(Hace unos meses recibí de un querido amigo el encargo para redactar esta voz para un cierto proyecto de enciclopedia de la cultura jurídica. No sé en qué andará ahora mismo esa empresa, pero no creo que sea problema que cuelgue aquí mi texto. Ya se sabe que soy un ciberindiscreto).
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Cuando se habla de responsabilidad jurídica se hace referencia a la atribución a un sujeto de la responsabilidad por un daño que han padecido una persona (física o jurídica) o un bien jurídico. Por bien jurídico podemos entender aquí un interés o estado de cosas que, conforme a las normas de un sistema jurídico, es merecedor de esa protección reforzada mediante coacción que brinda el Derecho.
Conviene en primer lugar señalar las coincidencias y diferencias con la responsabilidad moral. Tanto en el caso de la responsabilidad moral como en el de la jurídica, a la imputación de responsabilidad a un sujeto subyace una norma, en el primer caso una norma perteneciente a un sistema moral y en el segundo caso una norma que forma parte de un sistema jurídico. Esas normas señalan que, bien mediante acciones o mediante omisiones, un sujeto ha de procurar que otro u otros no sufran cierto daño. Cuando se señala a un sujeto como responsable de ese mal o daño que otro ha padecido, el sistema normativo de que se trate imputa al sujeto responsable una consecuencia negativa, una sanción, en sentido lato del término. La sanción moral por excelencia es el remordimiento personal, si bien la dimensión social de los sistemas morales y su vinculación a reglas de la vida social, como usos sociales, costumbres y tradiciones, pueden hacer que también operen sanciones sociales difusas y espontáneas, como el rechazo o la reconvención social.
Aun cuando el contenido de las normas jurídicas esté genéticamente asociado a los contenidos de los sistemas morales vigentes, así como a otras convenciones sociales que forman ese sustrato que se suele llamar cultura o mundo de la vida, la responsabilidad jurídica tiene perfiles y funciones particulares, y más en el Derecho moderno, una vez que los sistemas jurídicos operan con un alto grado de independencia operativa y con funciones específicas de dirección autónoma de la vida social. Por tanto, aunque se pueda decir y se siga diciendo que el Derecho sirve o debe servir a la justicia, recompensando las acciones que sean conformes con esa virtud moral y reprimiendo las que la vulneren, el Derecho cumple antes que nada una tarea de organización y dirección de la convivencia y de los modos de articular las relaciones en sociedad. Esa función, que tiene mucho de ingeniería social, es tanto más ineludible y pasa a primer plano desde el momento en que en la Modernidad la sede de la moral se pone en la conciencia de cada uno y, además, rige para esa moral individual un principio -jurídicamente garantizado- de libertad, de modo que ya no existe “la” moral socialmente imperativa y homogénea, sino el pluralismo moral, y que, en consecuencia, se reconoce el igual derecho de creencias morales heterogéneas y la posibilidad de que cada cual viva según su personal concepción de lo que sea lo justo; pero dentro de un orden, y ese orden en el marco de la diversidad es el que el Derecho estatuye. Por eso, decir que un comportamiento es ilegal o antijurídico ya no es sinónimo de afirmar que el mismo es inmoral o pecaminoso, ni es justa, virtuosa o éticamente loable una conducta por el hecho de ser conforme a Derecho.
A partir de esas precisiones podemos representarnos cabalmente qué significa la responsabilidad jurídica. Un sujeto es jurídicamente responsable cuando el sistema jurídico prescribe que ese sujeto ha de “pagar” por un daño ocasionado a otros sujetos, a un grupo de ellos o a la colectividad toda. Pero, más allá de tan abstracta definición, la responsabilidad jurídica se bifurca en dos tipos principales. En uno el “pago” que se impone al sujeto tenido por responsable consiste en una sanción en sentido estricto, es decir, en una forma de castigo o retribución por su acción. Entran aquí en juego las sanciones penales y administrativas, cada una con su régimen particular, al que dentro de un momento aludiremos. En el otro tipo de responsabilidad no se trata de castigar por una acción u omisión prohibidas por dañosas, sino de obligar al que el Derecho señale como responsable de un daño a indemnizar a la víctima del mismo, restituyéndola en su situación anterior o compensándola por el valor de lo perdido. Estamos en este caso ante la llamada responsabilidad civil, que tiene, a su vez, dos variantes, la contractual y la extracontractual. La responsabilidad civil contractual sirve para que quien causa a otro un daño como consecuencia del injustificado -con arreglo a Derecho- incumplimiento o del mal cumplimiento de un contrato que con él ha suscrito, compense a ese otro por las pérdidas derivadas de tal falta del debido cumplimiento de lo acordado. La responsabilidad civil extracontractual dispone quién y en qué casos ha de compensar el daño por otro sufrido.
La responsabilidad jurídica sancionatoria, que es responsabilidad unida a castigos por la propia conducta dañosa, tiene dos manifestaciones, como hemos dicho, la penal y la administrativa. A ambas son comunes en los sistemas jurídicos de Estado de Derecho una serie de elementos, que suelen venir estipulados en las Constituciones. El más importante es la sumisión al principio de legalidad, que significa que nadie puede ser castigado por una conducta que en el momento de realizarse no esté expresamente prohibida por las normas del sistema jurídico y con una sanción que no sea la que las normas jurídicas prevean para una conducta así. También son imperativas ciertas garantías para esa imputación de responsabilidad y del correspondiente castigo, garantías esencialmente formales y procedimentales, como las relativas a la prueba de los hechos o a la presunción de inocencia, si bien dichas garantías, y hasta el mismo principio de legalidad, tienen alcance distinto en el ámbito penal y en el administrativo.
