Debo hacer una introducción a mi texto de más abajo. Lo escribí hace tres días, al hilo del debate sobre la entrada anterior referida al mismo tema. Luego llegó el comentario de "un amigo" que voy a copiar más arriba, en el post siguiente, y me quedé sumido en algunas dudas genuinas y completamente bien intencionadas. ¿Son contrapuestas nuestras posturas o son complementarias? ¿O estamos sencillamente hablando de cosas distintas? Sigo pensando y veré qué puedo comentar luego a esa entrada de "un amigo" sobre las falacias que por aquí, en el debate sobre estos temas, asoman con frecuencia.
Pero mi perplejidad, a día de hoy y tres jornadas después de redactar el texto que sigue, no es meramente teórica, también se ha vuelto práctica. Les cuento. Hace un par de semanas compré un libro electrónico, un e-book de esos, un Sony la mar de majo. Maravillado, lo cargué con ciento y pico obras de clásicos de nuestro idioma -Valle-Inclán, Unamumo, Valera, Clarín, Pardo Bazán...- y traducciones castellanas de clásicos de otras tierras (Wilde, Dickens, Twain...). Fabuloso. Todas son de "libre dominio" y se pueden bajar legalmente -creo- de distintas páginas que las acogen. Hay muchísimo material de ese tipo en la red.
Andaba un servidor (¡¿un "servidor"?! tan feliz leyendo en su chisme "Su único hijo", la novela de Clarín, y hete aquí que un amiguete me pasa otras direcciones en las que se ofrecen libros en el formato ideal para bajar, en formato e-pub. Me meto y ¿qué me topo? Cientos de libros ultimísimos, hasta de fines del 2010, cosas como las últimas novelas de Vargas Llosa o Muñoz Molina. Colecciones entereras de novela negra, de la traducida aquí esta temporada. Por decir algo y para no comprometerme en exceso, bajé todo lo traducido de Harlan Coben y de Ian Rankin. Supongo, a tenor de la jurisprudencia de la que tengo noticia, que no es ilegal lo mío. ¿Y lo de la página que ofrece ese material? Pues no sé. Mas lo esencial para nuestro tema estriba en pensar si esa página debe ser tratada como legal o ilegal y en qué deban consistir las medidas y sanciones en este último caso.
Ya tengo como cuatrocientos novelorrios buenísimos en mi e-book. Creo que seguiré comprando literatura en papel, pero por fetichismo más que nada. Pero verdad es también que me he metido en páginas de editoriales y empresas de las que venden libro electrónico, y lo que he visto ahí me ha dejado de piedra: de una buena novela actual la versión electrónica cuesta poco menos que la versión en papel. ¡Están completamente locos los editores! Se van a hundir por su propia estupidez. Dan ganas de pasarse con armas y bagages al ejército de los defensores de los más fieros piratas. Por decir algo, a uno o dos euros el libro -en versión electrónica- yo me compraría ahora mismo -o me iría comprando a lo largo del año- todas las mejores colecciones de poesía que se editan en España. Y no dudaría en adquirir a dos o tres euros las cien mejores obras literarias en prosa que salieran de aquí a diciembre. Bueno, a lo mejor se me disparaban las cuentas. Pero verdad es que me gasto mucho dinero en libros, cada uno tiene sus vicios. ¿No habría mejor negocio editorial con precios de ese calibre? En fin, cada perrillo.... Yo ya decidiré lo que compro en papel y lo que bajo de la red. Pero a los precios de hoy ni hablar, no me bajo de la red ni uno por lo legal.
Sinceramente, es todo un gran lío. Allá va, en cualquier caso, mi texto, que quiere ser provocativo y que probablemente es tramposo como pocos. Pero quizá nos permita seguir pensando juntos.
Pero mi perplejidad, a día de hoy y tres jornadas después de redactar el texto que sigue, no es meramente teórica, también se ha vuelto práctica. Les cuento. Hace un par de semanas compré un libro electrónico, un e-book de esos, un Sony la mar de majo. Maravillado, lo cargué con ciento y pico obras de clásicos de nuestro idioma -Valle-Inclán, Unamumo, Valera, Clarín, Pardo Bazán...- y traducciones castellanas de clásicos de otras tierras (Wilde, Dickens, Twain...). Fabuloso. Todas son de "libre dominio" y se pueden bajar legalmente -creo- de distintas páginas que las acogen. Hay muchísimo material de ese tipo en la red.
Andaba un servidor (¡¿un "servidor"?! tan feliz leyendo en su chisme "Su único hijo", la novela de Clarín, y hete aquí que un amiguete me pasa otras direcciones en las que se ofrecen libros en el formato ideal para bajar, en formato e-pub. Me meto y ¿qué me topo? Cientos de libros ultimísimos, hasta de fines del 2010, cosas como las últimas novelas de Vargas Llosa o Muñoz Molina. Colecciones entereras de novela negra, de la traducida aquí esta temporada. Por decir algo y para no comprometerme en exceso, bajé todo lo traducido de Harlan Coben y de Ian Rankin. Supongo, a tenor de la jurisprudencia de la que tengo noticia, que no es ilegal lo mío. ¿Y lo de la página que ofrece ese material? Pues no sé. Mas lo esencial para nuestro tema estriba en pensar si esa página debe ser tratada como legal o ilegal y en qué deban consistir las medidas y sanciones en este último caso.
Ya tengo como cuatrocientos novelorrios buenísimos en mi e-book. Creo que seguiré comprando literatura en papel, pero por fetichismo más que nada. Pero verdad es también que me he metido en páginas de editoriales y empresas de las que venden libro electrónico, y lo que he visto ahí me ha dejado de piedra: de una buena novela actual la versión electrónica cuesta poco menos que la versión en papel. ¡Están completamente locos los editores! Se van a hundir por su propia estupidez. Dan ganas de pasarse con armas y bagages al ejército de los defensores de los más fieros piratas. Por decir algo, a uno o dos euros el libro -en versión electrónica- yo me compraría ahora mismo -o me iría comprando a lo largo del año- todas las mejores colecciones de poesía que se editan en España. Y no dudaría en adquirir a dos o tres euros las cien mejores obras literarias en prosa que salieran de aquí a diciembre. Bueno, a lo mejor se me disparaban las cuentas. Pero verdad es que me gasto mucho dinero en libros, cada uno tiene sus vicios. ¿No habría mejor negocio editorial con precios de ese calibre? En fin, cada perrillo.... Yo ya decidiré lo que compro en papel y lo que bajo de la red. Pero a los precios de hoy ni hablar, no me bajo de la red ni uno por lo legal.
Sinceramente, es todo un gran lío. Allá va, en cualquier caso, mi texto, que quiere ser provocativo y que probablemente es tramposo como pocos. Pero quizá nos permita seguir pensando juntos.
Entro, de nuevo, como elefante en cacharrería, pues del tema dichoso de las descargas en internet y la propiedad intelectual no sé más que un ciudadano del montón, acaso menos. Es sobre todo por el gusto de meterse en un debate guapo.
Por otro lado, lejos de mí toda simpatía por la Sinde y su ley. No la he ley-do. Pero me declaro de siempre defensor de las garantías y, si eran escasas, pues que se aumenten cuando y donde proceda. No me son simpáticos tampoco los de la SGAE y me parece un abuso el canon digital.
Lo que me interesa, vuelvo a decir, es la naturaleza del derecho de propiedad y el tratamiento jurídico-político de sus diversas especies. En tal sentido, dos amables y muy agudos comentaristas de la entrada de hace poco, Un amigo y Ángel, diferenciaban entre derechos (entiendo que de propiedad, con su secuela de derecho a los frutos de la propiedad) sobre bienes replicables y sobre bienes no replicables. Además, Ángel ponía algunas comparaciones muy inteligentes. Comenzaré por estas.
Decía Ángel así:
“Caso 1: Yo compro un DVD, lo veo, lo recomiendo a un conocido a quien se lo presto. Lo ve en su casa y me lo devuelve. Paga una persona y disfrutan dos.
Caso 2: Yo voy a un bar, pido un café, lo pago y, mientras lo tomo, leo el periódico sin pagarlo, al igual que muchos clientes ese mismo día. Paga uno y disfrutan unas decenas.
Caso 3: Yo compro un DVD, lo cargo en un servidor de internet y permito que quien quiera lo disfrute. Paga uno y disfrutan unos miles
Pregunta: A parte de las numéricas, ¿qué diferencias hay entre estos casos? ¿Por qué no hay tribunas pidiendo que se acabe con la lectura de periódicos en los bares o con el préstamo de libros o DVD´s entre particulares?”.
Más que saber propiamente, intuyo que buena parte del quid del gran debate está en que acertemos a manejar con fundamento este tipo de distinciones. Especulemos un poco sobre el particular, con ánimo constructivo y espíritu amateur. Lo importante es meter baza y seguir dialogando a nuestro aire, aprovechando que no somos ni de los que cobramos por un lado ni de los que perdemos por el otro ni de los que ponemos publicidad en nuestras partes.
Pidiendo mil disculpas, voy a comenzar con una de las chanzas habituales aquí, lugar también de obsesos de la cosa rijosa. Con perdón. Tú te echas una novia y la compartes con tu primo Pepe porque eres muy liberal y los aprecias mucho a los dos, a tu novia y a tu primo, que, además, se gustan un poco. Tienes una novia tú y la disfrutáis dos, no pasa nada. Y donde digo dos, digo diecisiete si hace falta. El caso es que todo el mundo, todos los implicados, y en primer lugar ella, CONSIENTAN.
Segundo caso. Tú te echas una novia, le haces unas fotos en pelotas y las cuelgas en el jodido facebook sin el consentimiento de ella. Si ella te demanda, te la cargas y te saca los higadillos en indemnizaciones. ¿Por qué? Porque su cuerpo y la imagen del mismo son suyos. Y también su intimidad.
Tercer caso. Tú te echas una novia, pones un bar, la obligas a o la convences para que alterne con los clientes y se acueste con ellos por precio y llevándote una comisión, y te la cargas otra vez. Se llama proxenetismo. Es delito. Entre los tipos penales del mismo, está el que menciona el último párrafo del art. 188.1 del Código Penal, que habla del que “en la misma pena –prisión de dos a cuatro años y multa de 12 a 24 meses- incurrirá el que se lucre explotando la prostitución de otra persona, aun con el consentimiento de la misma”. Aun con el consentimiento, no lo olviden. Si es sin él, la pena es más alta.
