En la Antigüedad (me imagino, porque yo no estaba allí) había clases de oratoria para razonar o hablar en público y tratar de comunicar pensamientos u otras atrevidas representaciones de la mente. Hay nombres gloriosos de artistas en este género que siempre se citan y ahí van los ejemplos de Demóstenes, Cicerón etc. En España, en la Historia contemporánea, los de Castelar (“Grande es Dios en el Sinaí ...”) y de Azaña son los que vienen a la mente cuando se piensa en oradores disertos. Hoy se suele decir que en las Cortes hay malos oradores lo que a mí no me parece justo aunque es verdad que no siempre se respetan las reglas argumentativas.
Más divertidas son las intervenciones de esos altos funcionarios y ejecutivos desodorizados que intervienen en reuniones, seminarios o simples encuentros de trabajo. Y el lenguaje camelístico-embolismático que gastan. En un escenario, además, en el que se han puesto de moda diversos artilugios ideados para estas ocasiones pedante-parlantes.
A ello se debe que, desde hace años, los organizadores de conferencias formulen preguntas raras. A mí hubo una época en que se interesaban por el hecho de si yo empleaba o no “transparencias”. Me parecía un asalto a la intimidad que procuraba pasar por alto asegurando que “eso era propio de señoritas pícaras”. Después, las tales “transparencias” fueron sustituidas por el “cañón”, artefacto que nunca he llegado a saber qué tenía que ver con una conferencia pues el público puede irritarse pero no es necesario defenderse de él con tanta acometividad. Ya más recientemente hemos pasado al “powerpoint” y cuando veo a un conferenciante manipulando el apuntador sobre una pantalla iluminada donde va leyendo lo que está al alcance de cualquier oyente, me pregunto qué pasaría si ese chisme dejara de funcionar o simplemente se interrumpiera el fluido eléctrico. ¿Se interrumpiría también su fluido discursivo?
Es decir que contamos ahora con prótesis para pronunciar discursos mientras que antes se manejaban tan solo las socorridas “muletillas” (“por así decir”, “¿verdad?”, “vale” etc). Hoy, los ingenios técnicos han venido en auxilio de quienes no saben expresarse o padecen serias dificultades en tales trances. Como cada día contamos con un avance nuevo, llegado será el día en que el orador se limite a conectar con diligencia el ordenador de sus oyentes para que estos puedan leer su mensaje.
Pues bien, al despliegue de estas prótesis hay que unir el lenguaje empleado. Como quien habla es persona que lleva años aprendiendo inglés (un español no es sino un aprendiz del inglés), lo usual es que adoquine sus informes (perdón, sus “papers”) con las cuatro palabras de ese idioma que penosamente ha logrado retener en su memoria (rating, celebrity, coinsurance, copyleft y otras lindezas semejantes).
A ello hay que añadir las siglas. Hace años me contaba un amigo economista que había visitado a don Claudio Sánchez Albornoz en Buenos Aires y cuando le dijo al sabio anciano que estaba “trabajando en la CEPAL”, don Claudio le contestó de malos modos: “hable usted en cristiano”. Hoy se dice tranquilamente que el Rey ha recibido al JEMAD o que la LOE revisará la ESO. Y lo inquietante es que muchos lo entienden.
Es decir que entre el powerpoint, el inglés y las siglas, participar hoy en cualquier reunión se ha convertido en una experiencia desconcertante y enigmática. Yo no me suelo enterar de nada pero lo paso pipa apuntando los pasajes más sobresalientes de esta exhibición de cursiladas. ¿No deberían reunirse en un libro como las grandes erratas que son del sagrado arte de la oratoria?
Más divertidas son las intervenciones de esos altos funcionarios y ejecutivos desodorizados que intervienen en reuniones, seminarios o simples encuentros de trabajo. Y el lenguaje camelístico-embolismático que gastan. En un escenario, además, en el que se han puesto de moda diversos artilugios ideados para estas ocasiones pedante-parlantes.
A ello se debe que, desde hace años, los organizadores de conferencias formulen preguntas raras. A mí hubo una época en que se interesaban por el hecho de si yo empleaba o no “transparencias”. Me parecía un asalto a la intimidad que procuraba pasar por alto asegurando que “eso era propio de señoritas pícaras”. Después, las tales “transparencias” fueron sustituidas por el “cañón”, artefacto que nunca he llegado a saber qué tenía que ver con una conferencia pues el público puede irritarse pero no es necesario defenderse de él con tanta acometividad. Ya más recientemente hemos pasado al “powerpoint” y cuando veo a un conferenciante manipulando el apuntador sobre una pantalla iluminada donde va leyendo lo que está al alcance de cualquier oyente, me pregunto qué pasaría si ese chisme dejara de funcionar o simplemente se interrumpiera el fluido eléctrico. ¿Se interrumpiría también su fluido discursivo?
Es decir que contamos ahora con prótesis para pronunciar discursos mientras que antes se manejaban tan solo las socorridas “muletillas” (“por así decir”, “¿verdad?”, “vale” etc). Hoy, los ingenios técnicos han venido en auxilio de quienes no saben expresarse o padecen serias dificultades en tales trances. Como cada día contamos con un avance nuevo, llegado será el día en que el orador se limite a conectar con diligencia el ordenador de sus oyentes para que estos puedan leer su mensaje.
Pues bien, al despliegue de estas prótesis hay que unir el lenguaje empleado. Como quien habla es persona que lleva años aprendiendo inglés (un español no es sino un aprendiz del inglés), lo usual es que adoquine sus informes (perdón, sus “papers”) con las cuatro palabras de ese idioma que penosamente ha logrado retener en su memoria (rating, celebrity, coinsurance, copyleft y otras lindezas semejantes).
A ello hay que añadir las siglas. Hace años me contaba un amigo economista que había visitado a don Claudio Sánchez Albornoz en Buenos Aires y cuando le dijo al sabio anciano que estaba “trabajando en la CEPAL”, don Claudio le contestó de malos modos: “hable usted en cristiano”. Hoy se dice tranquilamente que el Rey ha recibido al JEMAD o que la LOE revisará la ESO. Y lo inquietante es que muchos lo entienden.
Es decir que entre el powerpoint, el inglés y las siglas, participar hoy en cualquier reunión se ha convertido en una experiencia desconcertante y enigmática. Yo no me suelo enterar de nada pero lo paso pipa apuntando los pasajes más sobresalientes de esta exhibición de cursiladas. ¿No deberían reunirse en un libro como las grandes erratas que son del sagrado arte de la oratoria?