23 abril, 2017

¿De qué estoy hablando?



(Publicado en El Día de León)
                Al atento lector le voy a pedir paciencia y que se avenga a hacer conmigo un breve experimento, aunque sea nada más que en nuestras cabezas. Imaginemos juntos que en esta sociedad hubiera gran acuerdo en que es muy importante que se escriban muy buenas novelas. Para cumplir ese objetivo, el Estado decide crear unas instituciones públicas que recluten buenos escritores y financien la redacción y edición de literatura de calidad. Vamos a suponer que tales instituciones se llaman Centros de Producción Literaria; en abreviatura, CPL.
                Ahora describamos cómo se organizan esos imaginarios CPL. Se supone que, si han de ser eficientes y productivos, deben seleccionar a los escritores más capaces. Pero la selección de su personal la hacen los que ya están dentro, que a su vez fueron elegidos por los que ya estaban dentro, y así desde el principio. Y al que elige mal no le va mal, sino que puede que hasta salga ganando, sea en poder, en influencia o en falta de competencia ajena. Entre los elegidos y los que eligen hay todo tipo de relaciones: amorosas, de amistad, de afinidad ideológica, de disciplina y sumisión, de servidumbre y entrega, de gratitud o de rivalidad u odio. Así que no siempre se escoge al que mejor escribe, sino que a menudo gana el más cercano o el más obediente o el más cobista o el que está dispuesto a hacer lo que a otros repugna.
                En cada uno de esos CPL todos cobran como literatos y a todos les corresponde escribir novelas para cumplir con el objetivo que da sentido a su puesto y a la institución toda. Pero resulta que unos escriben y otros no, que los hay que se esmeran mucho y alumbran buena obra y que otros, en cambio, no dan golpe o redactan tres líneas al año, y no precisamente geniales. Pero, eso sí, todos perciben igual sueldo, o muy parecido. Los que sacan cada tanto un excelente libro sin duda tendrán gran satisfacción personal por ello y quizá gocen de merecido reconocimiento en la pequeña comunidad nacional e internacional de expertos en literatura. Pero en su CPL no, pues en cada CPL rige la regla de que todos son iguales y no hay que andar diferenciando ni distinguiendo por laboriosidad o capacidades. Además, a los que más hacen se les fuerza a gastar mucho más tiempo rellenando papeles, redactando memorandos o justificando el desgaste del material de escritura. Los otros, en cambio, disponen de mucho rato para andar en comisiones y carguillos o para conspirar en las cafeterías.
                Como se ha impuesto la idea de que una novela lo mismo se puede ir pergeñando de día que de noche, en el despacho del CPL o en casa de cada cual, cada funcionario escritor ni ficha en su puesto de trabajo ni está sometido a control de jornada. Así que unos acuden todos los días y otros no aparecen en tres o cuatro meses, pues ahora ya no hay que pasar a recoger el sobre con la paga a fin de mes, sino que se cobra por transferencia. ¿Se controla, a cambio, la productividad de esos ausentes? No. Unos producen bien, sea en presencia o en ausencia, y otros no hacen nunca nada de nada ni se les ve el pelo. Pero a ninguno se le molesta y a nadie se le piden cuentas, salvo las que se exigen cada tanto a los laboriosos para comprobar que no se han quedado con un euro de más por error.
                Cierto que entre las obligaciones de todo ese personal está la de enseñar a unos aprendices durante unos meses de cada año. Pero de las horas de docencia que cada uno tiene, algunos se saltan un tercio o la mitad porque sí y otros al cabo de un mes dicen que ya terminaron de explicar su programa y que hasta luego, Lucas. Y no pasa nada. En cada CPL no se recuerda cuándo fue la última vez que se sancionó a alguien por ausentarse por la cara un año entero, por incumplir sus tareas o por no haber creado obra alguna.
                ¿Algún día saldrá un Nobel de literatura de esos Centros de Producción Literaria? No. ¿Se escribirán ahí las mejores novelas? No es probable, salvo que algún héroe se sobreponga al desánimo y venza mil obstáculos. ¿Cumplen esas instituciones la función que justifica sus costes? Muy malamente. ¿Tienen arreglo sin una revolución completa y sin dinamitarlas del todo para empezar de cero, en serio y sin lastres? Ningún arreglo.
                Y ahora la gran pregunta: ¿a qué instituciones reales nos recuerdan esos imaginarios CPL? A mí, desde luego, a las universidades públicas españolas. Y conste que no lo digo porque me parezcan mejores las privadas, que por lo general son peores. Triste.

