El muy amable comentario de Juan Manuel Llerena me da pie para aplicar alguna vuelta adicional a unas cuantas tuercas. Pero vaya antes que nada mi agradecimiento al autor de tan sugerente comentario (y a todos los demás comentaristas, cómo no), además de felicitarlo por haber investigado con tanto fruto algunos pormenores de mi tierra gijonesa y hasta de mi patria chica del todo, Ruedes. Amigo Juan Manuel, no se corte y sigamos con el diálogo y con el cultivo de este vicio que nos es común.
1. Sobre el voto útil como profecía que se autocumple.
Imaginemos que usted quiere el domingo ir al estadio de su equipo favorito para ver el partido que allí se juega, le apetece un montón; o eso nos cuenta. Pero se dice que seguramente nadie acudirá en tal ocasión, por lo que el campo estará vacío y será deprimente verlo así. De modo que por esa razón no va. En su ciudad son unos cincuenta mil los aficionados al fútbol y que le tienen simpatías a ese equipo local. Y a todos les pasa lo que a usted, a saber: a) que les encantaría ir al partido y que hubiera estupendo ambiente; b) que creen que nadie irá ni este domingo ni ningún otro, por lo que deciden quedarse en casa. Fíjense, cincuenta mil aficionados para un estadio que tiene cabida para treinta mil. Y no llegan ni tres porque todos creen que serán los demás los que no vayan y que entonces para que van a ir ellos solos.
Si quieren, añádanle a la situación el siguiente detalle. Cada uno de esos aficionados, o muchos de ellos, se desplazan los domingos a la ciudad vecina para seguir en directo el partido del equipo de allí. Consecuentemente, ese equipo del otro lado medra y crece y tiene cada vez más medios, mientras que el supuesto favorito de todos esos de la otra villa se hunde y desaparece. Y lo simpático del caso es que cada uno de esos lugareños dice lo siguiente, la mar de compungido: qué pena tan grande que el equipo de nuestra tierra y el de nuestros amores haya ido bajando de categoría por falta de apoyo, hasta desaparecer, y qué injusticia que sea el del otro pueblo el que marche viento en popa.
Ahora unas preguntas. ¿Tenían razón esos sujetos para no acudir al estadio local mientras había partidos en él? Sí y no. Si no se hubieran comportado todos y cada uno de ellos como se comportaron, no se habrían confirmado sus previsiones. Tal vez cada uno de ellos no se daba cuenta de que si ocurría lo que ocurría era porque todos los demás actuaban como él mismo. Y eso es lo que quita valor a su acción, la de cada uno: que renuncia a actuar por convicción para hacerlo como lo hacen los demás que también renuncian a actuar por convicción.
No creo que esos argumentos suelan ser sinceros, sino que esconden otras cosas. En nuestro ejemplo, en la mayoría de esa gente constituirían una forma de disimular que les gusta más el equipo rival que el de su villa. Lo de que me gusta más el de aquí pero no voy a verlo porque no hay ambiente no cuela con facilidad. Al fútbol el buen aficionado va por el fútbol, no para ver gentíos, y el afecto, sea a un equipo futbolero o a una idea o a una persona, se demuestra por la lealtad a ese equipo, esa idea o esa persona, no poniendo como disculpa la deslealtad ajena para no aplicar la propia.
Pongan que Fulanito se dice enamorado de Maripepi y que razona así: me encantaría irme con ella y hacer el amor con ella, pero como a ninguno de mis conocidos les gusta Maripepi y todos se marchan de putas, me voy con ellos y a Maripepi que la zurzan. Hermosa forma de disimular que: a) ni se ama ni se desea tanto a Maripepi; b) que se es un putero y dejémonos de cuentos.
El invocador del voto útil se contradice y aplica a su propio voto dos varas de medir distintas según a quién se lo aplique. A posta desconoce, así, que todo voto es inútil cuando el cuerpo electoral es muy amplio, pues nunca se va a dirimir una elección por un solo voto, el suyo de usted o el mío. Lo que sí resulta decisivo es que haya cientos de miles que piensen como usted: que su voto es inútil si se lo otorgan al partido pequeño, y utilísimo si se lo regalan al grande. Se cumple porque, en efecto, gana el grande -uno de los grandes; no olvidemos que el sermón del voto útil se maneja por igual para uno u otro partido de los grandes-, pero si todos esos no hubieran votado “útil”, sino lo que supuestamente querían votar (a un partido pequeño), el partido pequeño habría tenido la representación que no tuvo y habría sido “útil” el voto que se le daba. En otras palabras, y sin querer ofender a nadie: el que vota útil es útil, sí, pero a lo tonto: es un tonto útil. Pero de esos me conozco yo unos cuantos y los tengo calados: dicen lo de la nariz tapada, pero es mentira que la tapen, van felices de la vida a lo que van, de putas. No es el caso de usted, estimado Juan Manuel, ni de ninguno de los amigos que me soportan, pero de muchísimos fariseos del voto útil sí.
