31 octubre, 2016

Autoridades en tiempos de cambios. Por Francisco Sosa Wagner



Ahora que se está reconstruyendo la gobernación en España me viene a la cabeza todo este lío de las autoridades, de lo pesadas que en general son, también de lo superfluas. Es verdad que otras son fecundas y gracias a ellas disponemos de seguridad y de ingredientes plausibles de bienestar.

En mi caso además me he pasado la vida explicando a miles de jóvenes el edificio de las autoridades de España pues en eso consiste en parte la asignatura de la que vivo. Pero precisamente por eso, por haber dedicado tantos años a ese mundo es por lo que ahora empiezo a alejarme de él y, en la distancia, le veo sus costuras y sus trampantojos. Que ya los había adivinado antes pero que ahora me ofrecen una -digamos- mayor luminosidad. Es como un edificio que, aprovechando un terremoto, se me viniera encima y estuviera a punto de aniquilar mis interioridades. 

Claro es que lo hago de forma mesurada porque tampoco es cuestión de mandar al trastero tantos conocimientos como he acumulado sobre autoridades, competencias, recursos de alzada y otras sabidurías de mucho peso y quilates. Mi edad no es la de abrazar el credo anarquista y hacerme un furioso debelador del orden, su prestancia y su circunstancia. Mi sino no es tampoco hacerme un José Nakens, el activista republicano que sufrió prisión por sus ideales en la Restauración, que tenía las manos manchadas ... de tinta y que lucía un labio partido como signo de ferocidad: se decía que un día, en el que no había podido morder a nadie, se mordió a sí mismo. ¡Qué diferencia con esos sosainas faltones de republicanos catalanes de la hora presente!

Pero volvamos al asunto. Tampoco me voy a hacer un anarquista obsecuente y, asumido tal credo, comprar un ramo de flores, meterle una bomba y esperar el paso de una persona real para perpetrar un magnicidio de esos que llevan directamente a las páginas de la historia, esa señora oronda que tanto se huelga con los magnicidios pues que ella misma está como parida entre magnicidios. La historia, ya se sabe, chorrea venenos. 

Y dándole vueltas a esta idea de las autoridades me viene a la memoria don Apolinar Moscote, el magistrado que sale en los Cien Años de Soledad y del que en un momento dice el narrador que era “una autoridad ornamental”.

Ahí está el quid. Mil gracias a don Gabriel. Esa es la autoridad que a mí me gusta y, si volviera a la cátedra, dedicaría una lección central del programa a estas autoridades “ad pompam”, autoridades que carecen de enjundia administrativa, de sustancia de mando verdadero, de esas que son como un olvido en el orden ministerial, a veces recuerdo polvoriento de un pasado glorioso, una concreción moribunda del ayer pero que hoy no pasan de ser un músculo atrofiado del cuerpo de la Administración. Las hay por decenas porque no hay nada que envejezca con más rapidez que el organigrama de un gobierno. Pues es buena verdad que, si algo traen los cambios políticos, es la caducidad de tales organigramas dejando por cierto un reguero de papel impreso inutilizable. 

Ahora puedo ya concluir que donde se ponga una autoridad ornamental que se quiten las recias y en pleno empuje. Como se verá es el mío un anarquismo incruento, suave y probablemente mustio. De casa regional.

