(Publicado en El Mundo hoy, 30 de septiembre)
Hoy está perfectamente prevista en nuestra legislación la posibilidad de disolver los órganos de las Corporaciones Locales «en el supuesto de gestión gravemente dañosa para los intereses generales que suponga incumplimiento de sus obligaciones constitucionales». Así lo determina el artículo 61. 1 de la Ley de Bases del Régimen Local, que incluye un complejo procedimiento, alicatado de garantías, para la adopción de esta medida extrema.
Porque, en efecto, se atribuye la competencia al máximo órgano político-constitucional del Estado, es decir, al Gobierno de la Nación. Este ha de actuar siempre con conocimiento del Consejo de Gobierno de la comunidad autónoma correspondiente, y puede iniciar el procedimiento bien a iniciativa propia, bien a solicitud del Ejecutivo regional. Pero necesita para ultimarlo y poder aprobar la medida el «acuerdo favorable del Senado», en cuyo seno es la Comisión general de las comunidades autónomas la llamada a informar (artículo 56, letra n del actual Reglamento de la Cámara).
Este sistema procede de la regulación de nuestras Administraciones locales aprobada en abril de 1985, pero por ley orgánica de 10 de marzo de 2003, llamada de Garantía de la Democracia en los Ayuntamientos y la Seguridad de los Concejales, se añadió un párrafo (que no tiene carácter orgánico) en el que se concreta un supuesto de gestión gravemente dañosa para los intereses generales, aunque existe la obvia posibilidad de que pueda haber otros. Sería el caso de aquellos «acuerdos o actuaciones de los órganos de las corporaciones locales que den cobertura o apoyo, expreso o tácito, de forma reiterada y grave, al terrorismo o a quienes participen en su ejecución, lo enaltezcan o justifiquen, y los que menosprecien o humillen a las víctimas o a sus familiares».
Se sabe que el mecanismo del artículo 61 ha sido ya empleado por un decreto de abril de 2006 para disolver el Ayuntamiento de Marbella, por haber contravenido éste «de forma sistemática» la legalidad en el otorgamiento de licencias urbanísticas y haber incurrido en otras lindezas que el Decreto desmenuza. Por su parte, el párrafo nuevo, fruto de la reforma de 2003, podría ser hoy aplicable a aquellos ayuntamientos afectados por las sentencias de los Tribunales de justicia que han declarado la ilegalidad de determinados partidos o grupos políticos.
Ahora bien, de acuerdo con los principios generales propios de las actuaciones públicas y con la forma prudente en que el precepto está redactado, es evidente que la actuación del Gobierno habría de respetar, entre otros, el principio de proporcionalidad que, nacido en la jurisprudencia del Tribunal europeo, se halla acogido por los distintos Tribunales constitucionales y administrativos de los países de la Unión. Incidentalmente diré que al mismo, y en referencia al Tribunal Constitucional alemán, ha dedicado un magnífico trabajo Bernhard Schlinck, catedrático de Derecho Público que es muy conocido como escritor y como autor de El lector, una novela apasionante que ha sido leída por miles de personas en todo el mundo y desde luego en España.
Pero sigamos con nuestro asunto. Para decirlo muy resumidamente, nuestros Tribunales, el Constitucional y el Supremo, conectan la proporcionalidad con el valor de la justicia y con los principios de interdicción de la arbitrariedad y del Estado de Derecho. De suerte que, para que se ajuste a los mandatos constitucionales, se necesita que la medida a emplear sea la idónea, es decir, adecuada para el fin pretendido; necesaria, especialmente exigible cuando se trata de limitar derechos fundamentales, lo que obliga a analizar cuidadosamente la posible existencia de alternativas menos aflictivas; en fin, respetuosa con el análisis que en economía se llamaría de coste /beneficio, es decir, que no vaya a producir más desventajas que utilidad. Dicho en lenguaje coloquial, que no pretenda abatir gorriones a cañonazos.
Todas estas cautelas, como se ve exquisitas filigranas, son las que obran en nuestro Ordenamiento para poder disolver, de acuerdo con la legalidad, los órganos democráticamente elegidos de un Ayuntamiento.
Y ahora procede explicar la curiosidad que ofrece nuestra historia reciente y lo hago para posible pasmo de aquellos que contemplan el pasado con la mirada superficial de quien habla de oídas o lee con pereza, cum incuriam, que dirían los clásicos.
Porque en ese pasado, en la Monarquía de la Restauración y en la II República, técnicas similares a la analizada, a saber, las de suspender un Ayuntamiento o desplazar a los alcaldes elegidos era algo habitual, juego de niños, podría decirse. El lector ha leído bien: la II República, esa época que hoy algunos se empeñan en presentar como un compendio afortunado de respeto a las reglas democráticas, hacía y deshacía en las corporaciones locales con maneras de dómine de malas pulgas.