Al margen de esas coincidencias, relativas, rigen también pautas diferentes para la responsabilidad sancionatoria penal y administrativa. Así, y por poner sólo un par de ejemplos, mientras en Derecho penal toda responsabilidad va unida al principio de culpabilidad -sólo responde penalmente quien no se halle en un error sobre la norma o la prohibición y quien sea plenamente dueño de sus actos, y sólo se responde por los actos propios- en Derecho administrativo esos requisitos se atenúan. Otra diferencia, ligada a la anterior, es que en Derecho penal sólo cabe -al menos hasta hoy, aunque empieza este asunto a discutirse y a cambiar- la responsabilidad de y, por tanto, la pena para las personas físicas, para los individuos como tales, mientras que las sanciones administrativas sí pueden imponerse a las personas jurídicas (una asociación, una sociedad mercantil, un partido político, etc.). También hay límites distintos para el contenido de las sanciones, pues la Administración no puede aplicar penas privativas de libertad y, en cambio, éstas si están permitidas en Derecho penal.
Existen otros supuestos de responsabilidad jurídica, como por ejemplo, la responsabilidad de los Estados conforme al Derecho internacional. Pero en lo que sigue nos ocuparemos exclusivamente de la llamada responsabilidad civil extracontractual, antes mencionada.
La pregunta de partida es quién corre con los costes de las desgracias, de los accidentes que causan un daño a alguien. Las posibilidades son tres: que sea el que padeció la desgracia el que cargue con los costes, que sea otro sujeto -persona física o jurídica- o que sea el Estado, es decir, el erario público. Es el Derecho el que determina la solución que en cada caso impere y lo hace eligiendo, según los supuestos, entre esas tres opciones. En ocasiones el Estado carga con los costes o indemniza por una parte de ellos a las víctimas de la mala suerte, aun cuando lo acontecido en nada tenga que ver o dependa de la actuación de un órgano del Estado. Así sucede, por ejemplo, cuando el Estado decide subvencionar a quienes han sido dañados por una catástrofe natural -un terremoto, una inundación, una sequía...- o algunos accidentes, como pueda ser el hundimiento de un barco que contamina y daña la actividad pesquera. Otras veces el sistema jurídico fija las condiciones para que los costes de un mal padecido por un sujeto vayan a cuenta de un tercero que se encuentra en una situación especial respecto de los hechos y/o la víctima. Es entonces cuando se habla de responsabilidad civil por daño extracontractual. Cuando el sistema jurídico calla y no se inclina por ninguna de las dos alternativas anteriores, los costes de la mala suerte recaen sobre el mismo que padeció el suceso dañoso.
Ahora repasemos en sus grandes líneas cómo se configura este tipo de responsabilidad en nuestro sistema jurídico. Decíamos antes que hay responsabilidad civil extracontractual cuando el ordenamiento jurídico hace que un sujeto -persona física o jurídica, sujeto privado o público- deba compensar al que sufrió un daño, indemnizándolo por valor equivalente a los costes de dicho daño, de modo que el dañado sea repuesto en la situación previa al evento dañoso, o en una situación equivalente a ella; es decir, que recupere lo que perdió (y, en su caso, lo que dejó de ganar), si bien en muchísimas ocasiones -cuando el daño no es meramente dinerario- lo recuperado no será exactamente lo perdido, sino su equivalente económico real o aproximado. Adelantábamos también que lo que el Derecho hace es imputar esa responsabilidad por el daño ajeno a un sujeto que se encuentra en una situación especial respecto de los hechos que lo provocaron o respecto de la víctima. La casuística es sumamente variada y compleja y sólo son posibles aquí consideraciones muy esquemáticas.
La doctrina tradicional, que era -y sigue siendo- de corte naturalista, entendía que el Derecho se limitaba a responder a un supuesto “natural” y objetivo de justicia y se regía, en el fondo, por la vieja idea de que “el que la hace la paga”. Así es como se ha venido repitiendo que los requisitos de esta responsabilidad son los siguientes, todos ellos ineludibles: a) el acaecimiento de un daño sufrido por un sujeto en un bien propio; b) el nexo causal entre dicho daño y la conducta -acción u omision- de otro sujeto; c) La concurrencia de reprochabilidad en el sujeto causante que con su conducta ha producido el daño o bien deliberadamente, con dolo, o bien por falta del debido cuidado, por negligencia. Cumplidas esas condiciones, d) el sujeto responsable deberá restituir a la víctima del daño, indemnizarla en proporción a la gravedad del mal padecido.
