14 abril, 2009

Carta a un punitivista exaltado

¿Usted, estimado amigo, cómo se considera habitualmente, como una persona legal y muy de orden o como un delincuente real o potencial? Si no se fía mucho de su apego a las normas o de lo recto de su carácter, a lo mejor se tranquiliza un poco al pensar que hay bastantes cacos que se libran de las garras de la ley. Por fortuna para ellos, tal parece, la policía debe respetar ciertas barreras legales y los jueces a veces hasta tienen que absolverlos aun cuando están en su fuero interno convencidos de que son culpables. Por ejemplo, la policía no puede pincharle el teléfono a alguien al buen tuntún, simplemente porque le ve mala pinta o de manera aleatoria, a ver si por un casual caza a un delincuente inesperado a base de espiar sus conversaciones. Tampoco pueden los policías entrar en su casa y hacer registros así como así y por ver qué pillan. Si le estuviera permitido a la policía hacer esas cosas, muchos malandrines serían descubiertos y apresados, pero, como no puede, pues se libran, al menos de momento.
En cuanto a los jueces, muchas veces tienen que abstenerse de condenar a acusados sobre los que pesan pruebas obtenidas ilegalmente, o cuyas garantías procesales no fueron respetadas durante la instrucción o el juicio. Semejante suerte de los malvados suele producir indignación en la gente de bien, que estima que las leyes están hechas para beneficio de asaltantes, violadores, narcotraficantes, pedófilos y homicidas, entre otros, aunque no para evasores fiscales o conductores cargados de orujo de garrafa. Luego veremos si tienen razón esa buenas personas que piensan tan mal.
Si usted es persona muy honrada y sumamente respetuosa con las normas legales, pensará que no le acecha más riesgo que el de ser atacado por alguno de esos asociales que, para colmo, puede acabar librándose del castigo gracias a aquellas zarandajas legales. Pero si ése es su parecer, querido amigo, usted se equivoca grandemente. Digo más, usted padece esa forma de infantilismo propio de adultos que proyectan sobre el Estado los mágicos poderes que el niño atribuye a los papás antes de llegar a convertirse en un adulto moralmente maduro. Del mismo modo que el niño ve en el papá -o veía, tal vez hasta eso está cambiando- un ser sabio y poderoso al que nada se le escapa y cuyas órdenes son incuestionable ley que vela por los más débiles, hay mayores que piensan que el Estado es infalible y que la palabra de sus instituciones es palabra de Dios. Así, si un policía detiene ha de ser porque ha dado con un indudable culpable, y si un juez condena es porque está fuera de discusión la culpabilidad del acusado. Pero los adultos maduros y equilibrados sabemos que en toda actuación humana cabe el error y que, hasta con el mayor cuidado, cualquiera puede pifiarla.
Si usted es de los que a menudo se cabrean al pensar cuántos culpables andan tan campantes por la calle sin que nadie los moleste o beneficiándose de aquellas garantías procesales que tanto le inquietan, le aconsejo que medite también un poco sobre cuántos inocentes serán condenados y estarán pagando pena por lo que en realidad no hicieron. Más aún, si usted es del sector de los buenos, de los que no delinquen ni con el pensamiento, dígame concretamente y con sinceridad qué le preocupa más, si que le absuelvan de algún delito que sí cometió o que le condenen por el que no es suyo. Yo, en su lugar, estaría más preocupado por lo segundo. Usted sabe que a veces se dan casualidades terribles: un tremendo parecido entre dos personas, un testigo miope, el azar de que usted también andaba por allí cuando todo sucedió, que calza el mismo número y llevaba un modelo igual de zapato, que la matrícula de su coche es casi idéntica, que, incluso, la muerta había sido en tiempos novia suya y habían roto de muy mala manera. Qué sé yo. Y alguna tele dándole caña, claro. También sabe usted que, a veces y en algunos países, cuando a los policías no se los ata corto falsean pruebas y amañan testimonios. Hay muchas películas sobre eso. Así que dése usted cuenta de que es sumamente terrible y no es del todo improbable que un día le carguen a usted -o a un hijo suyo, por ejemplo- con el muerto de otro. Más le digo: es tanto más probable que esa desgracia le ocurra cuanto menores sean aquellas garantías procesales que, según tanto dice usted en el bar a todas horas, sólo sirven para que los ladrones y asesinos se vayan de rositas. Fíjese, le voy a poner algunos ejemplos.
Usted seguro que ha oído hablar de la presunción de inocencia. Le parece horrible, claro. Significa que o la acusación demuestra fehacientemente y con pruebas que el imputado es culpable o éste debe ser absuelto aunque no se haya tomado ni la molestia de defenderse. Y no sólo eso, dicha demostración -que es siempre una demostración relativa, lamentablemente- ha de hacerse con pruebas legalmente obtenidas, dándole al acusado la ocasión de contraargumentarlas o de ofrecer las suyas y procurando que no esté en situación de inferioridad humana y procesal ante quien lo acuse. Terrible, sí, pero ahora dígame si no le alivia un poco pensar que esa presunción de inocencia y las dificultades para derribarla hacen un poco menos probable que usted sea condenado como autor de lo que no hizo y nada más que porque alguien mete la pata o le tiene ojeriza. No basta que contra usted declare el policía o la vecina del quinto, o que alguien que le haya espiado a hurtadillas muestre una foto supuestamente acusadora: hay que convencer al juez con argumentos y pruebas legales y fiables. ¿Verdad que ya se siente un poco más tranquilo?
