A raíz de las avalanchas humanas en Melilla y Ceuta hay en la blogsfera revuelo de voces que se indignan ante el hecho de que las fronteras, con sus vallas y alambradas, sean la barrera que impide a los pobres y desgraciados africanos entrar en nuestro mundo opulento. Por las dudas, y para anticiparme a posibles malentendidos, aclaro que servidor hace tiempo que publicó en revista sesuda un artículo en defensa de la supresión paulatina de los Estados-nación y las fronteras y en pro de una república mundial con igualdad y pan para todos. Esto, por si no me explico bien en lo que viene a continuación. Conste que mis simpatías todas están con el universalismo cosmopolita. Abajo, pues, las fronteras... y las naciones.
En la filosofía política de las últimas décadas la discusión, a escala mundial, tiene sus dos polos principales en dos posturas opuestas, la nacionalista o comunitarista, por un lado, y la cosmopolita o universalista, por otro. Para simplificar, hablaremos aquí meramente, y sin más matices, del debate entre nacionalistas y cosmopolitas, y trataré de mostrar con brevedad lo mucho que se relaciona ese debate con estas discusiones sobre la inmigración. Y cuánto de contradictorio o paradójico hay en la postura de muchos que se dicen progresistas y defienden postulados entre sí incompatibles.
Las doctrinas nacionalistas son antiindividualistas, no en el sentido de que no valoren al individuo, sino porque entienden que lo que a cada sujeto individual le da su ser social, su personalidad, su identidad, sus convicciones y sus valores es el grupo cultural en el que nace y vive. De manera que si las señas de identidad de ese grupo se pierden o se reprimen, el individuo queda como un ser desarraigado y anónimo, vacío, sin peso ni referencias. Por esa razón, junto a los derechos individuales y a su misma altura (y muchas veces en conflicto con ellos), estarían los derechos colectivos, ya sean de cariz político, como el derecho de autodeterminación de los pueblos y naciones, ya de cariz cultural, como el derecho del grupo a usar y fomentar, y hasta imponer, el uso de su lengua propia en su territorio, etc. Este modo de pensar suele ir unido a algún grado de relativismo cultural, doctrina ésta que mantiene que no hay parámetros valorativos universales, que no es posible una ética universal o un patrón universal de justicia, pues cada pueblo y cada cultura tienen en todo eso sus propias convicciones, asentadas en su historia y en sus tradiciones, y que todas esas convicciones son igual de respetables y merecedoras de protección. Esto se hace particularmente relevante a la hora de preguntarse si hay derechos humanos individuales universales (por ejemplo la no discriminación de la mujer, la libertad religiosa, etc.), esto es, que en todo Estado deban respetarse y que la sociedad internacional deba tratar de imponer a todos, por medios pacíficos o, incluso, con algún grado de coacción violenta.
Pues bien, los nacionalistas no pueden ser demasiado críticos con la idea de frontera, con la diferenciación de derechos entre nacionales y extranjeros y con los frenos a la inmigración. Para ellos el Estado-nación es algo central e irrenunciable. Tiene que haber Estados, cada uno de los cuales debe encarnar, idealmente, la organización jurídico-política de una nación, una nación con su lengua, su idiosincrasia, sus gustos, sus valores, su folclore, etc. Y entre los deberes primeros de cada Estado nacional está la protección de sus nacionales frente a los que no lo son, por un lado, y, por otro, la salvaguardia de las señas de identidad colectiva (lengua, folclore, religión...). Esto último requerirá poner límite al número de los que de fuera, los no nacionales, pueden entrar y restringir también la libertad con la que esos foráneos puedan vivir en territorio “nacional”. Por eso el texto del Estatuto catalán, aprobado ayer mismo en el Parlament, reserva para Cataluña la competencia para regular el número y origen de los inmigrantes que podrán instalarse en aquella “nación”.
Por lo dicho, si uno simpatiza con esa filosofía nacionalista y comunitaria, tendrá que estar en contra de la supresión de las fronteras y de la irrestricta libertad de tránsito para los que vengan de otras culturas, con otras lenguas y con diferentes valores, y ello por la amenaza que suponen para la integridad espiritual y cultural de la nación a la que entran. Si se considera que las naciones son importantes y que la forma política mejor es la del Estado-nación, habrá que oponerse a la eliminación de las fronteras y a la libertad de movimientos de los que quieren entrar. Considerar que es bueno que las naciones se autodeterminen y se autogobiernen como Estados y, al mismo tiempo, pensar que se deberían abrir las fronteras a los pobres que vienen del otro lado es una forma de esquizofrenia teórica que lastra la práctica actual de muchos que se tienen por progresistas.
