26 febrero, 2017

Violencia de género



(Publicado hoy en El Día de León)
                Estos días se han batido marcas infames de homicidios de mujeres a manos de varones que eran o habían sido sus parejas. Este es uno de esos temas sobre los que se habla con mil y una cautelas para no salirse de los dictados de la corrección política y para evitar equívocos y malentendidos. De mano aclaro con toda rotundidad que es incondicional mi desprecio a esos hombres acomplejados que intentan compensar su pequeñez extrema y su personalidad inane matando a la mujer que consideran suya porque apenas tienen nada que suyo sea en verdad.
                Dicho eso, deberíamos animarnos a coger el toro por los cuernos e intentar análisis un poco originales, puesto que están fracasando por igual las teorías y las normas. El derecho penal es necesario para castigar esa violencia y toda, claro que sí, pero poco soluciona en este caso. El justo castigo del victimario no devuelve la vida a la víctima y, sobre todo, ese tipo de seres violentos no escarmientan en cabeza ajena, a ellos el riesgo del castigo penal los disuade poco. La amenaza de cárcel no contiene al que, ciego e irracional, quiere matar para luego matarse y de esa manera expresa su incapacidad absoluta para vivir y convivir. Mal calcula sus alternativas vitales y poco entenderá lo que la cárcel significa aquel bruto que no asimila ni las claves más simples de las relaciones entre personas libres, incluidas las relaciones amorosas. Por la propia conveniencia no podrá velar racionalmente el que ha llegado a creer que una mujer es de su propiedad y que la prefiere muerta antes que libre.
                ¿Y la educación? Por supuesto que es necesaria también la educación, como lo es el derecho. Pero no basta. En primer lugar, no basta ese tipo de educación que en los colegios impera, muchas veces para desesperación de los propios profesores, no basta una educación incapaz de desasnar a los más lerdos ni de frenar eficazmente a los más violentos. Pues, aunque decirlo suene hoy escandaloso, también entre los jovenzuelos hay auténticas bestias y entre las familias que por pura obligación mandan sus vástagos a las escuelas las hay que reúnen los mayores vicios, dan los peores ejemplos y transmiten los más nefastos valores. Un sistema educativo no debería estar inerme ante esos estudiantes y ante esas familias. El nuestro lo está.
                El que de niño aprende que la violencia de todo tipo, verbal y física, material y moral, se puede ejercer impunemente con los compañeros y hasta con los profesores, está entendiendo que también de la pareja se puede abusar mañana. De qué nos vale pedir, luego, duras penas para los adultos maltratadores de las mujeres si antes hemos dejado que los pequeños maltraten y abusen en los mismísimos colegios. ¿Lo digo más claro? Educar contra la violencia es aplicar mano dura a los pequeños violentos. Sin violencia contra ellos, pero mano dura. Que aprendan a tiempo la lección de que el que hace ciertas cosas las paga en serio.
                Y una cosa más, en lo que a educación se refiere. Para que no se me malinterprete, subrayo ahora que hablo como padre de una niña que pronto cumplirá diez años. A todos, niños y niñas, pero especialmente a ellas, tenemos que enseñarlos a defenderse de los brutos, los abusones, los idiotas agresivos. Es duro pensarlo y decirlo, pero es necesario que lo asumamos y lo digamos. En último extremo, al violento que nos quiere matar o lesionar se le planta cara con la violencia misma. Eso en derecho y en ética se llama legítima defensa y para eso también cabe entrenamiento. Nada de malo hay en que a nuestras niñas las mandemos a aprender artes marciales o técnicas de defensa personal y en que les expliquemos que esas destrezas pueden y deben aplicarlas cuando un gañán intente pegarles, violarlas o matarlas.
                Además, y muy en especial, tenemos que transmitir con convicción a nuestras hijas la idea de que mejor sola que muerta, mejor sin pareja que sometida y humillada, mejor con ninguno o con muchos buenos que con un tarugo maltratador. Porque a esa escoria masculina se la puede reconocer, y cualquiera que en las cosas de la vida esté bien adiestrado es capaz de identificar enseguida a esos machitos débiles y peligrosos, peligrosos por débiles. A nuestras hijas debemos indicarles que en cuanto se encuentren con uno de ellos, tienen que escupir y quitarse de en medio, ignorarlo con todo el desprecio posible, apartarse como nos apartamos todos si topamos con una rata. Con las ratas, ni cortesía ni respeto ni piedad.

