06 mayo, 2011

RASEROS. Nociones elementales de teoría moral y política al hilo de la muerte de Bin Laden (II).

Dicen los propios responsables que no solo mataron a Bin Laden cuando probablemente estaba desarmado, sino que, además, información esencial la consiguieron a base de torturar en Guantánamo. Aplíquese, si se quiere, también a la tortura lo de la pendiente resbaladiza que hablábamos anteayer. Insisto en que aquí me interesa más la reflexión general que el dictamen preciso sobre cuánto haya de legal o ilegal en lo ordenado o permitido por Obama (y su predecesor en el cargo) y a tenor de qué ordenamiento jurídico. A veces la la legalidad no es consuelo.

Así que vamos a aprovechar el tema para poner a prueba la distinción entre éticas utilitaristas y éticas deontológicas y las tensiones entre ciudadanía universal o titularidad universal de ciertos derechos básicos e intereses grupales, nacionales o parciales. A ver qué sale. Hoy hablamos de lo primero y mañana o pasado de lo otro.

Pensemos algo que nos parezca que está muy mal, que es muy malo. Por ejemplo, el convertir a alguien en esclavo, en propiedad plena de otro, quien tiene poder absoluto sobre su persona, su libertad y los frutos de su trabajo. ¿Es moralmente reprobable esa esclavitud? Ahora imaginemos que está demostrado que si en España convertimos en esclavos sin paliativos a mil individuos (por ejemplo designados por sorteo, o los que peor nos caigan), la riqueza del país aumenta de tal manera, que todos los demás habitantes pueden vivir muy holgadamente y con sumo bienestar. Con mil esclavos desaparece toda pobreza del resto y cada uno de ese resto tan apabullantemente mayoritario puede vivir con todas sus necesidades perfectamente satisfechas. ¿Sería moralmente admisible la esclavitud de aquellos mil?

Obviamente, los mil no consienten su propia esclavitud, hay que sacrificarlos a la fuerza. Con un enfoque de ética deontológica, a tenor del cual lo que está mal está mal con independencia de las consecuencias para la mayoría o el promedio general, si entendemos que el esclavizar a alguien es inmoral, no deja de serlo por esas consecuencias positivas para los otros. En cambio, con un planteamiento primitivo o elemental de ética utilitarista, todo deber moral se subordina a sus consecuencias generales y no hay inmoralidad en sí. Bueno, entonces, es lo que tenga para la generalidad o el promedio social efectos favorables.

¿Es la tortura inmoralidad suprema, mal moral sin paliativos? Bajo un prisma de ética deontológica o de deberes, dependerá de las razones (razones no “sociológicas”) con que podamos fundamentar la naturaleza inmoral de la tortura. Desde una perspectiva utilitarista, habrá que calcular o ponderar consecuencias generales de la tortura y puede ser admisible el torturar cuando esas consecuencias resulten provechosas en el balance general. ¿Y el matar a alguien sin juicio ni garantías jurídicas ni consideración ninguna a lo que como persona se le debe? Exactamente igual.

Es evidente que si en Guantánamo se ha torturado, no se ha torturado solamente a quien sabía cosas tales como el posible paradero de Bin Laden, sino a todos, o a todos los que tal vez pudieran conocer algo interesante o útil para el fin de dar con el escondite de Bin Laden. Dado ese objetivo y supuesto que tuviera efectos generales muy beneficiosos localizar a Bin Laden, y puesto que esa finalidad se logró gracias –parece- a esas torturas, el medio sirvió muy bien a tal fin. Incluso aunque el precio haya sido la tortura de los que no sabían o no podían saber. De tal manera, la ética se torna debate sobre fines y, sentada la jerarquía de éstos, los medios pasan a ser accesorios: el fin justifica los medios, aunque el medio suponga la negación de cualquier deber moral hacia las personas en sí, en cuanto tales.

Otro tanto ocurre con el dilema de si, descubierto dónde Bin Laden se esconde, ponderamos si ejecutarlo allí mismo, aun cuando esté desarmado y no se pueda defender en ese momento. Parece que en esa ponderación se valoraron las ventajas e inconvenientes de detenerlo o matarlo de inmediato y se concluyó que pesaban más los inconvenientes de apresarlo y juzgarlo, ya que podrían desencadenarse nuevos atentados y revueltas de sus partidarios para conseguir su liberación. Se prefirió correr menos riesgos, no asumir el -posible- coste mayor de esos riesgos.