Cuando en 1931 se revisa la obra de la Dictadura de Primo de Rivera (Decreto-Ley de 16 de junio, luego convertido en ley) se deja subsistente el Estatuto municipal de 1924 (de Calvo Sotelo) pero se vuelve en algunas materias a la ley de 1877. En especial, se acogen sus previsiones acerca de la suspensión temporal de alcaldes y ayuntamientos, atribuida a los gobernadores civiles, y con una participación ex post del juez tan débil que en los intentos de reforma de Maura (1907 - 1909) se quiso rectificar tal estado de cosas disponiendo garantías más afinadas. La opción que los gobernantes de 1931 hicieron por la legislación de 1877 constituyó pues una apuesta decidida por un sistema de injerencia gubernativa en la vida de las corporaciones locales que había sido criticado por muchas voces durante la Monarquía alfonsina. El proyecto de Maura y la supresión de estas técnicas de intervención por Primo de Rivera es consecuencia de ello, si bien es verdad que el Dictador no se tomó jamás en serio la obra de Calvo Sotelo y por tanto su contenido fue en la práctica papel mojado.
En el año 1931 no se desconocía pues que el manejo del arma de la suspensión en épocas electorales había sido algo absolutamente habitual e incluso que tenía a veces carácter cómico. Según Gumersindo de Azcárate, buen estudioso del régimen local de la época, un Ayuntamiento fue suspendido en período electoral porque no había ordenado el encendido de todas las luces. En un libro, cuyo autor es Pedro Pérez Díaz, publicado a principios de siglo y dedicado justamente a este tema, puede advertirse la desesperanza del autor cuando escribe que «los derechos políticos son para los amigos, los cuales además no delinquen nunca ni quebrantan el Derecho».
Es decir, se diseñó el cañamazo para que, a lo largo del periodo republicano, en ayuntamientos grandes y pequeños, las suspensiones de alcaldes y su sustitución por personas afines nombradas por los gobernadores fuera constante. Hace poco, en esta misma página, contaba yo mismo el ejemplo curioso de las elecciones para nombrar a los representantes de las regiones en el Tribunal de Garantías constitucionales, momento en el que fue necesario discutir largamente si los corporativos suspendidos -muchos y en todos los territorios- podían o no participar en los comicios.
En fin, al atender la República a la Administración local con una ley específica, en 1935, se autorizó la suspensión gubernativa de alcaldes «cuando la provincia a que pertenezca el término municipal se halle en alguno de los tres estados de prevención, alarma o guerra definidos por la Ley de Orden público». Estados excepcionales que en aquellos años fueron los normales por lo que el recurso a esta medida resultó tan frecuente como son los rebaños de nubes en los cielos.
Hoy, lo hemos visto, la legislación de régimen local es muy respetuosa con los poderes locales elegidos. Justamente por ello, aplicarla no sería sino empuñar la batuta de la legitimidad democrática.
Porque, en efecto, se atribuye la competencia al máximo órgano político-constitucional del Estado, es decir, al Gobierno de la Nación. Este ha de actuar siempre con conocimiento del Consejo de Gobierno de la comunidad autónoma correspondiente, y puede iniciar el procedimiento bien a iniciativa propia, bien a solicitud del Ejecutivo regional. Pero necesita para ultimarlo y poder aprobar la medida el «acuerdo favorable del Senado», en cuyo seno es la Comisión general de las comunidades autónomas la llamada a informar (artículo 56, letra n del actual Reglamento de la Cámara).
Este sistema procede de la regulación de nuestras Administraciones locales aprobada en abril de 1985, pero por ley orgánica de 10 de marzo de 2003, llamada de Garantía de la Democracia en los Ayuntamientos y la Seguridad de los Concejales, se añadió un párrafo (que no tiene carácter orgánico) en el que se concreta un supuesto de gestión gravemente dañosa para los intereses generales, aunque existe la obvia posibilidad de que pueda haber otros. Sería el caso de aquellos «acuerdos o actuaciones de los órganos de las corporaciones locales que den cobertura o apoyo, expreso o tácito, de forma reiterada y grave, al terrorismo o a quienes participen en su ejecución, lo enaltezcan o justifiquen, y los que menosprecien o humillen a las víctimas o a sus familiares».
Se sabe que el mecanismo del artículo 61 ha sido ya empleado por un decreto de abril de 2006 para disolver el Ayuntamiento de Marbella, por haber contravenido éste «de forma sistemática» la legalidad en el otorgamiento de licencias urbanísticas y haber incurrido en otras lindezas que el Decreto desmenuza. Por su parte, el párrafo nuevo, fruto de la reforma de 2003, podría ser hoy aplicable a aquellos ayuntamientos afectados por las sentencias de los Tribunales de justicia que han declarado la ilegalidad de determinados partidos o grupos políticos.