Por contra, las teorías universalistas proclaman que no hay valor grupal o comunitario que sea superior y pueda imponerse al individuo, que la libertad individual y la vida plena de cada sujeto son valor último y que todos los seres humanos, sea cual sea su raza, género, idioma materno, religión o lugar de nacimiento, deben tener garantizado, y garantizado por igual, el disfrute de sus derechos básicos: vida, integridad, libertades, educación, alimento, sanidad, etc. De ahí que el ideal de estas posturas sea el de un Estado mundial que tenga por norma básica el respeto de los sujetos particulares y sus derechos fundamentales, y que el Estado-nación aún subsistente se vea como un resabio del pasado y una rémora que paulatinamente hay que ir superando y dejando atrás. Secuela de esto es la insistencia de los universalistas en que el Derecho internacional y la sociedad internacional asuman cada vez mayores competencias, en detrimento de los Estados y en pro de los individuos. Consiguientemente, desde la óptica universalista y cosmopolita se ve con muy malos ojos el que un español o un catalán tengan determinados derechos o disfruten de ciertas ventajas por el hecho de ser español o catalán, y que, por lo mismo, se prive de tales bienes a los nacidos fuera del respectivo territorio nacional, por ejemplo a los subsaharianos, y, dentro de poco, a los cacereños o salmantinos.
Así pues, si uno considera que lo progresista es suprimir las vallas fronterizas y permitir que los inmigrantes entren sin traba, está manifestando un planteamiento cosmopolita y universalista, y deberá, si es que algo le importa la coherencia, entender que el nacionalismo es profundamente reaccionario, ya que frente a la igualdad de todos proclama que los nacionales deben tener más derechos, y frente a la libertad de movimientos defiende que no se deje pasar a tantos como para que puedan disolver las esencias grupales nacionales o poner en peligro la buena vida de “los nuestros”. Bien claro lo expresaron, no hace tanto, la señora Ferrusola o don Heribert Barrera –y si no lo recuerda usted, amable lector, pinche en el link de su nombre y vea, vea-.
O suprimimos las fronteras para hacer del mundo un territorio único bajo el imperio de la libertad y la igualdad o mantenemos el Estado-nación, con sus fronteras bien defendidas, para que se realice y florezca dentro de ellas el espíritu de cada pueblo y su identidad colectiva. Lo que no se puede es querer las dos cosas al tiempo, que es tanto como estar en la procesión y repicando. Deberían los psiquiatras tomar la iniciativa y echarnos una mano. Soñar simultáneamente con la alianza de las civilizaciones y con la eclosión de nuevas naciones-Estado es indicio de desarreglo psicológico y promiscuidad ideológica. O de una cara más dura que el cemento.
En la filosofía política de las últimas décadas la discusión, a escala mundial, tiene sus dos polos principales en dos posturas opuestas, la nacionalista o comunitarista, por un lado, y la cosmopolita o universalista, por otro. Para simplificar, hablaremos aquí meramente, y sin más matices, del debate entre nacionalistas y cosmopolitas, y trataré de mostrar con brevedad lo mucho que se relaciona ese debate con estas discusiones sobre la inmigración. Y cuánto de contradictorio o paradójico hay en la postura de muchos que se dicen progresistas y defienden postulados entre sí incompatibles.
Las doctrinas nacionalistas son antiindividualistas, no en el sentido de que no valoren al individuo, sino porque entienden que lo que a cada sujeto individual le da su ser social, su personalidad, su identidad, sus convicciones y sus valores es el grupo cultural en el que nace y vive. De manera que si las señas de identidad de ese grupo se pierden o se reprimen, el individuo queda como un ser desarraigado y anónimo, vacío, sin peso ni referencias. Por esa razón, junto a los derechos individuales y a su misma altura (y muchas veces en conflicto con ellos), estarían los derechos colectivos, ya sean de cariz político, como el derecho de autodeterminación de los pueblos y naciones, ya de cariz cultural, como el derecho del grupo a usar y fomentar, y hasta imponer, el uso de su lengua propia en su territorio, etc. Este modo de pensar suele ir unido a algún grado de relativismo cultural, doctrina ésta que mantiene que no hay parámetros valorativos universales, que no es posible una ética universal o un patrón universal de justicia, pues cada pueblo y cada cultura tienen en todo eso sus propias convicciones, asentadas en su historia y en sus tradiciones, y que todas esas convicciones son igual de respetables y merecedoras de protección. Esto se hace particularmente relevante a la hora de preguntarse si hay derechos humanos individuales universales (por ejemplo la no discriminación de la mujer, la libertad religiosa, etc.), esto es, que en todo Estado deban respetarse y que la sociedad internacional deba tratar de imponer a todos, por medios pacíficos o, incluso, con algún grado de coacción violenta.
