06 enero, 2006

Ciencia falsa y mentiras profesionales.

En El Cultural de El Mundo viene esta semana un muy interesante artículo de José Antonio López Guerrero sobre el “caso Hwang”. Ya saben, el científico coreano que falsificó los resultados de sus experimentos para apuntarse el tanto de ser el primero que conseguía clonar células humanas. Picó la prestigiosísima revista Science (y no es la primera vez...) y toda la comunidad científica mundial, que en 2004 señaló ese engaño como uno de los diez más importantes descubrimientos del año.
Ya sé que he hablado de esto aquí otras veces. Pero me apetece más. Porque uno piensa: si esto es posible en un campo científico tan exigente, con tanta competencia y tantos controles como la biología, qué estará pasando en las ciencias sociales y las humanidades, madre mía, qué estará pasando.
Póngale el lector al cóctel los siguientes ingredientes, siempre presentes en los departamentos y facultades humanísticos (¡?) y sociales de nuestra Piel de Toro (¿qué tal el eufemismo?): 1) Nadie lee casi nada de lo que se publica. 2) La gran mayoría de los/as directores/as de tesis o investigaciones pasan de todo, no controlan ni un resultado, no dan ni un consejo ni hacen el menor caso al debutante ansioso, salvo en las contadas ocasiones en que esté bueno/a o muestre especial inclinación a pasearle el perro o decirle lo guapo/a que se ha levantado esa mañana. 3) En la caquilla de revistas en que la mayoría publica o publicamos no hay ni el más mínimo control de calidad o fiabilidad y cualquiera puede ver en ellas, negro sobre blanco, auténticos despropósitos y desmanes intelectuales de tomo y lomo. 5) Los jóvenes están obligados a publicar por imperativo de acreditaciones, concursos, tramos y otras lindezas que privilegian la cantidad al peso sobre la calidad. 6) Gran parte de los dineros con los que las entidades públicas financian algo de la investigación se utilizan para perpetrar la edición de libros en los que se recogen los resultados del proyecto de turno, y, válgame la Madonna, qué resultados suele haber en esos tomos clandestinos, de ver para creer.
Es absolutamente posible y fácil que cualquier parroquiano ambicioso publique por ejemplo todo un libraco sobre “La idea del Derecho y el papel de la Justicia en Bonifacio Salsipuedes”. ¿Que quién lo publica? Una editorial a la que el autor le pone sobre la mesa tres mil euros. ¿Que de dónde sale la pasta? Pues por ejemplo del Ayuntamiento en el que nació el tal Bonifacio, institución sedienta de añadir un prócer a la lista de sus hijos señeros y que se apresurará, además, a dar su nombre al primer callejón que se haga donde antes había un bosque centenario. Y con ese libro el autor irá todo orgulloso a pedir un proyecto de investigación sobre “El pensamiento jurídico altomesetario en la premodernidad tardoabsolutista: la obra de Bonifacio Salsipuedes”. Y obtendrá un buen puñado de euros para financiarse viajes, estancias en hoteles guapos y la edición de un nuevo tomo sobre tan apasionante tema. Ese dinero lo pondrá ya, como mínimo, la Consejería de Educación de una Comunidad Autónoma, gracias a una llamada que al Consejero ha hecho un exseñador cuya esposa es prima de la actual prometida del hijo del susodicho Consejero. Y podría seguir enumerando etapas plenamente verosímiles de esa marcha triunfal del tal erudito, que va viviendo del cuento y acumulando obra al peso. Mas no puedo dejar de decirles, amables lectores, dónde está el truco: el tal Bonifacio Salsipuedes no existe ni existió nunca, es inventado. O, si existió, no escribió nada y su obra la inventa entera el investigador, por el morro. O cosas similares. Esas cosas las he visto yo mismo, con estos ojos tan poco misericordiosos. Y cada vez que he intentado denunciarlas me han mandado litaralmente al carajo las autoridades, en el mejor de los casos. Una vez escuché a uno en un congreso hacer toda una ponencia sobre la obra escrita de un ágrafo total. Para que la fiesta fuera completa faltaron sólo los acordes de "Marcial, eres el más grande".
