30 noviembre, 2015

¿Qué tipo de realidad es constituida o reflejada por las normas constitucionales?



                I. Aquel antiguo nazi[1] ferviente que fuera Theodor Maunz, convertido con más o menos sinceridad a la doctrina del Estado de Derecho y de los derechos fundamentales después de 1945, escribía en 1951, en su libro Deutsches Staatsrecht, que los más importantes de los derechos fundamentales recogidos en la Ley Fundamental de Bonn tenían carácter supraestatal o preestatal, eran reconocidos en la Constitución como inmanentes al individuo como anteriores a e independientes del Estado. Se trataría de derechos absolutos y que ni por el texto constitucional mismo podrían ser relativizados. El más significativo e importante de tales derechos absolutos sería el de la libertad personal (art. 2 de la Ley Fundamental de Bonn). Frente a esos, otros derechos fundamentales tendrían naturalmente determinado su contenido por la regulación estatal. De esto último sería ejemplo el derecho de propiedad[2].
                En el constitucionalismo del siglo XX la doctrina jurídica alemana de postguerra desempeñó un papel crucial para el desarrollo de esa idea que después, vía Alexy, tendrá enorme influencia en el llamado neoconstitucioanalismo, la idea de que el sustrato moral al que la Constitución remite es la base de la unión inescindible entre Derecho y moral en nuestros sistemas jurídicos, contrariamente al postulado positivista de separación conceptual entre Derecho y moral[3].
                Esa idea básica podemos desgranarla o descomponerla en varios apartados:
                a) Constituciones como la Ley Fundamental de Bonn asumen como válidos y objetivamente verdaderos ciertos contenidos morales.
                b) Esos contenidos morales constitucionalmente asumidos y positivados bajo la forma de normas de derechos fundamentales o de principios constitucionales expresos tienen un contenido material objetivo y verdadero. No se trata de pautas interpretativas que remitan a un debate moral en el seno de las correspondientes sociedades, éticamente plurales, sino de normas moral-jurídicas con contenido preciso y tangible y que, precisamente, desde tal contenido preciso sirven para limitar los resultados posibles del debate ético en la sociedad, así como de su reflejo político bajo la forma de leyes mayoritariamente aprobadas en esa sociedad.
                c) Esas verdades morales, objetivas y nada contingentes ni social o culturalmente relativas, existen en sí, en sus contenidos, preexisten a todo conocimiento humano y a toda humana voluntad y, por tanto, no son por la Constitución establecidas, sino meramente reconocidas.
                d) En consecuencia, la juridificación formal o positivación jurídica de tales contenidos no es en modo alguno constitutiva de dichas realidades, salvo, si acaso, en un sentido formal. Quiere decirse que si la Constitución hace referencia a un derecho fundamental y preestatal D, dicho derecho D existe y preexiste a tal mención constitucional, y dicha preexistencia es tal en dos dimensiones: en cuanto derecho ya plenamente jurídico y en cuanto al contenido verdadero y necesario de D. En lo primero hay una clara herencia del pensamiento iusnaturalista. En lo segundo se hacen patentes restos del tipo de ontología jurídica u ontologismo jurídico que era propio y característico de la alemana Jurisprudencia de  Conceptos, si bien aquí bajo la forma de Jurisprudencia de Valores y en una versión que podríamos llamar “moralizada” o re-moralizada. Allí donde para la decimonónica Jurisprudencia de Conceptos los conceptos jurídicos (matrimonio, propiedad, contrato, testamento, negocio jurídico, autonomía de la voluntad…) tenían un contenido necesario y, con tal necesidad ontológica o metafísica, preestablecido a cualquier voluntad legislativa y apto hasta para controlar la validez o juridicidad real de las decisiones legislativas, ahora, a partir de la década de los cincuenta del siglo XX y en Alemania, ciertas nociones jurídicas (ante todo derechos y principios) mantienen este tipo de ontología, esa fuerte carga metafísica, pero de la mano de cierta forma “densa” de objetivismo moral o realismo moral. Es la idea que alcanzó fuerza a partir de la afirmación del Bundesverfassungsgericht en 1958, en el caso Lüth, cuando dijo que la Constitución es “un orden objetivo de valores”, palabras idénticas a las que el mismo año pronunción Günter Dürig al comentar el parágrafo primero de la Ley Fundamental de Bonn.

                II. Lo que aquí brevemente me propongo analizar es un detalle o aspecto parcial de una idea adicional que surge en el marco de esa iusfilosofía de fondo y de ese tipo de constitucionalismo, que, repito, es el que inspira en gran parte el que actualmente el llamado neoconstitucionalismo, aun con sus variantes y matices según autores y países. Se trata de una idea que podemos esquematizar o resumir en las siguientes partes:
                (i) Puesto que las constituciones remiten a derechos y principios de carácter moral y contenido objetivo, preestatal y prejurídico, existen esos derechos y principios con un contenido así, objetivo, preestatal y prejurídico, no dependiente de ningún género de decisiones de sujeto alguno.
                (ii) Dichos contenidos no son meramente morales, sino que, en virtud de tal remisión constitucional, son también contenidos plenamente jurídicos y de suprema jerarquía dentro del sistema jurídico.
                (iii) Tales contenidos, a la vez morales y prejurídicos y plenamente jurídicos por constitucionales, tienen que ser y son cognoscibles para las sociedades y los operadores jurídicos, y muy en particular para los jueces y las cortes constitucionales. En su función de garantes o custodios de la constitucionalidad de las normas y decisiones jurídicas, estos, los tribunales ordinarios y/o constitucionales, deben aplicar aquellos contenidos como pauta esencial del control de constitucionalidad, pero (y aquí está lo esencial) no como cláusulas abiertas o conceptos con algo de “zona de penumbra” o algún margen de indeterminación que remita a la discrecionalidad de la interpretación y, con ello a la responsabilidad del “aplicador” o que, incluso, lo invite a un cierto self-restraint, a fin de que el uso desmedido de la discrecionalidad judicial no acabe anulando la legítima discrecionalidad política del legislador que representa la soberanía popular. Esa negación en todo lo posible de la discrecionalidad judicial, a base de insistir en que el contenido necesario de la “única decisión judicial correcta” está plenamente (o casi) prefigurado en la materia prima del Derecho, es la misma que estaba presente en el siglo XIX, tanto en la francesa Escuela de la Exégesis como en la Jurisprudencia de Conceptos alemana. Lo único que entre estas dos cambiaba era la manera de caracterizar o identificar esa materia prima de lo jurídico. Mientras que para la Escuela de la Exégesis las decisiones judiciales se deducían con necesidad lógica de los enunciados legales (en particular de los del Código Civil), para la Jurisprudencia de Conceptos esa deducción necesaria se hacía de los conceptos mismos (matrimonio, propiedad, contrato, compraventa…), en cuanto entidades con contenido necesario y supratemporal, y tal como los habían descubierto y sistematizado ya los juristas romanos. En el llamado en nuestros días neoconstitucionalismo se da una síntesis casi perfecta de esos dos antecedentes: la decisión necesaria del juez constitucional arranca del texto de la Constitución, pero halla su fuente de conocimiento en la carga sustantiva del respectivo concepto moral constitucionalmente acogido.
                (iv) En esa mediación entre el Derecho objetivo que está “ahí afuera” (sea en un soporte o en otro -texto o sustrato metafísico- o en la síntesis de los dos) y el “aplicador” que plasma en su sentencia contenidos necesarios y no opciones discrecionales más o menos acotadas por el texto o el “contexto, lo imprescindible es el método apropiado. Es el método correcto el que permite al juez dar con el contenido objetivamente verdadero y necesario para el caso, con la única solución correcta, contenido encontrado en y extraído de esa materia prima de lo jurídico, plenamente precisa, coherente en su fondo y, también en su fondo, carente de lagunas. Tal método era, para aquellas doctrinas decimonónicas, el llamado método silogístico o subsuntivo; para el neoconstitucionalismo, es el método de la ponderación.
                En verdad, el neoconstitucionalismo es la síntesis teórica de Dworkin y Jurisprudencia de Valores, pasada por el tamiz aparentemente “analítico” de Alexy. Dworkin “libera” a sus seguidores “continentales” de la molesta atadura a los textos normativos y, a la vez, Alexy, perfectamente ubicado en la densa tradición metafísica de la iusfilosofía alemana que va de la Jurisprudencia de Conceptos a la Jurisprudencia de Valores (la cual, repito, simplemente moraliza aquellos conceptos anteriores y añade conceptos de raigambre moral a aquellos conceptos “técnicos” del siglo XIX) retoma el antipositivismo de casi todo el constitucionalismo alemán de todo el siglo XX, si bien camuflando un tanto el objetivismo moral “conservador” bajo los ropajes y fórmulas del denominado constructivismo ético.