19 febrero, 2017

España en carnaval. Por Francisco Sosa Wagner



Es pena que esta época de carnaval sea transitoria, yo la declararía de forma oficial, y desde el próximo consejo de ministros, la faz verdadera de España, su seña de identidad, ahora que andamos a la caza de tales señas como antaño se andaba a la caza de un buen jabalí para hacer un guiso con patatas (y ahora nos lo prohíben los tiernos animalistas).

Porque el carnaval significa disfraz, máscara, una apariencia de mentirijillas y al mismo tiempo de regocijo y de diversión. Y ¿qué es España sino un espacio donde abunda el disfraz y el jolgorio? Hace poco, a un conocido prohombre de las finanzas, le ha encontrado el juez ¡treinta y cinco sociedades ocultas! Se ve que el juez jugaba mucho de pequeño al escondite de forma que este rico pasado más sus actuales conocimientos en jurispericia le han permitido en su edad madura descubrir sociedades y más sociedades, todas ellas agazapadas bajo la amable cara de una fundación benéfica, de una rifa de feria o de la sencilla consulta de un fisioterapeuta. Uno se imagina al juez fisgando por debajo de las faldas de cientos de inocentes actividades humanas y atrapando sociedades anónimas hechas y derechas otorgadas ante un notario falso, de esos que salen en las óperas, con sus cuentas de resultados y sus balances falsificados, es decir, con el pasaporte en regla para poder comparecer en el carnaval social.

En una Universidad de las que salen en los rankings, unos estudiantes han impedido hace poco dar una conferencia a dos personalidades españolas y lo extraño es que esos jóvenes lo hayan hecho disfrazados y con caretas de alienígena, de dragón, de caperucita ... ¿A qué se debe el uso de una máscara en esta valiente ocurrencia? Porque lo cierto es que esos muchachos entienden que a la Universidad no se va a conferenciar ni a debatir con argumentos pues esta costumbre pertenece a una época superada, época que hunde sus raíces en un negro pasado que ahora nosotros -la gente- ya hemos desterrado. Pero entonces ¿a qué viene taparse la cara para impedir hablar a un conferenciante? ¿por qué no actúan descubiertos y coram populo? (perdón por esta expresión latina tan anticuada). Pues precisamente por lo que estoy tratando de explicar: porque no podemos dejar pasar una oportunidad para hacer de nuestra sociedad un carnaval estable que exige vestir de manera ininterrumpida el traje de etiqueta del arlequín.

De idéntica manera muchos se escandalizan porque en las redes sociales se insulta a personas conocidas de forma anónima y se califica este comportamiento de vil, de miserable, etc. No; yo lo defiendo porque quienes así actúan están colaborando en la definición de la sociedad del carnaval que describo. En el siglo XIX Larra intuyó esta realidad y, en los años sesenta del XX, Guy Debord habló de la sociedad del espectáculo y por ahí se adivinaba el carácter premonitorio del escritor español y del pensador francés. Pero Debord nos ofreció tan solo el entremés, ahora ha llegado la comida en un menú aderezado con la cocina creativa de verdaderos saltimbanquis, charlatanes enmascarados que han hecho de su máscara, antes trampantojo, la silueta natural de sus arabescos falsos.

Por eso, el disfraz o la careta que da gato por liebre es el gran manifiesto de la actualidad, como antes fue el manifiesto comunista o el del dadaísmo.

Y así nos solazamos en el gran guiñol de España donde el polichinela ¡encima! cobra la entrada de este teatro bufo!

