(Publicado en El Día de León)
Últimamente
me he preguntado qué sensación es esta que a menudo me viene cuando escucho a
bastantes políticos, leo a unos cuantos intelectuales o presto algo de atención
a variados representantes de eso que se ha dado en llamar el mundo de la
cultura y que es un batiburrillo de individuos del más variado pelaje y a muchos
de la cuales no les compraría un coche usado ni aunque me lo ofrecieran a
precio de ganga. Me he dado cuenta de que mi inquietud no se debe a desacuerdos
ideológicos, pues con muchos que no piensan como yo me entiendo la mar de bien
y no me provocan este peculiar desasosiego. Y creo que ya encontrado la palabra
que buscaba: grima. Si suena fuerte, póngase en diminutivo y digamos grimilla.
El diccionario de la RAE define “grima” como desazón o dentera. Pues eso.
Para
empezar, creo que hay una epidemia de cursis, estamos en tiempos de cursilería
a todo trapo, de posturitas y poses, de palabras que no se dicen tanto para que
el interlocutor las escuche, como para que el muy narciso que las emite se
encuentre la mar de mono y se gane el aprecio del resto de los de su grupete,
mientras se toman unos gin-tonics con cardamomo. Y de todas las dichosas
palabrejas y expresiones tan del agrado de los que hoy se gustan y se sienten
parte de una clase especial de ciudadanos sensibles y notables, hay una que me
pone del peor humor: diálogo. Es la fórmula mágica, el término sublime, el
mantra agotador. Al parecer, somos seres dialogantes antes que nada, nacidos
para el diálogo, condenados a la conversación constante, abocados sin remisión
a hablar todo el tiempo con quien nos topemos y aunque sea más tonto que Picio,
más malo que la tiña o con más cuento que Calleja. Pues ¿saben qué les digo?
Que, desde aquí, modestamente, reivindico mi supremo derecho a no hablar con
quien no merezca ser tomado como buen conciudadano y a no dialogar con el que
no me respete y no me aprecie. Con zoquetes, descarados, chantajistas y
variados delincuentes un servidor no tiene nada de qué hablar, y tampoco me hace
gracia que con semejante tropa se ponga a negociar de igual a igual ningún
gobierno que mínimamente nos represente.
¿Qué
hay un atentado terrorista? Aparece enseguida el meapilas de turno, vestidito
para la ocasión y con el párpado a media asta, para explicarnos que a lo mejor
es que no dialogamos bastante con los de esa nación o esa fe. ¿Qué hay un golpe
de estado o un alzamiento contra nuestro orden constitucional común y los
derechos de todos? Pues ya viene el curita laico con la matraca de que deberíamos
ser más dialogantes, y pone el mismo gesto, la languidez y el puchero con que
hace unas décadas nos decían los de sotana que habíamos de ser caritativos con
el pecador y ofrecerle la otra mejilla al pendenciero. Así que además de
cornudos, apaleados. Se ciscan en lo nuestro y tenemos que hablar con los bellacos
y los felones y hasta sentir que somos algo culpables, en lugar de hacer que se
les aplique la ley como corresponda, y a tomar vientos. Si están de mi lado la
razón y el derecho, no hablo ni con el Tato, y menos con el indecente. El
diálogo para el que lo merezca. Y punto. No quiero dialogar con el que me
ofende y no admito reproches del gafapasta de guardia o del progre de salón,
que, para colmo, sueña lúbricamente con vivir de mis impuestos o quedarse con
los frutos de mi trabajo.
Ah,
pero es que, para más inri, no son ni sinceros ni coherentes. Ese teórico
amante del diálogo dialoga según y cómo, defiende que se negocie mucho nada más
que con los de su cuerda o con los que nos hacen la cusca a nosotros, no con
todo el mundo. Con los musulmanes debemos dialogar sin tasa, incluidos con los
yihadistas, pero al católico que se propase, palo y tentetieso. Y conste que un
servidor es ateo, no van por ahí los tiros. Con los jordis se requiere
tolerancia y mimo y que ningún juez los encarcele preventivamente por sedición,
pero a los opositores venezolanos se les llama golpistas y no se firman
manifiestos ni se encienden velitas para exigir su libertad. Y así todo el
tiempo, hasta la náusea. Los supuestos amantes del diálogo son de lo menos
dialogante en el fondo y miran por encima del hombro al que como ellos no
piensa y al que no comparte sus fines o no ríe sus niñerías, pero en cuanto uno
va a reprocharles su frivolidad y su ñoñez, lo descalifican como poco abierto y
casi déspota irredento. Pues no, el que le lleva la contraria al cursi y a su
la ley del embudo no es ningún tirano, es el mejor defensor de la razón y de
las reglas de juego entre adultos moralmente maduros.
¿Que
es buenísimo el diálogo siempre, con todos y ante cualquier problema? De
acuerdo, entonces dígase que la lacra de la violencia masculina en pareja se
tendría que arreglar con más diálogo y no aumentando las penas. ¿Que los golpes
de estado se solucionan hablando y no aplicando la ley? Entonces que nuestros
cursis desnatados lamenten que allá por el 23 de febrero del 81 no se dialogara
más con Tejero y quienes organizaron aquel golpe. Y así, mil y un ejemplos.
Las
personas de una pieza eligen sus interlocutores y mantienen su carácter y sus
ideas bien reflexionadas aunque se retuerzan de rabia los tramposos o
lloriqueen los aprovechados. Las sociedades maduras defienden sus reglas de
convivencia y protegen la libertad de todos a base de plantar cara y cantar las
cuarenta a los que se acomodan en la perpetua adolescencia y no entienden más
norma que la que a ellos beneficia ni más justicia que la que les tolera sus
caprichos. Puede que esa peste de los fetichistas del diálogo y los adoradores
de la palabrería sin sustancia sea la mejor prueba de cómo ha fracasado nuestro
sistema educativo y de que no hemos logrado formar ciudadanos serios, sino
fomentar el infantilismo con caspa. Pero hasta aquí hemos llegado.
Al
próximo que me hable de diálogo le retiro el saludo.