                III. Paso al fin a enunciar y defender mi tesis. Puede resumirse así: el hecho de que un texto jurídico, incluso constitucional, mencione o remita un cierto ente ni es prueba en modo alguno de que ese ente exista objetivamente o “ahí afuera” (más allá de su representación mental diversa por los sujetos) ni, menos aún, implica que la noción en cuestión tenga un contenido discernible y apto para aplicar un control por los jueces. En ese sentido, el Derecho no constituye la realidad, sino que es tributario de ella, en lo que en la realidad exista (y cómo exista) o no exista. Las llamadas norma jurídicas constitutivas, que dan carta de naturaleza o “constituyen” en cuanto realidades jurídicas ciertos entes (ejemplo, el matrimonio, el contrato, el testamento…) no tienen nada que ver con estas otras normas que asignan un papel jurídico a nociones externas al Derecho, como pueda ser la buena fe contractual, el dolo o, yendo al ámbito constitucional, principios o derechos como, por ejemplo, la dignidad humana o el libre desarrollo de la personalidad, entre tantos.
                El esquema genérico de este tipo de normas, en su funcionalidad jurídica, podríamos representarlo así[4]:
                Un x es jurídicamente válido si es compatible con α
                Ahora bien, por el mero hecho de que α sea mencionada por la norma en cuestión, y aunque sea una norma constitucional, α no existe. La mención de α no es acreditación ni indicio siquiera de que α exista, o de que exista con un contenido objetivo “sustantivo” predeterminado, verdadero y cognoscible. Así, del hecho de que una norma jurídica o una norma constitucional mencionen a Dios, se sigue como cierta o probable la creencia del autor de la norma en la existencia de Dios, pero de ninguna manera hay ahí una prueba de que Dios exista, y menos de que exista con las propiedades que le asigna la confesión religiosa o la teología con la que en particular comulga el autor de dicha norma. Por las mismas, que una constitución erija la dignidad humana en supremo valor o principio jurídico, como hace la Constitución alemana en su parágrafo 1, no quiere decir ni que podamos saber con objetividad y precisión los alemanes o nosotros, de hoy o de hace setenta años, qué es la dignidad humana, cuál es su contenido concreto y qué se desprende de dicho contenido para, por ejemplo, la constitucionalidad o inconstitucionalidad de una norma legal que se ubique en la zona de penumbra o los amplísimos márgenes de indeterminación de dicho concepto en cada época. Recordemos, a título de muestra, que en el primer gran tratado sistemático sobre la Ley Fundamental de Bonn, el de Maunz y Dürig, este último, al comentar el mentado parágrafo primero, que dice que “La dignidad humana es inatacable” (unantatsbar) puso el siguiente ejemplo de comportamiento que jamás una ley alemana podría autorizar, por ser radicalmente incompatible con la dignidad del ser humano: la inseminación de una mujer con semen que no sea de su marido.
                Juguemos un momento con algunos ejemplos diversos. Imaginemos en primer lugar cuatro normas constitucionales que dijeran algo similar a esto:
                N1: No será constitucionalmente válido ningún cálculo que no respete las reglas de la aritmética.
                N2: No será constitucionalmente válida ninguna norma que no respete el derecho de propiedad.
                N3: No será constitucionalmente válida ninguna norma que no respete a los seres extraterrestres.
                N4: No será constitucionalmente válida ninguna norma que no respete a los “sinforíndulos”.
                La mención en esas normas de reglas de la aritmética, derecho de propiedad, seres extraterrestres y sinforíndulos no implica que objetiva y externamente, “ahí afuera” exista ninguna de esas cuatro cosas. Por eso sería completamente absurdo sostener que los marcianos existen y que tienen tales y cuales características porque N3 se refiere a ellos y a la obligación de respetarlos. Pero, indudablemente, esas entidades diversas a las que se refieren estas normas no están en el mismo plano ni, en consecuencia, es igual el tipo de aplicación que se puede hacer de las normas en cuestión, en su función de parámetro de validez jurídica.
                Las reglas de la aritmética constan y son cognoscibles sin mayor problema. No son constituidas por esa norma jurídica o cualquier otra, sino que existen con independencia plena del Derecho. El control de constitucionalidad con base en N1 sería perfectamente objetivo y daría lugar a enunciados plenamente calificables de verdaderos o falsos. Cosa distinta es que resultaría bastante ocioso y hasta absurdo introducir en una norma jurídica un contenido como ese.
                El derecho de propiedad es un constructo cultural y jurídico, pero como tal existe sin duda. Hay un acuerdo básico, al menos en cada cultura y cada época, sobre cuál es el contenido esencial o definitorio del derecho de propiedad, igual que tiene la noción unos márgenes de indefinición o zona penumbrosa. Esto es lo que hace que no haya ni sea posible acuerdo respecto a si determinadas acciones o normas son o no acordes con el derecho de propiedad. Ahí es donde el mismo sistema jurídico se ve abocado a una constante labor de precisión y re-constitución del concepto mismo de propiedad, por la vía de ir aclarando nuevos supuestos de los que caen en esa zona de penumbra, sea por vía constitucional, legislativa o jurisprudencial. Y sea la vía la que sea, siempre la respectiva actividad normativa tendrá un insoslayable componente de discrecionalidad.
                En cuanto a los seres extraterrestres a los que se refiere N3, hay personas que creen que existen y personas que no. Todos tenemos una representación mental elemental de los extraterrestres o marcianos, de resultas de ciertas actividades culturales (películas, novelas, leyendas urbanas…), pero, fuera de esa dimensión intelectual o mental, nada se puede probar sobre su existencia en otra forma o “ahí afuera” y, además, cada uno de los que en marcianos creen se los figura como le da la gana o les da unos u otros atributos específicos. Un control de constitucionalidad basado en N3 sería total y absolutamente dependiente de las gratuitas y personales representaciones mentales y preferencias del controlador.
                Y qué decir de los sinforíndulos. Me los acabo de inventar y ni siquiera los he definido, no tenemos más que el nombre por mí creado ahora mismo. Cualquier control de constitucionalidad apoyado en N4 sería total y absolutamente arbitrario, ya lo hiciera yo mismo o cualquier otra persona.
                Podríamos finalmente preguntarnos a cuál de esas cuatro normas se parecen en el fondo más las normas constitucionales que establecen derechos fundamentales o estipulan principios como el de dignidad o el de igualdad. Un positivista normativista se movería entre el parecido con N2 o N3, según los casos. Por eso siempre el positivista ve discrecionalidad en la decisión del operador jurídico que aplica dichas normas en los casos litigiosos. Un realista jurídico a la escandinava o la genovesa oscilaría entre N3 y N4, según lo radical que se despertara ese día, y no hallaría gran diferencia entre las ideas de discrecionalidad y arbitrariedad. En cambio, un iusnaturalista o un iusmoralista en general, y también un neoconstitucionalista “duro”, tendrá que resaltar más bien el parecido o la gran coincidencia con N1. Porque de no ser así todo el edificio teórico se le cae y tendrá que admitir que cuando la constitución (o la legislación infraconstitucional, por qué no) cita principios o derechos no está haciendo referencia a entedades ontológicamente predefinidas de modo cierto y cognoscibles en sus consecuencias para cada caso litigioso con ayuda del método de conocimiento que haga totalmente o muy extensamente evitable la discrecionalidad.
                La consecuencia teórica de todo esto se puede formular de la siguiente manera: no es la mención por la Constitución de un cierto ente lo que determina la realidad constitucional de ese ente y su contenido a efectos de control. Al revés, es la previa concepción ontológica y epistemológica (y, de resultas, ética) de cada intérprete o analista constitucional lo que determina el tipo de contenido y función que se asigna a cada norma constitucional de ese tipo. En consecuencia, no son los cambios en los enunciados constitucionales los que llevan a la alteración de los modelos de constitución (más allá de lo puramente externo o de estilo), no es la mayor o menor frecuencia de enunciados constitucionales que hagan uso de nociones morales, de valores, de principios o de derechos lo que determina el papel de las constituciones, sino que es el cambio de filosofías dominantes entre constitucionalistas (ontología, epistemología y ética) lo que condiciona el entendimiento de la constitución y de su papel, así como la práctica constitucional dominante en cada tiempo.
                La doctrina constitucional actualmente imperante en el ámbito de los denominados sistemas continentales deriva, lo meditemos o no, de aquellas concepciones político-morales y jurídicas producidas por constitucionalistas alemanes queelaboraron bajo la República de Weimar profesores a menudo escasamente partidarios del Estado de Derecho democrático y que a partir de 1945 pergeñaron constitucionalistas alemanes que eran antiguos nazis más o menos sinceramente arrepentidos. Como Theodor Maunz, por cierto, de quien a la postre se supo que se había arrepentido bien poco.   


[1] Y conste que si un enunciado es verdadero o falso con independencia de que lo diga Agamenón o su porquero. En este caso era el porquero.
[2] Cito por la tercera edición, de 1954. Theodor Maunz, Deutsches Staatsrecht. Ein Studienbuch, München, Berlin, Beck, 1954, pp. 70-71.
[3] Y también hay algo, o bastante, de tal idea en el llamado positivismo jurídico inclusivo o incluyente.
[4] Expliquemos lo de la funcionalidad jurídica. Cuando una Constitución garantiza un derecho fundamental D, por ejemplo, está estableciendo que no serán jurídicamente válidas o lícitas las acciones opuestas a D. De ahí que la suma de la norma que recoge D y de las normas de garantía de D da lugar a un esquema normativo como el citado: para todo (x), siendo x cosas tales como una acción de los poderes públicos o de un sujeto privado, en su caso, o una acción de producción normativa, x es jurídicamente válido si es compatible con (el contenido de) D.

29 noviembre, 2015

Imputación objetiva y Derecho penal. Entre la ontología y la retórica


                I. Consideraciones previas (y un tanto prescindibles)
(Al lector impaciente o por necesidad apresurado le aconsejo que prescinda de este apartado y vaya directamente al II. En este se ponen las bases teóricas para mi tesis sobre la inutilidad de invocar la noción de imputación objetiva en la mayor parte de los casos en que de ella se echa mano, pero mi tesis de fondo, en lo que de acertada o errónea tenga, puede entenderse cabalmente con la sola lectura del apartado II, al hilo del análisis de sentencia que en él se hace).

                No voy a negar que la noción de imputación objetiva en Derecho penal carezca de utilidad, tal como, sobre la base de unos pocos precedentes (entre ellos el de Enrique Gimbernat), fue forjada por Claus Roxin y desarrollada después, con variantes no desdeñables, por otros importantísimos penalistas alemanes, como Gunther Jakobs o Wolfgang Frisch, entre otros muchos. Al menos en el diseño inicial de Roxin, con esa figura se pretendía solucionar el grave problema que, para los delitos comisivos de resultado, se plantean en casos en los que la acción de un sujeto es causalmente determinante de atentado contra el bien jurídico-penal respectivo y es, además, dolosa, pese a lo cual resulta contraintuitivo condenarlo como autor del delito en cuestión. Ejemplo repetido en la manualística al uso es el de aquel hijo o nieto heredero que manda a su abuelo al bosque al buscar alguna cosa y con la esperanza de que se desencadene una tormenta y lo parta un rayo; y resulta que, pese a lo altísimamente probable de que el deseo se consumara, así sucede y un rayo mata al abuelo odiado cuya fortuna se ansiaba. La solución de Roxin consiste en decir que hay que hacer un examen “objetivo” no sólo para comprobar si hay nexo causal entre la acción del acusado y el resultado final lesivo, sino también para ver si la acción del acusado realiza la conducta típica, realiza el tipo presente en la norma penal en cuestión. Pues, en el ejemplo anterior, hay causalidad y dolo, pero también cabría sostener que no forma parte del tipo del homicidio el enviar a una persona a un bosque para que un rayo la mate, si no se sabe ni por asomo que dicha cosa va a ocurrir y, además, es tan desmesuradamente improbable que ocurra.

                Repito que no voy a hacer un cuestionamiento de esa figura de fondo, al menos por el momento, y que voy a conceder que pueda tener su utilidad grande en ciertos casos “atípicos” en los que se dan los otros elementos del delito pero parece dudoso que la acción enjuiciada sea la acción típica de dicho delito. Lo que intentaré poner en solfa es el uso que nuestra jurisprudencia penal hace a menudo de la idea de imputación objetiva.

                ¿En qué consiste ese uso? En un desdoblamiento de la argumentación justificadora del fallo, de tal manera que, primero y como siempre, el caso se resuelve por vía del ineludible razonamiento subsuntivo-interpretativo, pero, luego y en un segundo y muy postizo paso, se (simula que se) pasan los hechos por el tamiz de los elementos propios de ese análisis en clave de imputación objetiva, en particular estos tres: a) que el acusado haya creado un riesgo penalmente relevante, riesgo que se haya consumado en daño para el bien jurídico-penalmente así protegido; b) que  dicho riesgo no sea un riesgo permitido; y c) que la norma penal en cuestión, la que define el correspondiente tipo penal, tenga ese tipo de riesgo creado (y el consiguiente daño) dentro del “alcance de protección de la norma”; es decir, que esa norma penal se proponga precisamente castigar las conductas por provocar esa clase de riesgos y no otros[1].

                Mi tesis está ligada a una concepción general del Derecho. Defiendo que la materia prima del Derecho o de las normas jurídicas consiste en enunciados. Naturalmente, esos enunciados pueden tener diversos sentidos o significados, y por eso la interpretación es ineludible. Y obvio es también que tales enunciados responden a intenciones de quien los formula (igual que la interpretación de los mismos se corresponderá grandemente con intenciones de quien la realiza) y que tanto los significados posibles como esas mismas intenciones se insertan en el correspondiente entramado social: la moral social o positiva, los patrones de la vida política del momento, la cosmovisión imperante, las ideologías dominantes, el estado de las ciencias y los saberes, etc., etc., etc. Pero nada de eso es por sí Derecho, aun cuando el Derecho sea reflejo y fruto de todo eso y aunque todo eso pueda y deba tomarse en consideración a la hora de interpretar los enunciados jurídicos para su aplicación o, simplemente, para entenderlos cabalmente en su función y en su contexto respectivo.

