(Publicado en El Día de León)
Franco,
aquel dictador criminal, bajito, meapilas y de voz aflautada, murió cuando yo
tenía diecisiete años y acababa de empezar en Oviedo la carrera de Derecho.
Tengo el peor recuerdo y la idea más negra de lo que significaron para tantas
personas las múltiples represiones de aquella dictadura rancia que olía a una mezcla
de incienso y moho. Pero como la vida está llena de paradojas, pasado el tiempo
no nos queda más remedio que reconocer que en aquellos tiempos oprobiosos el
ascenso social de un niño pobre, como era yo mismo, resultaba mucho más fácil
que ahora, en nuestra época que otra vez desprecia la democracia para echarse
en brazos de las más variadas demagogias. Cuando yo era un crío, sabía que si
estudiaba mucho y destacaba a base de esfuerzo e inteligencia, podría hacerme
con un oficio bien considerado y una buena vida. Mis padres no tenían más que
una humildísima casería asturiana, de la que no eran propietarios, sino
llevadores, y yo a los treinta y seis años fui catedrático de universidad.
Salió todo del sacrificio de mis mayores y de la lucha propia. Durante la mayor
parte de mi carrera me levantaba a las cinco de la mañana, caminaba por sendas
embarradas del monte para tomar un tren hacia Oviedo y al regresar de las aulas
ayudaba un rato con las vacas y en la tierra. Por la noche estudiaba. Sabíamos
mis buenos viejos y yo que saldría adelante. Hoy me enorgullezco del trabajo
suyo y de la constancia mía y sigo pensando que nada nos ennoblece más que la
voluntad firme y el afán de superación.
Mis
estudiantes universitarios de ahora están mucho más desanimados que aquellos de
antes, pues intuyen que aunque vivan muy bien y en casa les den de todo y les
permitan mil y una comodidades, su futuro, el de la mayoría de ellos, es oscuro
y sus posibilidades de promoción social son escasas. En mi época, el que
conseguía un título universitario ya poseía algo valioso, un impulso muy firme,
un bien que lo catapultaba. Hoy hemos conseguido que los títulos universitarios
se pongan fáciles y se “democraticen”, que haya poco fracaso escolar y que queden
monísimas las estadísticas de aprobados en cualquier centro, a fin de que valga
lo mismo el título de todos: nada. La clase dominante, la élite económica, los
pijoprogres que mandan en ministerios y consejerías y que organizan la
educación han logrado su gran objetivo, que no era otro que el de degradar el
valor de los estudios y los títulos, a fin de que sus hijos, los de ellos, a la
hora de la verdad no tengan que competir con los descendientes más inteligentes
de los menesterosos y los humildes, de los que no tienen poder y mando en
plaza, influencias y dinero. Para el hijo de un labrador modesto, como yo era,
es mucho más difícil llegar ahora a catedrático de universidad, por ejemplo,
que hace treinta o cuarenta años. Es la triste y dolorosa verdad. Y no porque
se hayan vuelto más duras las pruebas o se requiera una formación mejor, sino
por todo lo contrario, porque se ha tornado mucho más sencillo para los hijos
de papá, para los vástagos de los mandamases, para esa misma tropa de revolucionarios
de salón que desde partidos y sindicatos vela ante todo por los privilegios y
las ventajas de los más incompetentes, de los menos esforzados, de los que
llenan su boca de amor al pueblo y loas a los oprimidos y acaban viviendo como
marqueses a costa de los oprimidos. Esos partidos y sindicatos de los que huyen
como de la peste los más capaces, esos partidos y sindicatos en los que no se
ve un obrero real ni por asomo, esos partidos y sindicatos que adoran la
promoción interna, el ascenso de sus cuadros, la gloria de los liberados, el
concurso amañado para los pelotas, el éxito de los chivatos, la sonriente
complicidad de los mafiosos de medio pelo.
Tenemos
que recuperar la izquierda y la esperanza. Urge que tomemos conciencia de que
la esencia de la justicia social está en la igualdad de oportunidades. Igualdad
de oportunidades solo hay cuando son las mismas las posibilidades que en el
futuro aguardan a todos los niños que nacen ahora mismo, que tanta oportunidad
para ser catedrático, astronauta, presidente de un consejo de administración o
ministro tendrán el niño más pobre y el niño más rico de todos los que hoy
vienen al mundo, dependiendo nada más que del talento y el trabajo de cada uno,
y que ni funciona como portilla o llave de paso el dinero ni, tampoco, el privilegio
político o algún tipo de señal social o de signo grupal.
Pongamos
un ejemplo cercano. Bien saben en el fondo lo que significa la igualdad de
oportunidades y bien la evitan para sus hijos, poniéndoles a jugar con ventaja,
esos politicastros catalanes, supuestamente tan progresistas y en el fondo tan
reaccionarios y ultramontanos, que mientras imponen la inmersión en catalán y
sin castellano a los hijos de la gente ingenua, mandan a sus retoños a estudiar
español del bueno o inglés excelente o alemán bien hablado a los colegios más
caros y exclusivos. Saben esos desvergonzados y cínicos que sus propios hijos
llevarán las de ganar el día de mañana, cuando manejen cuatro idiomas
perfectamente, y español entre ellos, mientras que a los otros les tocarán
trabajos subordinados, pobreza y resignación con su maravilloso catalán, seña
de identidad que les venden los mismos que para los suyos no la compran.
No
hay más política progresista y de izquierda que la que iguala oportunidades a
fondo. Lo demás, lo que hoy vemos y oímos por doquier, es impostura, engaño,
manipulación, vacío sermón de niñatos que han aprendido que la mejor manera de
conservar los privilegios que disfrutaron sus papás es hacerse pasar falsamente
por progresistas de pro e izquierdistas terribles, o ponerse a luchar contra el
franquismo con setenta años de retraso. Sobra cuento y falta izquierda; falta
claridad de ideas y andamos sobrados de pijerío y postureo.