Introducción: tres tesis sobre el Derecho de familia.Mantendremos aquí varias tesis de apariencia sumamente radical, pero que trataremos de defender como las más correctas descripciones del estado actual del Derecho de Familia en España y, en buena medida y aunque no nos vamos a dedicar al examen del Derecho y la doctrina comparados, de los países de nuestro entorno cultural. Esas tesis podemos provisional y resumidamente enunciarlas así:
1. El Derecho de familia ha tenido sustancia propia y consistencia interna mientras el Derecho reflejaba, por un lado, y coactivamente ayudaba a mantener, por otro, un modelo normativo de familia. Es decir, lo que por familia pudiera entenderse estaba congruentemente asentado en la tradición y reflejado en la moral positiva o socialmente vigente, en particular en la moral religiosamente respaldada y asegurada. Lo que el sistema jurídico hacía era ratificar con sus particulares medios ese modelo social y uniforme de familia. Tal se hacía mediante la represión de los modelos alternativos y mediante la penalización, en diversas formas, de quienes hallándose insertos en una familia (como padre o madre, como hijo, como esposo o esposa…) no se atengan a los roles debidos en la misma. También cabían sanciones positivas, consistentes en el otorgamiento de ventajas o premios a los que se insertaran adecuadamente en ese modelo familiar ortodoxo y dentro de él desempeñaran correctamente su papel correspondiente. Había, pues, un modelo prejurídico de familia que, al ser incorporado por el sistema jurídico a fin de protegerlo, se convertía en modelo de familia jurídica y, así, recibía de las herramientas del Derecho la garantía de pervivencia.
De todo eso quedan restos en el ordenamiento jurídico actual
[1], pero tales restos son justamente los que hacen incoherente el vigente Derecho de familia, pues de éste ha desaparecido toda referencia firme, sustancial y prejurídica a la hora de saber o determinar qué es una familia y, por tanto, a qué tipo de uniones, relaciones, situaciones y prácticas se deben aplicar las diversas normas de ese sector jurídico. En otras palabras, mientras que antes las normas del Derecho de familia se aplicaban a las familias, ahora, puesto que es el propio Derecho el que, sin referencias previas o externas a él, o en medio de referencias absolutamente contradictorias, determina lo que sea familia a los efectos de aplicar tales o cuales reglas jurídicas, se invierte este completamente el razonamiento de fondo: no es que el Derecho de familia se aplique a las relaciones familiares, sino que relaciones familiares son aquellas a las que el Derecho de familia se aplica.
Por esa razón el debate principal ya no es moral, social, político o económico, sino un debate intrajurídico, por así decir, un debate cuyas categorías son jurídicas, categorías del Derecho y de su teoría: derechos, discriminación… Ya no importa tanto, como antes, lo que moralmente piensen éstos o aquéllos de las relaciones homosexuales, por ejemplo, o de la convivencia sexual estable sin pasar por la vicaría o el juzgado, y tampoco las consecuencias que esos cambios de costumbres tengan, en su caso, en la demografía, la economía, la educación, etc., sino que lo que cuenta más que nada es que ningún individuo esté o razonablemente pueda sentirse discriminado por el hecho de que su opción personal, sean cuales sean sus efectos para el conjunto social, no goce de los mismos derechos y ventajas que el modelo que hasta ahora era el ortodoxo o estandarizado.
Sociedad justa, para el entender de hoy, es aquella en la que los ciudadanos, todos y cada uno, tienen muchos derechos, y sobre todos derechos a ser y hacer muy distintas cosas según su antojo. Pero tal apoteosis de los derechos tiene lugar de la mano de estas otras notas complementarias:
a) No se toma en consideración el resultado conjunto, es decir, no se valoran, o se valoran muy secundariamente, los efectos de esa primacía de los derechos individuales sobre el conjunto social. En otros términos, no importa cuál sea el grado de justicia de esta sociedad en su conjunto o como promedio, pues va de suyo que si cada uno puede (nominalmente) hacer lo que le apetezca, todos seremos muy felices y globalmente la sociedad será mejor que nunca. Triunfa una especie de utilitarismo ramplón que piensa que la mejor sociedad es aquella en la que alcanzan cifra más alta la suma de las felicidades individuales, pero entendiendo que lo que individualmente da la felicidad es ante todo el que nominalmente sea posible hacer lo que se quiera, ni siquiera el tener la posibilidad real, material de hacerlo. Por tanto, viene muy bien esa ideología a los que materialmente sí pueden, pues les hace vivir en la nada ingenua ilusión de que pueden todos porque a todos les está permitido. La ideología como falsa conciencia ha reaparecido de esa peculiar y sutil manera. Por poner un ejemplo: cuando yo lucho por los derechos de los homosexuales y porque puedan casarse igual que los heterosexuales, llevo a cabo una empresa seguramente noble y loable, pero corro peligro de olvidar que, aquí y ahora, un homosexual rico está mucho menos gravemente discriminado –al menos en lo que más importa-, aun cuando no pueda casarse, que un homosexual muy pobre, aunque pueda casarse. Podríamos multiplicar los ejemplos y aludir, con el mismo esquema, a otros muchos “colectivos” que hacen sentirse progresistas sin tacha y sin olvido a muchos de los que se empeñan en sus derechos.