                En lugar de complicarnos más y para no meternos ahora en los entresijos de la idea de validez y la Teoría del Derecho, veámoslo con un ejemplo sencillo y que es relevante para los ejemplos jurisprudenciales que veremos. El art. 248.1 del Código Penal dice que “Cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno”. Sin este enunciado (u otro similar, obviamente, y prescindiendo ahora de que el art. 248 CP enumera otras dos modalidades de estafa) no habría delito de estafa en el Derecho español. Esta afirmación parece trivial, pero no lo es, en modo alguno.

                Sucede que está en nuestro tiempo y ámbito cultural generalísimamente aceptado el llamado principio de legalidad penal estricta, a tenor del cual, en lo que a la tipificación de delitos y penas se refiere, no puede haber Derecho penal fuera de los enunciados presentes en la ley penal. Pero no olvidemos que ya es casi lugar común sostener, en otros ámbitos de lo jurídico, que hay no solamente normas jurídicas derivadas, sino normas jurídicas inexpresadas: normas que son plenamente Derecho aun cuando: a) no se correspondan con ningún enunciado ni con el significado posible de ningún enunciado; b) no sean concreción lógica o de sentido del contenido de un enunciado más general, ese sí presente en el ordenamiento como enunciado jurídico.

                Expliquemos esas dos cosas. Pongamos la norma constitucional que dice que los ciudadanos tenemos derecho a no ser torturados. Sea el art. 15 de la Constitución Española, según el cual ningún ciudadano puede ser sometido a tortura. Nos toparemos en primer lugar con el inevitable problema interpretativo de qué podemos entender por “tortura”, qué significa ese término, y ello en dos frentes interdependientes: cuáles son las propiedades definitorias o caracteres delimitadores de las acciones que sean torturas (intensión de “tortura”) y cuáles son las acciones que podemos enumerar o señalar como torturas, cuáles forman el conjunto total de las torturas (extensión de “tortura”).

                Según cómo se interprete “tortura” en el art. 15 CE, estará incluida o no la tortura psicológica, además de la física, y dentro de una u otra modalidad entrarán más acciones que impliquen infligirle deliberadamente dolor o sufrimiento al alguien. Esos son los problemas interpretativos que hay que resolver cuando en un caso se plantea, por ejemplo, si la policía incurrió en la práctica inconstitucional de la tortura al decirle a un detenido que si no decía de inmediato dónde había escondido el arma del crimen saldría una patrulla a matar a sus hijos o a violar a su pareja.

                Por otra parte, la norma dice “tortura”, pero no hace una clasificación de qué prácticas sean tortura y cuáles no. No obstante, y por muy restrictiva que fuera la interpretación elegida de “tortura”, nadie dudará de que introducirle a alguien alfileres bajo las uñas o quemarle la planta de los pies con cigarrillos es torturar. En ese sentido decimos que considerar prohibidas esas dos prácticas por el art. 15 CE, aunque no las enumere expresamente, es una consecuencia lógica o incuestionable concreción de sentido del enunciado que usa el término abarcador “tortura” y dice que la tortura está prohibida. Igual que si yo le invito a usted a comer en mi casa y le pongo un plato de carne con patatas, no puedo decirle a usted, cuando se dispone a ingerir una patata, que cuidado, que yo lo invité a comer, pero no a comer patatas, y que puesto que nada dije de las patatas no puede considerarse autorizado a comerlas por el hecho de que le haya dicho que puede comer. De ser así las cosas, decir “te invito a comer” o “prohibido torturar” sería perfectamente inútil, pues los enunciados generales no servirían y habría que emplear solo enunciados particulares (prohibida la picana, prohibidas las alfileres bajo las uñas…; permitido comer patatas, permitido comer carne, permitido comer tomates…).

                Los que opinan que el Derecho no se reduce a ciertos enunciados provenientes de determinadas fuentes reconocidas y/o presentes en determinados documentos o reconocidos en ellos consideran que hay conductas o estados de cosas que el Derecho prohíbe, manda o permite y que ni forman parte de las interpretaciones posibles de un enunciado jurídico positivo ni de las concreciones lógicamente posibles de un enunciado jurídico positivo, interpretado, en su caso. Quiere ello decir que si, por ejemplo, un sistema jurídico prohíbe un conjunto N de conductas, también podemos entender prohibida en ese sistema jurídico la conducta N+1. Están prohibidas en (enunciados de) ese sistema las conductas x, y y z, pero también estimamos prohibida la conducta w, aunque no sea ni concreción interpretativa de las anteriores ni concreción “lógica” de las anteriores[2].

                El Derecho penal (o tal vez en Derecho sancionador en general) es, en parte y si acaso, el último reducto de esa noción “lingüística” del Derecho, dado que el principio de legalidad se interpreta entendiendo que no puede haber más delitos que los expresamente puestos como tales en enunciados legales, positivos (y de cierto rango). Pero bastará con alterar la interpretación de “legalidad” en “principio de legalidad” para que esa barrera caiga, igual que ya se entiende muchas veces que de la Constitución forman parte más derechos fundamentales que los que en ella se enumeran o que la “vinculación del juez a la ley” supone también vinculación a lo que no sea “ley”, derecho positivo (moral no positivada en Derecho, religión…), vinculación superior, incluso, a la de la ley y con capacidad para justificar su no aplicación en ciertos casos perfectamente subsumibles bajo ella y con todo el sentido de ella.

                La importancia metodológica de todo esto la vemos a la hora de contestar a la siguiente pregunta: qué tenemos que ver y qué hemos de hacer cuando resolvemos en Derecho un caso, por ejemplo como jueces. Cuatro visiones principales del Derecho se nos van a ofrecer para brindar respuesta diferente a dichas cuestiones decisivas: iusmoralismo, iusontologismo, iusintencionalismo y iuspositivismo.

                (i) La nota distintiva del iusmoralismo está en considerar que hay normas morales que, por sí, forman parte del sistema jurídico. Puede tratarse de las normas de una moral universal e inmutable y que, por tanto, se integre en todo sistema jurídico posible, como sucede con el iusnaturalismo, o puede tratarse de una moral histórica que constituya el sustrato o base ética que completa y da sentido a un determinado ordenamiento jurídico o a los de una cierta cultura o época, como sucedería, por ejemplo, con el derecho supralegal de Radbruch o con los principios de Dworkin y de una buena parte del actualmente llamado neoconstitucionalismo.

                Para los iusmoralismos la sustancia primera o básica del Derecho, su esencia, es moral. Por tanto, la interpretación posible o la aplicación de los enunciados jurídicos-positivos a la resolución de casos está mediada y mediatizada por la compatibilidad de los resultados con esas pautas morales constitutivas de lo jurídico. Si el contenido o sentido de un enunciado jurídico-positivo choca con esa moral jurídica necesaria o de fondo o bien se tiene dicho enunciado, dicha norma jurídico-positiva por inválida con carácter general (no es ley, sino corrupción de ley) o bien por inaplicable al caso concreto para el que la aplicación provocaría injusticia, entendiendo la injusticia como incompatibilidad con dichos requerimientos morales.

                (ii) El iusontologismo está formado por aquellas doctrinas que ven la sustancia o materia primera del Derecho en ciertos conceptos que designan entes institucionales, instituciones con contenido necesario y predeterminado a cualquier voluntad humana o a cualquier designio legislativo. Así, la relación entre el concepto y el contenido de la institución en cuestión no será contingente, sino necesaria, pues la forma y la sustancia de las instituciones básicas del Derecho está prefigurada en algún orden necesario del ser. De esa manera, los conceptos jurídicos se asemejan a las figuras geométricas. De la misma forma que un círculo no puede ser cuadrado o que en todo triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, así instituciones jurídicas como el matrimonio, el testamento, la compraventa o la prenda tienen elementos y contenidos necesarios y no modificables a discreción, poseen una “naturaleza jurídica” insoslayable.

                Para el iusontologismo, del que tal vez la manifestación más acabada e influyente fue la decimonónica Jurisprudencia de Conceptos alemana, para solucionar un caso en Derecho procede siempre dar a los hechos el tratamiento compatible con esa “naturaleza jurídica” de los entes o categorías bajo las que son subsumibles. En tal sentido, la sustancia ontológica complementa y hasta corrige el sentido o los significados posibles de los enunciados jurídicos. Diríamos que para tales ontologistas lo que no puede ser no puede ser, aunque el legislador diga que sí, y lo que puede ser puede ser, aunque el legislador diga que no. La diferencia con los iusmoralistas estriba en que mientras éstos contraponen al deber jurídico-positivo un deber superior, que es un deber moral, los iusontologistas oponen al deber jurídico-positivo una especie de leyes del ser o de la naturaleza de las cosas. De la misma manera que, por razones obvias y atinentes a la naturaleza de las cosas, no tiene sentido que el legislador prescriba la obligación de todo ser humano de ir por la calle corriendo a pie a una velocidad superior a cien kilómetros por hora, ya que no es empíricamente posible, tampoco podría, por ejemplo, el legislador, permitir el matrimonio de dos personas del mismo sexo o de una persona consigo misma, o una sociedad unipersonal o un testamento bilateral, pongamos por caso, pues igualmente ahí se estarían vulnerando las leyes del ser, aunque en este caso no sean leyes empíricas sino de otro tipo de ontología ideal pero igualmente necesaria e ineludible.

                (iii) Para el iusintencionalismo la esencia de lo jurídico se encuentra la voluntad de la autoridad legitimada para imponer sus mandatos bajo la forma de Derecho. Esos mandatos se expresan en enunciados, pero la voluntad del autor prevalece sobre lo enunciado por dos vías. Por una, porque si hay discrepancia entre lo dicho y lo querido ha de primar lo querido, la autoridad sobre la letra. Por otra, porque si del enunciado en cuestión caben varias interpretaciones posibles la preferencia hay que darla a la que se corresponda con lo querido por la autoridad.

                (iv) Para el iuspositivismo, en la versión que aquí manejaré del mismo y prescindiendo, como en los casos anteriores, de variantes, el Derecho se compone de enunciados que, ciertamente, son Derecho porque tienen o reciben socialmente un valor autoritativo, pero cuyo contenido se determina, en su aplicación a los casos, por vía de interpretación, siendo dicha interpretación fuertemente discrecional. Es la semántica del uso, junto con la sintaxis y la pragmática, lo que acota los significados posibles de los enunciados jurídicos, y todos aquellos otros elementos que también concurren en la producción de esos enunciados y en su juego social (intenciones, valores morales, funciones sociales, fines...) proporcionan argumentos con los que justificar interpretaciones, con los que argumentar el uso de la discrecionalidad a fin de que las soluciones de los casos sean vistas como razonables y no como arbitrarias.

                En el iuspositivismo la discrecionalidad ocupa el lugar que en el iusmoralismo y el iusontologismo corresponde a la necesidad; para el iuspositivismo las normas jurídicas son enunciados que, por su indeterminación y contingencia, son esencialmente maleables y adaptables, mientras que iusmoralismo y iusontologismo revisten lo jurídico con la rigidez de su pertenencia al reino de la necesidad. Para el iuspositivismo, y fuera de la mecánica interna de los sistemas jurídicos y de la funcionalidad interna de conceptos como los de validez o vigencia, entre otros muchos, la naturaleza del Derecho es política, el Derecho no forma parte del orden del ser, sino del querer. Su diferencia con el iusintencionalismo es, pues, de matiz, ya que el positivismo pone la clave de lo jurídico en lo dicho por la autoridad jurídica en lugar de en la mera intención de la autoridad discente, aun cuando conceda que no existiría Derecho sin ese elemento de autoridad.