En el momento en que los ciudadanos disconformes con la corrupción de los grandes partidos (donde la haya y cuando la haya) nos demos cuenta de que el voto de cada uno de nosotros es perfectamente inútil, no vale nada por sí, y lo concedamos a quien nos parezca decente y presentable, nos convertiremos en una masa de votantes útiles, sí, útiles para acabar con la corrupción. Así, tal como ahora hacemos, somos útiles de la corrupción, el abuso y la impunidad, somos sus herramientas. Ni más ni menos.
2. Sobre el voto a favor del mal menor.
El argumento del mal menor lo puede usar solamente quien considera que hay diferencias de grado entre los concurrentes. Póngase que a unas elecciones concurren los partidos A, B, C y D. Decidimos que A es malísimo, B malo, C regular y D bueno. Y votamos... a B, como mal menor. Cojonudo. Aquí es donde el argumento del mal menor se cruza con el del voto útil. Porque si se votara por consideración nada más que al grado de bondad o maldad sin interferencia del dichoso voto útil... ganaría D. Espectacular. Con lo que tenemos que lo del voto útil se convierte en razón para que solamente pueda ganar alguno de los malos, a ser posible el menos malo de dos, pero peor que todos los demás.
Mas dejemos de lado esto del voto útil y vamos a lo del mal menor. Dos cuestiones quiero plantear. La primera, la de si en todo caso hay que calcular la diferencia del grado de maldad de dos partidos como diferencia entre las sumas de males de cada uno. Es decir, si el partido A tiene diez defectos morales muy grave y el partido B tiene nueve defectos morales muy graves, debo votar al partido B, como mal menor. Pregunta capital: ¿sean cuales sean esos defectos? La única manera de salvar algo de racionalidad (al menos de racionalidad moral o práctica) para este criterio del mal menor sería que determinados males o defectos morales fueran excluyentes: el partido que tiene la lacra L no debe ser votado por un elector decente, aunque en la suma de males los de ese partido den un punto menos que los del otro. Por ejemplo, y en mi opinión, un partido del que consten altos grados de corrupción y sin propósito de castigarla, sino de taparla y hacerla impune, no puede ser en ningún caso votado por un ciudadano que se tenga por digno y que no quiera ser cómplice objetivo de esa misma corrupción, aunque él, el muy idiota, sin ganar ni un chavo, mamporrerete a secas. En otras palabras, quien pudiendo votar por un partido del que no le consta corrupción, vota a favor de un partido constatablemente corrupto, no hace por el mal menor en ningún caso, sino que es parte, él, del mal mayor.
La segunda cuestión que pongo sobre el tapete es la de cómo se calcula el grado de “maldad” o “bondad” de un partido político. Si buscamos algo de racionalidad y no la chabacanería de llamar buenos a los irracionalmente míos y malos a los que irracionalmente y porque sí yo odio, se me ocurren dos posibles criterios: por las intenciones o por los resultados.
a) Con el criterio de las intenciones llamaríamos bueno al partido con buenas intenciones y malo al que las tenga malas. La aplicación del criterio será muy subjetiva y llevará siempre a reforzar al partido “nuestro”, al que le imputaremos por definición las intenciones mejores, cómo no. Nadie dice yo soy simpatizante del PP o del PSOE (o de el PX), pero ese partido de mis amores tiene unas intenciones horribles, malvadas del todo. Así que lo que deberíamos hacer sería contrastar las intenciones con las acciones.
Yo soy partidario del partido P, entre cuyas intenciones que a mí me agradan está la de conseguir que no haya violaciones. Es un ejemplo. Y constato, día tras día y a lo largo de una legislatura o de varias que: (i) el número de violaciones aumenta imparablemente; (ii) que los dirigentes y muchos militantes del partido P violan ellos mismos a calzón quitado y con la mayor desenvoltura. ¿Podré seguir imputándoles aquella buena intención? Si soy mínimamente razonable, no. ¿Y si está en todos los programas de P? Pues entonces esos programas son pura mentira, impostura vergonzosa, engañabobos. En ese caso, ¿qué puedo hacer yo para seguir votando a P y, al tiempo, decir que lo hago para que haya menos violaciones? Muy fácil, lo habitual: decir que los del partido Z sí que son violadores del todo y que si llegaran al poder ellos, iban a violar el triple que los nuestros, que violan nada más que lo imprescindible o cuando no pueden aguantarse más o cuando alguna descocada los tienta por ir con minifalda. ¿Verdad que nos suena ese modo de argumentar?