En fin, más que extenderme en supuestos más o menos imaginarios, voy a contar algunas cosas reales. Conozco un joven catedrático que está como un cimborrio, condición que ciertamente lo ha ayudado bastante a culminar su carrera académica, pues su maestro siempre lo ha contemplado con esa simpatía con que se mira al que es aún más inútil y zopenco que uno. Pues bien, un discípulo del susodicho cantamañanas hizo un día una investigación sobre un asunto jurídico que tenía algo que ver con cuestiones de biología. Así que apareció como libro dicho trabajo con la firma del mencionado chiflado, entonces no catedrático aún. Pero hacía falta un prólogo. Se lo encargó nuestro personaje a un reputadísimo jurista, al que, por más señas, le contó que él, el autor, reunía la doble condición de doctor en Derecho y licenciado en Biología. Y el bueno del prologista se lo creyó, hasta tal punto que lo plasmó en el prólogo tal que así: un libro como éste, a mitad de camino entre la ciencia jurídica y la ciencia biológica, sólo podría hacerse por alguien que, como el autor, reúne meritoriamente ambas titulaciones. Bueno, pues ¿saben qué? Es mentira, nuestro tramposillo jamás estudió nada relacionado con la biología y no sabe distinguir una célula de una cagarrutia. Ahora bien, para tranquilidad de ustedes y fin de este pequeño relato, debo darles un dato tranquilizador: la fama de trolero y loco que con mil historias así se fue ganando nuestro eximio profesor no le impidió llegar joven y virgen a la cátedra y marcar un paquete profesoral de aquí te espero, Baldomero. Así es la vida académica. Hagan juego.
Va una última historia, por hoy, sobre el rigor científico patrio y el funcionamiento de filtros y controles. No hace mucho fui designado por el Ministerio de la Cosa para formar parte del equipo evaluador de la hornada anual de solicitudes de financiación para proyectos de investigación en materia de Derecho. El presidente de dicho comité evaluador era un catedrático catalán. Él me llamó para preguntarme si yo aceptaba la encomienda y para asegurarse de que yo no hubiera solicitado financiación para proyecto mío, pues en ese caso sería juez y parte en ese proceso evaluador que se quería objetivo. Lo tranquilicé, pues no era el caso. Fuimos haciendo los trámites pertinentes y llegó la primera reunión en Madrid. Ya me extrañó ver que el tal presidente del tema iba rodeado de una especie de corte pretoriana de sus principales evaluadores, todos catalanes como él y colegas de su misma materia la mayoría. Pero bueno. Llega el momento de sumar puntos y establecer la lista de proyectos mejor valorados. Oh, sorpresa. Se puntuaba sobre cien. El proyecto mejor calificado obtiene noventa y nueve puntos. Demonios, debe de ser buenísimo, pienso. Se da entonces el nombre de su investigador principal: el mismo presidente que nos presidía presidencialmente. El que no quería que ninguno de nosotros fuéramos juez y parte. Rediós. Lo había evaluado el amigo y colega coterráneo que se sentaba a su diestra. Rediós again. Pasamos al segundo proyecto mejor calificado, noventa y ocho puntos. Su autor es éste que se sienta a la diestra del presidente, y su calificador el presidente mismo. Todo queda en casa. Así es la Cosa. Sonny, hijo mío, tengo puestas en ti mis mejores esperanzas.
A la inmensa mayoría de los asistentes, que sin duda estábamos allí de buena fe, se nos pone cara de tontos. Nos miramos. Y hay dos que se animan a montar el pollo, al menos un poco. Una profesora castellana, conocida por sus malas pulgas y un servidor, modestamente. ¿Saben qué pasó? Nos saltó al cuello de inmediato el Director General allí presente, diciendo que parecía mentira que alguien pudiera atreverse a crear mal clima con sospechas tan torcidas e impropias. Tócate los cataplines. Se salieron con la suya todos. Nada que hacer. Le escribí una carta entre irónica y agresiva al tal Director General y me respondió que yo tenía mucha razón y que procuraría que para el año que viene no volviera a ocurrir una cosa así. Tócate los cataplines otra vez, ahora a dos manos. ¿Sería cosa del tripartito? Pues a tres manos.
Corto por hoy. Pero podría seguir contando casos verdaderos y sangrantes durante cien páginas más. Pero es así como estamos. Si el doctor Hwang fuera español (en el sentido lato de la expresión, of course) y se llevara bien con unos cuantos de los iletrados que nos gobiernan, su impostura no se habría descubierto. Y si se descubriera no dejaría por ello de recibir honores, premios y financiación para seguir su carrera delictiva con beneplácito general y homenajes en su pueblo. Porque aquí nadie es más que nadie, ¿sabe usted? Pues somos un Estado social, no como los coreanos esos, ya te digo.
Por cierto, cuando estuve en eso de los proyectos de investigación me hicieron firmar un compromiso de confidencialidad. Estoy obligado a callar todo esto que acabo de contar. Así que chitón.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Este post se merece la pelota más rastrera : es Vd un monstruo garciamado, en la puta vida he visto una audacia crítica como la de este escrito. Mundial, es que se la goza uno leyendo aunque acabe uno pensando : Que Dios nos coja confesaos.