                El Derecho contemporáneo se halla sometido a una doble presión o a estímulos históricos contrapuestos. Por una parte, la modernidad ha significado la desmitificación de lo jurídico. Como mínimo desde fines del siglo XIX y con la crisis de las dos últimas grandes concepciones metafísicas e idealizadoras del Derecho, la de la Escuela de la Exégesis en Francia y la de la Jurisprudencia de Conceptos en Alemania, y a partir de las críticas seminales de Gény y del segundo Jhering, el Derecho deja de ser visto como obra de los dioses, producto inmarcesible de la razón, resultado de las entrañas telúricas de un pueblo o construcción de un legislador omnisciente y plenamente representativo del interés general de la nación y pasa a contemplarse como falible y contingente instrumento mediante el que se realizan labores más prosaicas, sea la solución de conflictos que ponen en riesgo la pervivencia de las sociedades, sea la realización de los objetivos políticos o económicos de los grupos políticos mayoritarios, sea la perpetuación del dominio de unas clases sociales sobre otras, sea la defensa de las concepciones morales de determinados grupos, etc., etc. En ese sentido, y como digo, el Derecho primero se desacraliza y luego se desmitifica.

                Pero un Derecho así desacralizado y desmitificado se topa con varios problemas. Uno, el de la dificultad para explicar sus operaciones y justificar las decisiones que dentro del sistema ocurren, una vez que se rompe con esa tradición justificadora de índole metafísica, “ideológica”. Así, una decisión del legislativo o de un juez ya no podrá presentarse como plasmación de la razón o expresión de la naturaleza de las cosas, sino como discrecional opción entre alternativas en el momento y la circunstancia disponibles. Dejan lo jurídico de estar cubierto por ese manto ideológico de lo inevitable, de lo necesario, de lo que no puede ser de otro modo porque el mundo es así o este pueblo es así o así son las cosas sin vuelta de hoja.

                Otro problema, fuertemente ligado al anterior, es el de la pérdida de poder de los operadores jurídicos. Si las decisiones son suyas, por ser en buena parte discrecionales, tiene que justificarlas y debe responder por ellas. No es lo mismos que yo, juez, decida que el inmueble pertenece a Ticio y no a Cayo porque así es la naturaleza jurídica de la compraventa o de la sucesión intestada que porque yo haya elegido una de las interpretaciones igualmente posibles de la norma N. Igual que no es lo mismo que yo inaplique la norma N porque me parezca a mí insoportablemente injusta la solución que propone para el caso bajo ella subsumible o que diga que inaplico N porque es objetivamente injusta y, en consecuencia, contraviene la esencia valorativa del Derecho o de este sistema constitucional.

                Con ello llegamos a esa otra dinámica interna del Derecho contemporáneo que está en contravía de esa señalada desacralización y desmitificación del Derecho: la re-mitificación del Derecho. Retorna la metafísica y retorna la idealización del Derecho, pero bajo nuevos ropajes. Vuelven los sistemas jurídicos a ser presentados con aquellos tres atributos ideales que de ellos predicaba el positivismo metafísico del XIX, el de la Escuela de la Exégesis y el de la Jurisprudencia de Conceptos: los sistemas jurídicos son completos (sin lagunas), sin coherentes (sin antinomias) y son claros (sin graves problemas interpretativos o constituyendo la interpretación un problema secundario en la práctica del Derecho, pues la clave no está en interpretar, sino o bien en ponderar o bien, otra vez, en subsumir bajo entes no lingüísticos o prelingüísticos). De esa manera renace el ideal de la única respuesta correcta para cada caso, se pone en solfa que las decisiones judiciales (y hasta las legislativas) tengan un componente de discrecionalidad y, en consecuencia, se vuelve a exonerar a los operadores jurídicos de la responsabilidad por sus operaciones, por sus decisiones: cuando se decide como el Derecho determina para el caso, ya que siempre (o casi) hay predeteminada en el sistema una única solución correcta para cada caso, la responsabilidad es del Derecho, no del que decide. El juez, por ejemplo, responderá por equivocarse si no da con esa solución necesaria porque no aplicó o aplicó mal el método para su conocimiento (por ejemplo, por ponderar mal o por no pasar revista a los pasos de la imputación objetiva), pero nunca será responsable de la decisión correcta, que no es dictada por él, sino simplemente por él averiguada al al sumergirse en los arcanos morales o metafísicos del sistema jurídico. La diferencia está en que donde antes se ponía el Derecho natural ahora se pone la Constitución material o el trasfondo axiológico de la Constitución o del respectivo sistema jurídico, que el papel que en el XIX y en Francia desempeñaba el Código Civil lo juega ahora la Constitución y que el lugar que ocupaban el espíritu del pueblo o la esencia de la nación como fuente última e indubitada del Derecho verdadero ahora lo ocupan los derechos humanos como fruto de la nación universal o de la verdad moral en que los tiempos hegelianamente se consuman.


                La larga introducción anterior pretendía tener una utilidad propedéutica para mi tesis. Ahora corresponde desgranar mejor los apartados de esa tesis. Así:

                a) Puesto que está cultural y socialmente asumido en esta era moderna que el Derecho está “en los textos”, que la materia prima del Derecho se halla principalmente, como se diría vulgarmente, en los artículos de los códigos, de las leyes y reglamentos, los tribunales tienen que resolver y resuelven sus casos mediante un razonamiento interpretativo-subsuntivo. Subsunción e interpretación están presentes en la jurisprudencia, se hallen o no bien explicitados sus pasos y justificadas sus correspondientes opciones. El dato determinante de la decisión va a ser siempre (o al menos siempre que no haya una laguna y que la laguna no sea resultante de una previa interpretación restrictiva) una interpretación determinante de una operación subsuntiva positiva o negativa. Al menos concurriendo norma aplicable, no hay decisión judicial sin interpretación y sin subsunción.

                b) Puesto que pesa todavía mucho la tradición metafísica anterior y dado que obra en interés de ciertos operadores jurídicos principalísimos el presentar las decisiones no como resultado de interpretaciones con un componente de discrecionalidad, sino como producto de una sustancia jurídica indiscutible, ya sea de un orden moral necesario ya sea de una naturaleza de las cosas insoslayable, se tiende cada vez más a ocultar aquellas operaciones de corte discrecional, ante todo la interpretación dirimente en cada caso, bajo un manto de operaciones de comprobación de cualidades objetivas de lo jurídico y de su concurrencia para el caso a resolver. Así pasa cuando (se dice que) se ponderan derechos o cuando (se dice que) se repasa la concurrencia de los elementos objetivos del tipo, los de la llamada imputación objetiva. Si la naturaleza de una u otra interpretación se reconoce como interpretativa y simplemente se ofrece un esquema para argumentar la correspondiente interpretación, sea de los enunciados que recogen los derechos en disputa, en el caso de la ponderación, sea del enunciado en el que se tipifica el delito respectivo, en el caso de la imputación objetiva, no habrá nada que objetar por nuestra parte y, todo lo más, podremos debatir sobre si tal esquema de justificación de las interpretaciones es o no el más conveniente en términos de claridad y plenitud de la referida argumentación. Pero basta leer la correspondiente doctrina y hojear las sentencias que aplican esos patrones “objetivos” para darse cuenta de que no es esa la pretensión, sino la de estar operando con parámetros objetivos por ontológicos, prelingüísticos, no interpretables con discrecionalidad, sino que deben ser conocidos y plasmados con objetiva necesidad.
               
                II. Defensa de tesis y análisis de caso.
Llega el momento de trabajar con ejemplos y, como ya anticipé, lo haré con alguna sentencia penal en materia de estafa. Comenzaré con la de la Sala Penal del Tribunal Supremo, Sección 1ª, 495/2011, de 1 de junio.

                Recojamos antes de nada los hechos declarados probados:
                “Ha quedado probado y así se declara por la Sala que el acusado, Justiniano, mayor de edad y sin antecedentes penales, ostentaba en el año 2007 el cargo de apoderado de la empresa Cinerplast S.L., con domicilio social en la C/ Fusters de Valls, con una participación social de un 10%, siendo Tamara administradora única de la misma, con una participación social del 89%. En fecha de 22 de septiembre de 2003, la referida sociedad Cinerplast, representada por Justiniano, en ejercicio de la actividad comercial ordinaria de la empresa, constituyó una póliza de apertura de crédito para negociar letras de cambio y otros efectos en la oficina 4018 de la entidad "La Caixa" (Caixa d'Estalvis i Pensions de Barcelona), abierta en la localidad de L'Albi, con un límite de 240.000 euros, resultando fiador el Sr. Justiniano. El 27 de febrero de 2007, Justiniano presentó para su descuento bancario en la sucursal de La Caixa en L'Albi dos recibos de la mercantil División Plásticos Transfrecuens S.L., por importes de 69.682,92 euros y 40.000 euros, con fecha de vencimiento de 21 de junio de 2007. Ante la presentación de los recibos mencionados, "La Caixa" procedió a descontar el mismo día 27 de febrero los recibos y a abonar las cantidades. En fecha 24 de abril de 2007 Cinerplast S.L. presentó concurso de acreedores, poniendo Justiniano de inmediato este hecho en conocimiento de la entidad bancaria, en la persona del delegado en la sucursal de Valls, quien a su vez, lo comunicó a los responsables de la oficina de L'Albi. El día 27 de abril "La Caixa" procedió a analizar la factura descontada y los recibos ya abonados, y tras recibir información de la empresa Transfrecuens de que los recibos no respondían a relación comercial con Cinerplast, la entidad bancaria instó la recuperación de los importes, pudiendo todavía retroceder el segundo de los recibos, de importe 40.000 €, si bien no pudo recuperar el importe del primero de los recibos. Ante esta situación, y dada la iliquidez de la empresa Cinerplast, la Sra. Tamara , ofreció la constitución de una garantía hipotecaria a favor de "La Caixa" que la entidad bancaria no aceptó”.

                La Audiencia de instancia absolvió a Justiniano y a Tamara de los dos delitos de los que eran acusados, el de falsedad en documento mercantil y el de estafa. El Tribunal Supremo revocará dicha sentencia y condenará por ambos delitos a Justiniano. Nos importan los argumentos, y a eso vamos ahora, a su análisis.

                Para lo que nos interesa, hay un primer dato curioso. Siendo dos los delitos y de similar naturaleza, falsedad y estafa, sólo en el caso del segundo, el de estafa, apela el Tribunal a un razonamiento en clave de imputación objetiva. ¿Por qué?

                Aquí haré referencia únicamente al delito de estafa. Y recordemos qué dice el art. 248.1 del Código Penal: “Cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno”.