¿A cuál de esos casos se parece lo de las descargas “ilegales” en internet? Cuando quien cuelga sin permiso del titular el material protegido por la legislación de propiedad intelectual OBTIENE LUCRO ECONÓMICO, tengo para mí que el parecido es con el caso tercero. Pero a lo mejor me equivoco y confundo el culo con las descargas.
¿Por qué si yo escribo una novela buenísima –sería bonito, ay- y la publico en edición comercial y alguien la piratea y la pone en la red, he de quedarme sin instrumentos jurídicos para decir que es mía y, en cambio, si lo que alguien pone en la red sin mi autorización es una foto mía con el pitirrín al aire, tomada por la ventana de mi alcoba al levantarme, sí gozo de protección? Yo valoraría más mi novela que mi modesto apéndice, palabra, y también creo que podría darme mayor ganancia a estas alturas. Eso está descompensado. ¿Será solución que para equiparar propiedades se desproteja la imagen y la intimidad de cada uno? ¿Consideran los de la Asociación de Internautas Comunistas que su imagen de cada uno es suya de cada uno? A lo menor en algún caso a mí me gustaría que se socializase o se compartiese por la cara y sin pagar. O la de las novias. ¿Por qué no voy a poder colgar yo, para que la compartamos y la disfrutemos todos, una foto en tanga de la novia de un socio internauta y, sin embargo, sí puede colgar él un libro mío para compartirlo? ¿Por qué el libro es replicable? La IMAGEN del tío o la tía también. Y dentro de nada, hasta el body propiamente dicho. En cuanto sea usual la clonación, yo me bajo un clon de su chica de usted. Hala.
Se me ha ido la cabeza, lo sé. Pero al absurdo también se puede razonar.
Sigamos con las comparaciones de Ángel antes citadas. La interesante es entre el periódico que se lee gratis en el bar y el dvd que se cuelga en un servidor de internet para que lo disfruten miles habiéndolo pagado uno solo. La comparación era que el periódico lo pagó uno, el dueño del bar, y lo leen docenas, mientras que el dvd lo pagó uno, el que lo cuelga, y lo disfrutan miles. Se nos pregunta por la diferencia, fuera del número de los que aprovechan. Y existen algunas, vaya que sí.
Para que la comparación funcionara sin trampa ni cartón habría que retocarla. Vale si lo que hace el dueño del bar es escanear el periódico del día y colgarlo en la red; o fotocopiarlo y repartirlo a la puerta; o poner el ejemplar, junto con una fotocopiadora gratuita, en la entrada del establecimiento. Si no, no vale, pues tener el periódico a disposición de los clientes en el bar es lo mismo que si les pone música de Perales. Se me dirá que por la dichosa música viene la SGAE y le cobra al del bar. Pues muy mal, con eso estoy radicalmente en desacuerdo. O que le cobren también un canon por lo del periódico, aunque me parezca mal.
El del bar es el dueño del periódico y me lo presta a mí cuando entro en su local a tomar un café. Igual que podría prestarme un dvd con música para escucharlo allí o para que me lo lleve a mi casa. Ni un préstamo ni el otro son equiparables a colgar en un servidor de internet –quizá localizado en la Chimbambas- el periódico escaneado o el dvd convertido a mp3 o lo que sea que sea ahora.
Si estamos de acuerdo –y alguno podrá legítimamente estarlo- con que tanto el periódico escaneado como la música del dvd editado por una discográfica puedan ponerse, por el del bar o por mí, tranquila e impunemente en un servidor de internet, me surge la pregunta de cómo discernir casos lícitos e ilícitos, o si han de ser jurídicamente lícitos todos. Déjenme que enumere algunos al buen tuntún.
a) Vd. es un muy reputado fotógrafo y la galería G le organiza una exposición. Eso tiene unos gastos; tal vez el galerista y Vd. buscan también unos beneficios. Se supone, además, que el trabajo fotográfico de Vd. tiene un valor. Valor moral, por de pronto, pero también económico, por qué no. ¿O es que, por ejemplo, los fotógrafos de prensa o de moda no deben cobrar? Bien, pues imagine que yo, que también soy fotógrafo, aunque muy malo, voy con mi cámara a la galería G el día de la inauguración y hago a cada foto una foto exacta, que positivo luego de idéntica manera a como lo están las suyas y monto mi exposición paralela en un bajo de mi tía. Pongo: “Galería El Amado, pasen y vean la última exposición del famoso fotógrafo Pepito”, que es usted. ¿Lícito o ilícito? ¿Admisible o inadmisible? Suponga además que no cobro entrada ni vendo las fotos ni nada, solo las enseño. ¿Y si sí cobro entrada y no le doy a usted ni un chavo de lo que saco? ¿Y si vendo sus fotos como si fueran mías? ¿Y si pongo publicidad del restaurante de mi abuela entre las fotos suyas expuestas en mi bajo?
b) Vd. ha escrito, al fin, su tesis doctoral. Le ha costado lo suyo, sí. Ya pensaba que no lo lograría. La deja en depósito en su universidad, según el preceptivo trámite previo a la admisión para su defensa. Y voy yo, que puedo acceder porque pertenezco al mismo claustro de tal universidad, y con mi supercámara copio página a página, las amaño todas con un buen programa de tratamiento de imágenes y texto y la cuelgo en la red. Más que nada porque me parece una tesis estupenda, soy partidario de compartir lo bueno y no veo por qué ha de aprovecharse usted solo de las maravillas que ahí se contienen. ¿Me demandaría usted o me consideraría el Robin Hood de estos tiempos?
Si quiere, anticipamos el momento de la crisis. Usted aún no ha terminado de redactar su tesis doctoral, pero ya tiene anotados los principales descubrimientos que en ella aparecerán. Yo, que soy compañero suyo de departamento y convencido socializador de la ciencia y el conocimiento, copio sus anotaciones, esas en las que usted ha puesto los descubrimientos suyos, y me apresuro a colgarlas en la red, en un blog mío, por ejemplo. No me atribuyo el mérito ni nada, simplemente digo que mira lo que acaba de averiguar este compañero. Se jodió la sorpresa y la novedad y ya es de todos lo que no era más que suyo. ¿Me demanda o me felicita por mis servicios a la causa de la libertad y el conocimiento?
c) Vd. no solo ha hecho una investigación doctoral de muchos bemoles, sino que es todo un inventor y, mientras investigaba para su doctorado, ha diseñado nada menos que el calzoncillo multiorgásmico o cualquier otro invento revolucionario. Corre a patentarlo, pues piensa, con razón, que se va a forrar. Todo tipo de empresas textiles y del sexo se van a disputar esa patente y lo van a hacer millonario, bien comprándosela o apoquinando según ley. ¿Ley? No. Si compartimos, compartimos. O qué. Por qué si invento una sinfonía o una novela de internautas va a ser posible colgarla por cualquiera sin problemas en un servidor de internet y si invento un chisme van a tener que pagarme. ¿Porque una cosa es cultura y la otra un cacharro? Oiga, ¿y si lo que descubrí y registro es la vacuna contra el cáncer? Eso es más importante que la cultura. Así que si compartimos lo menos importante porque a todos beneficia, con mayor razón tendremos que compartir lo que importa más porque trae aún mayor bien para la humanidad. Aquí comunistas todos o ninguno, nada de nomenklaturas.
Preguntaba esto el amigo Ángel: “¿Por qué no hay tribunas pidiendo que se acabe con la lectura de periódicos en los bares o con el préstamo de libros o DVD´s entre particulares?” A mí, en correspondencia, me surge una cuestión similar: ¿Por qué no hay tribunas pidiendo que se termine con el derecho de patentes o con el derecho de cada científico a los resultados y beneficios de su trabajo? ¿Alguno de los de la Asociación de Internautas Comunistas tiene una empresa con logo, anagrama, nombre comercial registrado y esas cosas? ¿Los considera suyos? Qué opina de la propiedad industrial y la comercial y todas esas? ¿Son inferiores, superiores o iguales que la propiedad intelectual?
Me interesa saberlo porque sinceramente les digo a todos los amables lectores que estoy en un tris de volverme radicalmente contra la propiedad privada. Pero el día que me dé por ahí va a ser contra toda la propiedad privada, y a ver cómo se lo van a tomar los de la Asociación de Internautas Comunistas cuando les diga que el nombre de dominio –o como se llame- y la dirección de internet de su página web son míos también; y de todos. Al fin y al cabo, son muy replicables y facilísimos de repartir. Sólo necesitamos un nombre de usuario y una clave, seguramente.
También afirma Ángel que “La protección de la propiedad intelectual debería comenzar por definir su auténtica naturaleza jurídica –como apuntaba Un amigo, no es lo mismo el derecho sobre un objeto replicable que sobre uno no replicable- poniéndola en relación con el mejor modo de explotar comercialmente esa propiedad”. Me parece que no entiendo el sentido último o los alcances de esa frase, y no porque esté mal construida, ni mucho menos, sino porque creo que trata de expresar mucho más de lo que se puede en tan pocas líneas. Me atrevería a pedirle a su autor que, si es tan amable y lo tiene a bien, se explaye un poco más, porque quizá acabemos por no estar muy en desacuerdo.
Entre tanto, demos unas vueltas a lo de la propiedad de los objetos replicables y no replicables. Una casa es un objeto replicable. Costará trabajo y tiempo, pero se puede replicar, idéntica, clavada. El edificio de pisos del número 23 de la calle Ordoño II de León se puede replicar, tal cual, en otra finca, sobre otro suelo. Se puede materialmente, pero jurídicamente seguro que no. ¿Por qué? Porque sobre los planos arquitectónicos existen unos derechos que serán del arquitecto o de la empresa que los compró; o de ambos. Así que para replicar el edificio, cosa materialmente posible, va a haber que pagarle algo a alguien o a algunos. ¿Nos parece bien o mal? Probablemente no pasa nada si alguien cuelga en internet esos planos. Pero los planos no son el edificio, igual que la letra de la canción no es la canción interpretada y grabada en un disco.
El Peine del Viento o el Elogio del Horizonte, sendas obras grandiosas de Chillida, las puede replicar hasta un manitas de mi pueblo. Cuestión de hormigón y unos hierros. Pero me temo que eso vulneraría los derechos del autor y, ahora, de sus herederos. ¿Está mal así? Es posible. Lo que me interesa averiguar es si el régimen ha de ser el mismo para replicar una canción en un dvd que para replicar una escultura en un acantilado. Hoy por hoy existen más restricciones para la réplica de esculturas o edificios que para las de deuvedés. ¿Hay justificación para tal disparidad de tratamiento? ¿Habría que unificarlo? ¿Cómo? ¿Permitiendo la réplica libre de esculturas o casas o restringiendo, al nivel de la de éstas, la réplica de música o películas?
