Supóngase un Estado con diez
millones de votantes y un sistema político democrático, donde gobierna en cada
ocasión el partido que ha conseguido mayoría de votos de los ciudadanos dotados
de plenitud de derechos políticos, y donde los partidos gobernantes cumplen por
regla general los programas con los que concurren a las elecciones. En un
momento dado se plantea en ese Estado la siguiente situación: se tiene por
cierto, con base científica real y sólida, que en un futuro cercano, dos años,
una grave enfermedad afectará al diez por ciento de la población, que esa
enfermedad tendrá efectos mortales para cada enfermo y que nada más que hay un
remedio posible que les evite la muerte y les devuelva plenamente la salud. Esa
cura proviene de una medicina que únicamente puede producirse procesando
células extraídas del corazón de las personas pelirrojas muertas. Los
pelirrojos son solamente el uno por ciento de los ciudadanos y de los votantes.
Concurren
a las elecciones dos partidos P1 y P2. P1 lleva
en su programa el proyecto de hacer cuantas reformas legales sean necesarias
para permitir que pelirrojos sean sacrificados en el número necesario para
permitir la producción de medicinas suficientes para administrar el tratamiento
salvador a todos los que enfermen. P2, en cambio, propone en su
programa que ningún pelirrojo sea privado de la vida para tal fin. A todo esto,
también consta con certeza que si se usan nada más que los corazones de los
pelirrojos fallecidos de modo natural o accidental, únicamente se podrá salvar
a una décima parte de ese diez por ciento que tenga la enfermedad.
Preguntémonos:
¿ganará las elecciones P1 o P2? Parece sumamente probable
que el vencedor sea el partido P1, ya que no lo votará ningún
pelirrojo, pero le darán su voto muchísimos no pelirrojos. Si esto es así, y
parece probable que así sea, nos damos de bruces con el problema de la relación
entre la democracia y la agregación de egoísmos individuales en aquellas situaciones
en las que hay mucha disparidad en la distribución de bienes o riesgos y, por
tanto, los egoísmos o intereses propios de los grupos no se compensan entre sí,
y cuando tampoco se compensan las incertidumbres. Si se quiere, añádase al ejemplo
anterior el siguiente matiz: no se conoce quiénes estarán dentro del diez por
ciento de enfermos, pero sí se sabe que para salvar a todos y cada uno de los
que vayan a integrar ese diez por ciento habrá que sacrificar exactamente a
todos los pelirrojos. De eso modo, todos los pelirrojos saben que van a morir
si gana P1, pero no se sabe qué ciudadanos enfermarán y cuáles no.
Lo
primero que podemos preguntarnos, en sede teórica y considerándonos
observadores no implicados en ese problema, es decir, no ciudadanos de ese
Estado, es si nos parece adecuado o no que gane P1 y que pueda
aplicar su programa. Tal vez con un enfoque elementalmente utilitarista podríamos
concluir que sí, pues en términos absolutos parece menos malo que mueran cien
mil ciudadanos pelirrojos en lugar de que muera un millón de ciudadanos. Pero
si uno da su aprobación a esa tesis, asume y da por bueno de inmediato un nuevo
riesgo y se expone a un problema de pendiente resbaladiza. Hoy son los cien mil
pelirrojos los sacrificados para asegurar la vida de diez millones, pero ¿qué
pasará si en la siguiente ocasión los diez mil que han de sacrificarse para
salvar a diez millones son los que tienen la característica X, que todavía no
sabemos cuál es ni quién la poseerá? Quien con ese planteamiento utilitarista
acepta el sacrificio de otro está racionalmente forzado a exponerse a idéntico
riesgo de sacrificio en otros casos, asume esa incertidumbre permanente.
Supongamos
ahora que nos parece mejor y más racional rechazar ese tipo de razonamiento y
oponernos a la posibilidad de decisiones políticas de ese cariz, aunque tengan
una legitimación política en mayorías democráticas. ¿Cómo podrían evitarse?
Parece que habrá de ser a base de poner límites a los contenidos posibles de
las decisiones políticas y jurídicas democráticamente respaldadas. ¿Qué límites
podrían o deberían ser?
La
solución más obvia consiste en postular que ciertos derechos estén protegidos
como derechos intangibles; en este caso, el derecho a la vida. Esa
intangibilidad de los derechos tiene dos partes o dimensiones: la
intangibilidad del derecho como tal y la intangibilidad de la norma que lo
ampara.
Comencemos
por lo primero, la intangibilidad del derecho como tal. Estamos defendiendo que
en el sistema jurídico y en su norma de mayor jerarquía, la constitución, se
reconozca y garantice el derecho de cada ciudadano a la vida, lo cual significa,
en primer lugar, que el Estado no pueda privar a ningún ciudadano de su vida,
matarlo, en suma. Pero, en nuestro ejemplo, ese mismo derecho a la vida lo
reclamarán también los ciudadanos sometidos al riesgo de la mencionada
enfermedad. Es su derecho a la vida el que reclaman, a sabiendas de que un
millón (el diez por ciento de todos los ciudadanos) morirá si no se sacrifica a
aquellos cien mil.