Mas la evolución de esta rama del Derecho hasta nuestros días quita la razón a los enfoques naturalistas y la da, en nuestra opinión, a los normativistas. Dicho simplificadamente, mientras que los naturalistas creen que el Derecho debe hacer y hace responder a aquel que lo merece por razón de los contenidos de conciencia de su acción -por malintencionado o descuidado- y por el vínculo “natural”, causal, que hay entre su conducta -causa- y el daño -efecto de esa causa-, los planteamientos normativistas subrayan que el Derecho obliga a responder por daño a quien -según la idea de justicia social dominante y/o según la prevalencia de unos u otros intereses en sociedad-, el Derecho quiere, a quien el Derecho diga. Jurídicamente responsable no es el que en sí y objetivamente lo es, de modo que el Derecho se limitaría a reconocer esa condición previa, prejurídica, sino que jurídicamente responde aquel a quien el Derecho imputa precisamente ese estatuto, el de jurídicamente responsable. Y aquellos cuatro requisitos de la versión naturalista tradicional y cuya terminología se mantiene en la mayor parte de la doctrina y la jurisprudencia actuales a base de retorcer las nociones y de sumergirse en todo un mundo de ficciones, se ven en los ordenamientos jurídicos de hoy constante y radicalmente puestos en cuestión. Revisemos con suma brevedad todo ese panorama.
a) En cuanto al daño, no siempre que opera la imputación de responsabilidad se arranca de un daño constatable, sino que a veces ese daño se presume. Pongamos un ejemplo. El artículo 7 de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de Protección Civil del Derecho al Honor, a la Intimidad Personal y Familiar y a la Propia Imagen, tipifica una serie de supuestos de “intromisiones ilegítimas” en el honor, la intimidad o la propia imagen. Se trata de conductas cuyo mero acaecimiento da lugar a la obligación de reparar al perjudicado, pues “La existencia de perjuicio se presumirá siempre que se acredite la intromisión ilegítima” (art. 9.3). Es fácil imaginar casos concretos en que la acción que la Ley califica como “intromisión ilegítima” y que presume dañosa con presunción iuris et de iure pueda no causar ningún perjuicio real al afectado o, incluso, reportarle beneficio. Muestra de cómo una idea puramente normativa de daño se impone sobre uno “natural” o real.
b) Posiblemente uno de los mayores desajustes entre lo que se dice y la realidad aparece en lo referido al nexo causal entre daño y conducta del responsable. Contrariamente a lo que la doctrina dominante gusta de pensar, en el actual Derecho de daños ni todo el que causa responde ni todo el que responde ha causado. Desgranemos las dos partes de la anterior afirmación.
- No todo el que causa responde. De entre todas las acciones -y sus correspondientes sujetos- que se incluyen en la cadena causal que desemboca en el daño, el sistema jurídico, sea por vía legal o jurisprudencial, realiza una selección, de modo tal que no todo lo que empíricamente y en un sentido propio es causa se considera jurídicamente como causa. Si todo el que con su obrar se inserta en la secuencia causal que conduce a una desgracia fuera jurídicamente responsable, como venía a indicar la llamada teoría de la equivalencia de condiciones, la cadena de responsabilidad sería tan larga como esa cadena causal. De ahí que la doctrina y la jurisprudencia hayan tenido que podar la causalidad empírica para conformar el concepto jurídico de causalidad que funciona para la atribución de responsabilidad jurídica. Doctrinas como la de la causalidad adecuada no son propiamente teorías sobre la causalidad, sino criterios de imputación de la responsabilidad jurídica, pues vienen a establecer que sólo se podrá juzgar como jurídicamente responsable del daño a quien se encuentre en una cierta posición en la cadena de la causación empírica del hecho.
- No todo el que responde ha causado. Son muy diversos los supuestos que dan cuenta de este aspecto. Enumeremos algunos.
(i) “Causación” por omisión. El Derecho con mucha frecuencia imputa responsabilidad por un daño de otro a quien, pudiendo y debiendo haberlo evitado, no lo ha evitado. Pero parece más que obvio que si yo soy médico y no hago lo debido que está en mi mano para impedir la muerte de un paciente, esa muerte no la he causado yo, no la ha causado mi no hacer; igualmente, si yo, sabiendo nadar perfectamente y sin correr especiales riesgos, no me arrojo al agua para salvar al que se está ahogando, yo no he sido el causante de su ahogamiento. Pero el sistema jurídico puede y suele hacerme responsable en esos casos, responsable como si yo hubiera causado esas muertes. Como la doctrina se empeña en mantener la ficción de la causalidad como base de la imputación de responsabilidad, se produce una curiosa inversión y resulta que yo no respondo porque causé, sino que, para el Derecho, causé porque respondo. Es claro que no se está hablando de causalidad empírica en estas ocasiones. Lo que sucede es que no se me hace responsable por lo que empíricamente causé, sino por lo que dejé de causar habiendo debido causarlo. Es decir, el Derecho requiere que ése que va a ser declarado responsable se encuentre en lo que se llama una posición de garante; esto es, que esté obligado a un hacer que le resulta posible y que impida el daño, que interfiera, por tanto, en la causalidad que, si no es así interferida, desemboca en el daño. Así pues, la sanción -en sentido propio o en sentido lato, como indemnización- que se le aplica no es por lo que causó, sino por lo que no causó y debía haber causado.
(ii) Responsabilidad por el daño provocado por otra persona. Existen numerosos supuestos en los que un sujeto responde por el daño producido por la conducta de otro. Es decir, uno es el que con su conducta da lugar al daño y otro distinto el que responde por ese daño sin haberlo causado. Así pasa, por ejemplo, con la responsabilidad de los padres por “los daños causados por los hijos que se encuentren bajo su guarda” o la de los dueños o directores de un establecimiento o empresa por “los perjuicios causados por sus dependientes en el servicio de los ramos en que los tuvieran empleados, o con ocasión de sus funciones” (art. 1903 del Código Civil), etc. En estos casos la responsabilidad se imputa sin causación por el responsable y en realidad se trata de una responsabilidad por omisión: al padre, empresario, etc. no se le atribuye la responsabilidad por lo que ha hecho, sino por lo que no ha evitado que hiciera la persona de él dependiente con arreglo a Derecho. También la Administración pública responde por los daños provocados por el personal a su servicio (art. 139.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común), lo que no quiere decir, metafísicas aparte, que ese ente llamado Administración cause nada, sino que a dicho ente -y a su erario- se le imputa la responsabilidad por los daños “causados” por quienes de él dependen.
