30 julio, 2012

¿Actuar a propio riesgo o que pague el Estado?


                Hace unos días, el Gobierno mandó un avión para evacuar a los cooperantes españoles que trabajan con ONGs en los campamentos saharauis de Tinduf. Eso nos contaron los periódicos, y que retornaron todos menos uno, que quiso quedarse. Acaban de ser liberados, se supone que después de que el Estado pagara rescate, tres cooperantes que llevaban unos cuantos meses secuestrados en la zona. El Gobierno justifica su medida de ahora alegando que hay muy alto riesgo de nuevos secuestros.

                Leo ahora mismo que “Las ONG desafían al Gobierno y enviarán 20 cooperantes a Tinduf”. Es un desafío bastante raro. Se pretende demostrar que el Ministerio de Asuntos Exteriores no tiene razón y que aquel riesgo no existe, que hay seguridad de sobra en dichos campamentos. Ojalá tengan razón los retadores. Considero meritorio lo que hacen allá las ONGs y me parece muy bien la solidaridad con el pueblo saharaui, tan poco atendido en la última década, al menos, por los gobiernos de España. Pero la cuestión interesante es esta: si es secuestrado uno de esos veinte cooperantes que van para allá ahora, adelantando incluso el viaje que tenían previsto para después del verano, ¿debe el Estado pagar el rescate y mover mil y un hilos diplomáticos para la liberación o sería legítimo entender que actúan a propio riesgo y que tendrían que ser sus mismas organizaciones las que corrieran con los gastos?

                Si yo me voy a hacer montañismo en los Picos de Europa, me caigo por un barranco y tiene que venir un helicóptero a sacarme, jugándose la vida de paso los del equipo de rescate -es su trabajo, ciertamente-, me pasan una factura. Si por una imprudencia al volante me cargo una valla de protección de la autopista, también recibo al cabo de un tiempo la cuenta de la reparación para que la abone. No me servirá alegar que iba apurado a llevarle la comida a mi abuela desvalida, aunque sea la pura verdad.

                Algo no cuadra. O será que los calores veraniegos me atrofian el razonamiento.

Mafiosillos de la universidad


                Esta historia que paso a relatar puede ser probada sin muchas dificultades. Personaje de mi Universidad, no lejano de por donde un servidor se mueve. Catedrático. Hace unos años, un hijo suyo se presentaba a la selectividad. Las pruebas de selectividad son anónimas y con un complejo sistema de identificación, para evitar enchufes y zarandajas similares. El pájaro este se dirige a profesores universitarios que están en los tribunales y les dice que su hijo se examina y que todos sus ejercicios los va a empezar por la misma frase exacta. Y les aclara cuál es esa frase, para que localicen fácilmente sus ejercicios y lo traten cariñosamente. Se comentó el caso en su momento y han vuelto a contármelo hoy mismo. Parece que hay pruebas todavía.

                No me consta que ninguna autoridad, académica o de las otras, se haya interesado por el asunto. Tampoco espero que ninguna venga a preguntarme a mí ahora. Si así fuera, con mucho gusto la pondría en contacto con testigos y personas que tienen los datos.

29 julio, 2012

Los chivos y la expiación


                Uno opina y opina y puede estar equivocado, juzga y vuelve a juzgar y cabe que haga injusticia. O se incurre en generalizaciones desenfocadas por carentes de adecuada base empírica o de muestra suficientemente representativa. No es descartable que usted y yo nos lancemos a decir esto o lo otro del mundo determinados nada más que porque los cuatro gatos que conocemos o tratamos con alguna asiduidad son todos negros, o pardos. Por eso antes de pontificar otra vez como Papa teutón, me van a permitir que les proponga un experimento para que ustedes mismos lo hagan y luego, si ha lugar, con ese apoyo me dan o me quitan razón sobre la tesis que al final mantendré.

                La prueba, sencilla, tiene unos poquitos pasos que ahora mismo les expongo. Antes que nada, elabore cada uno una lista de unos diez conocidos suyos y ordénelos según la estima en que tenga su seso. Pongan arriba los que consideren intelectualmente más capaces y moralmente más ecuánimes y vayan asignando los últimos puestos a los que vean más torpones o tirando a lerdos. A continuación, hagan memoria de las últimas ocasiones en que a cada uno de esos lo oyó opinar sobre algún tema importante e intrincado, ya sea en materia política, económica o moral. Para que no se líen ustedes con los datos, no sería mala cosa que al lado de cada nombre y para cada uno de esos temas fueran apuntando los argumentos por esos interlocutores esgrimidos en aquellas ocasiones que usted está recordando.