Pues bien, los nacionalistas no pueden ser demasiado críticos con la idea de frontera, con la diferenciación de derechos entre nacionales y extranjeros y con los frenos a la inmigración. Para ellos el Estado-nación es algo central e irrenunciable. Tiene que haber Estados, cada uno de los cuales debe encarnar, idealmente, la organización jurídico-política de una nación, una nación con su lengua, su idiosincrasia, sus gustos, sus valores, su folclore, etc. Y entre los deberes primeros de cada Estado nacional está la protección de sus nacionales frente a los que no lo son, por un lado, y, por otro, la salvaguardia de las señas de identidad colectiva (lengua, folclore, religión...). Esto último requerirá poner límite al número de los que de fuera, los no nacionales, pueden entrar y restringir también la libertad con la que esos foráneos puedan vivir en territorio “nacional”. Por eso el texto del Estatuto catalán, aprobado ayer mismo en el Parlament, reserva para Cataluña la competencia para regular el número y origen de los inmigrantes que podrán instalarse en aquella “nación”.
Por lo dicho, si uno simpatiza con esa filosofía nacionalista y comunitaria, tendrá que estar en contra de la supresión de las fronteras y de la irrestricta libertad de tránsito para los que vengan de otras culturas, con otras lenguas y con diferentes valores, y ello por la amenaza que suponen para la integridad espiritual y cultural de la nación a la que entran. Si se considera que las naciones son importantes y que la forma política mejor es la del Estado-nación, habrá que oponerse a la eliminación de las fronteras y a la libertad de movimientos de los que quieren entrar. Considerar que es bueno que las naciones se autodeterminen y se autogobiernen como Estados y, al mismo tiempo, pensar que se deberían abrir las fronteras a los pobres que vienen del otro lado es una forma de esquizofrenia teórica que lastra la práctica actual de muchos que se tienen por progresistas.
Por contra, las teorías universalistas proclaman que no hay valor grupal o comunitario que sea superior y pueda imponerse al individuo, que la libertad individual y la vida plena de cada sujeto son valor último y que todos los seres humanos, sea cual sea su raza, género, idioma materno, religión o lugar de nacimiento, deben tener garantizado, y garantizado por igual, el disfrute de sus derechos básicos: vida, integridad, libertades, educación, alimento, sanidad, etc. De ahí que el ideal de estas posturas sea el de un Estado mundial que tenga por norma básica el respeto de los sujetos particulares y sus derechos fundamentales, y que el Estado-nación aún subsistente se vea como un resabio del pasado y una rémora que paulatinamente hay que ir superando y dejando atrás. Secuela de esto es la insistencia de los universalistas en que el Derecho internacional y la sociedad internacional asuman cada vez mayores competencias, en detrimento de los Estados y en pro de los individuos. Consiguientemente, desde la óptica universalista y cosmopolita se ve con muy malos ojos el que un español o un catalán tengan determinados derechos o disfruten de ciertas ventajas por el hecho de ser español o catalán, y que, por lo mismo, se prive de tales bienes a los nacidos fuera del respectivo territorio nacional, por ejemplo a los subsaharianos, y, dentro de poco, a los cacereños o salmantinos.
Así pues, si uno considera que lo progresista es suprimir las vallas fronterizas y permitir que los inmigrantes entren sin traba, está manifestando un planteamiento cosmopolita y universalista, y deberá, si es que algo le importa la coherencia, entender que el nacionalismo es profundamente reaccionario, ya que frente a la igualdad de todos proclama que los nacionales deben tener más derechos, y frente a la libertad de movimientos defiende que no se deje pasar a tantos como para que puedan disolver las esencias grupales nacionales o poner en peligro la buena vida de “los nuestros”. Bien claro lo expresaron, no hace tanto, la señora Ferrusola o don Heribert Barrera –y si no lo recuerda usted, amable lector, pinche en el link de su nombre y vea, vea-.
O suprimimos las fronteras para hacer del mundo un territorio único bajo el imperio de la libertad y la igualdad o mantenemos el Estado-nación, con sus fronteras bien defendidas, para que se realice y florezca dentro de ellas el espíritu de cada pueblo y su identidad colectiva. Lo que no se puede es querer las dos cosas al tiempo, que es tanto como estar en la procesión y repicando. Deberían los psiquiatras tomar la iniciativa y echarnos una mano. Soñar simultáneamente con la alianza de las civilizaciones y con la eclosión de nuevas naciones-Estado es indicio de desarreglo psicológico y promiscuidad ideológica. O de una cara más dura que el cemento.