Si el Derecho de estos tiempos fuera mínimamente sólido, tangible, un poco cognoscible, previsible en algún grado, dotado de una pizca de certeza, estudiar leyes y jurisprudencia aún tendría algún sentido. Pero no es el caso. Los que en el ordenamiento jurídico buscan líquido elemento en el que practicar sus artes natatorias de besugos han conseguido licuar lo jurídico. Ya no hay quien pueda aprender ni aprehender sistema jurídico ninguno, pues este Derecho se nos escapa entre los dedos como el agua que ya es. En este mar de principios bucean a gusto profesores principialistas y moralizadores sin sotana pero con púlpito y oratoria de canónigos, en esta laguna de valores y variadas teleologías chapotean los jueces expertos en hacerle el juego, a base de jurisprudencia simbólica y neoconstitucionalismos de mucho vestir, al que les pague unos ascensos como Dios manda o un rato en brazos de la gloria. De la gloria forense, quiero decir. En estos ríos de preceptos en los que nunca se baña dos veces el mismo pleito, pues cambian de hoy para mañana con vertiginoso celo, enredan de lo lindo y hacen variadas aguadillas esos legisladores que, pues no tienen otro oficio ni mejor beneficio, han de justificar éste de ahora -quién les iba a decir cuando no tenían que hacer ni donde caerse muertos que acabarían haciendo normas jurídicas como otros hacen tornillos o macramé- a base de sentirse un cruce entre Hammurabi y Sara Carbonero (¿lo habré escrito bien?) o entre Justiniano y Nacho Vidal.
Entre que unos hacen normas como motos y que otros las aplican como si se tratase de supositorios para el ciudadano desavisado, la ciencia jurídica se ha convertido en una rama de la magia y el aplicador del Derecho acabará anunciándose en las secciones de masajes, aunque sean masajes morales y sólo por la parte de la dignidad y otros valores que no pueden mustiarse sin que algo se muera en el alma y en la cuenta corriente. Y todo esto ahora que el derecho es líquido. Ya verán cuando acaben de salirse con la suya los sumos sacerdotes de a tanto el principio más la cama y lo jurídico se nos haga gaseoso. Habrá que repartirlo en globos y bombonas y ya no en códigos y boletines oficiales.
Pues es que he leído hoy dos textos jurídicos que me han dejado pensando que por qué resultará tan innovador y presentable insistir en lo que va de suyo, y tan sorprendente recalcar lo que no tendría que ignorar nadie. La contestación es sencilla: porque en este Derecho del presente, tan inaprensible como venal, tan ético como descarado, ni dos más dos son cuatro ni obliga la norma vigente ni tienen las palabras por qué significar lo que significan para cualquiera con dos dedos de frente. ¿Entonces? Pues entonces pasa que en la Comunidad de Madrid se aprueba la Ley 2/2010, de 15 de junio, de Autoridad del Profesor (BOCAM de 29 de junio), en cuya filosofía de fondo no entro ni para bien ni para mal, pero que en su artículo 12, apartado 1, bajo el rótulo “Responsabilidad y reparación de daños”, dice esto:
“Los alumnos quedan obligados a reparar los daños que causen, individual o colectivamente, de forma intencionada o por negligencia, a las instalaciones, a los materiales del centro y a las pertenencias de otros miembros de la comunidad educativa, o a hacerse cargo del coste económico de su reparación. Asimismo, estarán obligados a restituir, en su caso, lo sustraído. Los padres o representantes legales asumirán la responsabilidad civil que les corresponda en los términos previstos en la Ley”.
Puede que se me escape algo esencial y ojalá algún lector atento me saque de mi ignorancia, pero yo juraría que en tal precepto no hay novedad ninguna, salvo que sea novedad remachar lo obvio y repetir la norma vigente a fin de que sea eficaz y efectiva. Pues, en efecto, ¿no regía para la educación y dentro de los centros educativos la responsabilidad civil de los padres o tutores, tal como la establece el Código Civil y con las consiguientes obligaciones de reparación de los daños?
He dicho que no puedo ni quiero juzgar esa Ley madrileña, pero me da la impresión de que ha funcionado una cierta maniobra de despiste, pues mientras en la propaganda política y en los medios (discúlpenme la redundancia) se ha puesto -para alabar o para criticar- todo el énfasis en la elevación del profesorado y los directivos de los centros a la condición de autoridad pública (art. 5), ha pasado desapercibida una cuestión tan importante o más: la presunción de veracidad en favor de los directores, los demás miembros de los órganos de gobierno y los profesores en general (“En el ejercicio de las competencias disciplinarias, los hechos constatados por los directores y demás miembros de los órganos de gobierno, así como por los profesores, gozan de presunción de veracidad, cuando se formalicen por escrito en documento que cuente con los requisitos establecidos reglamentariamente”).