                Finalizada la labor, verá cómo se confirma su clasificación inicial, ahora con más detallado fundamento. Es decir, cuanto más tontainas los amigos, más dados a explicarlo todo y a solucionarlo todo a base de tópicos y cómodas fórmulas acríticamente aprendidas. Por ejemplo, que el déficit del Estado y la crisis económica entera se solucionarían quitando todos los coches oficiales o eliminando dos mil ayuntamientos o bajando un cincuenta por ciento el sueldo a los políticos. Para qué hacer cuentas, si el arreglo para cualquier cosa viene en cómodas grageas administradas por vía oral. Ojo, no es que no pueda haber buenas razones para aligerar el parque de coches oficiales o para suprimir algunos ayuntamientos, pero me refiero a los que dicen, convencidos, que con eso y poco más tendríamos la vida arreglada en el país y no haría falta ni tocar el sueldo de los funcionarios ni dejar de subvencionar el actual cine de barrio.

                Sí, me dirán ustedes que para ese viaje no hacían falta alforjas ni elaborados experimentos y que bien conocido es el percal del paisanaje sin necesidad de más vueltas. De acuerdo, pero falta la segunda parte, que tiene algo más de picante. Tomen aquella misma relación de nombres de gentes que conocen bien o hagan una nueva, pero ahora se trata de correlacionar estos otros dos factores: su mayor o menor condición de pícaros y la tendencia a echar de todo las culpas al prójimo, a un prójimo distante, completamente ajeno, y designado mediante conceptos muy genéricos y abstractos, bajo fórmulas del tipo “la culpa completa es de los tal o los cual” (los banqueros, los políticos, los alemanes…).

                Aquí no hablamos de meros cabezas huecas, sino de sujetos que pueden hasta tener buena inteligencia, pero que carecen de toda aptitud para el examen de conciencia, son portadores de una conciencia muy laxa y, pase lo que pase, jamás van a reconocer que también sus acciones tuvieron algo de torpe, inmoral o ilícito, ni que esos comportamientos suyos, junto con otros iguales de muchos, hayan podido cooperar, aunque sea en una millonésima parte, para la causa desastre. Son los que más de los nervios se ponen cuando oyen, por ejemplo, que de la actual crisis tremenda en España podamos todos o muchísimos ser en algo corresponsables. Es el pícaro inmaculado, el pillastre armado de indignación contra los lejanos que no sean de su casa, de su familia, de su oficio o hasta de su Comunidad Autónoma. Los malos, los único malos, siempre son otros y están lejos o no tienen trato cercano con nosotros.

                Vuelvo a la aclaración y al por si acaso. No estoy afirmando que todos sean o seamos pícaros así, con pinta de descerebrados y tremendamente autoindulgentes. Habrá quien jamás se ha apropiado de nada que no debiera o que no haya hecho ninguna trampa al Estado o a las Administraciones públicas o que nunca haya intentado dársela con queso a un vecino, un colega o una empresa. Y los habrá que lo hayan hecho de vez en cuando, pero lo reconozcan, aunque sea en confianza y con discreción. De esos no hablo. Me refiero a esos de los que nos consta que son tramposos a carta cabal y que vivían felices urdiendo ganancias indebidas o ventajas que no merecían y que ahora montan en santa cólera ante la más mínima insinuación de responsabilidades colectivas o te persiguen por esquinas y los pasillos para gritarte que todo lo robado lo robó  Botín en complicidad con unos cuantos ministros.

                Para afinar el diagnóstico, les sugiero un paso más. Como santos hay y ha habido poquísimos en estos tiempos y a lo mejor tampoco uno lo ha sido, busque cada cual algún compañero o amigo con el que haya urdido una fechoría que haya dado ganancia a costa de alguna institución pública y del erario común y dígale lo siguiente: Si nadie hubiera hecho eso que nosotros hicimos aquella vez ni cosas por el estilo, quizá las cuentas públicas no estarían tan esquilmadas o puede que la economía del país no se hubiera hundido tanto. Y a ver qué le contesta y a clasificar a los individuos.

