Al sacar el montón de papeles del buzón, una tarjeta pequeña cayó al suelo. Se agachó a recogerla, con riesgo de que se le escaparan todos los paquetes que llevaba en la mano, y la ojeó para ver si allí mismo la echaba a la papelera. “Po & Pi, Poetas y Pintores”, decía en letras grandes. Y, luego aclaraba lo que se ofrecía: “¿Necesita un pintor que inmortalice algún momento de si vida? ¿Desea que un poeta le acompañe y ponga sus mejores sentimientos y vivencias en las palabras más bellas? Llámenos”. Y un teléfono. Metió la tarjeta en el bolsillo de su americana y tomó el ascensor.
Se lo comentó a su mujer y le sorprendió su respuesta. Ella también había visto esa modesta publicidad y le parecía una idea de lo más sugerente. ¿Pedir los servicios de un poeta o un pintor? ¿Para qué? La mujer insistía, podría resultar simpático. Ella prefería comenzar con un poeta, pues le daba la risa al imaginarse posando durante largo rato para el retratista. El marido no apeaba su reticencia, qué diablos podría decirles un poeta, vamos a ver, menudos ripios cursis les podía soltar. Cuado ella le dio la opción de hacerlo sola, transigió. Llamó él mismo. La voz femenina que amablemente le respondía le advirtió que para hoy sólo estaban libres poetas varones. ¿Hoy mismo? Por qué no, era domingo y se lo tomaría como un pasatiempo imprevisto. Sí, que venga un hombre. La dama anotó su dirección y anunció la visita para dentro de una hora, le comentó la tarifa y no preguntó más.
Su mujer le dijo que iba a arreglarse un poco y que él también debería quitarse el chándal. Media hora después, reapareció maquillada, con vaqueros ajustados y una camisa blanca desabrochada hasta el segundo botón, mostrando un canalillo sugerente. Se apresuró él a vestir un pantalón de pana y una camisa de cuadros azules. Estuvieron callados durante el resto de la espera y vagamente entretenidos con los periódicos y suplementos del fin de semana.
El timbrazo lo sobresaltó. Fue a abrir la puerta y se encontró a un hombre de su edad, cuyas facciones le resultaban familiares.
- Pero, Luis, qué alegría. Cuánto tiempo y qué buena coincidencia.
El visitante lo abrazó con afectada cordialidad.
- No me digas que no me reconoces, tú estás igual que hace veinte años. ¿No te acuerdas de La Diligencia?
¡La Diligencia! Aquel grupo de teatro en el que fugazmente había participado en su época de estudiante universitario.
- ¿Antón?
- El mismo. Tienes una casa preciosa y se ve que te han ido bien las cosas.
La mujer se había acercado sonriente.
- ¿Os conocéis?
Hechas las presentaciones, se instalaron en el salón.
- ¿Sigues tan apasionado con la lírica del Siglo de Oro? Me acuerdo que te pasabas el día recitando a Garcilaso. Hasta pesado te ponías.
¿Siglo de Oro? ¿Garcilaso? El tal Antón se confundía. La mujer observaba a ambos. Mejor cambiar de tercio.
- ¿Y qué ha sido de tu vida?
- Es largo de contar -el visitante hablaba sin apartar la sonrisa de sus labios-. Pasé una temporada entre rejas por un asunto desgraciado que no se puede relatar en poco tiempo.
- ¿Estuviste en la cárcel?
- Es agua pasada. Fue duro, pero esa experiencia me ayudó a reorientar mi vida. Leí mucho. Tanto, que decidí vivir la literatura de otra manera.
Esa sonrisa continua empezaba a fatigar a Luis. ¿Qué estaría pensando ahora mismo su mujer? ¿Por qué no decía nada?
- ¿Has montado tú este negocio de poetas y pintores a domicilio?
- Sí, con Juana, mi compañera, y con un par de amigos más. ¿Te acuerdas de Senén?
- No.
- Bueno, es igual. Senén es el pintor. Un genio. Deberíais llamarlo un día.
- ¿Hay que posar mucho rato? -Al fin había hablado la mujer-.
- Depende del tipo de pintura que queráis. A él lo que le gusta es recrear ambientes de un modo más poético que estrictamente figurativo.
- ¿Y tú?
La pregunta le había salido sin reflexión, por puro impulso. Se arrepintió y esperó un poco tenso.
- Yo lo mismo, pero con palabras.
Se hizo un silencio. La mujer cruzó las piernas. ¿Sonreía? Se intercambiaban miradas los tres, hasta que Antón retomó la palabra.
- Aquí y ahora no voy a poder. No esperaba encontrarme a alguien conocido. A veces me ocurre, incluso con desconocidos. Me bloqueo. Esto no es algo que se traiga preparado, hay que dar forma a las sensaciones del momento.
- Hágalo -La orden la había dado la mujer.
- Discúlpeme, señora. Creo que no les agradaría. Es mejor dejarlo así. No les voy a cobrar, descuide. Ha sido una coincidencia muy simpática. Me encantaría quedarme un buen rato, pero tengo otra cita dentro de poco. Si os apetece, le digo a Senén que se acerque un rato un día de éstos. Os gustará.
Pasaron reunidos quince minutos más y la conversación se fue haciendo más trivial. La sonrisa se había ido borrando de la cara del vate. La despedida resultó apurada y fría.
- No me habías contado que leías poesía en su juventud.
- No. Se olvidan muchas cosas.
- ¿Y qué era eso de la Diligencia?
- Un grupo de teatro. Cosa de aficionados sin talento. Estuve muy poco tiempo.