14 febrero, 2017

Funcionarios chiflados



               Soy funcionario y enseño en una universidad pública. Me tengo, además, por defensor de los servicios públicos y nada partidario de la privatización de los que son esenciales para nuestros derechos primeros y la igualdad de oportunidades. Pero no logro entender por qué no es posible gestionar las instituciones públicas con la eficacia con que normalmente se gestionan las privadas. Sé que hay una explicación para esto, la de que si una entidad privada se maneja de modo ineficiente acaba quebrando y desapareciendo, mientras que con lo público todo derroche es posible y nada cambia, ya que paga el contribuyente y paga cuanto haga falta.
                Traigo hoy un ejemplo que me tiene perplejo y que paso a contar. Entre los funcionarios, como en cualquier otro grupo humano y como en botica, hay de todo. Unos son muy laboriosos y otros se escaquean cuanto pueden, unos son honestos y a otros les encanta andar con enchufes y enjuagues, unos son sumamente capaces y otros hacen alarde diario de torpeza. Pero lo que no asimilo es que entre los funcionarios en general, y entre los profesores de universidad en particular, haya siempre unos cuantos que están como maracas, chiflados perdidos, y que no pase nada y sigan en sus puestos tan campantes y hasta que les llegue la jubilación, impasibles e intocables, felices y haciendo el memo.
                De verdad que no exagero, y discúlpese que no me ponga a dar nombres y datos de alguno de estos pagos, pues supongo que ni este periódico ni yo estamos para pleitos, y siempre tendrá el loquito un pariente que lo asesore o un abogado que le aconseje demandar y sacarnos unos cuartos por cantar verdades. Pero, sin ir más lejos, afirmo, basándome en mis años de vida universitaria, que hay algún que otro profesor que está como una regadera, loco de remate.
                Sí, lo sé, todos tenemos manías y a quién no le patina de vez en cuando una neurona. No me refiero a eso. Tampoco me meto con los simplemente excéntricos. Hablo de aquel profesor que se pasaba horas y horas explicando a sus alumnos que él podía levitar y que, si le apetecía, era capaz de atravesar las paredes. Así día tras día y sin dar una lección. O de aquel que de pronto tenía calor y empezaba a desvestirse, y eso cuando no se enrollaba en el micrófono y acababa rodando por los suelos, día sí y día también. O del que padece una tremenda manía persecutoria y gasta las jornadas enviando a todo quisque escritos en los que desahoga sobre ese imaginario acoso del que se siente víctima. ¿Y el mitómano que se cree sus propias mentiras y que se pasa las horas de docencia disfrutando a base de meter trola tras trola a los estudiantes, hoy diciéndoles que de joven jugó en el Real Madrid y mañana narrándoles que antes de dedicarse a la universidad fue tenor y cantó en la Scala de Milán? Y qué decir de aquel que quizá sufra problemas de riego o malas conexiones neuronales y que se olvida una y otra vez de que tenía clase o de que hoy había un examen, o que se espanta cuando un estudiante le hace una pregunta y echa a correr como alma que lleva el diablo y grita que todos le tienen ojeriza y que por favor lo defienda el rector o alguien. Así está el percal, pero nadie hace nada y los majaras campan a sus anchas.
                No digo que haya que vulnerar los derechos de esos pobres diablos o faltarles al respeto, nada más que me pregunto por qué no se hace con ellos lo que en cualquier empresa se haría, que es mandarlos a su casa por incapacidad evidente y con una jubilación bien digna. Pero no, en la administración pública en general, y en las universidades en particular, se les deja seguir a lo suyo y como si tal cosa, perjudicando el servicio, degradando el buen nombre de las instituciones, afrentando a los que intentan trabajar con seriedad.
                ¿Queremos aumentar el rendimiento y la buena fama de las administraciones y los servicios públicos, y de las universidades en especial? Muy sencillo, cada dos años examen psiquiátrico obligatorio, con los profesionales mejores de ese gremio y las mayores garantías. Y el que no esté bien de la cabeza, a cobrar pensión en su casita. ¿No se controla la vista de los conductores de autobús? ¿No se pasan exámenes físicos en muchas profesiones delicadas? ¿Por qué no van a revisarnos el seso a los que de cara al público laboramos? ¿No decimos, además, que conviene rejuvenecer las plantillas? Pues sería mano de santo. Seguro que si nos echan un vistazo a más de cuatro, corre el escalafón que da gusto.