¿Y le suena lo del principio de in dubio pro reo? Sí, lo sé, le suena fatal por lo del pro reo. Claro, eso es porque nunca se imagina que el reo sea usted o uno de sus seres queridos, y menos todavía piensa que puedan ser ustedes los encausados por error o mala fe. Mire esta historia, no tan infrecuente. Por algún mal querer, una señora que la tiene tomada con usted lo acusa de haberla violado. Tiene unos moratones que usted no le hizo, pero los tiene. Estuvo en verdad aquel día en el despacho de usted a una hora en que no quedaba nadie más en el edificio y usted sabe que nada malo ocurrió, pero ella dice lo contrario. En su ropa interior aparecen varios pelos suyos, que vaya usted a saber cómo llegaron allí o quién los puso. Además, un viandante declara que desde la calle oyó gritos de mujer que salían por la ventana de su oficina a la fatídica hora. Usted es inocente, repito, todo es un montaje. Alguna vez ha ocurrido, lamentablemente. Pero los medios de comunicación han saltado a su yugular y exigen medidas extremas y condena ejemplar. Ha habido incluso manifestaciones ciudadanas para pedir la cadena perpetua para usted y todos los violadores de su calaña. Pero resulta que usted no es un violador ni le tocó un pelo a aquella dama, cosa que no sabe esa gente que así se manifiesta y se alborota, de la misma manera que usted lo ha hecho otras veces cuando asistió a manifestaciones por el mismo motivo o se excitó a la hora del café pidiendo mano dura con toda esa chusma.
Qué tristeza, ahora le ha tocado a usted mismo la china y escucha desde su celda el rechinar de los dientes de sus conciudadanos. Mas una última esperanza le queda. Le ha tocado un juez íntegro y que no se deja amilanar por las presiones ni influir por las campañas con las que algunos medios infames tratan de aumentar su audiencia o su tirada. Y ese buen juez tiene la mosca detrás de la oreja, duda seriamente sobre si usted será autor de la reprobable acción de la que se le acusa, pues ha visto en las pruebas alguna inconsistencia, no se fía del todo de algunos testimonios y no ha observado en usted los indicios habituales en el que comete fechorías de ese cariz. En suma, que duda y duda y no sabe que hacer. Mejor dicho, si es un juez de los buenos y si se atiene a los principios que rigen la justicia penal en un auténtico Estado de Derecho, sí sabe qué hacer en esa su dubitativa situación: aplicar el in dubio pro reo y, por tanto, absolverlo a usted. Se arriesga a que lo crucifique la opinión pública y, además, a que resulte que si en realidad usted sí fuera un violador y un día, en el futuro, comete una nueva agresión sexual, se le venga a él, el juez, el mundo encima. Pero algo le preocupa más: que usted pueda ser inocente y que, si él le condena, acabe pagando por lo que no hizo. Y ese juez sabe que esa preocupación es la que inspira garantías como la del in dubio pro reo. Así que cumple con su obligación, se atiene al hacer de un buen profesional y dicta sentencia absolutoria. Se ha librado usted por los pelos de los que, como usted, quieren que los jueces den leña a discreción. Ha tenido mucha suerte de que aún queden jueces en lugar de tiralevitas y trepas.
¿Verdad que ya se siente usted un poco mejor? ¿No le parece que, para nosotros, los buenos y legales, es una gran fortuna que rijan esos principios de presunción de inocencia y del in dubio pro reo? Pues a ver si no nos olvidamos de esta pequeña lección, so mindundi, y no se pone usted a pedir sangre otra vez y a la mínima, sin darse cuenta de que, si le hacen caso y el Estado se convierte en ese monstruo que usted invoca, lo probable es que esa sangre sea la suya y que sea él mismo, el Estado, el que se la saque sin miramientos y por un quítame allá esas pajas.
Y, por cierto, ya que estamos en confianza, contésteme sinceramente otra pregunta: ¿a usted qué le da más miedo normalmente, sus vecinos o el Estado mismo? Piénselo despacio y no se apresure con la respuesta, pues si me va a decir que teme más que nada a sus conciudadanos porque pueden ser sangrientos asesinos o insaciables atracadores, y que, en cambio, el Estado y sus servidores le parecen buenos por definición, puros, castos e insobornables en todo caso, y que prefiere entregar su libertad y su tranquilidad por entero al Estado para que lo proteja contundentemente frente a tanta mala gente que hay por el mundo, si me va a decir todo eso, tendré que replicarle una cosa, aunque me duela: es usted un perfecto cantamañanas, un inconsciente y un ignorante; y, además, es usted carne de cañón de todas las tiranías pensables y, posiblemente, sería usted, so capullo, una de sus primeras víctimas. Así que ojito con lo que gritamos y lo que pedimos. La historia enseña que los más fieros monstruos nacen de las manifestaciones multitudinarias de las gentes de ley y orden. Que no se le olvide.