b) Puesto que se prescinde de la toma en consideración del conjunto social, radicalmente se prescinde también de las consideraciones de justicia social, de toda idea de justicia distributiva. Si, por ramplón, esa pueril utilitarismo que acabamos de mencionar parece un utilitarismo que prescinde de los matices de Bentham o Mill, en este apartado el que ha sido perdido de vista es Marx, y por eso muchos se sienten socialistas y grandes reformadores sociales nada más que porque defienden el derecho de estos y de los otros a no ser discriminados en la ley y en la aplicación de la ley, sin parar mientes en que una sociedad en la que los bienes tangibles –no principalmente los simbólicos- no estén repartidos con una elemental equidad y en la que una mínima igualdad de oportunidades no esté asegurada, de poco consuelo valdrá a muchos el que les digan que pueden casarse aunque sean homosexuales o que tienen derecho a pensión de viudedad aunque no se hallan casado.
c) Con el predominio de tal mentalidad entre los que se dicen intelectuales y en los políticos y sus votantes, es fácil entender la tercera nota: la ley con más éxito y mayor aplicación es la ley del embudo. Aquí el olvidado es Kant, y la regla de universalización que iba aparejada al imperativo categórico kantiano es sustituida por la regla de la personalización: lo mío es mío y nada más, pero que los otros tengan algo que a mí me falta, es discriminación inconstitucional en mi contra. El infantilismo cobra carta de naturaleza en la ciudadanía; o, mejor dicho, las instituciones políticas y jurídicas -incluida una Administración de Justicia muy sensible a la presión mediática y al gusto por la fama y el halago- van tejiendo un modelo de ciudadano que parece incapaz de alcanzar la fase adulta del desarrollo moral y que se queda de por vida anclado en lo que los psicólogos llaman la fase anal: bueno es lo que a mí me da gusto, y malo lo que me resta disfrute o me supone inconveniente; y punto. Nos hacen así y a razonar de esa manera nos acostumbran todos esos profesores de ética y iusfilosofía, todos esos legisladores y todos esos jueces que nos vienen a contar día sí y día también que si algo me molesta o no me apetece o, incluso, si algo envidio y no lo tengo porque no he puesto para lograrlo los medios que en mi mano estaban, debo ser de inmediato complacido o resarcido, pues será indicio de que no se me permite desarrollar libremente mi personalidad, como pide el art. 10 de la Constitución, y de que, para colmo, se me discrimina, contra lo que veta el art. 14.
Así, que, por poner, por ahora, nada más que algunos ejemplos muy sencillos, yo no me caso con mi pareja porque no quiero arriesgarme a tener que pasarle pensión compensatoria si mañana nos divorciáramos, pero, en cambio, cuando se muere esa pareja mía con la que no me casé porque a mí no me dio la gana de asumir cargas y deberes, exijo pensión de viudedad para mí o subrogarme en el arrendamiento del piso que ella tenía a su nombre. Y el legislador y los tribunales me irán dando la razón, cómo no, impelidos por mis derechos fundamentalísimos. Mas como aquel o aquella que convivió conmigo sin matrimonio también es muy suyo, me reclamará pensión compensatoria cuando de hecho nos separemos de nuestra relación de hecho, y los tribunales se la darán a él igualmente, y en contra del que era mi propósito, para que no esté discriminado frente a los que antes se casaron y ahora se divorcian con desequilibro económico. Conclusión: todas las parejas serán de Derecho porque todo el mundo tiene que tener todos los derechos.
