Llamamos aquí juicio moral a
aquel mediante el que un sujeto formula su idea de la bondad o maldad moral de
algo, sea una acción, una persona o una situación, entre otras cosas. Cuando de
una persona o una acción, por ejemplo, decimos que es justa o buena, o cuando
decimos que es mala o injusta, formulamos un juicio moral. Un juicio moral, por
tanto, puede ser positivo o negativo. Un juicio moral es expresión de alabanza
o reproche moral.
Un juicio moral es un juicio
normativo, tiene base en un sistema de normas. Los juicios normativos, basados
en normas, son de diverso tipo. Si yo afirmo que la acción A de Fulano es
antijurídica o ilegal, estoy formulando un juicio normativo negativo de tipo
jurídico y la referencia la dan las normas que componen el sistema jurídico
correspondiente. Si yo afirmo que Fulano es muy cortés o bien educado, hago un
juicio normativo que tiene su pauta en las reglas de cortesía o de trato
social. Cuando mantengo que Fulano es malo (o bueno) o que su acción es injusta
(o justa), ésos son juicios morales y su referencia está en el conjunto de
normas que componen ese sistema normativo que llamamos moral.
Según el común de los
tratadistas, cabe distinguir entre moral social o positiva y moral autónoma o
personal. La moral positiva es aquel conjunto de normas morales generalmente
aceptadas en una sociedad y en un momento histórico determinado. Ese sistema de
moral positiva va cambiando, evoluciona. Por ejemplo, en nuestra sociedad, hoy,
está comúnmente admitida la norma según la cual mujeres y hombres o blancos y
negros o creyentes y ateos tienen idéntica dignidad y merecen idéntico
tratamiento, por lo que se considera injusto o inmoral discriminar a unos u
otros. Hace trescientos años no eran esos los contenidos de la moral
socialmente dominante.
La moral personal, también
llamada a veces moral crítica, es aquel conjunto de normas que cada individuo
utiliza como soporte o referencia de sus juicios morales. Ese sistema normativo
de la moral personal de un sujeto puede coincidir en más o en menos con el de
la moral social. Así, puede haber normas morales mías que no tengan el acuerdo
de la mayoría social, y puede haber normas de la moral social que yo no asuma
como mías. Por tanto, el contenido de mis juicios morales no siempre coincidirá
con el juicio de la moral social para las acciones, los sujetos o las
situaciones que en cada ocasión se valoren. Las discrepancias entre la moral
personal de un sujeto y la moral social dominante pueden ser mayores o menores,
dependiendo de factores atinentes al respectivo sujeto (su personalidad o
carácter, la información que maneje, la educación, etc.) y de factores
atinentes al sistema social (el grado de libertad que se permita, el tipo de
formación o de adoctrinamiento de los ciudadanos, etc.). Lo que apenas cabe
imaginar es una discrepancia total o altísima entre la moral personal de un
individuo y la moral socialmente dominante. Ese ciudadano podría ser tildado de
loco o de inadaptado. Eso es un hecho.
La moral, en cuanto sistema
normativo, tiene en la Modernidad una peculiaridad muy llamativa, como es esa
su bifurcación en dos sistemas potencialmente distintos, el sistema de la moral
social y el sistema de la moral personal. Tal cosa no sucede por ejemplo con el
Derecho, pues no tiene apenas sentido que alguien afirme que frente al sistema
jurídico vigente él tiene su propio y personal sistema jurídico, con sus normas
propias y particulares. Es difícilmente imaginable también para el sistema
normativo de la cortesía o el trato social, y mucho chocaría que alguno dijera
que las normas socialmente vigentes de educación no cuentan para él y que, en
suma, considera de mala educación que un vecino le dé los buenos días en el ascensor
o que alguien mastique en público sin hacer ruido o coma sin eructar
violentamente.