A lo mejor estábamos hablando de objetos fácilmente replicables en serie por procedimientos mecánicos o electrónicos muy sencillos y baratos. Sencillo y barato es copiar un dvd con unas canciones o una película. Tan sencillo y barato es eso para mí como para unos chinos copiar idéntico, idéntico, el último bolso de Prada. ¿Deben ser legales ambas copias? ¿Sólo para los chinos o en general? Igual de sencillo es que yo copie para mi empresa el logo de Michelín o de El Corte Inglés. ¿Cuál sería el inconveniente?
No termino de ver que sea tan diferente el derecho de propiedad cuando versa sobre objetos replicables y no replicables. Quizá dé mejor juego la distinción entre propiedad sobre bienes materiales e inmateriales. La propiedad intelectual es un bien inmaterial, cierto. Es la propiedad sobre la idea, como cosa distinta del papel o los ladrillos o el mármol en que se plasma o a través de los que se reproduce. Porque lo que se reproduce o replica es un objeto, no la idea, la creación, la ocurrencia. Cabe editar cien mil ejemplares de una novela de Fulano, pero la propiedad intelectual es una sola y no se confunde con cada uno de esos cien mil objetos, libros. Por eso la propiedad intelectual puede venderse y comprarse independientemente de esos objetos en que se plasma. La editorial puede comprarle al literato los derechos sobre su novela antes de editarla o aunque no llegue a editarse nunca. Po
Pero propiedades sobre bienes inmateriales son muchas de las que aquí he ido nombrando. La del inventor sobre el invento que patenta, la del científico sobre su descubrimiento, la del escultor sobre las formas de su escultura, la de la empresa sobre su logo, su nombre comercial, su anagrama, la mía sobre este blog y su dirección electrónica… Lo que ando buscando, y con toda sinceridad lo digo, es el criterio que permita o promueva el trato diverso; es decir, por qué todas esas propiedades inmateriales han de respetarse, no sólo en su titularidad, sino también en su explotación particular y sus frutos, y, en cambio, tiene que poder “socializarse” nada más que la propiedad del músico sobre su disco, la del escritor sobre su libro y la del director o productor de cine sobre su película. ¿Porque son éstas las únicas que pueden replicarse por internet y a partir de que se cuelguen en un servidor? Me parecería una razón peregrina. Ya dije antes que también podemos colgar en internet una foto de los perendengues de usted y ahí nos van a decir que esa imagen es “propiedad” suya y a indemnizar que tocan.
Bien, puede que alguno me diga que tengo razón y que vamos a implantar el comunismo de gratis total sobre toda propiedad que verse sobre bienes inmateriales. Pero volveré en ese caso con otra pregunta: ¿por qué sólo sobre esa? ¿Por qué he de poder yo, si quiero, colgar en un servidor el disco de usted y no he de poder dormir en su casa cuando se me antoje? O poner en un servidor de internet un anuncio que diga que en su casa de usted se puede entrar y salir a discreción. O en su cuenta corriente. Por cierto, ¿el dinero es bien material o inmaterial? No confundir con los billetes de banco. Esa propiedad sí que es tontorrona del todo: no es sobre un papelucho, sino sobre el valor que legalmente se le da. Vamos a cambiar esa ley también. Muerto el perro, se acabó la rabia. Ni propiedad intelectual ni gaitas, sin unidad de valor ya nada ha de valer. Abajo la propiedad sobre el dinero. Que, además, se replica siempre en las mismas manos.
19 comentarios:
Había una vez, hace mucho mucho mucho tiempo, en una tierra muy lejana y de gentes, costumbres y leyes muy diversas de las nuestras, un ingenioso gentilhombre, Rotualdo del Cazo, que había levantado un esplendoroso palacio, dicho Palacio de los Sueños, rodeado por un magnífico y extenso parque, llamado Parque de las Ilusiones, en una península que dominaba un vasto y bellísimo lago, conocido como Lago de los Torbellinos.
Nárrase en toda la región que había empleado toda su mucha creatividad –y, dicen, sustanciosos recursos materiales– para la construcción de dicho simpar palacio. Pues Rotualdo no había visto la luz como rico y poderoso noble, a pesar de lo que quizás alguno coligiera del exordio de esta insignificante historia; antes bien, era un simple súbdito trabajador, que vivía del favor que por su ingenio le concedían las gentes – decía y repetía que lo de crear palacios, siendo su vocación, su servicio a la comunidad, y su modo de realizarse en este valle de lágrimas, en modo alguno estaba reñido con lo de explotarlos juiciosamente, que lo cortés no quita lo caliente. Pues grande era el flujo del público que, atraído por las maravillas del Palacio de los Sueños, peregrinaba a visitarlo, y apoquinaba religiosamente la entrada para acceder al mismo.
Una nutrida tropilla de villanos trabajaba hacendosa para Rotualdo, en la limpieza y mantenimiento del palacio, en las taquillas de venta de entradas, y sobre todo -que las insidias de la morralla no conocen descanso- en los extensos regimientos de guardias que custodiaban toda la frontera terrestre de la propiedad, asegurando que no hubiera accesos no autorizados. Del lago no había que preocuparse, por ventura, pues era vastísimo, frío, un pelín agitado, y en la región había desde siempre un miedo ancestral al agua y a las criaturas de sus profundidades, no conociéndose el arte de la navegación, y estando al servicio del príncipe las pocas balsas de carga que había. De nadar, ni hablar, debido a la enorme extensión del lago y la fiereza e imprevisibilidad de sus … torbellinos.
Los beneficios que devengaba a Rotualdo su generosa y arriesgada empresa eran varios –tanto ingresos monetarios directos, como derivados de mercedes de las que dispensa la Providencia a sus elegidos–. No, no se limitaban a la venta de las entradas, a tres doblones la unidad, para los visitantes que accedían a través del majestuoso único camino de entrada que penetraba el istmo, celosamente custodiado.
[continuará, si es que no me cierran de sopetón la página de donde me estoy descargando estos pergaminos que aquí transcribo malamente]
Todo el debate sobre la propiedad intelectual se acabaría cuando la industria cultural, en sentido lato, nos propusiera el famoso "nuevo modelo de negocio". Por ejemplo, yo decargaba discos a los que antes no tenía acceso, o para escuchar música que aún no conocía, sin dejar de comprar discos físicos, esas inútiles rodajas de plástico; es más, muchos de esos discos descargados ya estaban en mis estanterías. Dejé de comprar discos porque yo, que llevo gastadas ingentes cantidades de pasta en material de todo tipo protegido por derechos de autor, me sentí insultado por dicha industria. De modo que me puse a descargar de forma gratuita todo aquel material que me interesara. Hasta que, de pronto, apareció un nuevo modelo de negocio, Spotify, que en realidad no es nada nuevo, la radio lleva décadas haciéndolo. Escucho de forma gratuita toda la música que quiero; ¿de forma gratuita? no, les pago con mi atención, que la empresa a su vez repercute a los intermediarios de los músicos. Desde ese día, hace algo más de un año, ya no me bajo nada de música. Es más, estoy pensando en darte de alta de forma "premium", total, por menos de 10 € al mes, ya no tengo que oir publicidad en la que no estoy interesado.
¿Qué hace la industria editorial? lo mismo: sus tiendas digitales son yermos desoladores (Libranda, que agrupa a las "majors" españolas, sólo sirve mil y pico de títulos a casi el mismo precio que los de papel). No me venden lo que busco, sólo un montón de bazofia que no interesa a casi nadie.
Désenos una oferta variada y competitiva a los internautas (es decir, a los ciudadanos) y se verá cómo todos esos debates, que sólo deberían afectar a los autores y a la industria, desparecen de la noche a la mañana.
Por otra parte, me parece pero que muy bien que en un espacio donde se leen y se debaten textos y opiniones que me resultan siempre muy interesantes, se dedique algo de tiempo a discutir temas como éste.
Un saludo desde el sur.
El tema es complejo, pero una cosa no quita la otra. Me explico: es cierto que los precios son abusivos, que el modelo de distribución de las obras debe cambiar, etc... ¿pero eso da derecho al "gratis total" que promueven los de siempre?
Como ya se ha mencionado, por lo que cuesta un cubata en algunos bares, al mes, se puede escuchar toda la música que uno quiera, legalmente. El dinero ya nos excusa en este caso. Y aquí también llegará, como ya ocurre en Estados Unidos, el poder ver todas las películas que queramos, a la carta, por un precio ridículo.
¿Por qué no cambia la opinión de los de siempre?
El tema está claro y ya aburre.
¿Son contrapuestas nuestras posturas o son complementarias?
Yo confío en que sean convergentes, pero queda mucho por desbrozar. Vayamos leyendo, y proponiendo acuerdos locales, aunque sean minúsculos – es probable que acabe emergiendo uno de mayor envergadura.
Mas lo esencial para nuestro tema estriba en pensar si esa página debe ser tratada como legal o ilegal y en qué deban consistir las medidas y sanciones en este último caso.
Concedo por economía que “sea” ilegal (uso duro y fundante del verbo de marras, pero pase). De la condición relativa de las leyes nada hay que añadir en estas páginas. Pero la cuestión central es, en efecto, cómo deba ser “tratada”. Algunas de las preguntas previas serían: ¿qué daño social se deriva de esa situación? ¿Qué prioridad merece esta situación 'ilegal'? Vamos a ello.
de una buena novela actual la versión electrónica cuesta poco menos que la versión en papel
También leo mucho sobre la pantalla. Pero no tiene color. Libro electrónico y libro de papel – hay un mundo de diferencia. No sólo en visibilidad (incluso invirtiendo no poco en buenas y grandes pantallas); también en anotabilidad y consultabilidad (prueben a buscar en un e-book una página que recuerden, en el caso, desgraciadamente mayoritario, de texto sin índice analítico solvente). Por no hablar de la transportabilidad, y de los costes de ejercicio.
Cambiando lo que ha de ser cambiado, otro tanto se puede decir de un mp3, cuando se compara con una experiencia de concierto ante una orquesta pasable. Tenemos claro que “copia electrónica” y “producto original” presentan funcionalidades muy distintas. Así que, ¿puedo proponer un primer modesto acuerdo local? ¿Podemos concordar que en las diferentes versiones de los productos culturales ‘hay’ algo más que el contenido, secuencia de palabras, o de imágenes, o de sonidos que sea?
Porque si concordamos en esta diferencia fáctica, podremos pensar una propuesta jurídica para traducirla.