                Si su interlocutor le mira con enojo y, sin más, se pone a soltarle una larga perorata sobre el sueldo de los políticos, la ganancia de los bancos o lo bien que les ha ido a los alemanes al vendernos sus coches, ya sabe dónde debe ubicarlo. Entre los pícaros que echan balones fuera y que tienen el innegociable propósito de seguir haciendo de salteadores de caminos y de rebelarse furibundamente contra cualquier gobierno, del partido que sea, que pueda tener el propósito serio de poner coto a los desmadres y los desmanes (hoy un partido así no tiene pinta de gobernar, eso es aparte). Si todavía conserva usted un resto de humor para seguir con las clasificaciones, puede entretenerse en dividir a esos pilluelos en cínicos e inconscientes. El cínico es el que se sabe truhán, pero ha asumido su propia naturaleza y no quiere dar pistas, a fin de seguir en sus trece y pase lo que pase. El inconsciente, abundantísimo, es el que se cree su propia verborrea de otros aprendida y hasta se disculpa de buena fe a sí mismo, en el convencimiento de que los que de verdad ganaron con sus propias tropelías de andar por casa o por la oficina fueron los bancos, o los políticos o los alemanes.

                La combinación de picaresca al hispánico modo (o griego, o italiano…), inconsciencia y autoindulgencia es una de las más fuertes razones para que lo nuestro no tenga arreglo. Somos profesionales de la instalación de pajas en ojo ajeno. Antes muertos que con reparos morales o remordimiento alguno. Por eso, para nuestro paisanaje resulta tan sumamente funcional el descrédito de la política y los políticos, de las instituciones, de ciertas empresas, de los gobiernos todos. Por eso, también, la picardía es actitud en el fondo desideologizada. Pues no es seria o auténtica ideología política la que, en boca de ventajistas de poca monta, se limita a repetir que ahí fuera nos hay más que ladrones y criminales. Eso, así, no es diagnóstico serio de la realidad que nos circunda, es íntima coartada. Porque lo nuestro, lo de muchos de nosotros, no es más que “el chocolate del loro” y por el chocolate del loro no se han podido torcer tanto las cosas. El chocolate del loro, eso dice todo carterista, mientras señala algún dato macroeconímico y pone un rictus de santidad en su cara. Miles y millones de loros repetimos “chocolate”, “chocolate”. Es un ruido infernal y no hay manera de oír otra cosa ni de aclararse de más. Y cuanta más hambre tienen los pajarracos, peor.

                Y naturalmente que no hay por qué tolerar los atropellos de las Bankias o en el BOE, por supuesto que no. Pero la norma bien entendida empieza por su aplicación a uno mismo. Lo otro se llama ley del embudo.

27 julio, 2012

Plagios y mentiras en la universidad


                Los tiempos invitan a la melancolía. No confundamos con la nostalgia, es otra cosa. No se trata de añoranzas del pasado, sino de anímica postración ante las acechanzas del presente y su pertinacia. Deberíamos buscar refugio en los clásicos o antes, evadirnos con el estudio de alguna lengua muerta, puede que entregarnos a los placeres de la carne con saña y buena conciencia. No levanta el vuelo el espíritu y la lechuza de Minerva andaría hoy travestida de canario transgénico.

                Hasta las más amables conversaciones dejan un poso avinagrado, tras las risas compartidas sobreviene, en lo íntimo, una expectoración de rabia. La historia tiene trazas de cangrejo, nos retrasa mientras nos cuentan que avanza. Miren estas bonitas historias comparadas de las que hoy he tenido noticia minuciosa. Versan sobre profesores de disciplina jurídica. El primer caso ocurre en los años sesenta. Son oposiciones universitarias de aquellas de siete u ocho pruebas y corren los tiempos ciertamente oprobiosos de la dictadura. Un puñado de aspirantes se disputan unas plazas de lo que eran entonces profesores adjuntos. Concurre un candidato del régimen que, además, ocupa cargo de campanillas. En la prueba comúnmente conocida como la trinca, en la que cada candidato repasa críticamente las publicaciones de los otros, uno de ellos demuestra que aquel favorito bien colocado ha plagiado vilmente un libro extranjero y lo presenta como fruto de su pluma. No solo no se salió con la suya el felón, sino que en ese instante terminó para siempre su carrera académica. Años sesenta, repito.

                Después de la Transición hay un concurso, con las nuevas reglas y en el nuevo sistema. Nuevos protagonistas, pero se destapa otro plagio. Triunfa el plagiario, no hay cuidado. Pero no solo eso, que ya es poco menos que rutina y a nadie escandaliza en estos tiempos. Su carrera posterior es imparable y culmina en alguno de los más altos cometidos a los que puede aspirar un jurista. La general noticia de su fechoría no dañó su carrera ni mermó su éxito.

