27 enero, 2018

¿Votar o sortear?



(Publicado en El Día de León)
               La teoría democrática está muy bien asentada, no solo entre politólogos, filósofos políticos y expertos varios, sino también y fundamentalmente entre los ciudadanos en general, y son bien pocos los que preferirían una dictadura, por ejemplo, o que el poder se heredara de padres a hijos. La soberanía popular, la idea de que es el pueblo el que ha de seleccionar a sus gobernantes, en lugar de que le sean impuestos por vaya usted a saber qué oscuros designios, forma parte ya de nuestro más valioso patrimonio cultural. Es una gran fortuna que la democracia triunfe, y basta mirar hacia atrás para darse cuenta de que, en estas cosas del poder y la política, cualquier tiempo pasado fue peor; aun peor, si nos expresamos con precisión.
                La desdicha es que esta querida democracia funciona mal y anda achacosa y decadente, cansada, tristona. El pueblo elige a sus representantes para que gobiernen y legislen, y ese ha sido un gran invento; lástima que apenas funcione ya. Si nos fijamos en nuestra propia casa o los alrededores, el panorama es desolador, por decirlo suave. Repase el amable lector la lista de nuestros presidentes de gobierno del 78 para acá y pregúntese sinceramente si no hay más de uno que apenas sabe o sabía hacer la o con un canuto. Si para consolarnos vamos a esa que se dice una de las democracias más antiguas y pensamos en su presidente actual, el inefable Trump, y algunos de sus predecesores, seguiremos con el alma en lo pies y el ánimo para el arrastre. ¿Bajamos un peldaño y tomamos al azar el currículum y la valía de cuarenta o cincuenta ministros españoles o de un ciento de consejeros de comunidades autónomas? Me temo que no nos va a subir mucho la moral.
                Y luego están los que eligen nuestros representantes. Pongo solo un ejemplo, de entre tantísimos, el de los magistrados del Tribunal Constitucional. Los selecciona el Parlamento, y me permito informar aquí de un detalle que tengo por bien cierto: son casi nulas las probabilidades de que para puesto tan importantísimo sean designados los constitucionalistas más sabios o los juristas más expertos y mejor dispuestos a hacer un trabajo técnicamente impecable. Si usted es del gremio, haga una lista de los que considera los cien más competentes en materias jurídicas y luego medite sobre si hay alguna posibilidad real de que alguno de esos termine de magistrado del TC. No hay ninguna.
                Los riesgos de que los ciudadanos erremos a lo grande al elegir a nuestros representantes políticos se multiplican en estos tiempos en los que una buena carrera política requiere el dinero de unos nada desinteresados patrocinadores y la habilidad de quienes sepan manipular con eficacia en las redes sociales y en muchos medios de comunicación. Así que no está de más que nos preguntemos si toca resignarse y retirarse a los cuarteles de invierno, desconectar de la vida política y abstenerse en todas las elecciones, o si cabría alguna solución.
                Hay alguna salida y no voy a ser el primero que la nombre: una combinación de condiciones de acceso y sorteo. Con lo primero me refiero que no estaría nada mal que para ser presidente del gobierno o de un ejecutivo autonómico, ministro o hasta parlamentario, se exigiera acreditar unas mínimas capacidades y alguna experiencia laboral. Muy sencillo, bastaría un dictado, una división con decimales y un pequeño test de cultura general, a fin de que no pudiera llegar a mandar en nosotros el que no esté en condiciones de superar las pruebas habituales para ser conserje de una escuela o celador de un hospital. No es pedir demasiado, creo. Y se tendría que haber cotizado como mínimo quince años a la Seguridad Social, para evitar a esos politicastros que en su puñetera vida no han hecho más cosa que medrar a la sombra de sus valedores en el respectivo partido, aprendiendo malas mañas y cultivando lealtades perversas.
                Para ciertos puestos y cargos sería perfecto el sorteo. Vuelvo al ejemplo de los magistrados del Tribunal Constitucional y afirmo que resultaría mucho mejor si sus plazas se sorteasen entre todos los juristas con trayectoria muy notable y que estuvieran dispuestos a aceptar esa misión. Mi amigo Paco Sosa Wagner ya lo propuso así para algunos altos cargos del poder judicial y creo que sería mano de santo en muchos ámbitos del gobierno y la alta gestión institucional. Por ejemplo, yo preferiría que los rectores universitarios salieran por azar entre los profesores más brillantes que así lo consintieran.
                Entre lo uno y lo otro se trataría de evitar el continuo ascenso de tiralevitas y cuitados, de paniaguados y correveidiles, y de asegurar que los que gestionan sepan lo que traen entre manos, que aquellos a los que se pide independencia no funcionen como simples estómagos agradecidos y que el que tenga aspiraciones de poder y alta responsabilidad aprenda que la vía es una combinación de trabajo y estudio y no el codazo en los mal ventilados pasillos de unos partidos políticos convertidos en auténticos antros, posiblemente lo más desprestigiado de cuantas organizaciones e instituciones nuestra Constitución menciona.
                No se pretende limitar la democracia, y menos atacarla, sino bien al contrario, hacer que no la colonicen muchos desalmados y pícaros que jamás llegarían a mandar en nada ni en nadie si en verdad no estuviera ya tan pervertido el sistema político. Sigamos eligiendo a nuestros representantes, pero con algunas precauciones, para que no acaben llevándose nuestros votos los más lelos o los más faltos de escrúpulos. Y que no sean los políticos los que escojan y domestiquen a quienes desde las más altas instituciones han de controlar precisamente a los políticos. No sería nada difícil organizarse así y salir del hoyo, pero, tal como están las cosas, tendríamos que echarle ganas y tomar nosotros la iniciativa como está mandado. ¿Nosotros? Sí, nosotros, los ciudadanos.