Dan ganas de pasarse con armas y bagages al ejército de los defensores de los más fieros piratas.
Hmmm. Ojo a las cargas emotivas del discurso, al ‘enmarcado’, que dicen los lakoffianos. O a las condenas antes de juicio, que no son plato de gusto para dos tertulianos garantistas. ¿Le podría ser aceptable que llamásemos más cautamente a esos oscuros individuos, de los cuales, naturalmente, ni Vd. ni yo conocemos ninguno, ‘duplicadores sin licencia’, o si prefiere deseles?
Tú te echas una novia y la compartes con tu primo Pepe […]
Le veo dos problemas a la comparación
(1) no es replicable,
(2) es un sujeto individual de derechos.
Como apunta más adelante, plantear una comparación del tema ‘novia’ más ajustada con el caso que nos ocupa requiere un puntito de ciencia ficción. Si fuera posible la clonación, y si los seres clonados pudieran ser distinguidos del ‘original’ (qué se yo, con un marcador cromosómico), (condiciones imaginarias que resuelven la cuestión de la replicabilidad) y si se aceptase su tratamiento como esclavos (condición imaginaria que resuelven la cuestión de los derechos individuales) … ¿qué ocurriría si me pillo de estranjis una muestra de ADN de la novia de Pepe, que me pone horrores (por ejemplo, de la traza de sus labios en una taza del café que les he ofrecido en casa) (cuidando de no confundirme con la taza de Pepe, jeje, o a lo mejor me pone también él) … y la clono? Y una vez cloná, ¿qué ocurre si me beneficio a la grande, en privado y con las persianas echadas y el móvil desconectado, de la mencionada clon?
No sé, comparar con rigor es muy difícil. Quizás sean más fáciles las fábulas :)
[continuará]
En primer lugar, el príncipe de esas tierras, Su Alteza Serenísima Gocigocín de Aquitestrujo, había bendecido a dos manos la empresa de Rotualdo, concediéndole por noventa y nueve años el exclusivo aprovechamiento de la península. No sólo ello; el hacedor de palacios había recibido una subvención a fondo perdido de Su Alteza Serenísima, que consideraba, seguramente con buen juicio, que la erección de palacios fuese una actividad que ennoblecía su principado, y que enriquecía espiritualmente a sus siervos todos, y que por lo tanto merecía ese mecenazgo. En tercer lugar, Su Alteza Serenísima, siempre generosamente, y por la misma razón, había tenido a bien disponer que las tasas a pagar por dicha actividad económica fueran un cuarto de las aplicadas en su principado para otros productos y servicios, como por ejemplo la venta o reparación de carretas, el esquilado de ovejas, y el afilado de hoces.
No escampaba aquí la lluvia de mercedes sobre el palacio y el parque, y sobre las arcas de nuestro buen Rotualdo. Pues habrase de saber que la comarca que tenía el honor de albergar el Palacio de los Sueños, dicha Retebea en los nobles anales del Principado de Aquitestrujo, tenía su hacienda comarcal, por razones varias, en déficit permanente, debido en una parte no desdeñable a la necesidad de construir y mantener caminos que dieran acceso a las tumultuosas hordas de visitantes que afluían, a caballo, a pie y en carroza, especialmente los fines de semana, al Palacio. El margrave que administraba la comarca, siguiendo instrucciones del Príncipe, se cuidaba muy mucho de mencionar el tema en sus frecuentes encuentros con Rotualdo, y solía decir a sus íntimos que para qué servían gabelas sobre padres de familia o diezmos sobre herencia de viuda si no para construir caminos que hiciesen honor al principado y a los sus muchos ingenios.
Finalmente, los visitantes al Palacio no sólo pagaban con su escarcela, sino también con un pellizquito del tiempo inevitablemente finito de sus sufridas vidas. Pues eran obligados, antes de iniciar cada visita –que solía durar un par de horitas mal contadas– y después de ella, a pasar un insignificante cuartico de hora (bueno, uno entrando, y otro saliendo) de pie en un redil cercado, hiciera cierzo, sol de justicia o lloviesen chuzos de punta, en cuyo derredor se disponían heraldos con sonoras trompetas y pregoneros de recia y estentórea voz, quienes bombardeaban a dichos visitantes con elogios insistentes, no siempre del todo veraces, de las posadas y hosterías del lugar, de sus fabricantes de carrozas, de sus rizadores y tintores del vellón de ovejas, y de otras muchas artes y artesanías. Aunque el efecto sobre las andanzas sucesivas de los visitantes fuese más que discutible (más de uno fue oído farfullar con recios juramentos que aunque sólo hubiese sido por el ultraje de ser arreado al redil, y de tener que tragar con los trompetazos estridentes, ni muerto lo iban a ver trasegando vino en dichas hosterías, o poniendo guapas sus ovejas, sus cabras o sus cabrones en dichos rizadores), la verdad es que dichos honestos artesanos pagaban a Rotualdo flor de táleros (un tálero = seiscientos sesenta y seis doblones, en el Principado de Aquitestrujo) por el servicio un puntirrinín coactivo ejercido sobre la plebe que lo visitaba –puntirrinín que a ninguno quitaba el sueño, ni a príncipes ni a poderosos, porque en el fondo, no era más que plebe no creadora, de la que se atropella balando desde el vientre de sus madres hasta la boca de las fosas que inexorables las esperan–. Ni que decir tiene que la plebe no percibía remuneración alguna por el tiempo propio que le era arrebatado, y que era esencial para que funcionara el jueguecito del redil y los trompetazos.
[continuarà, si tiene a bien permitirlo S.A.S.]
Hay una cosa que apuntas y es sobre el precio de los e_book. Es cierto que la versión papel y digital difieren muy poco en el precio. Y una solución bastante buena sería bajar significativamente la última versión. En cuanto a los dvd, se deberían vender canciones sueltas. Muchas veces cuando tengo un cd solo me gustan algunas de sus canciones. Y para escuchar solo algunas no me merece la pena comprarmelo, sino que bajo las canciones que me gustan y punto. Para muchos jóvenes tanto el precio de las últimas novedades de libros como música y demás son poco asequibles. Puedes elegir comprarte alguno pero sino no fuese por la red, algunos no podrían consumir casi nada de cultura.No todos son unos pijitos y además nos entretienen con la universidad, los master , que se gasta pero no se gana. Luego nos ofrecen trabajos de mierda y luego nos ponen los libros a más de 20 euros y los discos igual. En cuanto a las pelis, es otro mundo. La calidad de la red no suele ser buena y nada sustituye al cine. Si alguna peli me gusta procuro verla en el cine o esperarme al dvd. Solo si es una chorradita así americanada alguna vez la bajé.Algunas tienen algo de calidad otras falla el sonido y demás.
Cuando quien cuelga sin permiso del titular el material protegido por la legislación de propiedad intelectual OBTIENE LUCRO ECONÓMICO
Otro punto de casi consenso, qué duda cabe. No sólo entre nos, sino también con lo que ya dice clarísimamente el Código Penal. Y los Tribunales siguen abiertos, que yo sepa, como apuntaba Ángel el otro día.
Preciso esto del casi. Me dan un poco de repelús en el debate las interpretaciones imaginativas, extensivas del concepto de lucro (que, casualidad, van rigurosamente acompañadas de una interpretación igualmente imaginativa pero restrictiva del concepto de ‘remuneración’). Por ejemplo, la payasada histórica del ‘lucro del peluquero’ que ameniza la espera de sus clientes con música adquirida de forma absolutamente canónica. Para precisar este acuerdo local, ¿se encontraría Vd. de acuerdo con una interpretación sobria, que identifique como lucro el efectiva y directamente obtenido del producto (venta, alquiler), así como el efectivo indirecto que deriva del uso del producto como componente principal insustituible de otro producto o servicio? Ejemplo discriminante del 'indirecto' que propongo: el uso de música copiada en una discoteca calificaría como lucro indirecto sobre la obra, ya que una discoteca sin música no se puede concebir; mientras que en una peluquería el entretenimiento del cliente en espera, a parte de no ser elemento esencial para definir la experiencia, puede obtenerse con música, con revistas, con la tele encendida, o con el movimiento armonioso de las caderas de la peluquera...
¿Por qué […] he de quedarme sin instrumentos jurídicos para decir que es mía […]?
¿? ¿Desde cuándo el Código Penal no es un instrumento jurídico de primer orden?
Puede que haya algún grupo marginal que esté proponiendo la expropiación intelectual. Pero es eso, marginal. Elevar estos argumentos extremistas al centro del debate sobre propiedad intelectual me parece una distracción que poco aporta. Sugiero evitarlos.
Los instrumentos existen ya. Vaya el novelista a juicio; demuestre el daño. (Ojo: el daño no es lógicamente desumible de la sola existencia de la copia, ni mucho menos de la posibilidad potencial de copia – hay que argumentar la cuestión del lucro, por lo tanto hay que entrar en el análisis del uso.)
¿Por qué el libro es replicable? La IMAGEN del tío o la tía también.
Creo que aquí hay una mezcla de argumentaciones.
El derecho de imagen es personal y, de nuevo, ya está contemplado por la ley. El libro se está ya difundiendo, y se puede argumentar que quien escribe y publica un libro tienen ya una clara intención de hacerlo; no ocurre así con el privado y su imagen (otra cosa sería si yo interpreto una peli porno; la copia de la tal película podrá ser abusiva, pero cierto no atenta contra mi imagen, porque no añade nada nuevo) (de hecho la imagen de un personaje público, dentro de ciertos límites y condiciones, puede ser utilizada bastante libremente, por ejemplo para ilustrar una entrada en mi bitácora que verse sobre el mismo).
Ninguna interpretación analógica desprotegerá más el derecho de imagen, ni lo protegerá menos, de lo que hoy ya ocurre. Que merece un trabajo independiente, de acuerdo, y que en la era digital requiere una revisión en profundidad, también de acuerdo.
Por pura analogía, me parece que el agua también fluye en la otra dirección. Referido a un producto cultural, la ‘imagen’ equivale al grado de publicidad o público conocimiento adquirido por el producto. Se podría argumentar que la existencia de más copias refuerza el conocimiento, ya que, independientemente de su legalidad o menos, conocen el producto más personas.
Es una analogía que dejaría fuera de la discusión, de cualquier manera, por todo lo descrito.
[continuará]
Sigamos con las comparaciones de Ángel antes citadas.