Sin embargo, en nuestra era y
nuestra cultura se exalta la autonomía del individuo como autonomía moral, como
capacidad para someter a juicio reflexivo las normas de la moral social y para
formar y aplicar sus propias ideas sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo
injusto. La libertad, supremo valor de nuestro tiempo o de la moral social de
nuestro tiempo, se entiende antes que nada como libertad moral, como autonomía
moral. Por mucho que la gran mayoría de mis contemporáneos estimen que la
conducta C es buena o justa, yo puedo considerarla injusta y puedo expresarlo
así. Sin tal posibilidad la libertad personal, como libertad primero de
pensamiento y luego de acción, no tendría cabida. Si sólo puedo pensar y
valorar como todos, no me quedará más alternativa teórica y práctica que hacer
lo de todos, que comportarme igual que los otros en todo lo que sea moralmente
relevante para la comunidad.
Esa autonomía moral del ciudadano
da lugar a una doble acción del Derecho, a una doble reacción de nuestros
sistemas jurídicos. Por un lado, el Derecho respalda mi posibilidad de valorar
libremente y de obrar en consecuencia, elevando a derechos, y a derechos
fundamentales, la libertad de pensamiento y expresión, la libertad de credos y
la libertad para desarrollar libremente mi personalidad, obrando según las
convicciones mías y no según las pautas socialmente impuestas. Además, se garantizan
jurídicamente también ciertos medios o instrumentos sin los que esas libertades
primeras no se desarrollarían en la práctica, como ocurre con la libertad de
información.
Por otro lado, los sistemas
jurídicos ponen coto o limitan el ejercicio social de esas libertades
personales. Puede cada uno pensar como quiera y valorar libremente, pero no
cualquier acción puede ser permitida por estar basada en la libre valoración o
apreciación moral del sujeto. Alguien puede entender que no hay nada de malo,
sino bueno, en torturar a los bajitos, y actuar en consecuencia con unos
cuantos de ellos, pero socialmente es necesario poner un límite a las acciones
posibles de los sujetos, por mucho que se amparen en la autonomía moral de los
mismos.
En lo anterior radica una tensión
esencial de nuestros sistemas jurídico-políticos. No todo lo que la persona
juzga moralmente bueno está permitido por esa herramienta ordenadora de la
convivencia que es el Derecho, y tampoco está permitido abstenerse de hacer lo
jurídicamente debido por el hecho de que el ciudadano de turno lo estime malo o
injusto a tenor de su moral. Para ciertos casos nuestros sistemas
jurídico-constitucionales admiten la desobediencia por motivos de conciencia,
pero sólo para ciertos casos. La razón es más práctica que propiamente “ideológica”:
si la conciencia individual exime de los deberes jurídicos, se está habilitando
a cada cual para que haga de modo jurídicamente lícito lo que le venga en gana,
para que mate el que piense que matar es justo o para que no pague impuestos el
que los tenga por injustos.
Nos vamos así acercando al núcleo
de un gran problema. Tomemos de nuevo aquel ejemplo un tanto absurdo del que
sinceramente piense que torturar a los bajitos no es inmoral, o que es mandato
moral incluso, y supongamos que da el paso y tortura a algunos. Cometerá
delito, qué duda cabe, pues así nos lo indica el sistema jurídico, y conforme a
Derecho podrá y deberá ser castigado. ¿Pero por qué es castigado? ¿Es castigado
jurídico-penalmente por pensar como piensa o por hacer lo que hace? Creo que
nada más que cabe una respuesta congruente con los fundamentos
político-constitucionales y morales de nuestros sistemas jurídicos: no se le
castiga por lo que cree, sino por lo que hace. Pues si fueran sus convicciones
morales las merecedoras de castigo, habría que penarlo ya por ellas, incluso en
el caso de que de ningún modo pasara de la idea a la acción. Lo cual, no nos
confundamos, no tiene aquí que ver con la exigencia de dolo o intención para su
conducta punible. Se castiga por haber obrado intencionalmente, no por haber
tenido la intención sin obrar.