También me ha desconcertado leer la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala Primera, de 16 de marzo de 2010 (ponente J.A. Seijas Quintana). Tampoco pretendo comentarla -poca sustancia tiene el caso- ni criticarla para bien o para mal, sino destacar simplemente cuánto me llama la atención el asunto en sí: resulta que en un supuesto de responsabilidad extracontractual la parte reclamante ejercita su acción fuera del plazo de un año que estipula el art. 1968 del Código Civil; concretamente, con un retraso de cinco días. No se trata de un problema interpretativo, sino de saber si en Derecho un año ha de tener 365 días (uno más si es bisiesto) o si puede tener también 370 o 495. ¿Que no? Pues la sentencia de instancia dijo que no importaba esa demora y que tampoco era para ponerse así y dio la razón a los demandantes y condenó a los demandados a la pertinente indemnización. ¿Con qué argumento? Pues el de que tampoco era tan excesivo el retraso y que no puede apreciarse una dejación de su derecho por la actora. ¿Que suena raro? No tanto, pues -aunque en la sentencia que comentamos no se menciona- hay jurisprudencia principialista del TC que abona ese relativismo axiológico de la aritmética procesal.
Sin embargo, el TS, en esta sentencia, sostiene lo obvio y nos reconforta en la esperanza de que algo de lo que los códigos nos cuentan sea todavía un poco sólido y nos permita saber a qué atenernos cuando en lugar de salvar el alma mediante muchos valores y grandes homenajes a la ética más racional y pura, queramos nada más que saber qué derechos el Derecho nos reconoce, y bajo qué condiciones, y cuáles no. Así que afirma el TS que “una cosa es que el plazo de prescripción de un año establecido en nuestro ordenamiento jurídico para las obligaciones extracontractuales sea indudablemente corto y que su aplicación no deba ser rigurosa sino cautelosa y restrictiva, y otra distinta que la jurisprudencia pueda derogar, por vía de interpretación, el instituto jurídico que nos ocupa, pues ello aparece prohibido por el ordenamiento jurídico (...) y sería contrario a la seguridad jurídica distinguir entre pequeñas y grandes demoras”. Amén.
¿Saben por que se indignarán muchos superprincipialistas a los que las palabras de la ley les producen urticaria? Pues porque ellos, que suelen quererse bastante a sí mismos y tenerse en gran estima moral, siempre se imaginan de demandantes, nunca de demandados. Porque cuando un día, por un casual, les toca el otro papel, se agarran como posesos a la seguridad jurídica y se vuelven positivistas por un día. Sí, porque hasta al iusmoralista le gusta de vez en cuando echar una cana al aire. Eso está en el núcleo mismo de su tradición.
Entre que unos hacen normas como motos y que otros las aplican como si se tratase de supositorios para el ciudadano desavisado, la ciencia jurídica se ha convertido en una rama de la magia y el aplicador del Derecho acabará anunciándose en las secciones de masajes, aunque sean masajes morales y sólo por la parte de la dignidad y otros valores que no pueden mustiarse sin que algo se muera en el alma y en la cuenta corriente. Y todo esto ahora que el derecho es líquido. Ya verán cuando acaben de salirse con la suya los sumos sacerdotes de a tanto el principio más la cama y lo jurídico se nos haga gaseoso. Habrá que repartirlo en globos y bombonas y ya no en códigos y boletines oficiales.
Pues es que he leído hoy dos textos jurídicos que me han dejado pensando que por qué resultará tan innovador y presentable insistir en lo que va de suyo, y tan sorprendente recalcar lo que no tendría que ignorar nadie. La contestación es sencilla: porque en este Derecho del presente, tan inaprensible como venal, tan ético como descarado, ni dos más dos son cuatro ni obliga la norma vigente ni tienen las palabras por qué significar lo que significan para cualquiera con dos dedos de frente. ¿Entonces? Pues entonces pasa que en la Comunidad de Madrid se aprueba la Ley 2/2010, de 15 de junio, de Autoridad del Profesor (BOCAM de 29 de junio), en cuya filosofía de fondo no entro ni para bien ni para mal, pero que en su artículo 12, apartado 1, bajo el rótulo “Responsabilidad y reparación de daños”, dice esto:
“Los alumnos quedan obligados a reparar los daños que causen, individual o colectivamente, de forma intencionada o por negligencia, a las instalaciones, a los materiales del centro y a las pertenencias de otros miembros de la comunidad educativa, o a hacerse cargo del coste económico de su reparación. Asimismo, estarán obligados a restituir, en su caso, lo sustraído. Los padres o representantes legales asumirán la responsabilidad civil que les corresponda en los términos previstos en la Ley”.