Hemos
de dar un cierto giro en el razonamiento. Hasta aquí hablábamos de la alta
probabilidad de que esas elecciones las gane el partido P1. Ahora
pongamos que ya ha vencido y gobierna, y que la enfermedad ya ha empezado a
hacer estragos. Los ciudadanos que están enfermando y los que aun temen
enfermar reclamarán de inmediato que se extraiga el corazón de los pelirrojos y
fundarán su exigencia en su derecho a la vida, el derecho a la vida de los
enfermos o en riesgo. La misma norma constitucional que impide sacrificar a los
pelirrojos justifica que los enfermos y en riesgo también apelen a ella para
salvar su vida. Ese Estado o mata a los pelirrojos o deja morir a los otros,
que son muchos más, por no ejecutar a los pelirrojos.
Si
ponderamos, si aplicamos el hoy tan promocionado método de ponderación para ver
si es constitucional o no el sacrificio de los de pelo rojizo, probablemente
resultará justificada la muerte de éstos. Aplicando el test de idoneidad,
resulta que es indudable que se desprende de tal medida un beneficio para un
derecho, el derecho a la vida de los enfermos y en riesgo. Al aplicar el test
de necesidad, vemos que no hay una alternativa menos costosa en términos de
sacrificio de derechos, pues no existe otro tratamiento o medicina eficaz; y
con el test de proporcionalidad en sentido estricto comprobamos que el daño que
los unos sufren en su derecho no es mayor que el beneficio que en el derecho
suyo reciben los otros, con el añadido de que los beneficiados en su derecho a
la vida son muchos más que los que son privados del derecho a vivir. Por ahí
apunta, parece, una curiosa relación entre método ponderativo y utilitarismo
más o menos ramplón. Merecería la pena estudiar eso con más detalle en otro
momento.
Habría
que replantear de otro modo la teoría de los derechos y de su contenido y
garantía, en este caso del derecho a la vida. En primer lugar, haciendo ver que
la intangibilidad del derecho se basa en que, en su contenido esencial, la
eficacia o garantía del derecho en cuestión no admite excepciones. Y el
contenido esencial del derecho a la vida parece bien claro y evidente. O sea,
que nunca el derecho de otro o el igual derecho de otro justifican la anulación
de ese derecho de uno. Pero esta vía presenta, de mano, algunos problemas. Por
ejemplo, de esa manera estaríamos eliminando la justificación constitucional de
que en legítima defensa se pueda matar a alguien. Esa objeción se solucionaría
con una precisión bastante clara: lo que queda excluido por el derecho a vida
es que a cualquier titular del mismo se lo pueda matar cuando es inocente,
cuando él nada haya hecho para poner en riesgo grave y cierto la vida de otro.
Por tanto, la exclusión afectaría nada más que al sacrificio de la vida de
personas inocentes en aras de cualquier beneficio para otros o para la mayoría.
Lo constitucionalmente vedado serían las políticas y normas que permitan el
sacrificio de la vida de unos para proteger la vida de otros, cuando los
sacrificados no han de ningún modo provocado el riesgo para la vida de esos
otros. Pero, repito, si lo planteamos así, tenemos que excluir toda justificación
constitucional posible del sacrificio de ese derecho mediante mecanismos de
ponderación. El contenido esencial del derecho es un coto absolutamente vedado;
y en particular está plena y totalmente vedado para el Estado: el Estado no
puede hacer ni permitir tales vulneraciones del derecho. Aquí estamos jugando
nada más que con el ejemplo de la vida, pero en el aire queda la pregunta de a
cuáles otros derechos se podría o se debería aplicar el mismo tratamiento. La
hipótesis que planteo y en la que ahora no entro es la de que así debe ser,
probablemente, para todos los derechos fundamentales que obliguen al Estado a
abstenciones suyas o a forzar abstenciones de sus ciudadanos.