- ¿Por qué no me habías dicho nada de eso?
- No sé. Voy a dar un paseo, necesito tomar el aire.
- Como quieras.
Cogió el abrigo y salió a la calle. Llevaba en el bolsillo la tarjeta con el número de Antón. Tenía que verlo y explicarle algunas cosas. Luego lo mandaría a paseo como se merecía.
Se lo comentó a su mujer y le sorprendió su respuesta. Ella también había visto esa modesta publicidad y le parecía una idea de lo más sugerente. ¿Pedir los servicios de un poeta o un pintor? ¿Para qué? La mujer insistía, podría resultar simpático. Ella prefería comenzar con un poeta, pues le daba la risa al imaginarse posando durante largo rato para el retratista. El marido no apeaba su reticencia, qué diablos podría decirles un poeta, vamos a ver, menudos ripios cursis les podía soltar. Cuado ella le dio la opción de hacerlo sola, transigió. Llamó él mismo. La voz femenina que amablemente le respondía le advirtió que para hoy sólo estaban libres poetas varones. ¿Hoy mismo? Por qué no, era domingo y se lo tomaría como un pasatiempo imprevisto. Sí, que venga un hombre. La dama anotó su dirección y anunció la visita para dentro de una hora, le comentó la tarifa y no preguntó más.
Su mujer le dijo que iba a arreglarse un poco y que él también debería quitarse el chándal. Media hora después, reapareció maquillada, con vaqueros ajustados y una camisa blanca desabrochada hasta el segundo botón, mostrando un canalillo sugerente. Se apresuró él a vestir un pantalón de pana y una camisa de cuadros azules. Estuvieron callados durante el resto de la espera y vagamente entretenidos con los periódicos y suplementos del fin de semana.
El timbrazo lo sobresaltó. Fue a abrir la puerta y se encontró a un hombre de su edad, cuyas facciones le resultaban familiares.
- Pero, Luis, qué alegría. Cuánto tiempo y qué buena coincidencia.
El visitante lo abrazó con afectada cordialidad.
- No me digas que no me reconoces, tú estás igual que hace veinte años. ¿No te acuerdas de La Diligencia?
¡La Diligencia! Aquel grupo de teatro en el que fugazmente había participado en su época de estudiante universitario.
- ¿Antón?
- El mismo. Tienes una casa preciosa y se ve que te han ido bien las cosas.
La mujer se había acercado sonriente.
- ¿Os conocéis?
Hechas las presentaciones, se instalaron en el salón.
- ¿Sigues tan apasionado con la lírica del Siglo de Oro? Me acuerdo que te pasabas el día recitando a Garcilaso. Hasta pesado te ponías.
¿Siglo de Oro? ¿Garcilaso? El tal Antón se confundía. La mujer observaba a ambos. Mejor cambiar de tercio.
- ¿Y qué ha sido de tu vida?
- Es largo de contar -el visitante hablaba sin apartar la sonrisa de sus labios-. Pasé una temporada entre rejas por un asunto desgraciado que no se puede relatar en poco tiempo.
- ¿Estuviste en la cárcel?
- Es agua pasada. Fue duro, pero esa experiencia me ayudó a reorientar mi vida. Leí mucho. Tanto, que decidí vivir la literatura de otra manera.
Esa sonrisa continua empezaba a fatigar a Luis. ¿Qué estaría pensando ahora mismo su mujer? ¿Por qué no decía nada?
- ¿Has montado tú este negocio de poetas y pintores a domicilio?
- Sí, con Juana, mi compañera, y con un par de amigos más. ¿Te acuerdas de Senén?
- No.
- Bueno, es igual. Senén es el pintor. Un genio. Deberíais llamarlo un día.
- ¿Hay que posar mucho rato? -Al fin había hablado la mujer-.
- Depende del tipo de pintura que queráis. A él lo que le gusta es recrear ambientes de un modo más poético que estrictamente figurativo.
- ¿Y tú?
La pregunta le había salido sin reflexión, por puro impulso. Se arrepintió y esperó un poco tenso.
- Yo lo mismo, pero con palabras.
Se hizo un silencio. La mujer cruzó las piernas. ¿Sonreía? Se intercambiaban miradas los tres, hasta que Antón retomó la palabra.
- Aquí y ahora no voy a poder. No esperaba encontrarme a alguien conocido. A veces me ocurre, incluso con desconocidos. Me bloqueo. Esto no es algo que se traiga preparado, hay que dar forma a las sensaciones del momento.
- Hágalo -La orden la había dado la mujer.
- Discúlpeme, señora. Creo que no les agradaría. Es mejor dejarlo así. No les voy a cobrar, descuide. Ha sido una coincidencia muy simpática. Me encantaría quedarme un buen rato, pero tengo otra cita dentro de poco. Si os apetece, le digo a Senén que se acerque un rato un día de éstos. Os gustará.
Pasaron reunidos quince minutos más y la conversación se fue haciendo más trivial. La sonrisa se había ido borrando de la cara del vate. La despedida resultó apurada y fría.
- No me habías contado que leías poesía en su juventud.
- No. Se olvidan muchas cosas.
- ¿Y qué era eso de la Diligencia?
- Un grupo de teatro. Cosa de aficionados sin talento. Estuve muy poco tiempo.
- ¿Por qué no me habías dicho nada de eso?
- No sé. Voy a dar un paseo, necesito tomar el aire.
- Como quieras.
Cogió el abrigo y salió a la calle. Llevaba en el bolsillo la tarjeta con el número de Antón. Tenía que verlo y explicarle algunas cosas. Luego lo mandaría a paseo como se merecía.