09 octubre, 2016

Botellones




               Cada vez que en alguna zona verde del campus de la Universidad o en sus alrededores hay un botellón, generalmente en jueves, le llueven críticas a la autoridad; o se ponen las autoridades a pasarse culpas y hacerse reproches. Y a lo mejor resulta que eso de atribuir la responsabilidad a las autoridades es un error y no es así como habría que plantear el problema.
                Si el ganadero suelta su rebaño de vacas en un prado, el prado acaba lleno de boñigas, eso es impepinable, pues son vacas. Si dejáramos que las gallinas se refugiaran en las casas por las noches, cada mueble amanecería cubierto de gallinaza. En cambio, normalmente se permite que las personas se junten y se acumulen en las calles o plazas, en los parques, en los estadios, en los edificios públicos o privados, en los lugares más variopintos, y no tememos que lo dejen todo plagado de excrementos, o roto o infestado de desechos y porquerías. Y tampoco pasa nada así cuando se organiza una fiesta y la gente acude y se divierte. En los pueblos o en los barrios, en verano, se celebran verbenas o romerías y algunos restos quedan en los suelos, seguro, pero nunca da la impresión de que trotaron los ejércitos de Atila o que miles de jabalíes han estado hozando a pleno rendimiento.
                Por eso lo de los botellones estudiantiles es tan raro, porque nos descuadra las comparaciones o nos altera las expectativas. Que cientos y cientos de jóvenes gusten de divertirse al aire libre si no llueve está dentro de lo más normal. Y hasta a los veteranos nos puede apetecer, si el ambiente es favorable. Que los estudiantes se den a las bebidas espirituosas y que más de cuatro acaben borrachos casa con los usos y las tradiciones y bien que se recrean esas situaciones ya en nuestra literatura clásica. Que para su etílico asueto busque la muchachada refugio en los terrenos universitarios, siempre más cercanos a la libertad, me resulta comprensible del todo.
                Solo una cosa no encaja, pero no es moco de pavo ni asunto baladí: que al amanecer parezca que no eran humanos, personas propiamente dichas, seres con libre albedrío y algo civilizados los que allí hicieron fiesta. Pues ni al observador más templado ni al ciudadano más tolerante le puede caber duda de que, en su inclinación, vocación y maneras, eran de la especie porcina los que en el lugar se solazaron, cerditos sin excusas que sacaron a relucir, al fin libres e iguales, su más íntima naturaleza. Sí, los habrá que estudian Derecho o Económicas, otros cursarán variadas ingenierías, serán más de cuatro de Filosofía y Letras, ¡hasta de Letras, cielo santo!, algunos estudiarán títulos dobles o triples o andarán acabando un máster, y no digo que no los haya a punto de culminar un doctorado. De acuerdo, pero humanos muy humanos no son, eso hay que reconocerlo, pues a su paso dejan un rastro infinito de basura, miles de bolsas de plástico vacías que el viento lleva de acá para allá, vasos, botellas, cristales rotos, vomitonas. No hace mucho, de camino a un colegio público cercano, padres y niños iban pisando cristales que crujían bajo el calzado, en la acera que las huestes nocturnas habían invadido y degradado. Si son humanos, serán muy primitivos; pero yo creo que ni eso.
                Han vivido en casas limpias, han comido en mesas bien servidas, han estudiado en aulas cuidadas y sin suciedad, han paseado desde bebés por calles impolutas y han jugado en parques en los que apenas se ve un papel en el césped; a sus padres, sus maestros, sus amigos o sus vecinos no los han visto ni defecar en la calle como bestias ni arrojar la basura al suelo, desde primaria les han querido inculcar educación cívica y respeto a los conciudadanos… Pero cuando se juntan y se lo pasan bien, prefieren aparcar cualquier sensibilidad, olvidar toda consideración por el prójimo, obrar como brutos. Ahí le duele. Tienen apariencia humana, son jóvenes, son estudiantes universitarios, se dice que son el futuro y la esperanza. O será que no hay mucha esperanza.
                A lo mejor todo se arreglaría poniendo más papeleras y muchos más contenedores de basura donde ellos se juntan algunos jueves al atardecer. Puede que no falte autoridad, sino recipientes para su mierda. Pero no sé. Quizá no queda más que la represión, pero no una represión autoritaria, dura, sino el cuidado que aplicamos con vacas, gallinas o gorrinos. Amorosamente y con el mayor respeto a los derechos de nuestras queridas bestezuelas. No es una cuestión de autoridad, sino de ganadería.