Anónimo dijo...

No es bonito lo que cuentas, pero tampoco hay que reaccionar en demasía.

Basta para ello un poco de perspectiva temporal: en este momento de la historia se está publicando en exceso, desbaratado y manifiesto, y como resultado hay una absurda sobreproducción intelectual y científica, poca selección de la misma y menos conexión. Pero mira, el tiempo la irá depurando -si sobrevive la especie.

¿Indignarse porque hay pobres infelices que se roban diez mil euros en fondos para malmedrar con un proyecto ridículo? Hombre, cierto que no es digno de alabanza -a los dos nos duele-, pero hay gente, fuera de la Universidad, que se está robando no los miles, sino los millones, o las decenas de millones, y quizás me quedo corto. Si toda la sinvergonzonería de nuestro tiempo se limitara a los proyectos hueros y a las tesis copiadas, Juan Antonio, yo salía a tirar cohetes y a libar a la salud del Salsipuedes. Y seguro que nos encontrábamos.

Míralo desde otro punto: hay gente en las Universidades, y no poca, trabajadora y digna, que no dejaría publicar a su nombre la legendaria monografía sobre el Salsipuedes, si se la presentaran ya escrita a la fima, ni pagándoles los euros que tan bien les vendrían. Porque aprecian su propio nombre, y la verdad. Tengo claro que si hay alguien que compadecer, no son ellos.

Desgraciada vanidad que nos ha impuesto este sistema de "publica o perece". Tenemos todos mucho que aprender. Acabo de hacer una revisión anónima de un artículo sobre derecho de familia de un ilustre catedrático -artículo nada malo, por cierto, pero unilateral, y con puntos mejorables- y me he quedado espantado cuando la redacción de la revista me ha pasado su respuesta. Obcecación defensiva, donde no hacía falta defenderse de nada. Rechazo del diálogo -y mira que es cómodo el diálogo con un desconocido, como sabe cualquiera que haya caminado por el monte. Manifiesto ridículo en algunas de las destempladas reacciones.

Siempre si sobrevive la especie, Juan Antonio, sueño con que la cultura vuelva a recuperar el espíritu ilustrado, con los fabulosos medios modernos. Empresa colectiva, prudente, respetuosa. En la que la ambición sea publicar un ensayo bueno cada diez años, no noventa artículos mediocres. Donde cualquier rama del conocimiento vuelva a ser eso, rama, lo que presupone la conexión a un árbol, si quiere estar viva.

Iremos viendo. Gracias, mientras tanto, por dolerte de los dolores de la Universidad. Nos haces bien a todos.