28 diciembre, 2009

Tener de qué hablar

Cada día me llama más la atención la comunicación en la vida ordinaria y entre la gente “normal”. Con lo de gente “normal” no pretendo marcar superioridad o inferioridad, sólo excluir a las personas que son “anormales” porque pasan mucho rato con la cabeza ocupada en temas peculiares, ya sea, por ejemplo, el motivo de la caída del Imperio Romano o cuál es el mejor sistema para montar una bomba. Y de la comunicación de la gente en su vida diaria lo que me llama la atención es la correlación entre preocupación, ocupación y conversación. Me parece muy enigmático, quizá porque uno es bastante rarito, lo que no quiere decir por sí, repito, mejor ni peor. Examinemos brevemente el asunto.
¿De qué se suele preocupar el ciudadano común? De muy pocas cosas. Aparte de la tríada salud, dinero y amor y de que queda en la cabeza un cierto runrún de los temas con los que machacan de continuo los medios de comunicación y que activan levemente algo de mala uva o de un miedo indefinido, ese ciudadano “normal” va con unas fuertes anteojeras que lo inmunizan frente a las cuestiones relacionadas con el saber o la toma de postura en asuntos en los que no haya una implicación vital inmediata.
No es, creo, un problema de capacidad en abstracto, sino una disposición vital que nos hace reacios a la inquietud, sea una inquietud puramente intelectual o una inquietud política o moral. Como vulgarmente se dice, el personal enchufa a masa cuando oye cualquier información, pongamos por caso, sobre temas históricos o sobre problemas políticos, sociales, económicos o morales del presente. El “yo de eso no entiendo” significa, por lo general, yo de eso no quiero preocuparme o yo con eso no quiero ocuparme. Individuos que te pueden recitar de memoria las letras completas del último disco de un grupo musical famoso o la lista de personajes de cualquier serie televisiva son incapaces de recordar el nombre del primer ministro británico o de saber cuántos países forman la Unión Europea, aunque mil veces oigan mencionarlos en los telediarios. Oyen, pero no escuchan. Siempre me deja perplejo el gusto que en algunas casas se encuentra para conversar durante los informativos de la radio o de la televisión, tomados como música de fondo o ruido ambiental que invita al ruido casero.
Ahora bien, funciona un llamativo criterio selectivo. Si en medio de las noticias aparecen los Príncipes de Asturias, las infantas e infantes, Penélope Cruz o un futbolista renombrado, hay inmediatas llamadas al silencio y la noticia de turno va seguida de abundantes disquisiciones sobre cualquier cosa que no sea el fondo de la cuestión. Que si está delgada, que si cuánto cobra ese tipo, que si se parecen a los abuelos, etc. La noticia de que una bomba israelí, por ejemplo, mató a veinte niños palestinos no altera el pulso hogareño, pero una simple gripe de una estrella de la farándula puede dar que hablar durante una cena entera. Quienes apenas saludan a los vecinos en el rellano o rehuyen cualquier confidencia delicada de un amigo se quedan extasiados ante las peripecias vitales de los personajillos de El Gran Hermano o se enteran con pelos y señales de que no sé qué actor norteamericano debe un millón de dólares al fisco.
¿Y sobre qué hablan las gentes entre sí? En las relaciones habituales se evitan con cuidado los temas que presupongan conocimientos generales y abstractos y los que puedan provocar discrepancias ideológicas, en el sentido más lato del término ideología. Sin embargo, en las reuniones de compañeros o en las comidas de parientes también importa combatir los incómodos silencios. ¿Solución? Por un lado, traer a colación esas cuestiones del deporte, los programas de la televisión-basura y la farándula. Además de los asuntos climatológicos, por supuesto. Por otro, elevar a categoría de interés general algunos detalles de la más pedestre vida ordinaria.
En este último punto el tema de los niños juega un gran papel. Sujetos obligados a estar juntos en ciertos momentos y que de ordinario no tendrían nada que decirse o no querrían decirse nada, se sustraen a ese silencio, que da mala espina, a base de intercambiarse todo tipo de datos sobre andanzas de sus retoños o, incluso, de los ajenos. Más aún, como hipótesis me atrevo a mantener que ahí se halla una de las razones del gusto de muchos por tener hijos: para tener de que hablar, para hablar de ellos y, al tiempo, para poder escuchar a los otros cuando relatan anécdotas de los suyos. Los niños rellenan enormes vacíos vitales y comunicativos.
Para quien no suele tener más afición que contemplarse su propio ombligo o mirar la tele, los niños propios constituyen una crucial toma a tierra, les dan algo para ocuparse y preocuparse y, sobre todo, algo de qué conversar, primero con la propia pareja y luego con el resto de la familia y hasta con el resto del mundo. En esos casos es plenamente acertada esa expresión de que los niños dan sentido y razón de ser a la vida: a la vida, sobre todo, de los que se mueren de hastío y aburrimiento y de los que no suelen tener nada que decir. Los niños son el pretexto y la parte fundamental del texto, y a través de ellos son los padres los que se socializan y vuelven a encontrar algún engarce con su medio social.
Es más, los niños pequeños desocializan y resocializan a sus mayores. Desocializan porque interrumpen los hábitos anteriores y obligan a los padres a perder muchas de los los resortes que antes los ligaban a sus grupos, pero resocializan porque abren un campo nuevo de relaciones y comunicaciones. De ahí la perplejidad con la que los que se mantienen sin hijos contemplan a sus antiguos camaradas y de ahí que los grupos anteriores se rehagan como grupos de progenitores unidos por su nuevo tema y solidarios en sus actuales servidumbres.
Lo voy a poner en primera persona y que se me disculpe si no suena bonito. Con la mayor parte de las personas de mi entorno me ocurre lo usual, que ni me interesa un pimiento lo que cuentan ni tienen ganas de escuchar nada de lo que a mí me entretiene o me preocupa, absolutamente nada. Ah, pero con un niño pequeño sí hay tema, podemos gastar un buen rato analizando la última gastroenteritis del bebé o el modo como se le curó un tenaz catarro, amén de cotejar las habilidades y las personalidades de los respectivos pediatras. Todo un hallazgo.
Les confieso que me aburro como una ostra, que se dice, pero por lo menos ya hay manera de pasarse un café o una comida sin parecer tan antipático.

4 comentarios:

AnteTodoMuchaCalma dijo...

"[T]emas peculiares, ya sea, por ejemplo, el motivo de la caída del Imperio Romano".

La causa de la caída del Imperio Romano fue correr con sandalias. Quien lo haya probado estará de acuerdo conmigo.

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Por cierto: para tener de qué hablar, les recomiendo ESTA JOYA. En casa hemos tenido ataque de risa con lágrimas por las mejillas y dolor de barriga. Especialmente cuando recordamos que esta tía podía haber tenido el maletín nuclear.

A. dijo...

Qué pena que por internet no se puedan escuchar los aplausos. Lo has explicado muy bien. Los temas de actualidad, excluyo a Belén Esteban, son como la música clásica, o se aprende apreciarlos de pequeño o sino de mayores parece algo cansino y pesado que el cerebro prefiere obviar.

El problema, en general, suele aparecer cuando tienes interés por las noticias sobre la Unión Europea y no por Belén Esteban. Entonces, tienes un problema, al menos de comunicación con el resto de la sociedad...

roland freisler dijo...

Y cuando se habla entre "intelectuales" de temas interesantes ¿no hay en esas conversaciones falacias como por un tubo?

A. dijo...

No creo que sea cuestión de "intelectuales" sino de preocuparse de cómo va el mundo más allá del portal de la vecina.