(Publicado hoy en El Día de León)
Estos
días se han batido marcas infames de homicidios de mujeres a manos de varones
que eran o habían sido sus parejas. Este es uno de esos temas sobre los que se
habla con mil y una cautelas para no salirse de los dictados de la corrección
política y para evitar equívocos y malentendidos. De mano aclaro con toda
rotundidad que es incondicional mi desprecio a esos hombres acomplejados que
intentan compensar su pequeñez extrema y su personalidad inane matando a la
mujer que consideran suya porque apenas tienen nada que suyo sea en verdad.
Dicho
eso, deberíamos animarnos a coger el toro por los cuernos e intentar análisis
un poco originales, puesto que están fracasando por igual las teorías y las normas.
El derecho penal es necesario para castigar esa violencia y toda, claro que sí,
pero poco soluciona en este caso. El justo castigo del victimario no devuelve
la vida a la víctima y, sobre todo, ese tipo de seres violentos no escarmientan
en cabeza ajena, a ellos el riesgo del castigo penal los disuade poco. La
amenaza de cárcel no contiene al que, ciego e irracional, quiere matar para
luego matarse y de esa manera expresa su incapacidad absoluta para vivir y
convivir. Mal calcula sus alternativas vitales y poco entenderá lo que la
cárcel significa aquel bruto que no asimila ni las claves más simples de las
relaciones entre personas libres, incluidas las relaciones amorosas. Por la propia
conveniencia no podrá velar racionalmente el que ha llegado a creer que una
mujer es de su propiedad y que la prefiere muerta antes que libre.
¿Y
la educación? Por supuesto que es necesaria también la educación, como lo es el
derecho. Pero no basta. En primer lugar, no basta ese tipo de educación que en
los colegios impera, muchas veces para desesperación de los propios profesores,
no basta una educación incapaz de desasnar a los más lerdos ni de frenar
eficazmente a los más violentos. Pues, aunque decirlo suene hoy escandaloso,
también entre los jovenzuelos hay auténticas bestias y entre las familias que
por pura obligación mandan sus vástagos a las escuelas las hay que reúnen los mayores
vicios, dan los peores ejemplos y transmiten los más nefastos valores. Un
sistema educativo no debería estar inerme ante esos estudiantes y ante esas
familias. El nuestro lo está.
El
que de niño aprende que la violencia de todo tipo, verbal y física, material y
moral, se puede ejercer impunemente con los compañeros y hasta con los
profesores, está entendiendo que también de la pareja se puede abusar mañana.
De qué nos vale pedir, luego, duras penas para los adultos maltratadores de las
mujeres si antes hemos dejado que los pequeños maltraten y abusen en los
mismísimos colegios. ¿Lo digo más claro? Educar contra la violencia es aplicar
mano dura a los pequeños violentos. Sin violencia contra ellos, pero mano dura.
Que aprendan a tiempo la lección de que el que hace ciertas cosas las paga en
serio.
Y
una cosa más, en lo que a educación se refiere. Para que no se me
malinterprete, subrayo ahora que hablo como padre de una niña que pronto
cumplirá diez años. A todos, niños y niñas, pero especialmente a ellas, tenemos
que enseñarlos a defenderse de los brutos, los abusones, los idiotas agresivos.
Es duro pensarlo y decirlo, pero es necesario que lo asumamos y lo digamos. En
último extremo, al violento que nos quiere matar o lesionar se le planta cara
con la violencia misma. Eso en derecho y en ética se llama legítima defensa y
para eso también cabe entrenamiento. Nada de malo hay en que a nuestras niñas
las mandemos a aprender artes marciales o técnicas de defensa personal y en que
les expliquemos que esas destrezas pueden y deben aplicarlas cuando un gañán
intente pegarles, violarlas o matarlas.
Además,
y muy en especial, tenemos que transmitir con convicción a nuestras hijas la
idea de que mejor sola que muerta, mejor sin pareja que sometida y humillada,
mejor con ninguno o con muchos buenos que con un tarugo maltratador. Porque a
esa escoria masculina se la puede reconocer, y cualquiera que en las cosas de
la vida esté bien adiestrado es capaz de identificar enseguida a esos machitos
débiles y peligrosos, peligrosos por débiles. A nuestras hijas debemos indicarles
que en cuanto se encuentren con uno de ellos, tienen que escupir y quitarse de
en medio, ignorarlo con todo el desprecio posible, apartarse como nos apartamos
todos si topamos con una rata. Con las ratas, ni cortesía ni respeto ni piedad.