Yo creo que en todas estas comparaciones, que son siempre imperfectas, hay quizás materia para proponer otro acuerdo. “Hay precedentes consuetudinarios que afirman que el uso compartido de un producto cultural único, realizado por privados, no mediando lucro (en el sentido ‘sobrio’ definido anteriormente) ni para quien pone el producto a disposición de los otros usuarios, ni para dichos usuarios, y mediando ciertas restricciones (por ejemplo, la condición de leer el periódico en el bar), es perfectamente admisible”. ¿Le vale?
A partir las comparaciones y de sus contracomparaciones de usted propondría no distraernos por lo material, escaneados o fotocopias. Permítame argumentarlo con una contra-contracomparación: si el dueño del bar pone la fotocopiadora gratuita en el bar, imponiendo que la copia no salga de ningún modo a la calle, ¿objetaría Vd.? ¿O si escanea el periódico para colgarlo en la intranet del bar que sólo se puede leer en los monitores instalados en la red local?
Personalmente, me cuestionaría su buen juicio empresarial, pero no vería ninguna diferencia sustancial con el caso ‘clásico’. De donde colijo que el quid que estamos buscando juntos en este debate no yace en la copia, ni tampoco en su transporte material.
El del bar es el dueño del periódico […]
Permítame precisar. El del bar es el dueño del papel del periódico, así como de derechos restringidos al uso de sus contenidos. ¿De acuerdo?
Ni un préstamo ni el otro son equiparables a colgar en un servidor de internet –quizá localizado en la Chimbambas– el periódico escaneado o el dvd convertido a mp3 o lo que sea que sea ahora.
Si quien cuelga no obtiene lucro, desde mi punto de vista veo sólo una diferencia menor – el grado de accesibilidad. El gestor del bar interpreta como campo de uso legítimo su conjunto de clientes o visitantes. La práctica consuetudinaria non distingue entre números – se admite para un bar de pueblito castellano donde entran tres los días buenos, o para un café de moda de una gran ciudad donde entran diez mil. El gestor del servidor interpreta como campo de uso legítimo su conjunto de clientes (nótese que la existencia de clientes, si lo son por otros conceptos –por ejemplo, imaginemos que el gestor venda on line semillas de marihuana– no implica que exista lucro sobre el periódico que se cuelga) o visitantes. Pueden entrar desde la puerta de al lado, o desde las antípodas. Pero clientes o visitantes son en ambos casos.
Me podrá decir alguien: el bar obliga a que el uso tenga lugar en el mismo ámbito. De acuerdo. Ahora bien, ¿cómo definimos ‘ámbito’ en una relación comercial? Una posible interpretación es ‘el espacio común que ocupan proveedor y cliente (o visitante)’. En el segundo caso, es ‘ámbito’ el conjunto del servidor del proveedor, del ordenador del cliente (o visitante), y de la conexión que los liga. Tiene una realidad física (electromagnética) igual de tangible que la otra de mostrador de mármol y suelo de tablas de madera barrido con serrín.
Otro podría argumentar, volvamos al número de visitas: pues es un indicador fiable del número de lecturas o de copias. No niego que por este camino se pueda diseñar una parte del compromiso al que inevitablemente habrá que llegar en esta historia – pero no me parece que el buen derecho se haga con discusiones sobre las cantidades ni mucho menos con indicadores ‘fiables’, sino con la combinación de condiciones lógicas claras y evidencia fehaciente.
Y ojo al argumento de que ‘vamos sólo contra estos malos’ que posibilitan la copia, porque te ponen el periódico, y la fotocopiadora. A no ser que reescribamos la doctrina de la acción responsable, el actor de la copia es quien pone el periódico sobre la pantalla, y aprieta el botón grande verde.
[continuará]
La verdad es que las cosas no le iban del todo mal a Rotualdo. Naturalmente que su valiente ejemplo encontró seguidores; diversos mesnaderos siguieron su ejemplo y, en las variadas costas que rodeaban el Lago de las Tormentas, erigieron palacios o castillos análogos, cada uno con sus personales atracciones, unas veces más afortunadas y originales, otras veces más refritas y cuchifritas en base a lo ya hecho, concluyeron acuerdos análogos con Su Alteza Serenísima, y a vivir que son dos días.
La gente … la gente fluía de aquí y de allá, dale que te pega a visitar, de castillo en palacio y de palacio en castillo, porque la verdad es que las costumbres de la región habían ido cambiando. Discuten aún los pocos filósofos que en ella quedan si para bien o para mal, pero la cuestión es que se conversaba menos con las mozas y con los ancianos, se iba menos de romería, se bailaba y se cantaba menos, se tocaba menos la zampoña …se leían menos pergaminos … se narraban menos consejas rientes o melancólicas, al calor de la lumbre de invierno, o bajo el cielo estrellado de la noche estiva. Fuera por lo que fuese, todo era un rebullir de aquí para allá, todo era pasar largas horas por los caminos encerrados en la propia carroza y rodeados por infinidad de otras iguales (como uno de esos pocos filósofos en extinción observara, el goce máximo que proporcionaba una carreta de máximo lujo, tirada por multitud de corceles ricamente enjaezados, era el de la tranquilidad de saber que con ella nos podíamos plantar en un pispás en el atasco que deseáramos). Aún dejando las filosofías de lado, el caso es que este cambio de costumbres favorecía ciertamente la prosperidad del gremio de Rotualdo.
Pero un día … algo cambió en el reino de Aquiteestrujo.
Llegadas de un país lejano, sobre el lago empezaron a verse unos extraños objetos paralepipédicos y relucientes, mezcla de cristal, metales y sustancias extrañas, que el genio local dio en denominar “cacharras”, que se desplazaban de aquí para allá con facilidad inaudita. Podían transportar una o más personas, aunque respondían a reglas muy extrañas. La primera es que, en llegando al lugar de destino, no se podía desembarcar de la cacharra, aunque desde ella se podía uno explayar en charlas infinitas con la gente que encontraba o había citado en la orilla: parientes, amigos, mozas (pueden imaginar Vds. que no todas las charlas entre lancha y orilla eran todo lo santas que hubiesen deseado los párrocos de la región) (aunque más de uno fuese pillado in fraganti dando vueltas en cacharra por ensenadas de oscura reputación, y con la sotana remangada, y adaptándose sin sonrojos a la situación – aunque no pudiese tender su mano hacia la orilla, nada vedaba al cacharrauta tenderla hacia sí mismo). La segunda es que no dejaban transportar objeto alguno, ni recogerlo de la costa visitada: por ejemplo, si uno subía una cesta de huevos, o un azadón, no arrancaba más. Ambas limitaciones sabían a arte de magia. Aparte estas cortapisas, las cacharras era un tantico imprevisibles. A veces no arrancaban, incluso sin cargarles objetos. Otras veces se ponían a dar vueltas sobre su propio eje como una peonza enloquecida a pocos metros de la costa de origen, hasta que el cacharrauta exasperado la volcaba, la arrastraba entre juramentos hasta el encacharrero, y la ponía en marcha de nuevo. Su velocidad era también muy irregular, pero todos coincidieron que para obtener noticias, visitar parajes, mandar mensajes y documentos, o pasar encargos de mercaderías (que luego, eso sí, te tenía que traer una carroza, por la susodicha limitación) y este tipo de trajines, eran una verdadera bendición, sobre todo comparándolas con los interminables atascos que aquejaban endémicamente a los caminos del principado.
[continuará si la cacharra me lo permite]
cómo discernir casos lícitos e ilícitos, o si han de ser jurídicamente lícitos todos. Déjenme que enumere algunos al buen tuntún.
Creo muy útil la discusión sobre casos reales o inventados. Los que Vd. menciona suscitan incomodidad o incluso repugnancia, qué duda cabe, ¿pero por qué? Me parece reductivo atribuirla a que “hay una copia no autorizada”.
(a) Un artista plástico no suele pasar de pocas decenas de exposiciones en su carrera, por lo cual ya “una” es significativa. Más allá de las fotos colgadas, elementos esenciales de las mismas son el montaje y el entorno, e incluso la presencia del artista. Lo descrito es mucho más que una “copia no autorizada”, aún cuando no hubiera lucro – hay una sustancial pérdida de control por parte de Pepito de su proyecto artístico.
(b) El caso ‘sencillo’ describe la actitud de un metomentodo compulsivo. Toca a la Universidad llamarle la atención, o incluso sancionarlo. Para entrar en ese pleito hay que tener de veras ganas.
Para el caso agravado, la Universidad se tendría que poner bruta – no está muy lejano de una violación de secretos, incluso mirándolo con ojos condescendientes.
Más allá de su clasificación, encuentro en ambos casos una clara voluntad del doctorando de limitar la difusión al canal procedimental del doctorado mismo, ¿si no, para qué lo está haciendo?
Lo descrito es mucho más que una “copia no autorizada” – es una violación de la voluntad del autor en cuanto a los tiempos de difusión.
(c) El caso de calzoncillo multiorgásmico es un puro problema de terminología. Los anglosajones llaman a las patentes ‘propiedad intelectual’ – pero creo que en castellano están mejor definidas como ‘propiedad industrial’. Caso distinto; si le parece, lo dejamos fuera de esta discusión.
Apunto sólo una reflexioncita de nada, sobre algo que acomuna ambos tipos de propiedades. Se suele obviar que tanto la propiedad intelectual como la industrial son ya, por el propio hecho de existir, una ayuda de la sociedad a la creación, con un plazo límite – una forma evidente de expresar, ‘la ayuda basta hasta aquí; retornemos a la situación normal’.¿Por qué, en cambio, la posesión de un bien mueble o inmueble no tiene fecha de caducidad en nuestras sociedades?
Cierto que toca discutir cómo ha de proceder y diseñarse mejor la ayuda, pero sin olvidar que es una concesión.
Olvidar este hecho puede llevar a patinazos de relieve – imagínese que yo invito a mi amigo Manolo, con su familia, a comer el sábado próximo en casa. Vale que discutamos juntos el menú, porque hay confianza, y sus críos son un poco remilgados, y su mujer celíaca – pero sería preocupante si en el curso de la discusión Manolo olvidase el contexto básico (la invitación) y se pusiese a dictar instrucciones sobre la remodelación de mi cocina.
Piénsese con un poquito de calma al comparar en tonos encendidos la propiedad intelectual y la industrial con ‘los demás tipos de propiedad privada’. ¿No será que ambos tipos de propiedades, aunque puedan ser objeto de titularidad privada, no tienen ‘el mismo grado’ de privacidad? ¿No será que el fin último lógico de la propiedad intelectual es el dominio público –patrimonio de toda la humanidad–, y que consiguientemente lo que regulan las leyes de propiedad intelectual e industrial es un período transitorio de naturaleza excepcional?