(iii) Responsabilidad por causación presunta o por desconocimiento de la causación. Cada vez son más comunes los casos en que una norma jurídica dispone que por el daño de un tercero responderá quien se halla en cierta relación con él o en cierta situación respecto de él o de los hechos, salvo que éste, el inicialmente llamado a responder, pruebe que él no ocasionó dicho daño. Mas no probar que A no causó el hecho que dañó a B no equivale a probar que A sí lo causó. Simplemente el Derecho, en tales supuestos, presume en principio dicha causación, lo cual puede corresponder o no con la realidad empírica de los acontecimientos. Por tanto, responsabilidad por causación presunta es responsabilidad que puede ser ajena a la causalidad real.
A veces las circunstancias impiden conocer quién causó un daño y el sistema jurídico opta por que respondan, como si fueran causantes, todos los miembros de un grupo que se encontraban en ciertas circunstancias. Por ejemplo, a tenor de lo que establecía el art. 33.5 de la Ley de Caza,“En la caza con armas, si no consta el autor del daño causado a las personas, responderán solidariamente todos los miembros de la partida de caza”. Es decir, sólo uno causó, si acaso, pero responden también todos los demás, y en el caso de todos los demás será responsabilidad sin causación.
c) Responsabilidad por culpa y responsabilidad objetiva. Ya es innegable que, junto a la clásica responsabilidad por dolo o culpa que figura como pauta general en el artículo 1902 del Código Civil, aparecen abundantísimos supuestos de responsabilidad objetiva. La responsabilidad objetiva se da cuando los costes del daño, es decir, la responsabilidad, se imputan a un sujeto que no es merecedor de ningún reproche como consecuencia del acaecimiento de dicho daño. Quien esté en determinada situación o relación con el dañado responde, haga lo que haga, haya tenido buena intención o mala y haya procedido con negligencia o con el mayor cuidado de los imaginables.
La doctrina y la jurisprudencia han forzado los términos hasta límites llamativos para poder seguir presentando la responsabilidad objetiva como responsabilidad por la actitud subjetiva, pero no han podido ocultar que, cuando se hace objetiva, lo que está presente no es más que un criterio de distribución de costes completamente independiente de actitudes o intenciones de los sujetos a los que la responsabilidad se imputa. Se trata meramente de saber quién debe pagar, y debe pagar no por el reproche al que es acreedor, sino porque ha ocurrido una desgracia que estaba fuera de su control y el Derecho dice que es mejor, más justo o económica o socialmente más eficiente que pague él. La responsabilidad objetiva, por tanto, tiene mucho de instrumento de ingeniería social y, además, cumple una función de prevención que se suma a su función indemnizatoria: no sólo se trata de que el dañado obtenga una reparación, sino de que los que llevan a cabo ciertas actividades -por ejemplo, de manipulación de alimentos, de fabricación de objetos de consumo, etc.- extremen sus precauciones y su esfuerzo para evitar que sus productos provoquen accidentes.
d) El sujeto que el Derecho declare responsable tendrá que indemnizar al perjudicado por el daño, en eso consiste en términos prácticos la condición de responsable civil y ésta es la peculiar sanción -en sentido amplio de la expresión- de estas normas. La idea rectora aquí es que esa indemnización sirva para restituir a la víctima y que, por tanto, sea proporcional al daño. Pero en numerosas oportunidades eso supone traducir a términos monetarios lo que es difícilmente evaluable con tal magnitud, como ocurre paradigmáticamente a la hora de indemnizar el daño moral, entre otros muchos casos. Ese principio de proporcionalidad tropieza con las mismas dificultades prácticas que en el Derecho penal, donde también está establecido que la pena ha de ser proporcional al mal causado. Pero ¿cuánto vale la vida de una persona, un miembro corporal o la honra de alguien en términos de dinero o de pena privativa de libertad para el agresor?
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA.
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Cuando se habla de responsabilidad jurídica se hace referencia a la atribución a un sujeto de la responsabilidad por un daño que han padecido una persona (física o jurídica) o un bien jurídico. Por bien jurídico podemos entender aquí un interés o estado de cosas que, conforme a las normas de un sistema jurídico, es merecedor de esa protección reforzada mediante coacción que brinda el Derecho.
Conviene en primer lugar señalar las coincidencias y diferencias con la responsabilidad moral. Tanto en el caso de la responsabilidad moral como en el de la jurídica, a la imputación de responsabilidad a un sujeto subyace una norma, en el primer caso una norma perteneciente a un sistema moral y en el segundo caso una norma que forma parte de un sistema jurídico. Esas normas señalan que, bien mediante acciones o mediante omisiones, un sujeto ha de procurar que otro u otros no sufran cierto daño. Cuando se señala a un sujeto como responsable de ese mal o daño que otro ha padecido, el sistema normativo de que se trate imputa al sujeto responsable una consecuencia negativa, una sanción, en sentido lato del término. La sanción moral por excelencia es el remordimiento personal, si bien la dimensión social de los sistemas morales y su vinculación a reglas de la vida social, como usos sociales, costumbres y tradiciones, pueden hacer que también operen sanciones sociales difusas y espontáneas, como el rechazo o la reconvención social.