Lo anterior tiene varias secuelas
importantes. La primera, que a nadie se le puede legítimamente castigar en
Derecho por ser mala persona, a tenor del juicio social o de la moral social,
sino por conducirse indebidamente. Lo contrario supondría la más radical negación
de la esencial autonomía moral de los ciudadanos. Podemos rechazar todos o la
mayoría la creencia moral del que aprueba la tortura de los de estatura baja y
podremos aplicarle las peculiares sanciones morales, como cierto rechazo
social, como la crítica, como cualquier manera informal y no ilícita de
desaprobación; pero nada más. Si por pensar diferente del grupo y muy
autónomamente lo penamos, el Derecho penal se torna en autoritario garante de
un único pensamiento, el pensamiento del grupo; o de los que mandan en el grupo.
Se acabarían, entonces, aquellas primeras libertades individuales y sería el
ocaso del individuo autónomo como eje de nuestros sistemas políticos y
jurídicos.
La segunda secuela tiene que ver
con un problema de solución más difícil. ¿Qué sucede si ése que cree en la moralidad
de la tortura no tortura jamás, pero públicamente manifiesta esa su convicción?
Si la expresión de ideas morales personales pero socialmente heterodoxas o
malsonantes es objeto de castigo penal, acortamos tremendamente la autonomía
moral de las personas. Yo puedo pensar cualquier cosa, pues mi pensamiento es
mío y nadie lo conoce si no lo expreso y no lo traduzco en obras con él
consecuentes, pero eso que pienso no puedo llevarlo a la práctica ni tampoco
decirlo. A los efectos, la situación es exactamente la misma que si la libertad
de pensamiento no existiera, que si no se dejara espacio para la autonomía
moral. En la más férrea tiranía, allí donde toda discrepancia y toda
heterodoxia se reprimen con violencia, cualquiera podrá para sus adentros opinar
o creer cualquier cosa. El fuero interno es socialmente irreprimible,
precisamente porque es interno. En tiempos de la Inquisición habría más de uno
que creyera que todo el entramado jurídico-social y religioso era injusto y
absurdo, pero no podía decirlo sin verse ante aquellos jueces y exponerse al
castigo. Así como las razones para no poder hacer cada uno lo que quiera son
razones elementales de convivencia y de mantenimiento del más elemental orden
social, las razones para reprimir la mera expresión de las convicciones y
opiniones personales no son de ese tipo y nada más que pueden explicarse como
vía para cercenar la autonomía personal y para elevar la moral colectivamente
dominante a moral única e indiscutible. Eso se llama autoritarismo, como mínimo
y sin vuelta de hoja.
Cierto que el Derecho puede y
debe considerar también las expresiones que inciten al delito de una manera u
otra, sea llamando a cometerlo, sea alegrándose de sus consecuencias con el
propósito de que esas consecuencias se multipliquen, de que los delitos sean
más. Pero aquí o hilamos muy fino o llegamos de nuevo a la negación de la
autonomía moral más básica. No es lo mismo que alguien púbicamente llame a
matar a todos los X o que diga que los X son malas personas o son injustos. No
es lo mismo que alguien anuncie que da una recompensa al que les ponga una
bomba a los del pueblo de al lado o que manifieste que le dan poca pena los
muertos por una bomba en el pueblo de al lado. Podremos en este segundo caso
decir de tal sujeto que es un salvaje o un desalmado o una mala bestia o una
pésima persona. Pero imponerle una pena ya es harina de otro costal. Y, por
otra parte, para la salvaguarda del honor de las víctimas del delito existen
también instrumentos no penales de protección del honor, que rectamente usados
tienen su buena función y su sentido.
