamos antes a los católicos castizos. Y del catálogo de
filosofías morales disponibles escogimos un relativismo light con una utilidad
bien clara: hicieras lo que hicieras y aunque fueras muy incongruente al aplicar
en tu vida las reglas de la moral de la que blasonabas, ese relativismo
posmoderno te servía para cuestionar las intenciones, la honestidad y los fundamentos
del que te afeaba que fueras tan cretino. Pues se venía a decir, con esa pose
de enterado presuntuoso, que, a la postre y bien mirado, Kant había sido un machista o
un misógino, Locke un antecesor del neoliberalismo, Mill un calzonazos y hasta
el mismísimo Marx le había puesto los cuernos a su señora y había vivido a costa de Engels, que era de
la patronal, mostrando así que no es nuevo esto de que tu mano derecha meta
mano sin enterarse de lo que gesticulas en la manifa con tu mano izquierda o de
si cierras el puño para cantar la Internacional o para que no se te caigan los
billetes que acaba de entregarte un promotor inmobiliario.
Total,
que acabó por imponerse aquí la más perversa y fatídica de las ideas, la de que
todo el mundo es igual y que, por tanto: a) todo el mundo tiene derecho a vivir
cojonudamente aunque no dé palo al agua o haga más trampas que el más alevoso
tahúr; b) no hay base para criticar a nadie del todo, pues quién es
nadie para hacerle reproches a otro y hay que respetarse mucho; porque c) al
ser todos iguales en dignidad y valor, por la misma razón que nadie tiene por
qué ser menos que nadie, no tiene ninguno justificación para ser mejor que otro
y recibir aplauso o premio, aunque sea honesto, trabajador, esforzado y leal a
sus conciudadanos.
En
otras palabras, la degeneración o perversión de la noble idea anterior de
igualdad condujo al descrédito de la virtud y a la igualación en la iniquidad. Si
todos somos iguales y nadie es más que nadie, nos lanzamos a la exaltación de
la medianía hipócrita y eliminamos tanto la crítica al indecente como la loa al
esforzado y honrado. Así puestas las cosas y rebajada la filosofía política a
una lista de consignas para tontainas con el colmillo retorcido y que van a lo
suyo, se pongan corbata o no se la pongan, la primera de todas esas consignas
es la de que en el fondo nadie es más que nadie. Fobia a la meritocracia y
larvado retorno a o esfuerzo por mantenerse en lo que como país nos ha identificado
durante toda nuestra miserable historia, un sistema de cooptación basado en la corrupción y el mamoneo y un
implacable mecanismo de exclusión del heterodoxo y del que no trague o no
marque el paso de los bienpensantes de doble o triple moral.
Lo
tremendo es que esa demagógica deformación de la idea de igualdad, que les
sienta como un guante de seda a los viejos poderes establecidos porque evita un
sistema funcional y transparente de cooptación social y de circulación y
renovación de las élites de todo tipo, empezando por las intelectuales y
universitarias, fue adoptado por la izquierda boba como seña de identidad. En
otras palabras, y para expresarlo del modo más claro: casi todo lo que ha venido
defendiendo la izquierda desde hace décadas en España le sienta como anillo al
dedo a la oligarquía de toda la vida. Es más, lo único que por esa vía se
renueva un poco en las viejas castas es a base de subir de nivel económico y
social a unos cientos de politicastros, entre los que hay muchos del PSOE y
unos cuantos hasta de IU. Y otros no necesitan ni que los sienten en un consejo
de administración y se venden por unas mariscadas y una visa oro, dando
testimonio de su más íntima condición, la de putas baratas. Claro que no lo
hace sólo esa parte de la izquierda y que así ha sido siempre mucha derecha. Pero
en la derecha hay, en eso, más coherencia entre la ideología que se proclama y
la vida que se vive o a la que se aspira. Eso es lo que mata a la izquierda:
que si de subir el nivel de vida de politicuchos corruptos y venales se trata,
o de tipejos que no tienen dos dedos de frente y piensan, por ejemplo, que el
nacionalismo, cualquiera, es progresista y liberador, votamos a los viejos
caciques que, al menos, no nos decepcionarán y nos quitarán la cartera con mejor
estilo y sin fingir que nos pegan porque nos quieren o en nombre de alguna
declaración internacional de derechos humanos.
Hay
que volver a la idea de virtud y combatir con ella la tergiversación demagógica
de la igualdad. Socialmente no somos iguales, pues la perspectiva social tiene
que ser la perspectiva del interés general, y el cultivo del interés general
hay que alentarlo premiando a los que más aportan y apretándoles las clavijas a
los parásitos de cualquier laya. No se trata de volver a ningún régimen
estamental, se trata de buscar la eficiencia para el conjunto a base de
estimular lo mejor que tenga y pueda darnos cada ciudadano. Todos los médicos
de la Seguridad Social, por ejemplo, han de cobrar un buen sueldo, pero al que
opera más y mejor o al que no deja de estudiar y formarse hay que pagarle más
que al del montón. Los ascensos y promociones, especialmente en el ámbito
público, tienen que ir muy intensamente unidos al esfuerzo y la capacidad
acreditada y a la honestidad demostrada, no a politiquerías, grupos de presión,
chantajes y sucias maniobras en la oscuridad. Se debe fomentar la competición,
asumiendo un doble efecto. Primero, que los mejores mejoren, aunque eso ofenda
a la mayoría de los menos buenos. Segundo, que los peores empeoren, para lo
cual urge buscar maneras para que los inútiles y corruptos se vayan a tomar por
el saco y, al menos, no cobren del Estado a título de funcionarios, empleados o
altos cargos del mismo.
Virtud
y distribución, decía al principio de esta entrada. Distribución, sí, bajo la
forma de buenos servicios públicos accesibles a todos los que no puedan pagar
su precio. Estado del bienestar también, como modelo de convivencia en una
sociedad en la que nadie muera de hambre y de frío. Y, a partir de ahí, a cada
uno según su trabajo, su rendimiento, su esfuerzo, su mérito. Política
antiparásitos y práctica no igualadora de la crítica moral. Porque no somos
iguales, en modo alguno. No son iguales el honrado y el pícaro, el zángano y el
que trabaja, el que se sacrifica y el que se aprovecha, el que labora todo el
año y el que se inventa bajas laborales falsas, el que aprende y el lerdo que no
da golpe, el que estima a toda la humanidad y por ella hace, además de por los
suyos, o el zote que nada más que ve humanos plenos y merecedores de derechos
en los de su tribu, su barrio o su camada. No somos iguales en la virtud y no
es justo el Estado o el régimen político que en todo trate a todos como si
todos fueran virtuosos. Y, además de no ser justo, no sobrevive. Eso también lo
enseña la Historia.
En
resumen, también en un Estado social y democrático de Derecho se puede y se
debe cultivar un espíritu aristocrático, pero en un cierto y muy peculiar
sentido, en un sentido moral. Pues moralmente y como ciudadanos no todos somos
iguales, porque no actuamos igual ni con los mismos propósitos. La justicia
pide que no se trate igual a esos desiguales y el Estado necesita convencer a
los más capaces y mejor dispuestos para que trabajen en él, para él y para la
sociedad, en lugar de obligarlos a marcharse, a encerrarse en su torre de
marfil o a deprimirse viendo el desolado paisaje de las ratas comiendo los
despojos y dejando sin futuro a nuestros hijos.