7 comentarios:

Carmen dijo...

Así es, Juan Antonio, así es.

En el mundo al revés, los familiares y vecinos de las víctimas; dirigen la investigación policial. Cualquier medio(cre) de (in)comunicación se hace eco de los detalles más escabrosos, certeros o falsos (eso no importa). Mientras, los politicuchos les siguen el juego con cantos de sirena y promesas diversas, todo ello para desviar la atención de los verdaderos problemas que nos acechan.....que no son pocos.

Un cordial saludo.

elchicodelaslentejas dijo...

Algunas recomendaciones que se me vienen a la cabeza al hilo de lo expuesto:

Para que aquellos que se sientan incómodos leyendo el post puedan vivir de un modo más cercano la experiencia a la que se refiere el autor, tal vez les convenga el visionado de "Furia", de Fritz Lang, o de "Falso culpable", de Hitchcock.

Además, Grossman en su excepcional "Vida y destino" (y en "Todo fluye") da buen ejemplo de por qué ha de temerse a los estados omnipotentes, sean de la ideología que sean.

Saludos y bon apetit!

Anónimo dijo...

Amén, dilecto colega.

AnteTodoMuchaCalma dijo...

¡Olé!

Anónimo dijo...

Bien razonado y argumentado. Pero el problema es hacer llegar el texto a las masas.

Anónimo dijo...

tiene mucha razón, pero... no hay quien pueda con el populismo penal

Antón Lagunilla dijo...

Totalmente de acuerdo. Son legítimos el dolor, la indignación y el miedo de las víctimas, e incluso su deseo de venganza, pero cuando pretenden erigirse en jueces, la libertad desaparece.
Y la justicia. De raíz.
Además, percibo en todo ello algo muy preocupante: un profundo miedo a la libertad (Fromm dixit).
Saludos