(Publicado en El Día de León)
La
teoría democrática está muy bien asentada, no solo entre politólogos, filósofos
políticos y expertos varios, sino también y fundamentalmente entre los
ciudadanos en general, y son bien pocos los que preferirían una dictadura, por
ejemplo, o que el poder se heredara de padres a hijos. La soberanía popular, la
idea de que es el pueblo el que ha de seleccionar a sus gobernantes, en lugar
de que le sean impuestos por vaya usted a saber qué oscuros designios, forma
parte ya de nuestro más valioso patrimonio cultural. Es una gran fortuna que la
democracia triunfe, y basta mirar hacia atrás para darse cuenta de que, en
estas cosas del poder y la política, cualquier tiempo pasado fue peor; aun
peor, si nos expresamos con precisión.
La
desdicha es que esta querida democracia funciona mal y anda achacosa y decadente,
cansada, tristona. El pueblo elige a sus representantes para que gobiernen y
legislen, y ese ha sido un gran invento; lástima que apenas funcione ya. Si nos
fijamos en nuestra propia casa o los alrededores, el panorama es desolador, por
decirlo suave. Repase el amable lector la lista de nuestros presidentes de
gobierno del 78 para acá y pregúntese sinceramente si no hay más de uno que
apenas sabe o sabía hacer la o con un canuto. Si para consolarnos vamos a esa
que se dice una de las democracias más antiguas y pensamos en su presidente
actual, el inefable Trump, y algunos de sus predecesores, seguiremos con el
alma en lo pies y el ánimo para el arrastre. ¿Bajamos un peldaño y tomamos al
azar el currículum y la valía de cuarenta o cincuenta ministros españoles o de
un ciento de consejeros de comunidades autónomas? Me temo que no nos va a subir
mucho la moral.
Y
luego están los que eligen nuestros representantes. Pongo solo un ejemplo, de
entre tantísimos, el de los magistrados del Tribunal Constitucional. Los selecciona
el Parlamento, y me permito informar aquí de un detalle que tengo por bien
cierto: son casi nulas las probabilidades de que para puesto tan importantísimo
sean designados los constitucionalistas más sabios o los juristas más expertos
y mejor dispuestos a hacer un trabajo técnicamente impecable. Si usted es del
gremio, haga una lista de los que considera los cien más competentes en
materias jurídicas y luego medite sobre si hay alguna posibilidad real de que
alguno de esos termine de magistrado del TC. No hay ninguna.
Los
riesgos de que los ciudadanos erremos a lo grande al elegir a nuestros
representantes políticos se multiplican en estos tiempos en los que una buena
carrera política requiere el dinero de unos nada desinteresados patrocinadores
y la habilidad de quienes sepan manipular con eficacia en las redes sociales y
en muchos medios de comunicación. Así que no está de más que nos preguntemos si
toca resignarse y retirarse a los cuarteles de invierno, desconectar de la vida
política y abstenerse en todas las elecciones, o si cabría alguna solución.
Hay
alguna salida y no voy a ser el primero que la nombre: una combinación de
condiciones de acceso y sorteo. Con lo primero me refiero que no estaría nada
mal que para ser presidente del gobierno o de un ejecutivo autonómico, ministro
o hasta parlamentario, se exigiera acreditar unas mínimas capacidades y alguna
experiencia laboral. Muy sencillo, bastaría un dictado, una división con
decimales y un pequeño test de cultura general, a fin de que no pudiera llegar
a mandar en nosotros el que no esté en condiciones de superar las pruebas
habituales para ser conserje de una escuela o celador de un hospital. No es
pedir demasiado, creo. Y se tendría que haber cotizado como mínimo quince años
a la Seguridad Social, para evitar a esos politicastros que en su puñetera vida
no han hecho más cosa que medrar a la sombra de sus valedores en el respectivo
partido, aprendiendo malas mañas y cultivando lealtades perversas.
Para
ciertos puestos y cargos sería perfecto el sorteo. Vuelvo al ejemplo de los
magistrados del Tribunal Constitucional y afirmo que resultaría mucho mejor si
sus plazas se sorteasen entre todos los juristas con trayectoria muy notable y
que estuvieran dispuestos a aceptar esa misión. Mi amigo Paco Sosa Wagner ya lo
propuso así para algunos altos cargos del poder judicial y creo que sería mano
de santo en muchos ámbitos del gobierno y la alta gestión institucional. Por
ejemplo, yo preferiría que los rectores universitarios salieran por azar entre
los profesores más brillantes que así lo consintieran.
Entre
lo uno y lo otro se trataría de evitar el continuo ascenso de tiralevitas y
cuitados, de paniaguados y correveidiles, y de asegurar que los que gestionan
sepan lo que traen entre manos, que aquellos a los que se pide independencia no
funcionen como simples estómagos agradecidos y que el que tenga aspiraciones de
poder y alta responsabilidad aprenda que la vía es una combinación de trabajo y
estudio y no el codazo en los mal ventilados pasillos de unos partidos
políticos convertidos en auténticos antros, posiblemente lo más desprestigiado
de cuantas organizaciones e instituciones nuestra Constitución menciona.
No
se pretende limitar la democracia, y menos atacarla, sino bien al contrario,
hacer que no la colonicen muchos desalmados y pícaros que jamás llegarían a
mandar en nada ni en nadie si en verdad no estuviera ya tan pervertido el
sistema político. Sigamos eligiendo a nuestros representantes, pero con algunas
precauciones, para que no acaben llevándose nuestros votos los más lelos o los más
faltos de escrúpulos. Y que no sean los políticos los que escojan y domestiquen
a quienes desde las más altas instituciones han de controlar precisamente a los
políticos. No sería nada difícil organizarse así y salir del hoyo, pero, tal
como están las cosas, tendríamos que echarle ganas y tomar nosotros la
iniciativa como está mandado. ¿Nosotros? Sí, nosotros, los ciudadanos.