Puede que se me escape algo esencial y ojalá algún lector atento me saque de mi ignorancia, pero yo juraría que en tal precepto no hay novedad ninguna, salvo que sea novedad remachar lo obvio y repetir la norma vigente a fin de que sea eficaz y efectiva. Pues, en efecto, ¿no regía para la educación y dentro de los centros educativos la responsabilidad civil de los padres o tutores, tal como la establece el Código Civil y con las consiguientes obligaciones de reparación de los daños?
He dicho que no puedo ni quiero juzgar esa Ley madrileña, pero me da la impresión de que ha funcionado una cierta maniobra de despiste, pues mientras en la propaganda política y en los medios (discúlpenme la redundancia) se ha puesto -para alabar o para criticar- todo el énfasis en la elevación del profesorado y los directivos de los centros a la condición de autoridad pública (art. 5), ha pasado desapercibida una cuestión tan importante o más: la presunción de veracidad en favor de los directores, los demás miembros de los órganos de gobierno y los profesores en general (“En el ejercicio de las competencias disciplinarias, los hechos constatados por los directores y demás miembros de los órganos de gobierno, así como por los profesores, gozan de presunción de veracidad, cuando se formalicen por escrito en documento que cuente con los requisitos establecidos reglamentariamente”).
También me ha desconcertado leer la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala Primera, de 16 de marzo de 2010 (ponente J.A. Seijas Quintana). Tampoco pretendo comentarla -poca sustancia tiene el caso- ni criticarla para bien o para mal, sino destacar simplemente cuánto me llama la atención el asunto en sí: resulta que en un supuesto de responsabilidad extracontractual la parte reclamante ejercita su acción fuera del plazo de un año que estipula el art. 1968 del Código Civil; concretamente, con un retraso de cinco días. No se trata de un problema interpretativo, sino de saber si en Derecho un año ha de tener 365 días (uno más si es bisiesto) o si puede tener también 370 o 495. ¿Que no? Pues la sentencia de instancia dijo que no importaba esa demora y que tampoco era para ponerse así y dio la razón a los demandantes y condenó a los demandados a la pertinente indemnización. ¿Con qué argumento? Pues el de que tampoco era tan excesivo el retraso y que no puede apreciarse una dejación de su derecho por la actora. ¿Que suena raro? No tanto, pues -aunque en la sentencia que comentamos no se menciona- hay jurisprudencia principialista del TC que abona ese relativismo axiológico de la aritmética procesal.
Sin embargo, el TS, en esta sentencia, sostiene lo obvio y nos reconforta en la esperanza de que algo de lo que los códigos nos cuentan sea todavía un poco sólido y nos permita saber a qué atenernos cuando en lugar de salvar el alma mediante muchos valores y grandes homenajes a la ética más racional y pura, queramos nada más que saber qué derechos el Derecho nos reconoce, y bajo qué condiciones, y cuáles no. Así que afirma el TS que “una cosa es que el plazo de prescripción de un año establecido en nuestro ordenamiento jurídico para las obligaciones extracontractuales sea indudablemente corto y que su aplicación no deba ser rigurosa sino cautelosa y restrictiva, y otra distinta que la jurisprudencia pueda derogar, por vía de interpretación, el instituto jurídico que nos ocupa, pues ello aparece prohibido por el ordenamiento jurídico (...) y sería contrario a la seguridad jurídica distinguir entre pequeñas y grandes demoras”. Amén.
¿Saben por que se indignarán muchos superprincipialistas a los que las palabras de la ley les producen urticaria? Pues porque ellos, que suelen quererse bastante a sí mismos y tenerse en gran estima moral, siempre se imaginan de demandantes, nunca de demandados. Porque cuando un día, por un casual, les toca el otro papel, se agarran como posesos a la seguridad jurídica y se vuelven positivistas por un día. Sí, porque hasta al iusmoralista le gusta de vez en cuando echar una cana al aire. Eso está en el núcleo mismo de su tradición.