14 enero, 2018

Puritanos

(Publicado en El Día de León)


                Hubo un par de décadas en las que la vida en este país nuestro resultaba bien agradable. Me refiero al ambiente social, al clima entre la gente, más allá de los problemas de cualquier tipo que pudiera tener cada cual. Fue la época del vive y deja vivir, cuando España se convirtió en uno de los países más tolerantes, abiertos y plurales del mundo. Suena exagerado, pero me remito al testimonio de los que ya sean un poco mayores y, como yo mismo, hayan nacido bajo la dictadura, hayan vivido en su juventud la transición y hayan llegado hasta hoy con los vaivenes políticos propios de cualquier democracia.
                Fue un prodigio, algo inusual en cualquier parte y que raramente se repetirá. Gentes que habían crecido en medio de la opresión y que habían padecido tantas represiones se volvieron liberales y de mente muy abierta. Las artes rompieron los corsés, la divergencia política se vivió con buen espíritu y mucha comprensión, la libertad inundó las relaciones amorosas y sexuales, los conflictos sociales existían, cómo no, pero en un marco en el que los acuerdos eran más que las divergencias radicales. Y, sobre todo, la religión ocupó su lugar, el lugar legítimo y debido, en la conciencia y la vida personal de cada cual, pero sin ese toque autoritario y mal encarado que tanto había hecho sufrir a las generaciones anteriores. Entre compañeros y amigos se podía hablar pacífica y cordialmente de todo y cada uno exponía sus inclinaciones y preferencias sin apenas temor a ser vilipendiado por sus gustos, opiniones y prácticas, todo ello dentro de un orden sí, pero un orden flexible, laxo, gratamente relajado.
                Hablo en pasado porque me temo que retornan los tiempos oscuros y que nos estamos cargando buena parte de aquella libertad que nos habíamos procurado entre todos. Reaparecen los dogmatismos, las censuras, los reproches, la inseguridad al obrar ante los otros y al comunicarse con cualquiera, el temor a la machacona crítica intolerante. Me atrevo a sugerir que la crisis de la religión oficial o tradicional está dando pie a que aparezca un espíritu cuasireligioso más dogmático y prosaico, de la mano de algunos que se creen adalides de mil una y mil liberaciones y que acaban por no ser más que represores y fanáticos inconscientes, a la antigua usanza y aunque se sientan muy modernos.        
                Tanto es así, o tan así lo vivo, que, a día de hoy y para mi sorpresa, prefiero conversar con un cura normal y corriente o con un católico conservador y tolerante que con gran parte de mis conocidos, compañeros o amigos que se tienen por el no va más del progresismo. Y conste que ni soy creyente de ninguna confesión ni me tengo por conservador en nada, bien al contrario. Pero algo raro ocurre cuando a uno, hoy, le resulta más fácil contarle un chiste picante al sacerdote de su parroquia que al sindicalista de su empresa o si tenemos que por un juego de palabras un poco atrevido, unos tacos a la vieja usanza o unas chanzas con picardía te atizan más fuerte los amigos de ahora que los viejos maestros de la escuela franquista o los catequistas de otros tiempos. Ha renacido el puritanismo, un puritanismo polimorfo y camuflado, pero un puritanismo tan puñetero y hediendo como todos.