21 abril, 2017

Los que no dan golpe están muy ocupados



(Publicado en El Día de León)
                Cada época tiene sus peculiaridades y sus misterios. Creo que algún historiador, en el futuro (si hay futuro), recordará este tiempo como uno de los más extraños y contará a los lectores de entonces que fue costumbre ahora que los mangantes exigieran a voz en grito su completa manutención con cargo a la bolsa común o que en estas décadas se alcanzaron las más viles marcas en cuanto a incapacidad y corrupción de los gobernantes, o que fue a comienzos de este siglo XXI cuando muchos ciudadanos dieron para siempre la espalda a la vida política del país, ya que los partidos lograron, a base de esfuerzo, que fueran sus líderes actuales los más zopencos y hasta que diera penita y grima escuchar sus infames debates parlamentarios, culmen de la oratoria más cutre, permanente y alevoso atentado contra la retórica y la gramática.
                Pero no tengo intención de ponerme melodramático, sino de comentar un fenómeno que tal vez, de tan común, nos pasa desapercibido. Me refiero a que últimamente son los más zánganos y los irremisiblemente perezosos los que más se mueven y los que se dicen más atareados. Hoy en día, los que no hacen nada están más ocupados que nunca. Tanto es así, que cuando oigo a algún amigo, compañero o vecino decir y repetir que está cansadísimo y que no ha reposado en toda la jornada y que qué estrés y cuánta actividad, lo considero indicio de que me encuentro ante un ocioso sin remisión, alguien que en verdad no da palo al agua. Con las excepciones de rigor, naturalmente.
                Todo mentira, disfrutan a lo grande y hasta se dan el gustazo de tomarnos el pelo y entretenerse contándonos cuánto hicieron ayer y lo que les queda para mañana. Cuento, pamplinas. Ni hacen ni lo pretenden, solamente se entretienen como buenamente pueden, pues en el fondo su vida es insípida y vana y no valen esos tipos ni para tacos de escopeta, como antaño se decía.
                Por ejemplo, conozco a alguno que solamente se deja caer por su puesto de trabajo quince minutitos cada nueve o diez días. Tranquilos, no lo van a despedir por eso ni por nada, es la universidad pública y ahí hay de todo, sí, pero los vagos están como pez en el agua y nadan a sus anchas. Se acerca unos minutillos cada semana y pico, cuando me encuentra me da los buenos días con suma amabilidad y antes de que yo salga de mi sorpresa al recordar que existe y no se ha volatilizado, me suelta que debe marcharse a la carrera porque hoy tiene un día atroz y agotador, el colmo de la vida agitada. Ya no le respondo ni pío, para qué y por mí como si se tira al mar, pero, antes, alguna vez le pregunté a alguno de buena fe que cómo así, y solía replicarme con prolijas enumeraciones de lo que esa mañana le esperaba aun: ir a pilates, hacer unas copias de las llaves del garaje, comprarle al niño pequeño una trenca nueva, pues la otra la puso perdida de grasa ayer y no se le quita con nada, esperar en casa hasta que le llegara un pedido de unas bufandas de fibra que hizo anteayer a Amazon, recibir al fontanero que lleva tres días anunciando que ya va a mirar qué le ocurre a ese grifo que gotea, caray, que no veas lo que molesta el top-top de las gotitas por la noche… Se tomaba diez minutos para dar cuenta de sus planes y se despedía levantando la mano y como indicándome que qué afortunado era yo que me pasaba, de nueve a dos, la mañana entera en mi despacho, estudiando, escribiendo y gestionando como si no tuviera casa ni familia ni perro ni nada mejor que hacer que cumplir con el trabajo por el que me pagan.
                Una variante que también abunda es la del hogareño manitas y tecnológico. Este es el que siempre que puede compra desmontados los muebles, a fin de gastar un mes armando cada armario y para luego presumir de que él sí que consume la vida currando y los otros nada más que en el tajo vulgar, como gentes sin luces. También están siempre a la última en nuevas tecnologías y redes sociales, a base de configurar, desconfigurar y reconfigurar cada día docenas de aparatos y aplicaciones.
                ¿Usted, amable lector, ha reparado cuáles son los días y las horas en las que nos llegan más correos electrónicos con enlaces pueriles o más whatsapps con chistes y vídeos para simples? Efectivamente, los días laborables y en horas de trabajo. En las horas que nuestros parásitos de oficina están en su plaza laboral, nos bombardean para pasar el rato, mientras para los compañeros y los jefes ponen caras de andar atosigados y a la hora del café se quejan de que con estos sueldos no alcanza ni para un iphone nuevo y que habría que cortar cabezas.