                Si se nos pidiera que enumeráramos los problemas interpretativos y los correspondientes problemas de prueba que puede suscitar ese artículo, tendríamos que hacer mención de los siguientes, en elemental desglose:
                (i) Qué significa ánimo de lucro (problema interpretativo) y si tal ánimo, así entendido, concurrió en el acusado (problema de prueba).
                (ii) Qué significa “engaño” (problema interpretativo) y si tal hubo en el caso (problema de prueba).
                (iii) Qué significa que el engaño sea “bastante” (problema interpretativo) y si lo fue en el caso (problema de prueba).
                (iv) Qué significa “producir error en otro” (problema interpretativo) y si en el caso hubo en el otro -la víctima- tal error (problema de prueba).
                (v) Qué significa “inducir”, cuando se dice “induciéndolo a realizar un acto de disposición...” (problema interpretativo) y si hubo en el caso tal inducción (problema de prueba).
                (vi) Qué significa “acto de disposición” (problema interpretativo) y si hubo tal en el caso (problema de  prueba).
                (vii) Qué significa “perjuicio”, cuando se dice “en perjuicio propio o ajeno” (problema interpretativo) y si hubo tal perjuicio propio o ajeno en el caso de autos (problema de prueba).

                Como se ve, la valoración de la prueba está condicionada por la previa interpretación de los enunciados normativos que vengan al caso. Pero ese no es nuestro tema en este momento.

                La Audiencia había absuelto del delito de estafa aduciendo que no estaba claro el dolo, el ánimo de lucro, y que había habido engaño bastante, dado que la víctima, el banco, no había tomado las debidas medidas de autoprotección. En otras palabras, había sido la conducta imprudente del banco al adelantar el dinero sin las preceptivas comprobaciones la que habría sido causa principal de su propio perjuicio[3]. Para el Tribunal Supremo, en esta sentencia, sí concurren plenamente los elementos de la estafa y, en consecuencia, casa la sentencia de la Audiencia y por estafa condena. “Por lo que hace al delito de estafa, ninguna duda cabe que tanto objetiva como subjetivamente el acusado realizó consciente y voluntariamente la conducta típica” (FD 3º). Veamos por qué al Tribunal no le caben dudas.

                Se nos dice que hubo por parte del acusado “engaño anterior o coetáneo”, que dicho engaño “produjo el error” y, en consecuencia, “el acto de disposición patrimonial”.

                ¿En qué consistió el engaño? El engaño “consistió en la presentación de los documentos falsos que aparentaban el derecho de crédito contra la sociedad División Plásticos Transfrecuens, S.L., que era realmente inexistente, derivado de un negocio jurídico subyacente entre los supuestos acreedor y deudor, que no respondía a la realidad” (FD 3º).

                Si hubo tal engaño, hubo ánimo de lucro, según la sentencia y contra el parecer de la Audiencia. No puede ser de otra manera si resulta que se presentan documentos falsos que recoge una operación comercial inexistente, para obtener del banco un dinero, ocultando la situación financiera real de la empresa y tratando de obstaculizar el reintegro al banco del dinero indebidamente percibido. Negar que la conducta fuera dolosa “se contradice con la simple actividad del acusado, al presentar y obtener el descuento de unos recibos mendaces elaborados por él mismo que no respondían a ninguna realidad comercial con el supuesto deudor. Actuación que no cabe calificar sino de consciente, voluntaria e intencionada, obteniendo de esa manera el importe descontado el 27 de febrero de 2.001 haciéndolos propios a sabiendas de su ilícito proceder. Las subsiguientes actuaciones, cuando el acusado informa al Banco que la entidad que representaba presentó concurso de acreedores en 27 de abril de 2.007, es una conducta post delictiva que tiene lugar cuando el delito ya se había consumado dos meses antes y sin que esa información comprendiera la esencia de los hechos, esto es, la mendacidad de los documentos mercantiles mediante los cuales se consiguió el botín” (FD 3º).  Sentado ya en la sentencia que hubo delito de falsedad en documento mercantil, se da por descontado que no hay problema de prueba de que concurre el dolo requerido por la estafa, el ánimo de lucro en el engaño. El problema interpretativo y probatorio se halla en si, dados el engaño y la intención de engañar para obtener lucro, fue “bastante” ese engaño.

                Se concluye que sí hubo “engaño bastante”. Ese problema interpretativo y su resolución son el eje de la sentencia en este apartado referido a la concurrencia o no del delito de estafa. De lo que entendamos por “engaño bastante” dependerá la solución de este caso en cuanto al delito de estafa. El art. 248 CP, recordemos, habla de “engaño bastante para producir error en otro”. Aunque un poco oscuramente, la misma sentencia nos recuerda las dos interpretaciones aquí posibles. Una, la que toma como engaño bastante aquel engaño que por sí se considera idóneo para provocar el error y la consiguiente conducta de disposición de otro, prescindiendo de si éste en concreto se hallaba en tales o cuales circunstancias que le hubieran podido o debido permitir sustraerse al engaño y sus efectos. Otra, la que sí toma en cuenta tales circunstancia subjetivas concretas de la víctima, de manera que se considera que el engaño no es bastante cuando esa concreta víctima podía o hasta debía haber tomado medidas de prudencia o comprobación que la exoneraran del error que en ella se quería inducir.

                Es completamente dirimente para el caso esa opción interpretativa, pues si se escoge la primera alternativa interpretativa, hay estafa porque en sí la argucia era idónea para constituir engaño bastante, mas si se elige la segunda de esas interpretaciones posibles, resulta que el banco se hallaba en situación de poder y deber comprobar la realidad de la operación mercantil por cuyo importe se le solicitaba el anticipo.

                La sentencia se inclina por la opción interpretativa primera, según la cual y tal como el propio Tribunal concluye, “el engaño que produjo el error siempre será bastante para determinarlo”. En otras palabras, que, según esta interpretación, si hubo engaño y hubo error causado por el engaño, hubo, sí o sí, “engaño bastante”. Esa es la elección interpretativa del Tribunal en esta sentencia y esa es la razón capital para que se concluya que se dio el delito de estafa en el caso, una vez que otros problemas interpretativos o probatorios no se plantean o, como el de la concurrencia del dolo, se resuelven expeditivamente. Se argumente mejor o peor la opción interpretativa, en ella está la clave de la resolución del caso en lo concerniente a la existencia o no de estafa. Veamos ahora sucintamente cómo aparece argumentada esa opción que en la sentencia se toma.

                - Primero hay un poco desarrollado o deficiente argumento doctrinal. Se dice que “en general se considera”, en la doctrina, que el engaño es bastante cuando es idóneo en sí o en su diseño para producir el error que desencadena el acto de disposición. Esto es, que nos cuenta la sentencia que la mayoría de la doctrina penal estaría o está de acuerdo con esta interpretación elegida. Según esa opinión doctrinal, al parecer mayoritaria, “lo decisivo es la aptitud generadora del error, independientemente de las características del sujeto pasivo”.

                - Seguidamente se citan precedentes del propio Tribunal Supremo en los que se pronuncia a favor de esa misma interpretación, si bien el argumento es muy deficiente por contradictorio con su propósito y puesto que da alas también a la interpretación rival. Así lo vemos al final del siguiente párrafo con el que se recoge la pauta marcada por la STS 714/2012, de 20 de julio: “Como decíamos en nuestra reciente STS nº 714/2010, de 20 de julio, el tipo objetivo del delito de estafa requiere la existencia de un engaño por parte del sujeto activo que provoque en otro un error esencial que le induzca a realizar un acto de disposición patrimonial que produzca un perjuicio, propio o de un tercero. El artículo 248 del Código Penal califica el engaño como bastante, haciendo referencia a que ha de ser precisamente esa maquinación del autor la que ha de provocar el error origen del acto de disposición. El engaño ha de ser idóneo, de forma que ha de tenerse en cuenta, de un lado, su potencialidad, objetivamente considerada, para hacer que el sujeto pasivo del mismo, considerado como hombre medio, incurra en un error; y de otro lado, las circunstancias de la víctima, o dicho de otra forma, su capacidad concreta según el caso para resistirse al artificio organizado por el autor[4] (El subrayado es nuestro).

                -  Se extiende la sentencia un poco más sobre la posibilidad de que medidas de autoprotección de la víctima hubieran evitado que el engaño fuera “bastante” para provocar en ella el error y el consiguiente acto de disposición en su perjuicio o en perjuicio ajeno. Se explica que si no hay error “bastante” no hay tipicidad, y aquí tenemos el elemento fundamental. ¿Por qué no hay tipicidad? Porque el engaño no fue engaño “bastante”, como el tipo penal de estafa requiere. ¿Y por qué lo requiere así? Porque esa es la expresión que se usa en el art. 248 CP donde el tipo penal se enuncia o describe. El asunto es, pues, interpretativo. Concurrirán o no los elementos del tipo según cuáles sean las palabras o expresiones de la norma tipificadora y según cómo esas palabras y expresiones se interpreten, dentro de los márgenes que la semántica, la sintaxis y la pragmática nos dejen. Se trata de interpretar palabras, no de cotejar con ningún ente, idea platónica, valor moral o cosa por el estilo que constituya la esencia o núcleo ontológico del delito de estafa.

                El límite sobre la posibilidad de medidas de autoprotección como excluyentes del “engaño bastante” y, con ello, de la tipicidad, es colocado por la sentencia en dos elementos interrelacionados: lo “burdo” del engaño o la “desidia” o extrema imprudencia del engañado[5]. Son dos puntos de vista sobre un mismo fenómeno: con un engaño burdo sólo se puede engañar al muy descuidado y hay que ser muy descuidado para sucumbir a un engaño burdo. Pero se nos insiste en que lo decisivo de la interpretación preferida está en que el engaño sea objetivamente idóneo para provocar el error en una persona normal o en el “hombre medio”, aun cuando la víctima hubiera podido sustraerse a dicho error si hubiera utilizado todos los procedimientos de comprobación y cuidado que tenía a su alcance. Con una especie de argumento al absurdo, concluye hábilmente el tribunal a este propósito que “es claro que la exacerbación de las medidas de control provocaría generalmente el fracaso de cualquier acción engañosa, lo que, de entenderlas atípicas, conduciría a sancionar únicamente las acciones exitosas que sólo tendrían  lugar en casos de maquinaciones muy complejas e irresistibles, suprimiendo de hecho la tentativa de estafa”. Apenas habría estafas y desaparecería la tentativa de tal.
               
                Un segundo subargumento a este fin se vale del principio de confianza negocial. Así vemos la afirmación de que “no puede introducirse en la actividad económica un principio de desconfianza que obligue a comprobar la realidad de todas y cada una de las manifestaciones que realicen los contratantes” y la de que “"el principio de confianza que rige como armazón en nuestro ordenamiento jurídico, o de la buena fe negocial, no se encuentra ausente cuando se enjuicia un delito de estafa. La ley no hace excepciones a este respecto, obligando al perjudicado a estar más precavido en este delito que en otros, de forma que la tutela de la víctima tenga diversos niveles de protección"[6]. El banco pudo desarmar el engaño mediante comprobaciones que estaban a su alcance[7], pero aplicó el principio de confianza con un cliente con el que, además, no había precedentes de este tipo de maniobras indebidas.
                Y todavía se agrega en este punto una razón adicional: “el engaño a las personas jurídicas se efectúa mediante la acción dirigida contra las personas físicas que actúan en su nombre o por su cuenta. Por lo tanto, en relación a los aspectos que se acaban de examinar, es preciso distinguir entre la posibilidad de provocar, mediante la acción engañosa, un error en el empleado con quien se trata y la posible negligencia de la persona jurídica, como organización, en la puesta en marcha de los mecanismos de control, lo que podría dar lugar a la asunción de responsabilidades de índole civil”.