Vamos
con la otra intangibilidad, la de la norma protectora del derecho. En aquel
cuadro que en el ejemplo se planteaba, y suponiendo que estaba vigente la norma
constitucional que ampara el derecho a la vida, el partido P1, que
había ganado las elecciones, podría poner en marcha una reforma constitucional
para introducir una cláusula de excepción a tal derecho, y sabemos que la mayoría
de los ciudadanos y votantes lo apoyaría, pues no en vano lo habían aupado al
gobierno con un programa como el que sabemos. Así pues, tendría que estar la
norma constitucional en cuestión protegida frente a su posible reforma,
excluyéndola o haciéndola poco menos que imposible. Así sucede con los derechos
más básicos en la mayoría de las constituciones actuales. Pero también somos
conscientes de que hasta los más fundamentales derechos están hoy expuestos a
una doble acometida que los relativiza y los hace depender, en su efectividad y
garantía, de la tenaza del interés de los gobiernos y de una moral social
altamente inconsistente y a merced de populismos y demagogias: la ponderación
por los jueces y la propensión a reformas constitucionales que afectan a
derechos primerísimos y que se presentan con el engañoso aval del interés
general y el beneficio para los más. Al menos en algunos países, hoy, el
constitucionalismo se ha convertido en una perversa síntesis de exaltación
teórica y propagandística de los derechos, por un lado, y de licuación o
relativización del contenido y la garantía de los derechos, por otro. Eso sí,
los derechos se van quedando en menos a la vez que se finge que se quiere
respetar más los derechos y respetar los derechos de los más. Cuando los
derechos fundamentales más básicos y en su contenido más esencial no están al
margen de la lucha política, sino que la disputa y la propaganda política
adoptan el lenguaje de los derechos, los derechos ya no son esos triunfos o ese
coto vedado, sino que se politizan y quedan al albur de las coyunturas políticas
y a disposición de los gobernantes que demagógicamente los usan para ganar
elecciones y aplicar su mayoría para vulnerarlos, para librarse de los límites
que a su poder los derechos ponen.
En
lo anterior hemos adoptado un enfoque jurídico o político-jurídico y
constitucional. Pero posiblemente de ese modo desconocemos un dato esencial: no
hay derechos en verdad salvaguardados, digan lo que digan las constituciones y
las leyes, si no es en una cultura proclive a la más estricta consideración de
los derechos y en una sociedad en la que domine en tal materia lo que podríamos
llamar una moral deontológica bien anclada. Si, en el hipotético caso que al
inicio se proponía, P1 vence en las elecciones por abrumadora
mayoría, P1 va a aplicar su programa con unas u otras argucias
jurídicas o saltándose simplemente todo límite jurídico. En una sociedad cuyos
ciudadanos no aprecien la democracia, de poco servirán las proclamaciones
democráticas en la constitución, y en una sociedad en la que los ciudadanos no
valores los derechos de todos y cada uno como sacrosanto límite a la acción del
Estado y de los particulares, de poco valdrán las salvaguardas constitucionales
de los derechos fundamentales, de cualesquiera de ellos: vencerá en la
contienda electoral el partido que ofrezca mayor satisfacción, real o
imaginaria, material o simbólica, a la mayoría, y esa mayoría aceptará gustosa cualquier
privación de derechos de la minoría. Sin ciudadanos reflexivos y decentes los
derechos son papel mojado siempre. Pues la protección jurídica de los derechos
es un dique muy débil cuando la ciudadanía está dispuesta a renunciar a ellos o
a no reconocerlos a otros, cuando la ciudadanía no se protege a sí misma frente
al Estado y los gobiernos y cuando cada ciudadano no se respeta a sí mismo a
través del respeto a los derechos de los demás, asumiendo, incluso, costes y
riesgos. Mas sabemos bien que una moral social de esa categoría no se edifica
de un día para otro. Hace falta tiempo y mucho esfuerzo educativo. Y buenos
ejemplos, especialmente por parte de los líderes políticos y sociales. Cuando
un ciudadano vota al demagogo, al corrupto, al que fomenta la reacción por
envidia o resentimiento o por miedo, ese ciudadano se está dando un tiro en su
propio pie: algún día van a venir a por él también. ¿Cuándo? Cuando toque
sacrificarlo a él por el bien de los otros, o convertirlo a él en enemigo para
que los otros voten al que piensan que del enemigo, de él, los va a proteger.
Al
fin y al cabo, cuando P1 ganara las elecciones, y antes, al exponer
su programa, nunca diría que se propone sacrificar a los pelirrojos inocentes
para que puedan librarse de la muerte muchos de los demás ciudadanos. No,
sabemos cómo se hace eso, es muy sencillo: bastará gritar a los cuatro vientos
que los pelirrojos son egoístas y malvados y que ellos mismos han provocado y
extendido, o planean hacerlo, la mortal enfermedad. Los votantes sabrían que es
mentira, pero no les importará votar por egoísmo al mentiroso; o procurarán no
pensar y moverse como pura masa que supuestamente no quiere más que el bien de
la nación. Porque lo más atroz de la mala política y la mala praxis social no
está meramente en que los derechos se sacrifiquen y las personas se conviertan
en puros objetos y como tales utilizables; lo más atroz es que también se
excluye el remordimiento. Nunca se hace el mal con tanta eficacia como cuando
nos dejamos idiotamente convencer de que estamos haciendo lo justo.
El
ejemplo con el que he trabajado aquí era a posta muy rebuscado. Pare mientes el
amigo lector en tantos ejemplos reales y no tan disímiles a ese como tenemos a
mano.