Ojo: vuelvo aclarar que no estoy proponiendo la abolición de ese período transitorio, y que, bajo ciertas reglas, le reconozco una indudable utilidad social. Pero quiero poner en guardia contra el peligro de absolutización de algo que es claramente relativo y limitado. Manolo, querido, que no estáis invitados a dormir, ni a usar mis americanas, y tampoco puedes alquilar a terceros mi garaje.
[continuará, pero ya por poco]
Así que el común de las gentes, y muy especialmente los mozos, comenzó a dotarse de esas extrañas cacharras –de muy variadas capacidades y velocidades– y a adquirir destreza en su manejo.
Lo que tenía que ocurrir, ocurrió. Un chaval más bien despierto encaminó su cacharra a la península ennoblecida por los ingenios de Rotualdo, se buscó un punto de la costa desde donde se viera aceptablemente bien el Palacio de los Sueños y el Parque de las Ilusiones, sacó los prismáticos, y se dio una jartá de disfrutar de todas las novedades. De gratis total, naturalmente, porque recordarán que la costa no estaba vigilada. Esa misma noche se lo contó a los de su cuadrilla –todos cacharreros de pro, como pueden Vds. imaginar–, les pasó las coordenadas de la ensenada (que bastaba teclear en el salpicadero de la cacharra para que te transportara rauda al punto escogido), y los dejó boquiabiertos de admiración.
Dizque a poco de ello fue todo un rebullir de cacharras de aquí para acullá que buscaban puntos de observación, que se los intercambiaban, y que no dejaban prácticamente de identificar castillo o palacio que no tuviera su acceso vulnerable desde el lago.
Los primeros días, los guardias ni se dieron cuenta, concentrados como estaban en patrullar celosamente, rottweiler babeante de la traílla, los accesos terrestres al Palacio. Luego, uno paró en mirar la inusitada actividad de las cacharras. Les pegó unas voces –el rottweiler, exhortado a tirarse al agua a por la cacharra más cercana, dijo que nones, que no tenía la competencia tecnológica necesaria, y que si querían esas funciones, que contratasen un cocodrilo–, pero se las llevó el viento. Al día siguiente probó con algún tiro de sal desde los riscos, arriesgando con romperse la crisma, pero las cacharras se movían demasiado y eran demasiado ágiles. El lago quedo un poco más salado, y los cacharreros, partidos de la risa.
Total, que se lo fueron a contar tímidamente a Rotualdo, por aquello de tenerlo lealmente al corriente. No escogieron buen día para ello – o quizás ya no había buenos días, en el sentido subjetivo del término, para nuestro gran creador. Habráse de saber que por lo que fuera – algunos decían que las malas cosechas, que habían tocado seriamente la bolsa de los aquiestrujados; otros que el proliferar de palacios y castillos; otros, que sus atracciones, especialmente las de producción nacional, olían desde leguas a refrito en vil y rancio sebo, y que poco hacían por renovar el interés de las gentes, sobre todo contando los cuatro doblones que habían pasado a exigir por cada visita– los ingresos contabilizados por Rotualdo llevaban tiempo cayendo. El príncipe seguía sentándolo a su derecha, pero vista la situación de las arcas del principado, le dedicaba más buenas palabras que no maravedíes contantes y sonantes. En cuanto a los artesanos que antaño contrataban entusiastas cuantiosos servicios de pregones de lo que llamaban ‘orientación al consumo responsable’ , refunfuñaban cada vez más ante su precio, decían que las cosas les iban mal, que no tenían tanto que gastar … en fin, lo de siempre. Y a Rotualdo, que como a cualquier hijo de vecino, le había sido otrora muy fácil acostumbrarse a los tiempos mejores, le costaba un poquitín más acomodarse ahora a los de vacas flacas, y se le había agriado apenas una pizca su carácter solar, ponderado y dialogante.
[continuará, si el coxis me permite seguirme sentando]
[disculpen la pausa, que he estado de viaje]
Me interesa saberlo porque sinceramente les digo a todos los amables lectores que estoy en un tris de volverme radicalmente contra la propiedad privada.
La propiedad privada, por sí sola, es una convención relativamente neutra. Se hace algo más compleja de juzgar cuando se combina con mecanismos de acumulación que desbordan cualquier necesidad sana, acompañados por mecanismos de exclusión que impiden a terceros la cobertura de mínimas necesidades. Pero bastarían unos moderados limitadores legales y fiscales, que aseguren mínimos de redistribución y de acceso.
Mis filosofías de a perra gorda aparte, me alegra que haya traído a colación el tema. En esta historia, en el fondo, se está hablando de esto, de cómo limitar la propiedad privada, de forma que encaje en necesidades de mayor orden. Garantías constitucionales, uso libre de los medios de información y comunicación, privacidad de cada ciudadano, acceso a la cultura y al entretenimiento, etc. Limitarse a repetir en un berrinche “¡es propiedad privada! ¡es propiedad privada! ¡quiero poder recaudar privadamente impuestos sobre ella! ¡quiero un bazooka jurídico-administrativo para defenderla!”, como está haciendo la SGAE y su camarilla, está entre lo infantil y lo patético. Llamando al pan pan y al vino vino, el acuerdo al que (deseablemente) se ha de llegar será un acuerdo de limitación de la propiedad privada. No se está discutiendo “si”, se está discutiendo “cómo”.
[…]Al fin y al cabo, son muy replicables y facilísimos de repartir. […]
Creo que un error mío ha propiciado esta confusión que Vd. señala correctamente. En una intervención contrapuse lo “replicable” a lo “no replicable”.
Después de pensarlo un poco creo que hay tres dimensiones donde discutir:
(a) la replicabilidad. Vale para distinguir entre dificultad (y consiguiente costo) de las barreras tecnológicas a la replicación. Todos los objetos materiales son potencialmente replicables, sentimentalismos aparte; dicha replicación no modifica la materialidad del objeto original. Eso sí, hay objetos más fácilmente replicables (un archivo mp3) y menos fácilmente (un jarrón Ming).
(b) la autenticidad. Se emplea para distinguir entre objetos replicados ‘autorizados’ (a alguien estará reconocida capacidad legal para autorizarlos) y ‘no autorizados’ (un billete de banco ‘falso’, un bolso de Pepe Pá ‘falso’, un Velázquez ‘falso’).
(c) la unicidad (física). En algunos casos, la titularidad jurídica está relacionada con un solo objeto; en otro, con un número cambiante de objetos entre los que hay semejanza, o a veces incluso identidad.
Aunque las tres dimensiones están relacionadas, creo que son más importantes “autenticidad” y “unicidad” para lo que estamos discutiendo.
¿Qué es hoy una película, por ejemplo? Desde el punto de vista puramente físico, es una especie de “nube” de objetos:
- una copia maestra y archivos adjuntos,
- unas copias analógicas que se proyectan en cines,
- unas copias digitales, por ejemplo en formato dvd, que se venden a usuarios privados o alquilan,
- unas copias digitales no autorizadas.
- incluso un guión, unas músicas, una página web, unas imágenes que se reproducen en camisetas, tazas de café o pelotas de playa ...
La película es “todo eso”, aunque no todos los objetos de los que estemos hablando tengan las mismas prestaciones físicas.
El fenómeno del que estamos discutiendo erosiona y debilita el control en los márgenes de la nube, y esa es la novedad a la que están reaccionando de forma absolutista promotores y legisladores.
Aunque el concepto que liga la “nube” sea bastante claro, su definición física (partiendo del puro inventario) es compleja, y por supuesto también la contabilización de los fenómenos económicos a los que da lugar.
En resumidas cuentas, los guardias fueron despedidos a recias patadas en el culo por un Rotualdo vociferante y congestionado, que los acusó de incompetentes, de negligentes, y de corruptos conchabados con los cacharreros. Con profusión de colores –para algo era un creador, caramba– tachó de grandes y porfiadas meretrices a sus madres, hermanas, mujeres e hijas, de bujarrones empedernidos a sus hijos varones y a sus propios padres y hermanos, y a ellos, por tercios iguales, de pedófilos culturales, de succionaméntulas de rottweiler y de terroristas malísimos. En la iracunda confusión sacó a patadas también a media docena de visitantes que pasaban por allí y a su propio director financiero, pero bueno, un gran hombre no se puede parar en las minucias, lo suyo es el liderazgo y las grandes acciones.
Cuando el margrave de la comarca vino a saber de ello, le dijo a Rotualdo que quizás se había pasado un pelo, que vale que eran chusmísima, pero también debía pensar en su propia salud, e inquirió solícito si se había lastimado el pie de las patadas, a fuerza de luxar coxis tras coxis de villano infiel, o si por un azar se había irritado sus delicadas cuerdas vocales, a fuerza de ilustrarlos sobre los vergüenzas de su genealogía. Cuando vio que Rotualdo seguía aullando con los ojos fuera de las órbitas, se retiró discretamente hacia su carroza, temiendo por su propia excelentísima rabadilla.
Tras algún intento de reorganizar su armada de vigilantes para impedir que los cacharreros se acercaran a la costa (y algún que otro experimento, tan riesgoso como fallido, de adiestrar cocodrilos), Rotualdo advirtió que la disparidad tecnológica le era demasiado desfavorable. Nada que hacer, en sustancia. Así que ni corto ni perezoso pidió audiencia con el príncipe, juzgando que sólo de Él podía esperar alivio a sus cuitas. Y en una muy pregonada perorata, adujo entre floridas invectivas que las cacharras amenazaban el bienestar del reino todo, y exigió tonante que Su Alteza Serenísima actuase con mano dura contra ellas…
Perplejo y casi convencido, el príncipe consultó a sus consejeros legistas, quienes tras mucho verecundo revolver de legajos le vinieron a susurrar varias cosas. A saber, que por un lado era cierto que los cacharreros se arrimaban a la costa para darle a castillos y parques una ojeada (precaria, y entre salpicaduras) sin pagar. Pero por el otro lado las leyes del principado eran claras: el lago era considerado dominio público, y en dominio público los súbditos podían actuar a placer, sin dañar ni a las leyes ni a terceros. Por ejemplo, si en una hostería estaban asando jabalíes con patatas y romero, nadie vedaba que los villanos que pasaban por allí delante dieran una buena husmeada, e incluso dos, al tufillo sabrosón. Y cuando las ramas de un manzano venían a pender ubérrimas sobre la vereda, podía el caminante alargar su mano y servirse a su antojo; estaba al propietario del árbol, si ello lo irritaba, el cuidarse de podarlas para que no fueran a frutar sobre el camino. Amén de estas analogías poco confortantes para con las aspiraciones de Rotualdo, documentaban que el tráfico de las cacharras, al principio anecdótico, había devenido en actividad de importancia respetable, y había flor de mercaderes que obtenían buenos beneficios del mismo. Más aún, y mucho más trascendente: diversos tribunos de la plebe alegaban que la libre comunicación que permitían las cacharras entroncaba directamente con el derecho de tomar la palabra en la asamblea del villorrio que había sido consagrado en los lejanos tiempos en que se constituyese el principado, y estaba protegido por las mismas pragmáticas de máximo rango. Y buena parte de los consejeros avalaban esta perspectiva.