Aun cuando el contenido de las normas jurídicas esté genéticamente asociado a los contenidos de los sistemas morales vigentes, así como a otras convenciones sociales que forman ese sustrato que se suele llamar cultura o mundo de la vida, la responsabilidad jurídica tiene perfiles y funciones particulares, y más en el Derecho moderno, una vez que los sistemas jurídicos operan con un alto grado de independencia operativa y con funciones específicas de dirección autónoma de la vida social. Por tanto, aunque se pueda decir y se siga diciendo que el Derecho sirve o debe servir a la justicia, recompensando las acciones que sean conformes con esa virtud moral y reprimiendo las que la vulneren, el Derecho cumple antes que nada una tarea de organización y dirección de la convivencia y de los modos de articular las relaciones en sociedad. Esa función, que tiene mucho de ingeniería social, es tanto más ineludible y pasa a primer plano desde el momento en que en la Modernidad la sede de la moral se pone en la conciencia de cada uno y, además, rige para esa moral individual un principio -jurídicamente garantizado- de libertad, de modo que ya no existe “la” moral socialmente imperativa y homogénea, sino el pluralismo moral, y que, en consecuencia, se reconoce el igual derecho de creencias morales heterogéneas y la posibilidad de que cada cual viva según su personal concepción de lo que sea lo justo; pero dentro de un orden, y ese orden en el marco de la diversidad es el que el Derecho estatuye. Por eso, decir que un comportamiento es ilegal o antijurídico ya no es sinónimo de afirmar que el mismo es inmoral o pecaminoso, ni es justa, virtuosa o éticamente loable una conducta por el hecho de ser conforme a Derecho.
A partir de esas precisiones podemos representarnos cabalmente qué significa la responsabilidad jurídica. Un sujeto es jurídicamente responsable cuando el sistema jurídico prescribe que ese sujeto ha de “pagar” por un daño ocasionado a otros sujetos, a un grupo de ellos o a la colectividad toda. Pero, más allá de tan abstracta definición, la responsabilidad jurídica se bifurca en dos tipos principales. En uno el “pago” que se impone al sujeto tenido por responsable consiste en una sanción en sentido estricto, es decir, en una forma de castigo o retribución por su acción. Entran aquí en juego las sanciones penales y administrativas, cada una con su régimen particular, al que dentro de un momento aludiremos. En el otro tipo de responsabilidad no se trata de castigar por una acción u omisión prohibidas por dañosas, sino de obligar al que el Derecho señale como responsable de un daño a indemnizar a la víctima del mismo, restituyéndola en su situación anterior o compensándola por el valor de lo perdido. Estamos en este caso ante la llamada responsabilidad civil, que tiene, a su vez, dos variantes, la contractual y la extracontractual. La responsabilidad civil contractual sirve para que quien causa a otro un daño como consecuencia del injustificado -con arreglo a Derecho- incumplimiento o del mal cumplimiento de un contrato que con él ha suscrito, compense a ese otro por las pérdidas derivadas de tal falta del debido cumplimiento de lo acordado. La responsabilidad civil extracontractual dispone quién y en qué casos ha de compensar el daño por otro sufrido.
La responsabilidad jurídica sancionatoria, que es responsabilidad unida a castigos por la propia conducta dañosa, tiene dos manifestaciones, como hemos dicho, la penal y la administrativa. A ambas son comunes en los sistemas jurídicos de Estado de Derecho una serie de elementos, que suelen venir estipulados en las Constituciones. El más importante es la sumisión al principio de legalidad, que significa que nadie puede ser castigado por una conducta que en el momento de realizarse no esté expresamente prohibida por las normas del sistema jurídico y con una sanción que no sea la que las normas jurídicas prevean para una conducta así. También son imperativas ciertas garantías para esa imputación de responsabilidad y del correspondiente castigo, garantías esencialmente formales y procedimentales, como las relativas a la prueba de los hechos o a la presunción de inocencia, si bien dichas garantías, y hasta el mismo principio de legalidad, tienen alcance distinto en el ámbito penal y en el administrativo.
Al margen de esas coincidencias, relativas, rigen también pautas diferentes para la responsabilidad sancionatoria penal y administrativa. Así, y por poner sólo un par de ejemplos, mientras en Derecho penal toda responsabilidad va unida al principio de culpabilidad -sólo responde penalmente quien no se halle en un error sobre la norma o la prohibición y quien sea plenamente dueño de sus actos, y sólo se responde por los actos propios- en Derecho administrativo esos requisitos se atenúan. Otra diferencia, ligada a la anterior, es que en Derecho penal sólo cabe -al menos hasta hoy, aunque empieza este asunto a discutirse y a cambiar- la responsabilidad de y, por tanto, la pena para las personas físicas, para los individuos como tales, mientras que las sanciones administrativas sí pueden imponerse a las personas jurídicas (una asociación, una sociedad mercantil, un partido político, etc.). También hay límites distintos para el contenido de las sanciones, pues la Administración no puede aplicar penas privativas de libertad y, en cambio, éstas si están permitidas en Derecho penal.
Existen otros supuestos de responsabilidad jurídica, como por ejemplo, la responsabilidad de los Estados conforme al Derecho internacional. Pero en lo que sigue nos ocuparemos exclusivamente de la llamada responsabilidad civil extracontractual, antes mencionada.