Ahora bien, de acuerdo con los principios generales propios de las actuaciones públicas y con la forma prudente en que el precepto está redactado, es evidente que la actuación del Gobierno habría de respetar, entre otros, el principio de proporcionalidad que, nacido en la jurisprudencia del Tribunal europeo, se halla acogido por los distintos Tribunales constitucionales y administrativos de los países de la Unión. Incidentalmente diré que al mismo, y en referencia al Tribunal Constitucional alemán, ha dedicado un magnífico trabajo Bernhard Schlinck, catedrático de Derecho Público que es muy conocido como escritor y como autor de El lector, una novela apasionante que ha sido leída por miles de personas en todo el mundo y desde luego en España.
Pero sigamos con nuestro asunto. Para decirlo muy resumidamente, nuestros Tribunales, el Constitucional y el Supremo, conectan la proporcionalidad con el valor de la justicia y con los principios de interdicción de la arbitrariedad y del Estado de Derecho. De suerte que, para que se ajuste a los mandatos constitucionales, se necesita que la medida a emplear sea la idónea, es decir, adecuada para el fin pretendido; necesaria, especialmente exigible cuando se trata de limitar derechos fundamentales, lo que obliga a analizar cuidadosamente la posible existencia de alternativas menos aflictivas; en fin, respetuosa con el análisis que en economía se llamaría de coste /beneficio, es decir, que no vaya a producir más desventajas que utilidad. Dicho en lenguaje coloquial, que no pretenda abatir gorriones a cañonazos.
Todas estas cautelas, como se ve exquisitas filigranas, son las que obran en nuestro Ordenamiento para poder disolver, de acuerdo con la legalidad, los órganos democráticamente elegidos de un Ayuntamiento.
Y ahora procede explicar la curiosidad que ofrece nuestra historia reciente y lo hago para posible pasmo de aquellos que contemplan el pasado con la mirada superficial de quien habla de oídas o lee con pereza, cum incuriam, que dirían los clásicos.
Porque en ese pasado, en la Monarquía de la Restauración y en la II República, técnicas similares a la analizada, a saber, las de suspender un Ayuntamiento o desplazar a los alcaldes elegidos era algo habitual, juego de niños, podría decirse. El lector ha leído bien: la II República, esa época que hoy algunos se empeñan en presentar como un compendio afortunado de respeto a las reglas democráticas, hacía y deshacía en las corporaciones locales con maneras de dómine de malas pulgas.
Cuando en 1931 se revisa la obra de la Dictadura de Primo de Rivera (Decreto-Ley de 16 de junio, luego convertido en ley) se deja subsistente el Estatuto municipal de 1924 (de Calvo Sotelo) pero se vuelve en algunas materias a la ley de 1877. En especial, se acogen sus previsiones acerca de la suspensión temporal de alcaldes y ayuntamientos, atribuida a los gobernadores civiles, y con una participación ex post del juez tan débil que en los intentos de reforma de Maura (1907 - 1909) se quiso rectificar tal estado de cosas disponiendo garantías más afinadas. La opción que los gobernantes de 1931 hicieron por la legislación de 1877 constituyó pues una apuesta decidida por un sistema de injerencia gubernativa en la vida de las corporaciones locales que había sido criticado por muchas voces durante la Monarquía alfonsina. El proyecto de Maura y la supresión de estas técnicas de intervención por Primo de Rivera es consecuencia de ello, si bien es verdad que el Dictador no se tomó jamás en serio la obra de Calvo Sotelo y por tanto su contenido fue en la práctica papel mojado.
En el año 1931 no se desconocía pues que el manejo del arma de la suspensión en épocas electorales había sido algo absolutamente habitual e incluso que tenía a veces carácter cómico. Según Gumersindo de Azcárate, buen estudioso del régimen local de la época, un Ayuntamiento fue suspendido en período electoral porque no había ordenado el encendido de todas las luces. En un libro, cuyo autor es Pedro Pérez Díaz, publicado a principios de siglo y dedicado justamente a este tema, puede advertirse la desesperanza del autor cuando escribe que «los derechos políticos son para los amigos, los cuales además no delinquen nunca ni quebrantan el Derecho».
Es decir, se diseñó el cañamazo para que, a lo largo del periodo republicano, en ayuntamientos grandes y pequeños, las suspensiones de alcaldes y su sustitución por personas afines nombradas por los gobernadores fuera constante. Hace poco, en esta misma página, contaba yo mismo el ejemplo curioso de las elecciones para nombrar a los representantes de las regiones en el Tribunal de Garantías constitucionales, momento en el que fue necesario discutir largamente si los corporativos suspendidos -muchos y en todos los territorios- podían o no participar en los comicios.
En fin, al atender la República a la Administración local con una ley específica, en 1935, se autorizó la suspensión gubernativa de alcaldes «cuando la provincia a que pertenezca el término municipal se halle en alguno de los tres estados de prevención, alarma o guerra definidos por la Ley de Orden público». Estados excepcionales que en aquellos años fueron los normales por lo que el recurso a esta medida resultó tan frecuente como son los rebaños de nubes en los cielos.
Hoy, lo hemos visto, la legislación de régimen local es muy respetuosa con los poderes locales elegidos. Justamente por ello, aplicarla no sería sino empuñar la batuta de la legitimidad democrática.