b) Bueno, entonces dejémonos de intenciones y proclamas y vayamos a los resultados puros y duros. Yo, por ejemplo, soy partidario de un modelo de sociedad y de Estado en donde las diferencias de riqueza, las diferencias entre los que tienen más y los que tienen menos se acorten en lugar de acentuarse. Ese es para mí, supongamos, el criterio decisivo. Por tanto, no deberé votar, entiendo, a un partido bajo cuya gestión esa diferencia se acrece en lugar de acortarse. ¿Y qué pasa si lo sigo votando? Pues que demuestro que lo que más me importa no es la diferencia entre ricos y pobres sino algo bien distinto: que gane el partido de mis ansias pase lo que pase y haga lo que haga. ¿Y si yo me llamo socialista y ese partido mío hace la política más supercapitalista que imaginarse pueda alguien? Pues si es el mío, lo voto igual. ¿Y cómo me consuelo? Afirmando que todos los demás tendrían una práctica todavía más antisocialista. De modo que, por seguir con el caso, acabaríamos casi todos los votantes de ese partido votándolo no por socialista, sino por razón del antisocialismo supuesto de los demás partidos, incluso si entre esos otros los hay comunistas del todo o dispuestos a implantar un régimen de soviets. Los nuestros tienen bula, pero si tienen bula y los votamos por su bula, no los votamos como mal menor, los votamos porque somos unos hooligans a los que los “suyos” se la meten doblada y les sigue gustando que así sea.
3. ¿Todo Juan Chancletas tiene que ser un egoísta compulsivo?
Lo de Juan Chancletas se lo debo al amable comunicante que me ha dado esta ocasión para seguir charlando de estas cosas. El argumento es que si Juan Chancletas está en paro y vive de la pensión de la abuela, qué va a votar sino al partido que mejor le asegure que no bajará la pensión de la abuela. Por cierto, mucho Juan Chancletas en esa situación y con ese pensar ha votado el domingo a quienes hace un año le bajaron la pensión a la abuela. Por idéntico egoísmo, el señor Botín y de los Grandes Expresos dará su voto a quien le asegure la esclavitud de los proletarios. Y eso me hace preguntarme lo siguiente: ¿es tan grande el determinismo? ¿De verdad que ni Juan ni Emilio pueden ver más allá de sus narices? ¿Ninguno está capacitado para captar algo de lo que pueda demandar el interés general? ¿Ninguno puede calcular más allá de su día de mañana mismo?
Extrememos el supuesto para ser bien didácticos. El señor Pepe está en una situación de penuria económica. Vive de las limosnas que le da su amigo Vladimiro, que es un mafioso que se forra con su negocio de proxenetismo. Uno de los partidos que concurren a las elecciones lleva en su programa la propuesta de acabar con el proxenetismo y la explotación de la prostitución. ¿Hay que suponer que Pepe sólo será un votante coherente y racional si vota contra ese partido? Si es así, si esa es la tónica de nuestro electorado, rico o pobre, y además nos parece bien, apaga y vámonos: simplemente no queda sitio para la deliberación democrática y todo esto es una pamema absurda.
Esperen, no se me echen encima por la comparación. No estoy diciendo que bajar las pensiones sea como luchar contra el proxenetismo, no me entiendan mal. A lo que me refiero es a lo siguiente: todo ciudadano políticamente maduro y apto para vivir en democracia tiene que ser capaz de evaluar las políticas generales por sus efectos generales. Imagínese que hubiera muy buenos y convincentes indicios (no es el caso, lo sé, pero imagínenlo) de que bajando todas las pensiones un diez por ciento la tasa de paro disminuyera quince puntos. ¿Debería nuestro Juan Chancletas seguir votando contra el partido que propusiera esa bajada porque a él su pensión no se la toca ni Dios, o tendríamos que decirle que, puestos a aplicar el rodillo del qué hay de lo mío, le podían pasar por encima los millones de parados?
Repito: tomen el ejemplo, igual que los anteriores, como una hipótesis de escuela. Lo que pretendo resaltar es que resulta profundamente lamentable y democráticamente contraproducente una política electoral de partido que, la haga quien la haga, siga los siguientes esquemas: 1) Decirle a cada uno que lo suyo es lo primero y lo principal. 2) Indicarle a cada uno que tiene que pensar nada más que en lo suyo, pues todos los demás son unos cabrones que lo quieren robar a él. 3) Asegurarle a cada uno que el otro partido pretende arrebatarle lo suyo. Y 4) Al mismo tiempo, estar, este mismo partido que habla, robándole lo suyo.
¿Se lo digo más claro y acabo? No soy del PP ni lo voto, así que por ahí no tengan cuidado. Pero, con las que han caído, seguir votando al PSOE -y al PSA- con el argumento de que se hace para defender las políticas sociales y porque los demás van a bajar las pensiones y hacer más ricos a los ricos y quitar impuestos a los poderosos y favorecer a los bancos y a las grandes fortunas tiene una gracia que no se puede aguantar.
Amos, anda. Que no cuela. Algo más tiene que haber.