¿Dónde está en verdad el peligro
para nuestra autonomía y nuestra libertad primera? En la pretensión, ahora
mismo tan en boga, de que se castigue, y se castigue penalmente, la expresión
del pensamiento socialmente tenido por inmoral y desagradable. Con un
planteamiento así, hace doscientos años se habría tenido que punir al que
dijera que los negros debían tener iguales derechos que los blancos o las
mujeres derechos iguales a los de los hombres, o que una mujer con pantalones y
en bicicleta no perdía nada de su valor como persona y de su dignidad. La
represión de la expresión heterodoxa o socialmente disonante y que no sea
directa y manifiesta incitación o provocación al delito grave es autoritarismo
puro y duro, es cercenamiento del pluralismo y de la autonomía de los
particulares, es retorno del Estado censor y de los poderes al servicio de la
moral dominante, que suele ser la moral que a los poderes dominantes conviene.
En la actualidad tenemos una
circunstancia novedosa, como es la disposición y uso de las redes sociales.
Antes eran muy limitadas las posibilidades que un ciudadano tenía de plantear
públicamente sus opiniones y de extenderlas a mucha gente. Podía cualquiera hablar
ante los amigos o vecinos en el bar o en la calle, podía subirse a una silla en
un parque y soltar su discurso, podía mandar una carta a un periódico con la
escasa esperanza de que se la publicaran. Podía también escribir un libro o un
artículo con la expectativa de hallar editorial o revista que lo recogiera.
Esto es, o el auditorio era muy limitado o, para tenerlo mayor, se dependía de
otros. Ahora no, ahora las redes sociales extienden ilimitadamente las
opiniones y los juicios que en ella se quieran verter. Por eso las redes
sociales, con sus pros y sus contras, se han convertido en temibles para los
regímenes autoritarios y las sociedades represivas.
Las redes sociales tornan a los
ciudadanos peligrosos, pero peligroso por lo que en ellas pueden hacer, que es
nada más que expresarse. No es que porque haya redes sociales sean más los
ciudadanos que piensan distinto o se acogen a ideas socialmente incómodas o
incómodas para el poder. No, las redes sociales implican, ahora, que ésos que
piensan diferente o que se salen de la pauta y las convenciones disponen de un
canal eficaz de comunicación pública.
Quien crea en el pluralismo, en
el efecto positivo del diálogo social, en la democracia deliberativa y cosas
similares, tendrá que aplaudir esa novedad, ese enriquecimiento de los
auditorios y los intercambios. Naturalmente que en las redes sociales
encontraremos a gentes diciendo burradas o mostrándose de la peor calaña. Pero
algo así se temía también cuando, en tiempos, se discutía sobre la libertad de
imprenta o la libertad de prensa. Si no queremos periódicos en los que se den
noticias o se expresen ideas que no nos gusten, apliquemos la censura o limitemos
la libertad de prensa. Pero la libertad de prensa ya apenas asusta, los
controles han crecido y la heterodoxia brilla por su ausencia allí donde los
medios de información están en pocas manos y bien domesticadas. Ahora preocupan
y asustan las redes sociales. Porque son el único medio del que dispone la
gente para decir lo que piensa, sea agradable o desagradable, penoso o
estimulante.
¿Que por medio de Twitter o de
Facebook se planea un atentado terrorista? Persígase ese delito como si el plan
se hiciera por carta o mediante telegramas de los de antes. ¿Que alguien usa
una de tales vías para atentar patentemente contra el honor de otro, vivo o
muerto? Pues como si lo hubiera dicho en un discurso en la plaza pública o en
un programa de televisión, empréndanse las acciones civiles o penales
pertinentes por quien esté jurídicamente legitimado. ¿Qué alguien formula, en
alguna red social, juicios desagradables o manifiesta puntos de vista morales
que socialmente repugnan o que a algún grupo o persona desagradan? La pura
expresión, repito, lo que no sea incitación clara al delito grave no puede ser
punida si no es al precio del autoritarismo y la negación de la autonomía moral
del ciudadano.