La pregunta de partida es quién corre con los costes de las desgracias, de los accidentes que causan un daño a alguien. Las posibilidades son tres: que sea el que padeció la desgracia el que cargue con los costes, que sea otro sujeto -persona física o jurídica- o que sea el Estado, es decir, el erario público. Es el Derecho el que determina la solución que en cada caso impere y lo hace eligiendo, según los supuestos, entre esas tres opciones. En ocasiones el Estado carga con los costes o indemniza por una parte de ellos a las víctimas de la mala suerte, aun cuando lo acontecido en nada tenga que ver o dependa de la actuación de un órgano del Estado. Así sucede, por ejemplo, cuando el Estado decide subvencionar a quienes han sido dañados por una catástrofe natural -un terremoto, una inundación, una sequía...- o algunos accidentes, como pueda ser el hundimiento de un barco que contamina y daña la actividad pesquera. Otras veces el sistema jurídico fija las condiciones para que los costes de un mal padecido por un sujeto vayan a cuenta de un tercero que se encuentra en una situación especial respecto de los hechos y/o la víctima. Es entonces cuando se habla de responsabilidad civil por daño extracontractual. Cuando el sistema jurídico calla y no se inclina por ninguna de las dos alternativas anteriores, los costes de la mala suerte recaen sobre el mismo que padeció el suceso dañoso.
Ahora repasemos en sus grandes líneas cómo se configura este tipo de responsabilidad en nuestro sistema jurídico. Decíamos antes que hay responsabilidad civil extracontractual cuando el ordenamiento jurídico hace que un sujeto -persona física o jurídica, sujeto privado o público- deba compensar al que sufrió un daño, indemnizándolo por valor equivalente a los costes de dicho daño, de modo que el dañado sea repuesto en la situación previa al evento dañoso, o en una situación equivalente a ella; es decir, que recupere lo que perdió (y, en su caso, lo que dejó de ganar), si bien en muchísimas ocasiones -cuando el daño no es meramente dinerario- lo recuperado no será exactamente lo perdido, sino su equivalente económico real o aproximado. Adelantábamos también que lo que el Derecho hace es imputar esa responsabilidad por el daño ajeno a un sujeto que se encuentra en una situación especial respecto de los hechos que lo provocaron o respecto de la víctima. La casuística es sumamente variada y compleja y sólo son posibles aquí consideraciones muy esquemáticas.
La doctrina tradicional, que era -y sigue siendo- de corte naturalista, entendía que el Derecho se limitaba a responder a un supuesto “natural” y objetivo de justicia y se regía, en el fondo, por la vieja idea de que “el que la hace la paga”. Así es como se ha venido repitiendo que los requisitos de esta responsabilidad son los siguientes, todos ellos ineludibles: a) el acaecimiento de un daño sufrido por un sujeto en un bien propio; b) el nexo causal entre dicho daño y la conducta -acción u omision- de otro sujeto; c) La concurrencia de reprochabilidad en el sujeto causante que con su conducta ha producido el daño o bien deliberadamente, con dolo, o bien por falta del debido cuidado, por negligencia. Cumplidas esas condiciones, d) el sujeto responsable deberá restituir a la víctima del daño, indemnizarla en proporción a la gravedad del mal padecido.
Mas la evolución de esta rama del Derecho hasta nuestros días quita la razón a los enfoques naturalistas y la da, en nuestra opinión, a los normativistas. Dicho simplificadamente, mientras que los naturalistas creen que el Derecho debe hacer y hace responder a aquel que lo merece por razón de los contenidos de conciencia de su acción -por malintencionado o descuidado- y por el vínculo “natural”, causal, que hay entre su conducta -causa- y el daño -efecto de esa causa-, los planteamientos normativistas subrayan que el Derecho obliga a responder por daño a quien -según la idea de justicia social dominante y/o según la prevalencia de unos u otros intereses en sociedad-, el Derecho quiere, a quien el Derecho diga. Jurídicamente responsable no es el que en sí y objetivamente lo es, de modo que el Derecho se limitaría a reconocer esa condición previa, prejurídica, sino que jurídicamente responde aquel a quien el Derecho imputa precisamente ese estatuto, el de jurídicamente responsable. Y aquellos cuatro requisitos de la versión naturalista tradicional y cuya terminología se mantiene en la mayor parte de la doctrina y la jurisprudencia actuales a base de retorcer las nociones y de sumergirse en todo un mundo de ficciones, se ven en los ordenamientos jurídicos de hoy constante y radicalmente puestos en cuestión. Revisemos con suma brevedad todo ese panorama.
a) En cuanto al daño, no siempre que opera la imputación de responsabilidad se arranca de un daño constatable, sino que a veces ese daño se presume. Pongamos un ejemplo. El artículo 7 de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de Protección Civil del Derecho al Honor, a la Intimidad Personal y Familiar y a la Propia Imagen, tipifica una serie de supuestos de “intromisiones ilegítimas” en el honor, la intimidad o la propia imagen. Se trata de conductas cuyo mero acaecimiento da lugar a la obligación de reparar al perjudicado, pues “La existencia de perjuicio se presumirá siempre que se acredite la intromisión ilegítima” (art. 9.3). Es fácil imaginar casos concretos en que la acción que la Ley califica como “intromisión ilegítima” y que presume dañosa con presunción iuris et de iure pueda no causar ningún perjuicio real al afectado o, incluso, reportarle beneficio. Muestra de cómo una idea puramente normativa de daño se impone sobre uno “natural” o real.
b) Posiblemente uno de los mayores desajustes entre lo que se dice y la realidad aparece en lo referido al nexo causal entre daño y conducta del responsable. Contrariamente a lo que la doctrina dominante gusta de pensar, en el actual Derecho de daños ni todo el que causa responde ni todo el que responde ha causado. Desgranemos las dos partes de la anterior afirmación.