[continuará]
[y concluyo]
Una casa es un objeto replicable.
Sí. A veces se hacen sobre planos originales, a veces sobre planos copiados. Los únicos que pueden copiar, en el sentido completo del término, son los arquitectos mismos, por la simple razón que hace falta una habilitación profesional para presentar los planos copiados a visar, a obtener todas las autorizaciones, etc. Visto que ya hay una costosa (y probablemente innecesaria) reglamentación profesional del campo a través de competencias, colegios profesionales, y demás horrores medievales, sugiero que… con su pan se la coman, y gestionen estos casillos de nada (bastante frecuentes, por lo que tengo oído) dentro del gremio.
El Peine del Viento o el Elogio del Horizonte, sendas obras grandiosas de Chillida, las puede replicar hasta un manitas de mi pueblo.
¿Cuál sería el problema? ¿Si la pone en su patio, y no la vende? ¿Si yo, aficionado o estudiante de pintura, hago una copia preciosa de las señoritas de Avignon, no la firmo, y la cuelgo en el salón de mi casa? ¿o en el salón de casa de mi primo? ¿Qué pasa? Me atrevo a afirmar dogmáticamente: nada.
No termino de ver que sea tan diferente el derecho de propiedad cuando versa sobre objetos replicables y no replicables.
Las diferencias han quedado, creo yo, aceptablemente resumidas. Alarmismos (gritones y de los personajillos de siempre aparte), son así:
(1) Sobre objetos ‘de todos los días’ – derecho de propiedad ilimitado en el tiempo (salvo las puntuales excepciones de procedimientos de expropiación que obedezcan a interés común, limitados por una serie de garantías – compensación, reversión si el interés común cesa, etc.). Materialidad concreta del daño ‘total’ para el propietario original: si me quitan la cartera, me la han quitado, y adiós muy buenas.
(2) Sobre los conceptos ‘replicables’ – derecho de propiedad limitado en el tiempo. Materialidad concreta del daño ‘parcial’ para el propietario original: si me hacen una fotocopia de mi libro, sigo siendo el autor a todos los efectos.
Parece jurídicamente lógico, ante la muy concreta e incontestable materialidad de estas diferencias, que los niveles de protección para ambos casos sean diferentes. Digan lo que digan los bocazas.
en cambio, tiene que poder “socializarse” nada más que la propiedad del músico sobre su disco, la del escritor sobre su libro y la del director o productor de cine sobre su película. ¿Porque son éstas las únicas que pueden replicarse por internet y a partir de que se cuelguen en un servidor? Me parecería una razón peregrina.
Como ya he dicho, el extremismo terminológico es un derecho de cada uno, pero objetivamente, encenaga la discusión. Acusar a la otra parte de proponer cosas que no está proponiendo, más de lo mismo. Sugiero que nos abstengamos. Por “socializar” yo entendería en una discusión normal “anticipar a hoy mismo el final de los derechos de propiedad intelectual ya reconocidos, y negar el reconocimiento de ningún nuevo derecho”. Si alguien lo está proponiendo, pues allá él. Yo, humildemente, no he visto esta propuesta por ninguna parte en el debate. Por lo cual me abstengo de comentarla o rebatirla.
Ya dije antes que también podemos colgar en internet una foto de los perendengues de usted y ahí nos van a decir que esa imagen es “propiedad” suya y a indemnizar que tocan.
Juego de lenguaje.
vamos a implantar el comunismo de gratis total sobre toda propiedad que verse sobre bienes inmateriales.
Véase más arriba.
Pues creo que está comentado todo. Perdón por el largo hiato derivado de viajes y otros compromisos. A lo mejor valdría la pena formular un resumen del debate, enumerando aquello donde estemos de acuerdo, y aquello donde no – situaciones perfectas ambas, siempre que estén claras y recíprocamente reconocidas.
Salud,
[sigue]
Las leyes ya promulgadas por Su Alteza ya le permitían actuar severamente con quien quiera que, llegando por un medio cualquiera, echara pie a tierra y penetrara en el parque, o se saltara sin pagar los torniquetes de entrada. Visto todo lo cual, concluían los empelucados jurisconsultos, era responsabilidad de Rotualdo levantar barreras o celosías o filas de chopos o lo que su santo protector le diera a entender para que desde las aguas de libre navegación no se pudiera ver su palacio.
Cuando Rotualdo vino a saber del parecer de los consejeros, los puso como chupa de dómine, siguiendo su característico estilo comunicativo, aunque siendo como era atrevido con los débiles y servil con los poderosos, no osó añadir las patadas en el culo. Volvió a la carga, alegando que las cacharras eran sediciosas, ilegales, debilitantes del entramado socioeconómico del reino, y que si seguía perdurando el ‘gratis total’, nadie iba a tener aliciente para construir más castillos. Que, entre paréntesis, seguían erguiéndose y abriendo sus puertas al público, en especial en la época que lleva a final de año. Y como quien no llora no mama, y contaba ciertamente con discreto favor del príncipe, fue obteniendo no pocas cosas, amén de las mercedes con las que ya gozaba.
Para compensar la disminución de ingresos que atribuía de forma indemostrada a las visitas de cacharras a ‘sus’ costas, obtuvo del príncipe que sobre toda la navegación de lago, se dirigiera a donde se dirigiera, con el medio que fuese, se aplicase un tributo invariable, que sería acto seguido versado en las arcas de Rotualdo, no en las del principado. A más de uno de los jurisconsultos se le aplanaron los bigudíes entalcados de la peluca para enroscársele acto seguido en el sentido opuesto, ya que vieron en esta merced una aberración de marca mayor, a saber, la concesión a un privado de la capacidad de cobrar impuestos para su propio provecho. Los navegantes del lago armaron una buena – muchos aducían lo obvio, que ni habían pasado cerca de la puta (sic) península de Rotualdo, ni tenían la menor intención de pasar – que ellos iban a sus actividades varias, perfectamente legales mientras no se demostrase lo contrario, sobre las que ya pagaban religiosamente cuanto tributo o gabela hubiese establecido el príncipe, ¿y entonces a qué venía esa mamarrachada verdaderamente pirata, pero pirata de cagarse (resic)?
Abreviando: ni jurisconsultos ni honrados comerciantes fueron escuchados por el príncipe, y por su conducto logró Rotualdo que el entero principado tuviera que comulgar con semejante rueda de molino. Ni que decir tiene que este sucedido dañó no sólo la poquísima credibilidad que ya tenía ante las gentes Rotualdo, sino la poca que aún le quedaba al príncipe (ya perturbada, aunque esto no tenga que ver mucho con la historia, por ser putañero y disipado al extremo, por rascarse los cojones a la grande a costa del erario del principado, por las amistades y negocios dudosos en los que vivía envuelto, e incluso por las mismas circunstancias de su lejano pero no ya olvidado acceso al trono).
Pero claro, como el apetito se abre al comer, Rotualdo no se paró ahí, y siguió intrigando para que, amén de los privilegios tributarios, se pusiesen a su servicio cherifos especiales, con armas de envergadura, y amplias facultades, sin necesidad de obtener autorización de los magistrados del príncipe, para hundir a cañonazos las cacharras, colgar cacharreros de las bolas, y multarlos pesadamente una vez desbolados. “Argumentaba” (pongo las comillas para que un verbo honesto no se me rebela al verse atribuido a semejante cantamañanas) que no podía seguir este descoque inmoral del ‘gratis total’.
[continuará si no me trinca el cherifo]
Otra tanda de jurisconsultos, de entre los pocos que habían resistido a la genialidad impositiva arriba narrada, se desmayó, enfermó o desencajó, o las tres cosas a la vez. Entre colegas de la máxima confianza, y sólo entre ellos, murmuraban preocupados que después de lo de conferir inauditas competencias tributarias a un mesnadero sin ningún papel institucional, puramente orientado a engordar la su hacienda, lo de otorgarle a él y a los de su laya, competencias ejecutivas (porque de eso se trataba, aunque el ejercicio nominal correspondiera a algún fantoche venal del príncipe, con pocas letras y menor juicio), tenía bemoles, o más que bemoles. Revolcada y bien revolcada por el polvo yacía la ingenua pretensión, codificada en las mentadas pragmáticas, de que todos los súbditos del principado tuvieran derecho a igual trato por parte de sus magistrados. Porque, como argumentaban las pocas voces sobrias que iban quedando, nada le impedía al Rotualdo dirigirse a los tribunales del principado, en cualquier momento en que se sintiera agravado, por un cacharrauta concreto o por cualquier otro hijo de vecino. Pero claro, ya iban quedando pocos que quisieran comprometer su propia carrera con el príncipe, pues estaba más que claro que el muy bellaco tenía un feeling especial con Rotualdo, y que irle con razonamientos, jurídicos o de los de la gente corriente y moliente, era como llevar margaritas a los puercos.
Aún así, hubo entre ellos algunos venerables ancianos y jóvenes prometedores que se permitieron decir que la propuesta alteraba fundamentalmente los derechos de los ciudadanos del principado, según establecidos otrora en las famosas pragmáticas de máximo rango, de no sufrir penalidad alguna que no hubiese sido deliberada, de acuerdo con las leyes y tras oír a las partes, por un colegio de magistrados. Pero fueron acallados con las de siempre. Gracias a la magnanimidad del príncipe, se limitaron a embrearlos y emplumarlos, y sacarlos a pasear por las villas montados de espaldas sobre asnos particularmente poco agraciados, con un capirote donde ponía “cavron (sic) yjuepota (sic) patridrario (sic) der (sic) jratiz (sic) tohta (sic)”.
Éstas y otras alegrías fueron extendiéndose por el principado como mancha de grasa. La indignación de la gente subía y subía; en cuanto a las fortunas de Rotualdo, no se sabe bien (por su ya mentada opacidad), aunque al mismo tiempo su nombre se había convertido en hazmerreír popular, en epítome de todas las avideces y ansiedades, de las manipulaciones políticas y del vivir del cuento.