2. Si eso es así, pierde pie toda pretensión de una doctrina naturalista de la familia que sirva de presupuesto para la explicación y sistematización de la correspondiente rama de nuestro Derecho. Llamamos doctrinas naturalistas a aquellas que piensan que existe, en el ámbito normativo del que se trate, una realidad ontológica preestablecida, de manera que el Derecho, con sus normas, refleja tal realidad anterior, prejurídica, y la defiende. En nuestro tema, significaría que hay un modo de ser necesario, ineludible, del matrimonio y la familia, modo de ser necesario, ontología esencial, sustancia predeterminada, que el Derecho no puede contradecir. El matrimonio, pongamos por caso, es lo que es y sirve para lo que sirve, y tal realidad no puede cambiarla ningún legislador, ningún poder humano. Igual que no puede ningún parlamento prescribir la cuadratura del círculo, ni lo hará ningún legislador que esté en sus cabales ni servirá de nada que por tal porfíe, así el matrimonio será heterosexual o la familia se orientará a la procreación y será “célula básica de la sociedad”. No hay más vueltas que darle.
Inspira ternura lo que de un naturalismo así va quedando entre los civilistas. Quienes de esa forma insisten se ven irremisiblemente abocados a la melancolía o a la perplejidad del conductor que va por el carril equivocado de la autopista y se pregunta cómo es posible que todos los demás anden al revés. Porque el civilista, el que cultiva la importante y necesaria dogmática civilista, debe, con las normas de su sector, construir un sistema lo más claro y coherente que sea posible, y mal podrá embarcarse en dicha tarea cuando le parece que el Derecho de verdad no es el que en el Código y la legislación civil se expresa. Siempre podrá hacer como otros y proclamar que las normas legales son esencialmente derrotables, que la verdad del Derecho se encuentra en el trasfondo material de la Constitución y que en éste ni cabe matrimonio homosexual, ni “divorcio a la carta” ni cualquier otra promiscuidad que contravenga el orden natural. Pero esos argumentos son más propios de iusfilósofos ocupados en demostrar que la justicia (constitucional) está siempre de su prate y con su caso, que de civilistas que se quieran serios y que, por ese camino, acabarán teniendo que explicar lo que hay en la ley para no tornarse prescindibles o ser invitados a dejar los seminarios jurídicos para ir a enseñar e los seminarios diocesanos.
Pero lo que hay, lo que en materia de familia está en las leyes de ahora, puede dejar patidifuso hasta al más recalcitrante normativista, pues lo que falta es, justamente, plan y sistema. Cabe afirmar, como hicimos en el punto anterior, que no hay más familia que la que el Derecho de familia dibuje como tal. Pero, si somos realistas, deberemos avanzar un paso más y asumir que, en verdad, en nuestro actual ordenamiento no hay familia. Ya no es que el Derecho haya dejado de reflejar una noción prejurídica y socialmente vigente de familia, sino que tampoco construye el Derecho una noción jurídica alternativa, no la construye con una mínima precisión y una coherencia suficiente para que podamos decir éste, con tales y cuales caracteres, es el modelo de familia vigente a día de hoy en nuestro Derecho. Se han vuelto completamente contingentes y radicalmente heterogéneas las circunstancias a las que el Derecho ata la aparición para un sujeto de derechos u obligaciones “familiares”, no hay ningún hilo conductor constante, es coyuntural o aleatorio que yo hoy tenga que rendirle tal prestación a un sujeto porque es de mi familia o que tenga que dármela ese sujeto a mí o que deba proporcionarnos a los dos alguna ventaja o facilidad el Estado porque seamos familia.
Bien mirado, algo de esto ha habido siempre. Nunca el Derecho, al menos en nuestro medio cultural e histórico, ha sido congruente con las funciones y definiciones sustanciales de la familia en que presuntamente se basaba. Siempre el sistema jurídico ha seleccionado, con su propio criterio, que el criterio político de quien hace sus normas, una serie de relaciones como familiares para imputar en esos casos, y sólo en esos, derechos y obligaciones. Así, se ha relacionado el matrimonio con la función reproductiva, pero ello no ha sido óbice para que puedan contraerlo válidamente quienes no pueden procrear o no pueden ya. Especialmente después del siglo XVII, se ha ligado el matrimonio al amor, mas no han dejado de ser válidos tantos matrimonios por interés o por cualquier circunstancia independiente del afecto o hasta incompatible con él. Y así sucesivamente. Se repite una y otra vez que el matrimonio es “comunidad de vida”, pero de entre todas las comunidades vitales, incluso de entre todas las que llevan consigo afecto y reparto de gastos, es el Derecho el que siempre ha seleccionado cuáles son matrimonio y cuáles no. Y así sucesivamente.