Mas no es sólo la dimensión
jurídica del asunto lo que merece atención. La batalla se libra también en el
plano de la moral social. La presión sobre el que dice y sobre las maneras de
decir se está volviendo insoportable. Estamos ante una verdadera persecución
política, social y mediática del que piensa diferente y lo proclama, del que se
expresa al margen de las cada vez más estrictas reglas expresivas, del
políticamente incorrecto, del osado, del que arriesga juicios suyos cuando la
consigna impuesta es el callar o el acomodarse a las consignas oficiales. Ya no
hablamos de este loco punitivismo penal y del riesgo de que se trate de
delincuente y se procese al que ofende un poco por lo que dice y aunque no esté
llamando a delinquir. Hablamos de que tampoco se puede contar ciertos chistes,
de que se le cae el mundo encima al que se permite determinados chascarrillos,
de que se condena violentamente al que osa criticar un poco a ciertos grupos
sociales o a un solo miembro de esos grupos. Con las nuevas iglesias hemos
topado y ahora la Inquisición se ha vuelto más sutil en sus medios, pero igual
de efectiva para sus fines. Ay de aquel que se permita un juego de palabras o
una pequeña ofensa para los éstos o las otras. A la hora de la verdad, ya no
cabe más juicio personal o moral, o más broma, incluso, que a costa de los
varones de cierta edad, heterosexuales y, a ser posible, funcionarios y que no
pertenezcan a una nación o pueblo especialmente sensible. Porque si el Madrid
de baloncesto hubiera perdido el otro día ante un equipo moldavo no habría
problema en que miles de “tuiteros” hubieran dicho que malditos moldavos y que
por qué no se los comerán los buitres. Si el Numancia de Soria gana al equipo
de mis amores, podré explayarme con los defectos de los sorianos y hasta de los
castellanos al completo. En otros casos, no.
¿Acaso porque alguien se meta de
mala manera en Twitter con los israelíes o con las mujeres o con los gitanos o
con los negros, los amarillos o los rubios tenemos que darlo por bueno y chitón,
dado que se trata de libertad de expresión y de libertad de ideas? Para nada.
Lo que no debemos olvidar es la diferencia entre replicar y reprimir. La
réplica consiste en dar razones contra las del otro, incluso contra lo que nos
parezca a tantísimos la sinrazón del otro. La represión consiste en mandarlo
callar o hacer que calle. Desde la moral personal bien entendida sólo cabe la
réplica o, como máximo, un cierto desprecio personal. Pero cuando llamamos al
Derecho para que reprima, en el fondo estamos cada uno renunciando a lo
personal de la moral nuestra y pidiendo que, a cambio, se suprima la moral
personal del otro. Llamar a la represión jurídica y estatal es buscar la eliminación
del discrepante para no tomarnos la molestia individual de combatir sus razones
con las nuestras y para no hacer cada uno el esfuerzo de ser autónomo, de creer
y valorar por sí, de afirmarse como persona frente al impersonal Leviatán.
Es reaccionario comportarse así,
es incluso paradójicamente reaccionario defender de esa manera las ideas que se
dicen progresistas. Y es suma expresión de debilidad personal y apocamiento el
esperar que sean el Estado y sus huestes, incluidas sus huestes académicas y
mediáticas, quienes nos digan qué podemos pensar y qué debemos expresar y de
qué manera. La libertad, cuando la hubo, se conquistó frente al Estado y frente
a las masas obedientes y dóciles, sumisas y uniformes. Hoy y siempre, defender
la libertad es defender al que dice lo inconveniente, aunque nos moleste y
aunque discrepemos. Y para eso tenemos todos las redes y tantos otros medios
ahora, para defender nuestras ideas y discutir las de los demás, en lugar de
para rogar, impotentes y miedosos, que nos las anulen o que se castigue al que tenga
opiniones propias y las difunda.