19 abril, 2017

Abrazos

(Publicado en El Día de León)

                Por razón de oficio, y también por afición, he viajado y viajo mucho, en especial a Iberoamérica. No sé calcular con exactitud, pero han sido más de cien las veces que he cruzado el Atlántico. No hay ciudad, país o hasta continente que no tenga su cara y su cruz, sus luces y sus sombras. Y tampoco cabe duda de que viajar nos abre la mente y nos alimenta el espíritu de modo muy sutil. En la casa de uno se está tranquilo y calentito, por supuesto, pero andando por ahí también se descubren costumbres y estilos que hasta para nuestra vida hogareña merece la pena importar a veces. Es lo que a mí me ha pasado con la forma de expresar el afecto y la emotividad, y a eso me quiero referir hoy.
                Los españoles presumimos de latinos, pero debemos de ser de los latinos emocionalmente más parcos y expresivamente más fríos. Y los leoneses, ni te cuento, muy buenas gentes, es cierto, pero con freno y marcha atrás en el corazón. Por eso una de las cosas que más sorprende a los latinoamericanos que llegan a España es lo cortante y distante de nuestra manera de relacionarnos, y lo que fascina a tantos españoles es ver, por ejemplo, a colombianos, venezolanos o brasileños (los países más cálidos de los cálidos) tan sumamente corteses en el trato cotidiano y tan tocones y calurosos en la relación cercana, sea de compañeros, amigos, parejas y familias.
                Mi padre era un campesino bondadoso y honrado, pero el primer beso que yo recuerdo nos lo dimos cuando tenía él ochenta años y lo metían al quirófano. Mi madre y mi padre se llevaban muy bien, pero jamás les oí decirse un te quiero o cosa similar ni les vi achucharse amorosamente, ni ante mí ni ante nadie. Así éramos todos en el pueblo, pues esa especie de represión de los sentimientos y de toda emoción que no sea funeraria se multiplica en las culturas rurales. A mi hija de nueve años la estrujo y la beso cada dos por tres y no me da ninguna vergüenza soltarle en cualquier momento que la amo. Y ante ella, nos expresamos igual y nos besamos mi mujer y yo cada vez que llegamos a casa o nos despedimos, mismamente. Claro que aquí hemos evolucionado, y bendita sea, pero creo que esas maneras las he copiado de los amigos latinoamericanos, y de los queridos colombianos muy en especial. La primera vez que un español escucha a un sudamericano decirle “mi amor” a un hijo de cinco o años o ya talludito se extraña. Luego se pregunta si no será mejor esa expresividad que nuestra rigidez o ese mal pudor que nos hace avergonzarnos de nuestra ternura y sus manifestaciones más nobles.
                Y qué decir de lo ahorrativos que somos los españoles en la alabanza merecida para el compañero o el amigo. Alguien publica una buena novela, supongamos, y a lo más que llega la mayoría es a hacer alguna broma, del tipo “mira, aquí viene el futuro premio Nobel”. Nos cuesta un esfuerzo descomunal felicitar sencillamente o decir sin guasa que nos encanta tener un amigo que sea capaz de cosas así. Para empezar, y por seguir con el ejemplo, lo último que la mayoría de los amigos hacen es leerse la novela del otro, no vaya a ser que, para colmo, esté bien y se nos hielen la sonrisa de fingida suficiencia y la envidia que nos reconcome las entrañas.
                He llegado a pensar que hasta simular es mejor que este estreñimiento emocional, este rigor malencarado y distante, este temer que nos volvemos inferiores y valemos menos cuando le reconocemos un mérito a un colega o el buen gusto a un amigo. Igual que en el portal o el ascensor damos los buenos días sin ponernos a reflexionar si serán buenos o malos o cuánto los merecerá ese al que saludamos, quizá podríamos ser más afables con los que nos son cercanos y de los que, a la postre, parece que solo nos gusta hablar para darles pésames o para chismorrear sobre las últimas enfermedades o lo gordos que se han puestos.
                Confieso que cada vez recorto más mi vida social, porque cada día se me vuelven más cuesta arriba esos puñales en la mirada y esa gélida distancia que aplicamos cuanto a los demás les va bien o cuando simplemente parecen los otros bastante felices. Con lo dichosos que nos podría hacer la dicha ajena y con lo que alivian y alegran las palabras atentas, los gestos de cariño, los apretones de manos bien fuertes, los besos de saludo bien dados (y no esa sensación de que das grima al que te roza apenas la mejilla) y los abrazos sin reserva y sin vergüenza.  Con lo a gusto que te quedas cuando le dices de verdad a un amigo bueno que lo quieres mucho.