Lo peculiar del presente es que en esa selección ya no hay ni rastro de criterio, ya no se ve qué línea la articula, salvo lo que antes señalamos de que se pretende dar gusto al votante diciéndole que lo que sea su placer o su interés habrá de ser también su derecho, y que si los demás tienen familia por qué no va a tenerla él aunque la suya no sea como la de los otros.
Tenemos, en consecuencia, que el actual Derecho de familia es, se mire como se mire, Derecho sin familia. Antes, muchas de las que con arreglo a ciertas definiciones sustanciales (afecto, convivencia, intercambio sexual, solidaridad económica…) eran familias, no tenían Derecho de familia, no constituían familia para el Derecho de familia. Pero, al menos, a las que esa rama consideraba familias era posible encontrarles algún mínimo denominador común. Y, si no, quedaba por lo menos el dato formal, procedimental: será familia y tendrá el tratamiento jurídico de tal aquel grupo humano que cumpla ciertos requisitos fijados por las normas (edad, cierta situación de parentesco o de falta de él, etc.) y que realice determinados ritos jurídicos constitutivos, tales como contraer matrimonio, reconocer un hijo, etc. Hoy ya no es así, en modo alguno, como bien sabemos.
3. Así que si el Derecho de familia ya no es, propiamente hablando, Derecho de familia, ¿qué es? Arribaos a nuestra tercera tesis: el que actualmente se sigue llamando Derecho de familia y explicando como si en verdad tal hubiera, no es más que una rama del Derecho de obligaciones. No quedan, o no quedan apenas, apenas, en materia familiar más derechos y más obligaciones que los de contenido económico. Sí se enuncian derechos y deberes de otro tipo, pero carecen en realidad de toda virtualidad jurídica tangible, son solamente retórica o resabio de otros tiempos o lubricante que sirve hacer más a muchos más llevadera la transición hacia esa disolución de las relaciones familiares. Por supuesto, nada impide, en los hechos, que las personas puedan amarse como pareja o como padres e hijos o hermanos, que ciertos adultos puedan compartir sexo y casa, que se reserven entre sí un trato de favor que a otros no darían, etc., etc., etc. Pero al Derecho nada de esto le importa ya, pues puede haber de todo ello sin que para el ordenamiento nos hallemos ante una familia y puede no haber ninguna de esas cosas y tratarse, para el sistema jurídico, de una familia. ¿Y a qué efectos sabremos si estamos o no ante una familia? Según que haya o no que pagar o que se pueda o no recibir. Todo lo demás al Derecho de familia ya no le importa mayormente.
Una última precisión. Con esas tesis pretendo hacer una descripción, que trataré de ir fundamentando, de cómo está hoy el llamado Derecho de familia. Otra cosa es la opinión que a unos u otros esa situación nos merezca. Son muchos los que lamentan que el Derecho de familia abandone las viejas estructuras y los planteamientos de antaño, los que se afligen por el declive de la familia “de toda la vida” y reprochan que el sistema jurídico ya no la ampare apenas. No es mi caso. Lo que yo pido es, más bien, que desaparezcan los resabios de esas formas antiguas que aún se dejan ver –como la pensión compensatoria, nada menos que por “desequilibro económico- y que ponen incongruencia a los esquemas individualistas que se van imponiendo. Es hora de probar una sociedad de ciudadanos, no de células básicas. Es hora de ampliar la libertad para que cada uno organice sus afectos y su vida sexual como quiera y sin que el Derecho se meta para nada que no sea evitar los abusos y procurar que sea libre el que pueda consentir y que no sea forzado el que no pueda. A tal propósito, con las reglas generales, civiles, administrativas, laborales y penales, seguramente basta, sin ninguna necesidad ya de andar inventando normas para un sector del ordenamiento jurídico, el Derecho de familia, que ha perdido sentido al evaporarse su objeto, la familia. En otros términos, que socialmente haya tantos modelos de familia como la gente quiera y que cada cual elija el que más le convenza, sin que el Derecho imponga ninguno ni lo impida, y con un Derecho que permita y procure que cada cual sea estrictamente responsable de sus elecciones y se atenga a las consecuencias, delitos aparte, por supuesto.
[1] Por ejemplo, vendremos a sostener más adelante que si algún sentido le queda a día de hoy a la pensión compensatoria del art. 97 C.C. es el de sanción negativa que sirve para disuadir del divorcio a quien se halla en mejor situación económica y social; o para disuadir de casarse al que tenga donde caerse muerto.