Ahora que se está reconstruyendo la gobernación en
España me viene a la cabeza todo este lío de las autoridades, de lo pesadas que
en general son, también de lo superfluas. Es verdad que otras son fecundas y
gracias a ellas disponemos de seguridad y de ingredientes plausibles de
bienestar.
En mi caso además me he pasado la vida explicando a
miles de jóvenes el edificio de las autoridades de España pues en eso consiste
en parte la asignatura de la que vivo. Pero precisamente por eso, por haber
dedicado tantos años a ese mundo es por lo que ahora empiezo a alejarme de él
y, en la distancia, le veo sus costuras y sus trampantojos. Que ya los había
adivinado antes pero que ahora me ofrecen una -digamos- mayor luminosidad. Es
como un edificio que, aprovechando un terremoto, se me viniera encima y
estuviera a punto de aniquilar mis interioridades.
Claro es que lo hago de forma mesurada porque
tampoco es cuestión de mandar al trastero tantos conocimientos como he
acumulado sobre autoridades, competencias, recursos de alzada y otras
sabidurías de mucho peso y quilates. Mi edad no es la de abrazar el credo
anarquista y hacerme un furioso debelador del orden, su prestancia y su
circunstancia. Mi sino no es tampoco hacerme un José Nakens, el activista
republicano que sufrió prisión por sus ideales en la Restauración, que tenía
las manos manchadas ... de tinta y que lucía un labio partido como signo de
ferocidad: se decía que un día, en el que no había podido morder a nadie, se
mordió a sí mismo. ¡Qué diferencia con esos sosainas faltones de republicanos
catalanes de la hora presente!
Pero volvamos al asunto. Tampoco me voy a hacer un
anarquista obsecuente y, asumido tal credo, comprar un ramo de flores, meterle
una bomba y esperar el paso de una persona real para perpetrar un magnicidio de
esos que llevan directamente a las páginas de la historia, esa señora oronda
que tanto se huelga con los magnicidios pues que ella misma está como parida
entre magnicidios. La historia, ya se sabe, chorrea venenos.
Y dándole vueltas a esta idea de las autoridades me
viene a la memoria don Apolinar Moscote, el magistrado que sale en los Cien
Años de Soledad y del que en un momento dice el narrador que era “una autoridad
ornamental”.
Ahí está el quid. Mil gracias a don Gabriel. Esa es
la autoridad que a mí me gusta y, si volviera a la cátedra, dedicaría una
lección central del programa a estas autoridades “ad pompam”, autoridades que
carecen de enjundia administrativa, de sustancia de mando verdadero, de esas
que son como un olvido en el orden ministerial, a veces recuerdo polvoriento de
un pasado glorioso, una concreción moribunda del ayer pero que hoy no pasan de
ser un músculo atrofiado del cuerpo de la Administración. Las hay por decenas
porque no hay nada que envejezca con más rapidez que el organigrama de un
gobierno. Pues es buena verdad que, si algo traen los cambios políticos, es la
caducidad de tales organigramas dejando por cierto un reguero de papel impreso
inutilizable.
Ahora puedo ya concluir que donde se ponga una
autoridad ornamental que se quiten las recias y en pleno empuje. Como se verá
es el mío un anarquismo incruento, suave y probablemente mustio. De casa
regional.