                Y de pronto aparece la imputación objetiva. Sin transición, en el mismo fundamento de Derecho tercero, sin explicación adicional e inmediatamente después del largo razonamiento interpretativo con el que el caso ha quedado plenamente resuelto, se pasa a hablar de imputación objetiva y de sus elementos constitutivos, a fin de ver si concurren en el caso. El párrafo con el que empieza esa parte reza así:

                “Con respecto al ámbito concreto de la imputación objetiva, en la sentencia 900/2006, de 22 de septiembre, en un caso de estafa por descuento de efectos mercantiles, se argumenta que en el delito de estafa no basta para realizar el tipo objetivo con la concurrencia de un engaño que causalmente produzca un perjuicio patrimonial al titular del patrimonio perjudicado, sino que es necesario todavía, en una plano normativo y no meramente ontológico, que el perjuicio patrimonial sea imputable objetivamente a la acción engañosa, de acuerdo con el fin de protección de la norma, requiriéndose, a tal efecto, en el art. 248 CP que ello tenga lugar mediante un engaño "bastante". Por tanto, el contexto teórico adecuado para resolver los problemas a que da lugar esta exigencia típica es el de la imputación objetiva del resultado. Como es sabido, la teoría de la imputación objetiva -prosigue la sentencia- parte de la idea de que la mera verificación de la causalidad natural no es suficiente para la atribución del resultado, en cuanto que, comprobada la causalidad natural, se requiere además verificar que la acción ha creado un peligro jurídicamente desaprobado para la producción del resultado, que éste sea la realización del mismo peligro creado por la acción y, en cualquier caso, que se trate de uno de los resultados que quiere evitar la norma penal”.

                ¿Se va a hablar de algo diferente o se va a reiterar por otra vía o con otras palabras el resultado de la interpretación de “engaño bastante” anteriormente expuesta? ¿Cabe y en alguna ocasión ha ocurrido que la interpretación de expresiones normativas en cada ocasión determinantes, como “engaño bastante” aquí, en la estafa, conduzca a un resultado y, sin embargo, por vía de análisis de imputación objetiva se llegue a un resultado distinto? La contestación que avanzo, como hipótesis merecedora de contrastación rigurosa, es que no, que nunca vamos a ver esa discrepancia, que nunca vamos a ver, por ejemplo, que se diga que con arreglo a la mejor interpretación posible “engaño bastante” es el que reúna las características a, b y c, pero que, no obstante, ese engaño bastante no será engaño bastante en el caso porque no concurre alguno de los elementos de la imputación objetiva (no se creó un riesgo o peligro jurídicamente desaprobado, ese riesgo no causó el resultado dañoso o ese resultado no es el que la norma quería evitar, a tenor de su finalidad protectora.

                Los paralelismos con lo que en otros ámbitos metodológicos y temáticos ocurre con la superposición de razonamiento interpretativo-subsuntivo y razonamiento ponderativo son llamativos y sorprendentes. Cuando en materia de conflicto entre derechos fundamentales se dice que se han de ponderar los derechos en contienda y se procede a tal ponderación, acabamos viendo que, más o menos claramente y con mejor o peor argumentación, siempre ha tenido lugar una interpretación previa de los correspondientes enunciados normativos en los que tales derechos se tipifican constitucionalmente[8], interpretación que es totalmente determinante del resultado del caso. Y, sin embargo, hay un momento en que se deja de lado la justificación argumentativa de esa interpretación elegida y, por tanto, dirimente y se pasa a aparentar que el fallo no proviene de dicha elección interpretativa sino de una comprobación mucho más objetiva y que excluye, o casi, ese componente de discrecionalidad: el pesaje o ponderación de los derechos en liza a tenor de su importancia en abstracto y, sobre todo, de las circunstancias del caso concreto. De eso modo, allí donde ese fallo ya había aparecido o estaba predeterminado como conclusión a partir de un razonamiento interpretativo-subsuntivo, se pasa a aparentar que dicho fallo resulta de un razonamiento de otro tipo, de tipo constatativo: ha ganado el derecho que objetivamente tiene más peso en estas circunstancias. Pero, repito, esa victoria ha quedado plenamente predecidida por las opciones interpretativas que antes se habían tomado: qué significa, cuál es la interpretación preferible de “intimidad”, “propia imagen”, “libertad de expresión”, “domicilio”, “derecho a la vida”, “tortura”, etc., etc., etc.

                Mutatis mutandis, en casos como este que observamos en la sentencia que es objeto ahora de nuestro análisis estamos en las mismas: qué aporta de nuevo o de distinto la apelación a la imputación objetiva y sus elementos, cuando nos va a llevar al mismo fallo que ya teníamos perfectamente acotado y preestablecido con el modo en que se habían interpretado las expresiones del art. 248 CP, y en particular la expresión “engaño bastante”. Pareciera que, de pronto, la apelación a un elemento objetivo del tipo, a un dato “objetivo” independiente de las palabras y perteneciente a la esencia prelingüística del correspondiente delito nos va a dar las claves últimas, objetivas y constatadas, que por vía de interpretación parecían inseguras y demasiado expuestas a los vaivenes de la discrecionalidad. Pero veámoslo en el caso y en las palabras de esta sentencia y dejemos en la duda y a espera de estudio más amplio si siempre es así o si ocurrirá que tiene mucho sentido la imputación objetiva pero a veces algunos magistrados la convierten inadecuadamente en simple cláusula de estilo.

                En el párrafo de la sentencia últimamente citado se introduce la imputación objetiva para el delito de estafa con estas palabras que vuelvo a citar: “en el delito de estafa no basta para realizar el tipo objetivo con la concurrencia de un engaño que causalmente produzca un perjuicio patrimonial al titular del patrimonio perjudicado, sino que es necesario todavía, en una plano normativo y no meramente ontológico, que el perjuicio patrimonial sea imputable objetivamente a la acción engañosa, de acuerdo con el fin de protección de la norma, requiriéndose, a tal efecto, en el art. 248 CP que ello tenga lugar mediante un engaño "bastante". Ahora analicemos un poco.

                Hay algo casi perogrullesco en el resaltar que no basta un engaño que causalmente cause el error que lleva al acto perjudicial de disposición, sino que ese engaño ha de ser engaño bastante. No sé si, al señalar tal cosa, estamos en un plano de imputación objetiva y en uno que sea normativo u ontológico, pero sí hay una cosa de la que no me cabe duda: es así porque así lo dice la norma, el art. 248 CP. Esto es, que el engaño que causa no deba ser engaño meramente causal, sino que tenga que ser, además de causal, engaño bastante, es exigencia del enunciado con el que el delito se tipifica. Y punto. Si en lugar de “engaño bastante” la norma dijera “engaño” a secas, tendríamos un problema que ahora no tenemos: el de saber si basta cualquier engaño con tal de que sea causal del error. Pero resulta que nuestro problema no es ese que con la imputación objetiva nos aprestábamos a resolver, sino este otro: qué significa, cómo se interpreta el “bastante” de “engaño bastante”.

                De otra manera dicho: a qué ponernos, con ayuda de la imputación objetiva, a solucionar un problema que no teníamos. Porque nuestro problema, dada la dicción del art. 248 CP, no es el de limitar los efectos de la causalidad que pueden llevarnos a una exacerbación en el alcance del delito de estafa. Eso ya nos lo resolvió el legislador al añadirle al engaño el “bastante”, aunque debamos interpretar qué quiere decir “bastante”. Mas algo ya nos quedó claro: no basta cualquier engaño causalmente provocador del error y la consecuente disposición. Si, como siempre se insiste en la doctrina, mediante el expediente de la imputación objetiva ponemos freno a las desmesuras de la causalidad como criterio de imputación, de la causalidad entendida en sentido empírico o según la teoría de la equivalencia de condiciones, lo que aquí estoy afirmando no es que no pueda la imputación objetiva cumplir esa loable y necesaria función en algún caso, sino algo más elemental: que en este caso no la cumple, puesto que no teníamos el problema que con ella se quiere solucionar. Es como si ante un picor en los pies nos ponemos a discernir sobre la cirugía maxilofacial; está bien, si acaso, pero no viene a cuento ni nos arregla nada de lo de los pies, que en realidad era mucho más sencillo de solucionar, aunque siempre tendremos que decidir si nos los rascamos con las uñas propias, con las ajenas y previo ruego de ayuda, o con el auxilio de algún artilugio ad hoc. De la discrecionalidad no nos libramos tan fácilmente por el hecho de que nuestro problema no tenga una gran talla ontológica; o precisamente por eso.

                Desgranados aquellos tres elementos de la imputación objetiva del resultado (creación de un peligro jurídicamente desaprobado, resultado como consecuencia de la creación de ese peligro y resultado que la norma quería evitar según su fin protector), la sentencia les va pasando revista de uno en uno y para el caso.

           a) Sobre la creación de un riesgo o peligro jurídicamente desaprobado se dice lo que sigue: “el primer nivel de la imputación objetiva es la creación de un riesgo típicamente relevante. El comportamiento ha de ser, pues, peligroso, esto es, debe crear un determinado grado de probabilidad de lesión o puesta en peligro del bien jurídico protegido. El juicio de probabilidad (prognosis posterior objetiva) requiere incluir las circunstancias conocidas o reconocibles que un hombre prudente en el momento de la acción más todas las circunstancias conocidas o reconocibles por el autor sobre la base de sus conocimientos excepcionales o por el azar.
Por ello modernamente -añade la STS 900/2006 - se tiende a admitir la utilización de cierto contenido de "subjetividad" en la valoración objetiva del comportamiento con la idea de que no es posible extraer el significado objetivo del comportamiento sin conocer la representación de quien actúa. En el tipo de la estafa esos conocimientos del autor tienen un papel fundamental. Si el sujeto activo conoce la debilidad de la víctima y su escaso nivel de instrucción, engaños que en términos de normalidad social aparecen como objetivamente inidóneos, sin embargo, en atención a la situación del caso particular, aprovechada por el autor, el tipo de la estafa no puede ser excluido. Cuando el autor busca de propósito la debilidad de la víctima y su credibilidad por encima de la media, en su caso, es insuficiente el criterio de la inadecuación del engaño según su juicio de prognosis basado en la normalidad del suceder social, pues el juicio de adecuación depende de los conocimientos especiales del autor. Por ello ha terminado por imponerse lo que se ha llamado módulo objetivo-subjetivo, que en realidad es preponderantemente subjetivo”.

           Dos cuestiones quisiera tocar en este punto y sobre tal razonamiento.

           Primera. Donde veamos el humo, allí estará el fuego. Así parece el razonamiento. Si hay delito comisivo de resultado es porque alguien puso en peligro el bien protegido por ese tipo penal. No parece un gran hallazgo. Si el error que provoca el acto de disposición hubiera sido consecuencia de que el acusado simplemente le dijo al empleado del banco “buenos días” y éste, con tan flojo motivo y sin más, ya se animó a entregarle unos miles de euros, no diríamos que hay estafa. ¿Porque el acusado no creó un riesgo típicamente relevante o jurídico-penalmente desaprobado? Bueno, podemos decirlo así si queremos empezar la casa por el tejado, pero, con ser eso cierto, la razón de fondo es más clara y más sencilla: porque el art. 248 exige que haya engaño, y engaño bastante, para que pueda condenarse por estafa. El requisito no está en algún esotérico plano del ser o en algún excéntrico campo de la normatividad o en el limbo de la tipicidad metafísica, sino mucho más cerca: en las palabras de la ley. Si la ley dijera que se considerará estafa, o un supuesto de estafa, el acto de disposición en perjuicio propio o de tercero que sea desencadenado por el saludo consistente en que alguien diga a la víctima “buenos días” u “olé tus cuerpo serrano”, ahí tendríamos estafa, aunque lo viéramos como un delito bien bobo desde el sentido común o desde consideraciones político-criminales. Pero lo que mucho más razonablemente dice la norma es que tiene que haber engaño bastante. Y ya está.