La historia de Rotualdo se convirtió en un argumento de conversación favorito, aún teniendo en cuenta lo poco que se charlaba en el principado. Surgieron debates populares en torno a la misma, cuya pasionalidad se fue inflamando a medida que se aproximaba la fecha de la anunciada decisión del príncipe sobre las últimas exigencias de Rotualdo. Muchos decían que el príncipe, como siempre, tenía ya decidido favorecer a su compinche de siempre, pasándose las pragmáticas por donde la esponja, y que debates y discusiones eran sólo maquillaje de pescados ya vendidos. Otros creían aún que fuera posible un razonable acuerdo por el bien de todos.
Y así fue que un grupo de hombres y mujeres sencillos, cacharrautas y no cacharrautas, aceptablemente libres de intereses y con el solo orgullo de pensar con su propia cabeza, vino a publicar y difundir por las villas del principado una propuesta de compromiso, que estribaba más o menos en lo que sigue.
(1) en primer lugar, en el terreno de las palabras, donde tantos insultos habían volado, pedían que el príncipe confiase a sus sabios la búsqueda de definiciones rigurosas, prudentes y comprensibles, y que los debatientes se abstuviesen de innecesarios y perjudiciales alarmismos y agresiones.
(2) en el terreno comercial, argumentaban que Rotualdo, en vez de desgañitarse costase lo que costase en poner coto a las visitas de los cacharrautas, una mayoría de los cuales, de cualquier manera, no iban a apoquinar jamás los cuatro doblones de la entrada, lo mejor era que los incorporase a su modelo de negocio. Por ejemplo, disponiendo una buena ensenada a cuyo abrigo pudiesen acogerse los cacharrautas, sin temor de frías salpicaduras ni de torbellinos imprevistos, y que les permitiera contemplar el castillo a través de sus catalejos a cambio de una tarifa honesta y reducida, por ejemplo un par de cuacuartillos (un doblón = dieciséis cuacuartillos, en el principado de Aquitestrujo). O incluso dándoles acceso por la puerta principal, a precio reducido, cuando el ciclo del espectáculo en curso estuviera tocando a su fin. Tanto, iban a ser clientes nuevos; tanto, los costes de producción del espectáculo estaban ya sostenidos; y lo que trajeran los cacharrautas a sus arcas, por la vía legal y amigable, podía ser quizás no mucho en absoluto, pero siempre sustancioso en lo relativo, y quién sabe si alguno de ellos incluso le podría coger afición a venir a los estrenos, pagando el precio completo.
(3) seguían proponiendo, en lo político, que las subvenciones concedidas por la magnanimidad del príncipe a costa del erario público tuvieran una contraprestación concordada. Por ejemplo, que el castillo subvencionado retornase al dominio público antes de los años previstos por las leyes para los castillos no subvencionados. O que como alternativa, sin tocar dicho plazo, las estructuras públicas de cultura y enseñanza del principado pudieran gestionar el acceso al castillo en determinados días, facilitando que el vulgo menesteroso accediera a los castillos sin rascarse la escarcela, y educase así sus sentidos, tanto el crítico como el estético, lo que habría ciertamente de redundar a favor del principado todo (Dicen las consejas que el príncipe pegó un respingo de desagrado particularmente fuerte, cuando le leyeron esta parte de la propuesta).
(4) auspiciaban que el principado pudiese trascender las trasnochadas y elitistas distinciones entre ‘creadores’ y ‘no creadores’, diseñando una política de promoción cultural que –sin excluir las ayudas y subvenciones justificadas por el bien común– privilegiase la participación directa en la cultura, participación crítica, participación de base, y que dejara de arrear a los ‘no creadores’, a vergajazo limpio, de redil en redil, tratándolos como chusma vil y consumidora.
(5) por supuesto, sugerían que el príncipe declarase explícitamente que las visitas de cacharras no constituían delito, salvo que se demostrara que los cacharrautas obtenían lucro concreto de ellas (como, por ejemplo, si vendiesen pasajes a terceros explícitamente para venir a fisgar hacia el castillo, y demás circunstancias que el sentido común podía fácilmente homologar a la del ejemplo, evitando torticerías interpretativas innobles por una u otra de las partes en liza) (habráse de saber que Rotualdo se había hecho tristemente famoso por arrastrar con malos modos ante los magistrados a un esquilador de ovejas de una localidad cercana que, entre tijeretazo y tijeretazo, tarareaba una musiquilla escuchada durante una visita al castillo, alegando que si no hubiera sido por el efecto mágico de tales tarareos, las artes del esquilador no habrían valido de nada, y que nadie hubiese llevado jamás oveja alguna a su bodeguiya, por lo que exigía que el tal esquilador lo compensase con una parte de sus más que sudados ingresos).
(6) También por supuesto, tocaba que el canon (como se había venido en llamar al impuesto sobre toda la navegación por el Lago de los Torbellinos, cualesquiera que fuesen su origen y su destino) regresase cuanto antes al oscuro cajón de las fantasías autocráticas de donde nunca debería haber salido.
(7) Razonaban que con sus reiteradas obtenciones de privilegios, desde siempre reservados en el principado para la cosa pública, Rotualdo y su gremio se estaban postulando implícitamente como parte excepcional y esencial de la sociedad, y que este tratamiento los estaba equiparabando de hecho a una institución. Si se decidía confirmar dicho proceso, por un lado era imprescindible dotarlo de legitimidad jurídica plena. Que no podían obtener las intrigas y cuchicheos detrás de bambalinas, ni mucho menos las mañas e intrigas de los validos del príncipe, que iban deslizando las disposiciones correspondientes al pie de otros edictos, en el últimísimo momento antes de su firma. Esa legitimidad sólo podía derivar de una discusión pública al máximo nivel, avalada por un consenso claro de los aquiestrujados.
(8) Por otro lado, recordaban que adquirir ese protagonismo parainstitucional, o institucional del todo, no sólo tendría que aparejar privilegios, sino también responsabilidades.
Citaban al menos tres: (a) Rotualdo tendría que rendir cuentas transparentes de todos sus ingresos y gastos; (b) Rotualdo, postulándose come agente cultural en monopolio, tendría que asegurar una distribución capilar de la cultura en todo el territorio del principado; (c) Rotualdo tendría que escogitar un medio para dar acceso equitativo a su sistema a cualesquiera otros autores noveles, que legítimamente quisieran ofrecer su arte al público.
(9) No descartaban a priori, por prudencia, que dicha institucionalización cultural fuera positiva. Eso sí, pensaban que la historia mostraba, en el principado y otros colindantes, que se habían podido alcanzar cumbres creativas muy superiores a las del refrito momento presente … sin ningún tipo de institucionalización ni de excepcionalismo. Así que, sin entrar en filosofías que no competían a personas llanas como ellos, se permitían observar lo evidente, a saber, que no había nexo necesario entre otorgar a los castilleros prebendas excepcionales a costa de los derechos de todos, y riqueza expresiva de los castillos levantados. Aceptando sin rémoras que la creatividad era importante para el principado, señalaban que la clave para estimularla debía seguramente residir en alguna otra parte.
(10) Aconsejaban que se diera escucha atenta a Rotualdo en su tantas veces repetido alegato de “mercado transparente y justicia igual para todos”. Pero de veras. (Grandes risotadas a malas penas contenidas se escucharon en la informal asamblea, cuando se redactaba este punto, así que decidieron dejarlo breve).
(11) Exhortaban a Rotualdo y al príncipe a no poner puertas al campo, porque lo de las cacharras, a su humilde saber y entender, con todo lo que había revolucionado el mundo del lago, no era más que el primer paso de una época nueva, y que la historia enseñaba que ni inmovilismos ni proteccionismos solían llevar a buen puerto a quienes a ellos se abrazaban temerosos y desconfiados.
…
La publicación de estas tesis no despertó gran interés, fuera por lo que fuera. Algún comentario positivo cayó, pero sobre todo recibieron críticas despectivas. “Más de lo mismo”, “este debate ya aburre”, “¿es que quieren acabar con la propiedad privada?”, “¡comunistas!” … fueron las más repetidas, y otras de análogo jaez. Perplejos, pensaron estas personas que el problema residiera en sus propias y abundantes cortedades, y decidieron probar a explicarse mejor.
Discutiendo estaban, sentadas en corrillo en un prado, los puntos que anteceden, probando a redactarlos mejor y a añadir otras consideraciones útiles para los aquiestrujados, cuando escucharon voces acongojadas, entrechocar de metales, y fragor de un tumulto que se acercaba.
...
La noche estaba tocando a su fin para el último sobreviviente de entre los redactores. Estar colgado por el escroto de las almenas del Palacio de los Sueños tampoco era tan malo. Faltaba ya poco para que cediera, azul, alargado, a este punto ya insensible. La caída cabeza abajo hasta los distantes peñascos del foso, aparte de un poco de emoción, iba a traer indudable reposo. Casi envidiaba a los compañeros cuyas bolas se habían desgajado ya en las horas precedentes, liberándolos para el vuelo definitivo. A otros les había tocado ser desbaratados por los rottweiler, azuzados por los cherifos, lo cual deja menos tiempo para pensar. Y se sentía en paz – lo que ya lo acariciaba, no es destino del que se escape, antes o después, anécdotas y sucedidos aparte. Los cañonazos que se llevaban oyendo toda la noche hacia la parte del lago, y los aullidos de sufrimiento, indicaban que para los cacharrautas tampoco estaba siendo una velada de placeres. Finalmente se habían acabado las cacharras.
Rotualdo dormía contento, entre dos hetairas peliteñidas, la alegre borrachera de celebración. Por fin el orden y la justicia habían vencido. Finalmente se habían acabado las cacharras.
En una desvencijada cochera a pocas leguas del Parque de las Ilusiones, a la luz de unos cabos de vela malolientes, tres chavales se tentaban las ropas, emocionados hasta el extremo, sin dar todavía crédito completo a lo que acababan de vivir. Sobre el banco de trabajo, entre crujidillos calmos, se enfriaba el prototipo de carracha que los acabababa de traer de un vertiginoso viaje por entre las nubes, por sobre penínsulas y ensenadas, ni vistos ni oídos por los cherifos que se afanaban en su carnicería, a pesar de las locas maniobras velocísimas y de las pasadas rasantes en las que se habían extasiado, mientras los sensores de la máquina documentaban con máxima fidelidad y detalle, a pesar de la oscuridad y de las brumas, todo cuanto estaba ocurriendo. Se les antojaba el máximo tributo a sus predecesores.
Finalmente se habían acabado las cacharras.
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