Arribamos a una de las primeras tensiones graves de nuestros sistemas jurídico-políticos, a día de hoy. Estos sistemas occidentales constitucionales y de Estado de Derecho se basan en la consideración de los derechos humanos básicos como axioma moral y de los derechos fundamentales, aquellos derechos humanos en cuanto constitucionalizados, como límites absolutos de la acción del Estado. La transformación consistió, históricamentee, en el paso de la ética de los deberes al lenguaje de los derechos y a la plasmación como derechos. Ahora nos toca volver a la étia de los deberes como base de los derechos, si es que todavía podemos y queremos salver el sistema.

Si ciertas acciones son tenidas por radicalmente inmorales, regirá el deber de abstenerse de las mismas, pero ese deber de que a mí no me hagan algo que es moralmente malo se transformó en mi derecho a que no me lo hagan, y menos el Estado. Los derechos humanos y su eco jurídico como derechos fundamentales presuponen una ética deontológica, una ética radicalmente deontológica. ¿Por qué? Porque si no es así, esos derechos míos, derechos humanos en cuanto “derechos” morales y derechos fundamentales en cuanto derechos jurídicos, se hacen derechos provisionales y condicionados, relativos: los tengo solamente mientras a la sociedad no le convenga quitármelos. Y como, cuando hablamos de derechos, hablamos del Estado que los salvaguarda o los vulnera –o permite vulnerarlos-, resultará que tal relativización equivale a facultar al Estado para arrebatármelos si calcula que para el bienestar general eso es lo mejor.

Pues bien, en este tiempo asistimos a una contradicción muy radical: jamás se puso tanto énfasis en el lenguaje de los derechos, pero, al tiempo, en estos momentos se extiende la convicción de que los derechos fundamentales no son límites infranqueables. Se usa un lenguaje marcadamente deontológico, a la vez que se admite y se fomenta una gestión descarnadamente utilitarista de los derechos fundamentales. Nos olvidamos de que la asunción jurídica de límites absolutos a la acción del Estado implica la simultánea asunción de riesgos para el propio Estado y para los ciudadanos. De esto ya hemos hablado aquí. Si, por ejemplo, el Estado no puede torturar y ejecutar abruptamente a los peores criminales, es mayor el peligro de que uno de esos criminales me mate a mí un día. Pero ya conocemos también la otra cara de la moneda: también crece, y crece más, la probabilidad de que un día ese Estado me torture o me mate a mí porque me confunde con el malvado o porque pasaba por allí y fui encerrado por error en algún Guantánamo. Es, quizá, una cuestión de preferencias, de optar entre peligros, pero sabiendo el alcance real de cada uno. Así deberíamos planteárnoslo.

La actual teoría jurídica y constitucional lleva dentro un caballo de Troya difícil de evitar. Me refiero al de la ponderación como método para resolver los conflictos entre derechos fundamentales. Cuando el mejor expositor de ese método, Robert Alexy, señala que los conflictos entre derechos fundamentales son conflictos entre principios, no entre reglas rígidas con un contenido esencial invulnerable, nos indica que hay que sopesar caso por caso las circunstancias concurrentes para ver cuál de esos principios-derechos tiene que prevalecer en cada ocasión. Deja de haber límites absolutos. Cuando autores como Brugger, en Alemania, o Dershowitz, en EEUU, plantean su típico ejemplo de la bomba de relojería, nos están invitando a ponderar. Es conocido el supuesto: se sabe que un tremendo terrorista ha colocado una bomba muy potente en algún lugar muy concurrido de una gran ciudad y que en pocas horas será la gran explosión. El terrorista (¡el sospechoso de tal!) es detenido, pero no confiesa por las buenas dónde está el artefacto. ¿Torturamos? Es su derecho a no ser torturado, como parte tal vez de su derecho a la dignidad personal, contra el derecho de muchos a la vida y la integridad física, el de todas las víctimas potenciales, que serán miles si no “canta” pronto. ¿Torturamos? ¿Damos por bueno y permitimos que la policía lo torture?

Alexy se da cuenta de que si todos los derechos fundamentales son principios ponderables, cualquiera de ellos puede salir perdiendo en una situación así. Por eso nos dice que hay también derechos fundamentales que no se contienen en reglas de principio, sino en las que llama “reglas de validez estricta”. Sólo que no nos detalla cuáles serían esos derechos que en ningún caso pueden perder y que valen como límites irrebasables frente a cualquier acción del Estado –o de los particulares-. Si no se declara cuáles son, nos hallaremos ante una relativización de lo relativo: serán los que el intérprete constitucional de turno quiera en cada oportunidad que sean.

El Tribunal Constitucional alemán sí marcó límites totales cuando, en sentencia de hace unos años, declaró la inconstitucionalidad de la ley que facultaba al gobierno para ordenar el derribo de aviones de pasajeros de los que con fundamento se sospechara que habían sido dominados por terroristas para lanzarlos contra algún objetivo civil, como ocurrió en el caso de las Torres Gemelas.