           Todo el que realiza la acción subsumible en los términos de la norma que tipifica el delito, y una vez interpretados dichos términos, en su caso, crea el peligro “jurídicamente desaprobado” y “típicamente relevante”; y el que no, no. Y lo que hace que la creación del peligro se tome en cuenta es su consumación en daño para el bien protegido, salvo en lo referido a la problemática específica de la tentativa, asunto en el que aquí no nos toca entrar, aunque sea bien pertinente.

           Decir que el responsable del daño para el bien protegido por la norma penal es el que creó el peligro que se consumó en tal daño suena nuevamente redundante y perogrullesco en supuestos normales, como este caso normal de estafa y fuera de aquellos casos muy especiales en los que hay problemas desconcertantes de causalidad, como sucede cuando concurre la llamada prohibición de regreso, por ejemplo, o cuando hay causalidades alternativas, etc. Que los esquemas de la imputación objetiva puedan ser de utilidad en esos especialísimos casos no es asunto que vaya yo a poner en duda aquí. Lo que sí dudo es que sirva para algo más que para oscurecer los razonamientos aplicativos y la argumentación el echar mano de la imputación objetiva en casos como el de autos, donde no hay más problema que un problema interpretativo, aunque sea un buen problema interpretativo.

           Segunda cuestión sobre la creación de un peligro jurídicamente desaprobado o típicamente relevante. Si, según la doctrina que da sentido a esta construcción, el análisis desde la imputación objetiva es un análisis en el plano objetivo, como contrapuesto al plano subjetivo o de la culpabilidad, análisis objetivo que tiene que acontecer en el campo del tipo precisamente[9], pero si acto seguido añadimos que dicho análisis ha de tomar en consideración muy esencial elementos subjetivos atinentes a las representaciones mentales, representaciones y planes del acusado, estamos poniendo patas arriba todo el entramado teórico de la imputación objetiva y metiendo de tapadillo lo subjetivo en lo objetivo y la culpabilidad en la tipicidad. O sea, nos hallamos debatiendo sobre si en el caso concurrió o no concurrió el dolo requerido por este delito de estafa; cosa que, dicho sea de paso, la sentencia ya había zanjado en su mismo arranque, como antes expliqué. Por mucho que la sentencia emborrone las expresiones, las cosas son como son y no hay más cera que la que arde. Así de claro queda, a pesar de todo, cuando se nos dice, en conclusión, que “ha terminado por imponerse lo que se ha llamado módulo objetivo-subjetivo, que en realidad es preponderantemente subjetivo”[10].

           b) En aquella enumeración del párrafo inicial alusivo a la imputación objetiva nos decía la sentencia que el segundo dato a considerar era que el daño producido “sea la realización del mismo peligro creado por la acción”. Sin embargo, el segundo dato que la sentencia analiza no es ése, sino el de que “el riesgo creado no debe ser un riesgo permitido”. Sea lo uno o sea lo otro, vuelven a parecernos asuntos completamente extemporáneos y consideraciones gratuitas en un caso como el presente, en el que no hay problemas de causalidad y en el que los problemas de tipicidad dependen en exclusiva de opciones interpretativas. Va de suyo que si el riesgo relevante es un riesgo “jurídicamente desaprobado” no puede ser un riesgo permitido, pues si es jurídicamente permitido no puede ser jurídicamente desaprobado, salvo que el sistema penal sea perfectamente bipolar. Los riesgos que como excepción se permiten, entre otros que se prohíben, no son riesgos no permitidos, sino permitidos. Si yo le digo a mi hijo que, ante el riesgo de resfriado, le prohíbo mojarse las manos, salvo cuando se las lava antes de las comidas, le planteo una prohibición y un permiso que restringe el alcance de la prohibición cuando concurren las circunstancias habilitadoras del permiso. El tema no tiene más secreto, salvo que me guste enredarme y jugar a la teoría del riesgo o cuando mi hijo se acatarre por mojarse. Si se mojó por lavarse las manos para la comida y por eso se acatarró, no tengo reproche que hacerle; si se mojó las manos en otro momento y por otros motivos, sí. Y ya está. Los padres y los hijos lo vemos claro, aunque no sepamos de imputaciones objetivas.

           Así traducido el tema al sentido común y al sentido ordinario de nuestras aserciones lingüísticas y de nuestro empleo de la lógica elemental, pierde su secreto y su capacidad de sugerencia el siguiente párrafo de la sentencia, en el que se glosa lo del riesgo permitido: “Ahora bien, destaca la doctrina, y así se recuerda en la STS 900/2006, que el riesgo creado no debe ser un riesgo permitido. En la medida en que el engaño se contenga dentro de los límites del riesgo permitido es indiferente que la víctima resulte en el supuesto particular engañada por su excesiva credibilidad aunque ello sea conocido por el autor. La adecuación social del engaño excluye ya la necesidad de valoraciones ulteriores sobre la evitabilidad o inevitabilidad del error. En consecuencia, el juicio de idoneidad del engaño en orden a la producción del error e imputación a la disposición patrimonial perjudicial comienza a partir de la constatación de que el engaño no es de los socialmente adecuados o permitidos”.

           En nuestros términos de andar por casa: si es engaño bastante y produce el error que lleva al acto de disposición, no estamos ante un riesgo permitido; y si decimos que esa concreta acción estaba permitido, no es, a efectos de la norma, engaño bastante. El problema, repito por enésima vez, es interpretativo. Y de resultas de la interpretación tendremos que hay riesgo permitido cuando nos hallamos ante un engaño que, según la interpretación seleccionada, no es engaño bastante. Si esta sentencia, interpretando como la de la Audiencia, hubiera establecido que no hay acción típica porque el banco debió ser más prudente y comprobar la autenticidad de las facturas que se le presentaron, diríamos que el riesgo que produjo el acusado no era un riesgo no permitido, sino uno permitido. En suma, que es la interpretación la que en estos casos determina que sea o no permitido el riesgo, y no al revés, como a veces parece que se sugiera cuando se habla así de ese elemento de la imputación objetiva.

           ¿Y lo de que el resultado debe ser realización del mismo peligro (jurídicamente desaprobado) creado por la acción? Pues bien está, pero tampoco se aprecia aquí una gran utilidad del criterio. Una vez más se trata de un criterio que puede ser de alguna ayuda, si acaso, cuando nos hallamos ante cursos causales irregulares. Así, un sujeto conduce a velocidad sumamente imprudente y provoca por eso un accidente de coche que causa a otro conductor heridas leves, pero en el hospital donde es atendido se contagia de una infección que lo lleva a la muerte. Así que mi cuestión es de este jaez: para qué vale preguntarse esto de si el riesgo que se consuma es el riesgo que el acusado creó allí donde, por no hallarnos en tales supuestos especiales, no hay problema causal ni duda de la respuesta. Porque si resultara que no fue la artimaña del acusado lo que llevó a la víctima al error y al acto de disposición, simplemente concluiríamos, aquí, que no es subsumible la acción bajo el tipo penal, ya que no se da lo que la norma, en sus palabras en esto bien claras, requiere: que el engaño doloso hubiera bastado para “producir” en otro el error y el consiguiente acto de disposición. Si no lo “produjo” el acusado, sino que lo produjo otro, si no lo produjo su acción, sino que es fruto de cualquier otra circunstancia (por ejemplo, de una alucinación de la víctima o de la amenaza de un tercero que nada tiene que ver con el acusado) no hay consumación de la estafa. ¿Por qué no se consumó el riesgo no permitido? Vale, digámoslo así si nos place. Pero se entiende mejor de esta otra forma: porque la norma, en sus términos, exige que sea la acción del acusado la que produzca ese resultado y aquí el resultado no lo produjo esa acción.

           c) El último dato para que la imputación objetiva apruebe el examen es el siguiente, según ya se ha visto: que el resultado lesivo sea “uno de los resultados que quiere evitar la norma penal”. ¿Cuál norma penal? La que se pretendía aplicar al caso; en esta ocasión, la del art. 248 CP que tipifica el supuesto ordinario de estafa.

           Veamos algún caso que se compadezca con lo es el sentido de este requisito del fin o alcance de protección de la norma dentro de la teoría de la imputación objetiva. Supóngase que un sujeto conduce completamente borracho su coche por una autopista y que hay una norma penal que tipifica esa conducta como delito. Su coche, además, lleva roto el tubo de escape, por lo cual produce un ruido endemoniado. Un jinete va en su caballo por un camino cercano a la autopista y por causa de ese ruido tremendo del coche el caballo se asusta, se encabrita y el jinete cae y muere. Pongamos que no se duda de que el ruido ha sido causalmente determinante de la reacción del caballo y, con ello, de la caída del jinete y, consiguientemente, de su muerte. Así que acusamos por esa muerte al conductor borracho aduciendo precisamente su infracción de la norma que prohíbe y sanciona penalmente la conducción en ese estado. Muchos dirían, hoy, que no cabe tal imputación porque no encaja en el fin de protección de la norma: la norma que veta y castiga la conducción con cierta tasa de alcohol en sangre no tiene como una de sus finalidades evitar que los coches hagan mucho ruido y puedan asustar animales o a personas. La norma trata de proteger de otros riesgos y sólo si se consuman esos riesgos cabe imputar por violación de la norma[11].

           Intentémoslo con un supuesto que pueda relacionarse con la estafa. Un sujeto urde una estafa de libro, típica del todo, pretende ejecutar el timo del tocomocho con una persona que le parece particularmente ingenua y vulnerable a ese tipo de incitaciones. Obra en consecuencia y despliega todas sus mendaces maniobras, pero resulta que la víctima se da cuenta de que el otro pretende engañarla, mas, movida por la compasión al pensar, erróneamente, que el timador debe de ser alguien muy necesitado, puesto que recurre a tan degradantes artimañas para conseguir dinero, le da los seis mil euros que eran de su hijo y que éste le había entregado para que los depositara en su cuenta en el banco, en la cuenta del hijo. Podemos ver la situación desde el punto de vista de la teoría de la imputación objetiva y razonar de esta guisa: la norma que tipifica la estafa, la del 248 CP, no tiene como finalidad la de evitar las perjudiciales entregas de dinero por compasión. O, mucho más sencillamente, cabe que digamos esto otro: no se da el supuesto típico descrito por el art. 248 porque esta norma requiere engaño y engaño bastante para que haya estafa, y aquí la víctima no fue engañada por el acusado, sino que se equivocó o erró a su manera y por su cuenta. Habríamos hecho, así, una interpretación teleológica del término “producir” dentro de la expresión “utilizaren engaño bastante para producir error en el otro, induciéndolo…”; una interpretación teleológica de las de toda la vida.

