08 marzo, 2007

Honoris causa. Capítulo 2.

A Alejandro no le hacía mucha gracia que para llegar a hablar con Ildefonso en su despacho de ministro tuviera también él que pasar por toda la guardia de secretarias y antesalas, pero intentaba tomarlo con resignación y buen talante, pues, al fin y al cabo, él siempre había manifestado que las formas debían guardarse siempre y por encima incluso de afectos y amistades. Con todo, hubiera querido llegar y entrar, sin más que un leve toque en la puerta. Tal vez no acababa de asimilar que ahora era ministro el que antes había sido su discípulo y al que había tratado siempre con total desenfado. Cuántas veces, en la Facultad, había entrado en tromba en el despacho de Ildefonso y, sin saludo previo ni más trámite, le había dicho “mañana tengo conferencia en La Coruña, te vienes conmigo. Salimos a las siete”, y a Ildefonso se el veía aturullado, pensando en quién sabe qué compromisos previos o en la frustración de qué planes, pero siempre disciplinado, siempre devoto y contestando “estaré listo y seré puntual, Alejandro, no te preocupes”.
Se sentaron en los sillones de piel. La conversación comenzó con algunas consideraciones superficiales sobre las polémicas políticas del día e Ildefonso le preguntó un par de detalles sobre asuntos de los que Alejandro se había comprometido a conseguir informes fiables. Pero el ministro notó enseguida que no eran esos los temas que el otro quería tratar y apenas logró reprimir un gesto de fastidio. No le gustaba que su maestro de dedicara en el Ministerio y en su propio despacho de ministro a dar vueltas a los asuntos de la Facultad y de su disciplina, pero sabía que no podía evitarlo. Hay convenios tácitos que tienen más fuerza que cualquier acuerdo ante notario e Ildefonso tenía muy claro que el cargo en el Gobierno se lo debía a Alejandro y que el agradecimiento se tenía que manifestar no sólo en ponerle en el Ministerio despacho, secretaria y sueldo compatible con su dedicación en la Facultad, sino también hacer espacio para que entre aquellas paredes se ventilase más de una conspiración académica de las que apasionaban a Alejandro más que cualquier otra cosa.
- Tenemos que averiguar dónde y cómo ha pasado el verano Lorenzo de Pablos.
No le sorprendió el giro brusco que Alejandro dio a la conversación en cuanto hubo el primer amago de silencio. Sabía perfectamente quién era Lorenzo de Pablos, pero decidió mostrar distancia.
- ¿Quién es?
- Venga, no me fastidies, sabes perfectamente que es el chico alto, de perilla, que vino de Valladolid hace tres años y que acabamos de hacer titular.
- Ah, sí, ése que en cuanto explicas cualquier cosa te dice que muy bien y que está muy de acuerdo contigo.
- Sí, ése. Es un caso, tiene la manía de halagar a todo en mundo y a veces lo hace incluso con quien no debe.
- ¿Y qué pasa con él?
Alejandro se tomó unos segundos para contestar, como si el tema le resultara doloroso o sintiera cierto pudor.
- Hace unos meses me dijo que iba a pasar el verano en Escocia para mejorar su inglés. Lo animé a hacerlo, pues me parecía que le vendría bien después del esfuerzo que había realizado en el concurso de titular. Hizo un ejercicio bárbaro, ¿sabes?
- ¿Sobre qué? -Aquí Ildefonso hizo una apuesta consigo mismo, y la ganó-.
- Sobre esas cosas de normas borrosas que tanto os gustan a los jóvenes.
- Gracias por lo que me toca, pero a mí nunca me permitiste dedicarme a temas de ésos.
- Es que tú ibas para menesteres más altos.
Y, dicho esto, Alejandro miró como abarcando todo el despacho y lo que significaba. Luego continuó.
- Pues no te lo creerás, pero en los dos meses que se pasó fuera ni me llamó nunca ni dejó teléfono ni señas para que lo localizáramos ninguno de los del área.
- Ah, no puedo creerlo. Te estás haciendo mayor.
- Déjate de bobadas. Lo que me preocupa es otra cosa.
- ¿Qué?
- Me han dicho que se ha pasado todo ese tiempo en Escocia tirándose a la hija del hijoputa de Rovira.
Ildefonso no quiso reprimir la hilaridad y rió con ganas. Alejandro sonreía apenas. A Ildefonso le hacía mucha gracia verlo así de compungido por las andanzas amatorias de su joven discípulo adoptado, pero empezó a sentir verdadera curiosidad por dónde querría ir a parar.
- ¿Y qué importa? Le está bien empleado al meapilas de Rovira. Se ve que la hija no ha salido a él. ¿A qué se dedica la niña?
- A lo nuestro. Se doctoró el año pasado y dicen que el papá le está haciendo sitio en Barcelona, en la Central.
- Ahora se llama Universidad de Barcelona.
- Ya lo sé, coño, ya lo sé, pero a mí me gusta llamarla así, como antes, cuando estuvo allí don Adolfo, mi maestro.
- Estuvo de gobernador civil.
Se le puso en la boca a Alejandro un rictus de impaciencia e Ildefonso decidió no provocarlo más. Lo conocía muy bien y sabía dónde estaba el límite. Así que retomó él mismo la cuestión:
- ¿Qué te preocupa exactamente?
- La chavala de Rovira es muy guapa y con un tipazo, según me han dicho. Y, bueno, Lorencito no me parece muy avispado con las mujeres.
Ildefonso comenzaba a divertirse de verdad y se le iba amortiguando la impaciencia.
- ¿Temes que lo cace o que lo pervierta? ¿O las dos cosas?
Alejandro estaba muy serio y había pasado completamente el momento de las bromas.
- Lo que temo es que el bobo de Lorencito se vaya de la lengua. En realidad fue él quien preparó toda aquella documentación que te entregué para el caso Valverde.
Ildefonso dio un vote en su sillón. Valverde era un viejo magistrado, amigo de Alejandro y que había echado más de un cable al partido cuando las cosas estaban complicadas. Un par de años atrás había caído en una redada en un local gay en el que se sospechaba que había tratos con menores. Ildefonso acababa de aterrizar en el Ministerio y no le fue nada fácil arreglar las cosas para librar a Valverde de las portadas de los periódicos e incluso, quién sabe, del banquillo. Alejandro se encargó de prepararle un dossier ciertamente curioso, con todo tipo de informaciones sobre otros clientes habituales del establecimiento gay, sobre favores a periodistas o sobre la situación familiar del fiscal que llevaba el caso. También había un extenso apartado con consideraciones jurídico-penales.
Al ministro se le había esfumado el humor de un minuto antes.
- ¿Quieres decir que fue él quien preparó el dossier?
- La parte penal no, ésa se la encargué a Curro Esparza. Ya sabes que cobra bien, pero es de total confianza y de lo más discreto.
La cara de Ildefonso era de perfecto asombro.
- ¿Me vas a decir que toda aquella mierda sobre los vicios de medio país la manejó el Lorencito de los cojones?
Alejandro lo miró fijamente y se tomó un tiempo antes de contestar. Ildefonso se arrepintió inmediatamente de su arrebato, bajó la vista y musitó:
- Me he puesto nervioso yo también, ya entiendo que estés preocupado.
Entonces Alejandro prosiguió:
- Si no vivieras en la inopia recordarías quién es el padre de Lorenzo. Pablos, el comisario jefe de Madrid con el Gobierno anterior.
- No me digas más. El papá de Lorencito nos echó una mano para lo de Valverde a base de tirar de fichero.
- Más o menos. Ese hombre es una mina. O un peligro.
- Ahora entiendo por qué tenemos a Lorencito en el Departamento.
- Una lumbrera no es, pero sí muy buen chaval.
- ¿Y qué debemos temer exactamente?
- Rovira nos detesta, eso lo sabes bien y hasta te tocó padecerlo. Acuérdate de cómo te trató en tu primera oposición.
Ildefonso guardó silencio y mantuvo inexpresivo el gesto. Alejandro siguió:
- La mujer de Rovira es hermana del director de El Planeta, y ya sabes por dónde respira ese grandísimo cabrón.
Ildefonso suspiró hondo antes de hablar:
- Vamos a ver, vamos a ver. Si entiendo bien, temes que la hija de Rovira se haya enrollado con Lorencito en Escocia para tirarle de la lengua y temes también que Lorencito haya cascado más de lo que debe. ¿Pero no es de tu estricta confianza?
- Sí, pero hasta hoy no se le había conocido mujer. Temo que haya podido perder la cabeza. Dicen los chavales del área que la Rovira es un bombón.
- ¿Tú la has visto?
- Sí, una vez o dos.
Ildefonso se guardó una sonrisa muy adentro. Alejandro jamás diría por sí que una mujer está buena, si acaso lo pondrá en boca de algún joven como quien condescendientemente da cuenta del desvarío de un ser querido.
Le daba pereza formular la pregunta inevitable, pero al fin la hizo:
- ¿Qué consideras que puedo hacer yo?
- No lo sé muy bien, pero seguro que algo. Habla con Juanjo, que ponga a alguien de confianza a averiguar cosas de todos, de Rovira, de su hija...
- ¿De Lorencito también?
La mirada de Alejandro era dura al responder:
- De Lorencito tengo que saber qué carajo hizo este verano y por qué no dio señales de vida, simplemente. Y si se tiró o no se tiró a la Rovira de los cojones.
Con esto Alejandro se levantó e Ildefonso tras él. Era el único que se tomaba esas licencias con el ministro y en su propio despacho. Alejandro caminó hacia la puerta e Ildefonso lo siguió. Al abrirla, Alejandro se volvió y le preguntó por Toñi, su mujer, llamándola por su nombre, como siempre hacía:
- ¿Qué tal está Antonia?
- Muy bien, te manda saludos.
- ¿Los niños?
- Hechos unos salvajes. El mayor el domingo...
Alejandro lo interrumpió. Seguía serio:
- Un fin de semana de éstos os venís a casa.
- Encantados, ya sabes.
El ministro, ya solo, se sentó ante su mesa y se quedó meditando un rato, tocándose la barbilla. Luego descolgó el teléfono y le habló a su secretaria.
- Pásame cuando sea posible con el Ministerio del Interior... Sí, con el Ministro mismo. Es personal.

1 comentario:

Anónimo dijo...

jodero tío, es la primera vez que te leo. Pero no va a ser la última.