- No todo el que causa responde. De entre todas las acciones -y sus correspondientes sujetos- que se incluyen en la cadena causal que desemboca en el daño, el sistema jurídico, sea por vía legal o jurisprudencial, realiza una selección, de modo tal que no todo lo que empíricamente y en un sentido propio es causa se considera jurídicamente como causa. Si todo el que con su obrar se inserta en la secuencia causal que conduce a una desgracia fuera jurídicamente responsable, como venía a indicar la llamada teoría de la equivalencia de condiciones, la cadena de responsabilidad sería tan larga como esa cadena causal. De ahí que la doctrina y la jurisprudencia hayan tenido que podar la causalidad empírica para conformar el concepto jurídico de causalidad que funciona para la atribución de responsabilidad jurídica. Doctrinas como la de la causalidad adecuada no son propiamente teorías sobre la causalidad, sino criterios de imputación de la responsabilidad jurídica, pues vienen a establecer que sólo se podrá juzgar como jurídicamente responsable del daño a quien se encuentre en una cierta posición en la cadena de la causación empírica del hecho.
- No todo el que responde ha causado. Son muy diversos los supuestos que dan cuenta de este aspecto. Enumeremos algunos.
(i) “Causación” por omisión. El Derecho con mucha frecuencia imputa responsabilidad por un daño de otro a quien, pudiendo y debiendo haberlo evitado, no lo ha evitado. Pero parece más que obvio que si yo soy médico y no hago lo debido que está en mi mano para impedir la muerte de un paciente, esa muerte no la he causado yo, no la ha causado mi no hacer; igualmente, si yo, sabiendo nadar perfectamente y sin correr especiales riesgos, no me arrojo al agua para salvar al que se está ahogando, yo no he sido el causante de su ahogamiento. Pero el sistema jurídico puede y suele hacerme responsable en esos casos, responsable como si yo hubiera causado esas muertes. Como la doctrina se empeña en mantener la ficción de la causalidad como base de la imputación de responsabilidad, se produce una curiosa inversión y resulta que yo no respondo porque causé, sino que, para el Derecho, causé porque respondo. Es claro que no se está hablando de causalidad empírica en estas ocasiones. Lo que sucede es que no se me hace responsable por lo que empíricamente causé, sino por lo que dejé de causar habiendo debido causarlo. Es decir, el Derecho requiere que ése que va a ser declarado responsable se encuentre en lo que se llama una posición de garante; esto es, que esté obligado a un hacer que le resulta posible y que impida el daño, que interfiera, por tanto, en la causalidad que, si no es así interferida, desemboca en el daño. Así pues, la sanción -en sentido propio o en sentido lato, como indemnización- que se le aplica no es por lo que causó, sino por lo que no causó y debía haber causado.
(ii) Responsabilidad por el daño provocado por otra persona. Existen numerosos supuestos en los que un sujeto responde por el daño producido por la conducta de otro. Es decir, uno es el que con su conducta da lugar al daño y otro distinto el que responde por ese daño sin haberlo causado. Así pasa, por ejemplo, con la responsabilidad de los padres por “los daños causados por los hijos que se encuentren bajo su guarda” o la de los dueños o directores de un establecimiento o empresa por “los perjuicios causados por sus dependientes en el servicio de los ramos en que los tuvieran empleados, o con ocasión de sus funciones” (art. 1903 del Código Civil), etc. En estos casos la responsabilidad se imputa sin causación por el responsable y en realidad se trata de una responsabilidad por omisión: al padre, empresario, etc. no se le atribuye la responsabilidad por lo que ha hecho, sino por lo que no ha evitado que hiciera la persona de él dependiente con arreglo a Derecho. También la Administración pública responde por los daños provocados por el personal a su servicio (art. 139.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común), lo que no quiere decir, metafísicas aparte, que ese ente llamado Administración cause nada, sino que a dicho ente -y a su erario- se le imputa la responsabilidad por los daños “causados” por quienes de él dependen.
(iii) Responsabilidad por causación presunta o por desconocimiento de la causación. Cada vez son más comunes los casos en que una norma jurídica dispone que por el daño de un tercero responderá quien se halla en cierta relación con él o en cierta situación respecto de él o de los hechos, salvo que éste, el inicialmente llamado a responder, pruebe que él no ocasionó dicho daño. Mas no probar que A no causó el hecho que dañó a B no equivale a probar que A sí lo causó. Simplemente el Derecho, en tales supuestos, presume en principio dicha causación, lo cual puede corresponder o no con la realidad empírica de los acontecimientos. Por tanto, responsabilidad por causación presunta es responsabilidad que puede ser ajena a la causalidad real.