           Sea como sea, ¿pasa alguna de esas cosas raras o “atípicas” en nuestro caso? No. Pues, entonces, no hace falta dar más vueltas a esto del fin de la norma. Y quizá porque no caben más vueltas la sentencia no se las da en este punto y, tras indicar que se examinará si los hechos caen dentro del alcance de protección de la norma, lo único que se hace es reiterar casi todos los argumentos interpretativos que ya habían sido expuestos antes, en ese mismo fundamento tercero: que el engaño es suficiente aun cuando la víctima no haya empleado toda la diligencia disponible para evitarlo; que lo que cuenta es la aptitud objetiva de la acción para engañar a una persona media; que el principio de confianza y buena fe negocial es incompatible con la exigencia de desconfianza máxima en cada operación comercial o financiera; que en los hechos del caso no se constata un nivel de descuido de los empleados bancarios que podamos calificar como “absoluta falta de perspicacia”, “estúpida credulidad” o “extraordinaria indolencia”. En suma, lo que se reitera es una normal interpretación de “engaño bastante”, la expresión del art. 248 CP decisiva para el caso.

           Así que termino con la pregunta con la que empezaba esta parte: ¿para qué hablar, al menos en casos así, de si concurren los elementos objetivos del tipo, cuando de lo que se trata es de ver cómo conviene más o resulta más razonable interpretar la norma que describe los elementos objetivos del tipo? Si una cosa y otra son lo mismo, para qué duplicar el análisis, como en esta sentencia se hace o se aparenta que se hace; y si se tratara de cosas distintas habría que empezar por explicar dónde se halla esa objetividad del tipo penal que no depende de (el sentido de) las palabras de la norma que “tipifica” el delito.

           Repito, habrá casos en lo que, por los particulares problemas de causalidad que se presenten, cobre sentido el análisis desde los puntos de vista de la teoría de la imputación objetiva. Pero lo que no parece demasiado conveniente, ni siquiera para tal teoría, es que la referencia a la imputación objetiva se torne una cláusula de estilo que nada agrega a la fundamentación del fallo y no conduce a nada distinto de los resultados de una interpretación bien normal de los términos y expresiones de la norma.
               

               


[1] Los elementos o pasos analíticos de la imputación objetiva varían en muy diversas enumeraciones. Los tres que acabo de mencionar, los más comunes, son los que están presentes en la primera sentencia que examinaré, la 495/2011 de la Sala Penal del Tribunal Supremo, de 1 de junio (f. tercero).
[2] Esto nos suscita una cuestión interesante en relación con los llamados principios generales del Derecho. En realidad, los principios generales del Derecho como tales, los que no están expresamente enunciados, no son normas jurídicas preestablecidas a la decisión que los aplica. Son normas creadas para resolver casos de laguna, creación que tiene lugar mediante una interpretación teleológica de otras normas para casos similares. Su parentesco con la analogía típica es claro, y de ahí que la doctrina tradicional hablara ya de analogía legis y analogía iuris, esta última atinente a tales principios. Por otro lado, que los códigos civiles los reconozcan entre las fuentes del Derecho no tiene por qué entenderse en el sentido de que como normas (pre)existan antes de su creación para el caso. No (pre)existen puesto que no están enunciados y mientras no estén normativamente enunciados. Lo que se está haciendo con su mención es autorizar su creación para el caso de laguna (por eso en el Título Preliminar del Código Civil nuestro se dice, con todo sentido, que rigen en defecto de norma legal y consuetudinaria aplicable). Prueba de que la mención de la noción no tiene por qué ir asociada a la existencia real del objeto o ser en cuestión es que también ha habido y puede haber sistemas jurídicos que mencionen entre sus fuentes el derecho natural, y no por eso estamos obligados a asumir que el derecho natural exista. Exactamente igual que si uno de esos ordenamientos citara entre las fuentes productoras de normas válidas la voluntad de los marcianos no estaríamos obligados a creer que existen los marcianos o que las normas que algún avispado nos proponga como fruto de la voluntad de ellos realmente vengan de ahí.
[3] “Respecto del imputado delito de estafa, la Audiencia fundamenta la atipicidad de los hechos probados al reconocer las dudas existentes respecto de que la actuación del acusado tuviere como finalidad y fuere suficiente para engañar a la entidad bancaria y cometer de esta forma la estafa por la que acusan el Ministerio Fiscal y la Acusación Particular. Y es que, expone el Tribunal a quo, en primer término, en el presente caso, no puede afirmarse que la entidad bancaria agotara las medidas de autoprotección que le eran exigibles. "Así, cabe señalar, en primer lugar, que el abono automático de los recibos presentados al descuento obviaba el contenido de la cláusula quinta del contrato de cesión de crédito que dispone que "La parte cedente no podrá disponer del importe de la operación concedida hasta que esté en poder de "La Caixa" el documento de "Toma de razón"", suscrito por la entidad otorgante o libradora (Folio 28). Es decir, el propio contrato de cesión obligaba a esperar a la aceptación de Plásticos Transfrecuens antes de proceder al abono de las cantidades. Sin embargo ello no se hizo así, y prueba de ello es que los recibos presentados a descuento fueron satisfechos el propio día 27 de febrero, esto es, el mismo día de su presentación en la sucursal de "la Caixa" en el Albi. Esta falta de diligencia en la autoprotección que hubiera exigido una mínima gestión de comprobación deviene más palmaria teniendo en cuenta que los documentos que el acusado presentó al descuento el 27 de febrero de 2007 no eran cambiales ni otros efectos mercantiles similares, sino meros recibos, sin firma de aceptación de la empresa a la que iban dirigidos, División Plásticos Transfrecuens. El propio tráfico comercial no confiere al recibo el valor o función de acreditar un crédito a favor de quien lo ha emitido en los términos en los que lo reconoce, por ejemplo, a la letra de cambio. Esta especial circunstancia del recibo en el tráfico mercantil, hacía exigible una actitud particularmente diligente de la entidad bancaria en relación con los recibos presentados, al efecto de comprobar que aquéllos respondían a efectivos negocios jurídicos de la empresa Cinerplast con la empresa Plásticos Transfrecuens. Sin embargo, los responsables de la entidad en la sucursal del Albi no efectuaron comprobación alguna respecto de los recibos entregados en descuento antes de proceder a su abono, descuidando de esta forma su deber de autoprotección” (FD 1º de la sentencia que comentamos).
[4] Un poco más adelante, dentro del mismo fundamento tercero, se reiteran esas ideas y su interna contradicción, ahora al exponer la doctrina de la STS 278/2010, “que constituye un compendio de las resoluciones más actuales sobre la materia y en la que se sostiene que para que el engaño empleado por el autor del delito pueda reputarse bastante, debe ser suficiente para inducir a error a una persona medianamente perspicaz y avisada. Y a la hora de efectuar la anterior valoración, debe atenderse a las circunstancias del caso concreto, teniendo en cuenta parámetros tanto objetivos como subjetivos, de manera que la idoneidad en abstracto de una determinada maquinación sea completada con la suficiencia en el caso concreto en atención a las características personales de la víctima y del autor, y a las circunstancias que rodean al hecho. Es preciso, por lo tanto, valorar la idoneidad objetiva de la maniobra engañosa y relacionarla en el caso concreto con la estructura mental de la víctima y con las circunstancias en las que el hecho se desarrolla. El engaño, según la jurisprudencia, no puede considerarse bastante cuando la persona que ha sido engañada podía haber evitado fácilmente el error cumpliendo con las obligaciones que su profesión le imponía. Cuando el sujeto de la disposición patrimonial tiene la posibilidad de despejar su error de una manera simple y normal en los usos mercantiles, no será de apreciar un engaño bastante en el sentido del tipo del art. 248 CP, pues en esos casos, al no haber adoptado las medidas de diligencia y autoprotección a las que venía obligado por su profesión o por su situación previa al negocio jurídico, no puede establecerse con claridad si el desplazamiento patrimonial se debió exclusivamente al error generado por el engaño o a la negligencia de quien, en función de las circunstancias del caso, debió efectuar determinadas comprobaciones, de acuerdo con las reglas normales de actuación para casos similares, y omitió hacerlo”.
                Como fácilmente se aprecia, la contradicción está en exponer, por un lado y de modo principal, que es la capacidad en sí del engaño para inducir el error a una persona ordinaria o de perspicacia mediana lo que hace que el engaño sea bastante para que haya estafa, pero en añadir, por otro lado, que no hay meramente que usar ese estándar abstracto de sujeto víctima posible del engaño, sino que se ha de tener en cuenta la aptitud de la añagaza para engañar el sujeto concreto de que se trate, con sus peculiares capacidades personales y profesionales.
[5] Y luego se reitera la misma idea al hilo de la STS 928/2005, si bien ahora los términos usados son “indolencia” y “un sentido de la credulidad no merecedor de tutela penal: “La STS 928/2005, de 11 de julio, subraya que esta misma Sala, en diversas sentencias, ha delimitado la nota del engaño bastante que aparece como elemento normativo del tipo de estafa tratando de reconducir la capacidad de idoneidad del engaño desenvuelto por el agente y causante del error en la víctima que realiza el acto de disposición patrimonial en adecuado nexo de causalidad y en su propio perjuicio a la exigencia de su adecuación en cada caso concreto, y en ese juicio de idoneidad tiene indudablemente importancia el juego que pueda tener el principio de autorresponsabilidad, como delimitador de la idoneidad típica del engaño. Y en la sentencia 1024/2007, de 30 de noviembre, se afirma que es comprensible que la jurisprudencia de esta Sala, en aquellos casos en los que la propia indolencia y un sentido de la credulidad no merecedor de tutela penal hayan estado en el origen del acto dispositivo, niegue el juicio de tipicidad que define el delito de estafa
[6] Esta es cita de la sentencia de la misma Sala de 28 de junio de 2008.
[7] “Cuando el engaño se dirige contra organizaciones complejas, como ocurre con personas jurídicas del tipo de las entidades bancarias, es del todo evidente que el sujeto pasivo dispone de un potente arsenal defensivo, que correctamente utilizado podría llegar a evitar la eficacia del engaño en numerosos casos. Pero, como se acaba de decir, estas consideraciones no pueden conducir a afirmar que las conductas engañosas objetivamente idóneas que resultan luego fracasadas por la reacción de aquel a quien se pretende engañar son siempre impunes”.
[8] Por ejemplo, aclarando qué significa “honor” o qué significa “intimidad” o qué significa “domicilio”, etc., etc.
[9] Y si no somos finalistas welzelianos y, por tanto, no entendemos que el dolo está en el tipo y que el análisis del tipo encierra, pues, una parte de análisis de elementos subjetivos.
[10] Resulta bien ilustrativo tomar en consideración los tres aspectos o elementos con los que juega la sentencia. Uno es la aptitud objetiva de la acción para provocar el engaño o inducir al error a tenor del estándar del “hombre medio”; otro, la situación subjetiva de la víctima, que hace que en ese campo concreto en que la acción tienen lugar resultara más fácil o más difícil el engaño, dada la profesión de la víctima, sus conocimientos técnicos, el grado de diligencia o cuidado ordinariamente exigible de quien está en su posición, etc.; y, en tercer lugar, tenemos las actitudes subjetivas del acusado, sus propósitos y la manera como aprovecha sus conocimientos de la víctima, del contexto y de la concreta situación de unos y otros. Esto último, en mi opinión, no puede incluirse en el campo de análisis de la imputación objetiva (si es que dicho campo tiene utilidad y sentido), sino que es atinente a la culpabilidad. Si acaso, componentes de la imputación objetiva referidos a la creación del riesgo no permitido serían nada más que los dos primeros.
[11] Asumo que tal vez el ejemplo no es del todo adecuado, ya que el tipo de delito que dicha norma tipificaría sería de peligro, no de resultado.