                En consonancia con los temores que actualmente nos asaltan, me disculpo por la expresión que utilizaré a continuación y que es esta: estamos confundiendo el culo con las témporas. Me cisco en cuantos se consideran progresistas y defensores de todas las libertades e igualdades a la vez que dedican su tiempo a reprimir expresiones ajenas y a afinar el lenguaje suyo como si con eso bastara para arreglar el mundo y garantizar la mejor libertad. Es al revés, todas las agresiones a la libertad que en la historia se han conocido comienzan por disciplinar el habla, por mandar callar sobre ciertas cosas y por imponer un lenguaje y un estilo. Detrás de eso, y justificadas por eso, llegan las demás represiones.
                Pondré un solo ejemplo, para complicarme más la vida. La plena y absoluta igualdad entre las personas y al margen de su sexo u orientación sexual es objetivo absolutamente prioritario en cualquier sociedad que se quiera mínimamente dcente. Venimos de una oprobiosa y odiosa historia de feroz dominación masculina y de insoportable discriminación y sumisión forzada de las mujeres. Eso sin la más mínima duda. Y con eso hay que terminar por completo. Pero la alternativa no es una vuelta al puritanismo más rancio y a un enfoque pseudoreligioso de la relación entre hombre y mujer, con la idea de pecado en el centro. Del “no desearás a la mujer de tu prójimo” o el “no consentirás pensamientos ni deseos impuros” no podemos pasar al “no dirás ni pío a una señora” o “líbrete Dios de insinuarte a una dama si eres varón”. Claro que se ha de acabar con los abusos y con tanta suciedad, con los viejos chantajes y con toda la violencia masculina, eso no se discute. Pero la sociedad que me gustaría dejar a mis hijos es una en la que hombres y mujeres sean libres para tratar de seducirse con buenas maneras y libres para no hacer nada que no deseen. La libertad es sencillamente eso. Lo otro es propio de obispos (y obispas) camuflados.
                ¿Se acuerdan o han oído hablar de cuando en la dictadura hacía falta un certificado de buena conducta para acceder a un trabajo y casi para cualquier cosa y de cuando un simple juicio negativo del párroco del lugar condenaba a una persona poco menos que al ostracismo? El que no iba a misa o no pasaba por el confesionario, el que soltaba alguna blasfemia o palabra de mal gusto para los censores, el que vivía con su pareja “en pecado” estaba poco menos que desahuciado, y eso forzaba a todo el mundo al disimulo, la autocensura y el desdoblamiento. Pues mucho me temo que en esas estamos de nuevo. Defendamos todas las igualdades y defendámoslas con uñas y dientes. Pero no matemos la libertad ni restauremos la represión.