Urge una redefinición constitucional de los derechos fundamentales. Urge abandonar la pura retórica de los derechos, la propaganda de los derechos, para alcanzar un nuevo acuerdo constitucional sobre el grado de fundamentalidad de los mismos. Tanto derecho de nuevo cuño, tanta literatura huera sobre derechos nuevos y viejos, de tercera, cuarta y quinta generación, oculta la grave “licuación” de los derechos todos. Nos están dando gato por liebre; o, mejor dicho, están mezclando gatos y liebres para decir que son lo mismo y justificar que, a la postre, no quede liebre ninguna. Y ya no tiene por qué ser necesario que la base de ese acuerdo de refuerzo de los derechos primeros se base en una coincidencia de fondo entre doctrinas éticas fuertes o sustantivas. No hace falta rescatar ni el iusnaturalismo ni un objetivismo o cognitivismo éticos muy fuertes. Sólo se precisa un debate que enseñe a los ciudadanos qué es lo que se juegan, lo suyo de cada uno que está en juego. Un iusnaturalista y yo podemos estar perfectamente de acuerdo, cada cua desde sus postulados filosóficos, en que no queremos asumir ningún riesgo de ser torturados porque nos parece la más terrible y afrentosa de las experiencias que podemos padecer. Y así sucesivamente y hasta donde esos acuerdos razonablemente puedan alcanzar. He dicho el acuerdo de que no queremos ninguno ser torturados, no el que verse sobre cuánto nos guste que se torture a otro porque sea malo o lo parezca.

Y un matiz adicional. Para tales acuerdos se debe tomar en cuenta si los riesgos que preferimos correr en lo que más nos importa, y puesto que el riesgo es inevitable, preferimos correrlos por cuenta de nuestros semejantes o por cuenta del Estado y sus agentes. Ahí está la diferencia entre el terrorista que colocó la bomba y el Estado que por medio de su personal lo tortura. Cuando el terrorista tortura o mata, obra él, con su organización. Cuando el torturador o el “ejecutor” es el Estado, actuamos así nosotros, a través de él. Cuando nosotros acordamos que ni siquiera al terrorista se le puede torturar, no estamos habilitando o autorizando a ese tipejo para que a nosotros nos torture o nos mate, sólo asumimos un riesgo. En cambio, cuando autorizamos al Estado para torturar o matar impunemente, sí damos el visto bueno a la tortura y el asesinato, sí reconocemos que pueden tener justificación, sí entendemos que esas prácticas son a veces compatibles con la moral, sí asumimos que no hay límites a la acción estatal ni hay derechos fundamentales totalmente fundamentales, o derechos humanos de todos los humanos. Sí, encima, se nos llena la boca de ética y nos dedicamos a escribir artículos y monografías sobre derechos importantísimos, somos esquizofrénicos o, como mínimo, profundamente incongruentes. Y, sea como sea, erramos, pues aceptamos un riesgo todavía mayor, un riesgo para nosotros. Porque, nos pongamos como nos pongamos y estemos en España o en EEUU, el peligro de que me torture o me mate un agente estatal al que se dan manos libres para perseguir la delincuencia por todos los medios es mucho mayor que el peligro de que me torture o me mate un terrorista. Así que, puestos a ser utilitaristas, si no queda más remedio, al menos no seamos utilitaristas bobos.

(continuará)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Este hombre junto con Garzón le montaron a Felipe González un enorme pifostio a cuenta de los GAL, ahora opina así sobre la muerte de Bin Laden. Con este pronunciamiento se entiende mejor porque se ha convertido en un forofo de la Ley contra la violencia de género. Hay razones que el corazón no entiende.

http://www.lavozdegalicia.es/opinion/2011/05/06/0003_201105G6P14994.htm

un amigo dijo...

La pregunta "¿Y usted que haría?" está bien para una tertulia radiofónica.

En un contexto algo más serio, resulta absolutamente ociosa. Aparte de que invita a que salvadores de la patria y 'expertos' de todo pelaje nos regalen con sus 'sabidurías' -horror-, detrás de ella hay una falacia implícita enorme - que la situación de la que se habla tenga solución. Hay muchas situaciones irresolubles. La "guerra al terrorismo" parece ser una de esas.

Salud,

Anónimo dijo...

A mí me suena más a lavado de conciencia, querer imaginar que lo que uno propone sería lo que todos harían. En cualquier caso quien cada día opina desde una tribuna, no puede bajarse de la misma el día que le toca un tema importante y pedir que ese día sean todos iguales. Quien por otro lado tuvo un papel tan destacado en denuncia de los Gal con abandono del escaño del PSOE y todo, debiera pensar qué pasaría si en aquel momento no actuara como actuó y se formulase la pregunta que ahora se formula. La memoria no puede ser tan frágil.