A veces las circunstancias impiden conocer quién causó un daño y el sistema jurídico opta por que respondan, como si fueran causantes, todos los miembros de un grupo que se encontraban en ciertas circunstancias. Por ejemplo, a tenor de lo que establecía el art. 33.5 de la Ley de Caza,“En la caza con armas, si no consta el autor del daño causado a las personas, responderán solidariamente todos los miembros de la partida de caza”. Es decir, sólo uno causó, si acaso, pero responden también todos los demás, y en el caso de todos los demás será responsabilidad sin causación.
c) Responsabilidad por culpa y responsabilidad objetiva. Ya es innegable que, junto a la clásica responsabilidad por dolo o culpa que figura como pauta general en el artículo 1902 del Código Civil, aparecen abundantísimos supuestos de responsabilidad objetiva. La responsabilidad objetiva se da cuando los costes del daño, es decir, la responsabilidad, se imputan a un sujeto que no es merecedor de ningún reproche como consecuencia del acaecimiento de dicho daño. Quien esté en determinada situación o relación con el dañado responde, haga lo que haga, haya tenido buena intención o mala y haya procedido con negligencia o con el mayor cuidado de los imaginables.
La doctrina y la jurisprudencia han forzado los términos hasta límites llamativos para poder seguir presentando la responsabilidad objetiva como responsabilidad por la actitud subjetiva, pero no han podido ocultar que, cuando se hace objetiva, lo que está presente no es más que un criterio de distribución de costes completamente independiente de actitudes o intenciones de los sujetos a los que la responsabilidad se imputa. Se trata meramente de saber quién debe pagar, y debe pagar no por el reproche al que es acreedor, sino porque ha ocurrido una desgracia que estaba fuera de su control y el Derecho dice que es mejor, más justo o económica o socialmente más eficiente que pague él. La responsabilidad objetiva, por tanto, tiene mucho de instrumento de ingeniería social y, además, cumple una función de prevención que se suma a su función indemnizatoria: no sólo se trata de que el dañado obtenga una reparación, sino de que los que llevan a cabo ciertas actividades -por ejemplo, de manipulación de alimentos, de fabricación de objetos de consumo, etc.- extremen sus precauciones y su esfuerzo para evitar que sus productos provoquen accidentes.
d) El sujeto que el Derecho declare responsable tendrá que indemnizar al perjudicado por el daño, en eso consiste en términos prácticos la condición de responsable civil y ésta es la peculiar sanción -en sentido amplio de la expresión- de estas normas. La idea rectora aquí es que esa indemnización sirva para restituir a la víctima y que, por tanto, sea proporcional al daño. Pero en numerosas oportunidades eso supone traducir a términos monetarios lo que es difícilmente evaluable con tal magnitud, como ocurre paradigmáticamente a la hora de indemnizar el daño moral, entre otros muchos casos. Ese principio de proporcionalidad tropieza con las mismas dificultades prácticas que en el Derecho penal, donde también está establecido que la pena ha de ser proporcional al mal causado. Pero ¿cuánto vale la vida de una persona, un miembro corporal o la honra de alguien en términos de dinero o de pena privativa de libertad para el agresor?
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA.
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- WEINRIB, H.J. (ed.), Tort Law, Aldershot, Ashgate, 2002.
4 comentarios:
Hola!
Soy un recién licenciado seguidor de este blog (mediante Google Reader) desde hace un tiempo y he debo decir, antes que nada, que me parece interesante como pocos, no ya en el mundillo de los blogs de derecho sinó en el de los blogs en general. Así pues, felicidades por el genial trabajo que haces.
Quería aprovechar además para darte a conocer una notícia que sale hoy publicada en La Vanguardia y que me parece harto interesante, aún tomando todas las cautelas necesarias respecto a un tema como este. Podría ser material para un post (o no), pero en cualquier caso no deja de ser interesante que la ciencia pura y dura se aproxime a cuestiones hasta hoy reservadas a la filosofía.
Ahí va el link: http://www.lavanguardia.es/ciudadanos/noticias/20100405/53902275458/los-cientificos-identifican-las-sedes-de-la-conciencia-moral-en-el-cerebro-harvard-antonio-damasio-e.html
¡Ánimo con el blog!
soy estudiante de Derecho y me ha encantado el blog, felicidades es excelente la información y también la redacción. Gracias,saludos desde México.
SANCIONES PERPETUAS FRANQUISTAS1978-2011
ES UNA PENA QUE EL ARTICULO NO HABLE DE LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL DE LOS JURISTAS DEL ESTADO POR JURAR, APLICAR, ENSALZAR Y NO RECTIFICAR DESDE 1978 A 2011 LAS NORMAS DE SANCIONES PERPETUAS DE LOS 12 PRINCIPIOS DEL MOVIMIENTO (Ley 1958)DE SEPARACION DEL SERVICIO,PERDIDA DE EMPLEO, INHABILITACION SIN REHABILITACION, AMNISTIA,INDULTO,RECURSO por los art.30.1.e DLFCE 315/1964,30 CPJM,56.1.d EBEP 7/2007...que excluyen a perpetuidad de todo empleo público docente, civil, militar exigiendo como REQUISITO ESENCIAL IRRACIONAL el "no haber sido-jamás por nadie en todo el mundo- ni separado del servicio, ni perdido el empleo, ni despedido, ni inhabilitado desde los 16 años de edad" el cual no se exige para ser juez, fiscal, personal de la UE, de las Cortes,........que en caso de ser o haber sido separados de servicio tienen siempre el derecho de REHABILITACION según art.303,370 LOPJ y 44,70 EOMF,y los Estatutos respectivos.
Damos por reproducidos para no repetirlos los comentarios de
http://pantharei.wordpress.com/2009/02/28/la-inhabilitacion-y-la-rehabilitacion/
la definición de responsabilidad jurídica como "atribución a un sujeto de la responsabilidad por un daño..." no parece muy adecuada, pues el término que se define forma parte central de la definición.
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