                Luego están las pequeñas historias que hacen una historia grande, que hacen la historia en estos tiempos, que le ponen su sello y nos marcan la pauta. Por azares y vueltas, alguien me enseña el currículum de un señor decano, tal como aparece en la web de su Facultad. Me piden que me fije en donde dice que ganó el año tal un premio de la Academia Aragonesa de Jurisprudencia. ¿Y? Mi interlocutor me lleva ahora a la relación de premiados, en la página oficial de la citada Academia, y me señala el nombre de la ganadora de aquella edición de tal premio, a la que casualmente conozco. No tiene de hoja, compruebo los datos, busco posibles errores en las fechas. No hay tales, no hay tutía: el decano se inventó su premio. Tiene bien ganada fama de inventor.

                Esas cosas ya se cuida uno muy mucho de no comentarlas mayormente por ahí, entre colegas. En casa sí puedes, o en el bar de abajo o en la playa, si te haces amigo de unos obreros que están de fin de semana con la familia. Ahí sí ves perplejidad y escándalo, y si te explayas en detalles, surge la indignación y algún que otro juramento. En la universidad conviene ser más precavido, para que no te miren mal o no te tachen de talibán o apátrida resentido. Así que chitón y no vaya a ser que un becario tuyo empiece a notar que no lo saludan en el parking. Pero algunos amigos de confianza aun quedan y hoy le comenté a uno el caso, por hacer unas risas más que nada, pues más pretensión fundada ya no cabe. No se sorprendió, porque me explicó que en una ocasión él presidía el jurado para un premio y que, cuando todavía no había convocado la primera reunión de sus miembros, llegó este que hoy es decano en alguna facultad jurídica del país y le regaló un libro, en cuya solapa figuraba que había ganado él ese mismo premio ese mismo año; ese premio que a nadie se había adjudicado hasta el momento.

                Entonces me acordé de otra historia muy simpática del mismo personaje. Tiene uno esas cosas en algún recóndito rincón de la cabeza y le vienen cuando le vienen. Por azares que no son del caso, tuve tratos antaño con un benemérito maestro de la materia en cuestión y supe que andaba indignado. Nuestro hombre le había solicitado un prólogo y, de paso, le había contado que él tenía dos carreras, Derecho, una, y otra de ciencias de las que en tiempos se llamaban de la naturaleza. Era falso de toda falsedad este último dato, pero el prologuista, en su buena fe, se lo había creído y por escrito lo había puesto en el prólogo, para descrédito suyo, más que del otro.

                No pasa nada. Ancha es Castilla. Y todo el mundo es bueno. Menos este que suscribe, si acaso, y eso que ya ven con cuánta cautela escribo últimamente, por temor al vudú y al mal de ojo y porque no vuelvan a acordarse de mis antepasados difuntos o a insistirme en aquello de que los trapos sucios se lavan en casa y de que es buen chaval el tarambana de turno. Porque, mecagoenlaleche, cada vez que alguien saca un plagio o cualquier fechoría aun peor, lo persigue el coro de las plañideras de esquina con los malditos estribillos: es buen chaval, los trapos sucios se lavan en casa, es buen chaval, los trapos sucios se lavan en casa, es buen chaval, los trapos sucios se lavan en casa… Pero la casa no tiene lavadora, ahí está el quid.

                Y las disculpas no valen. No valen. Porque quizá algún amigo despistado piense, al leer esto, que es que un servidor se entera de muchas cosas o se las chivan más que a nadie, o que ando todo el día fisgando por el ojo de la cerradura y que, claro, los demás se sorprenden ante tamaños descubrimientos. Pues no. Todo el mundo sabe todo. Todo. Y si alguien está en la ignorancia, será ignorancia culpable. Ni con tapones en los oídos, ni con gafas negras, en este gremio y en este oficio nos conocemos todos a base de bien. Lo que pasa es que todos somos muy buenos chavales y los trapos sucios se lavan en casa, querido Vito.

PD2.- Ni estoy diciendo que en las universidades no haya más que truhanes ni pretendo echar porquería sobre el mundo en general. A cada uno lo suyo y que cada palo aguante su vela. Y el que me venga con que cobardica por no dar nombres y señas completas, que me aporte su currículum de luchador por la causa y de quijotesco desfacedor de entuertos y luego, si hay caso, hablamos.

PD1.- Ya metidos en gastos, déjenme decirles que sigue adelante la investigación de aquel plagio al que aludí aquí el otro día y que unos cuantos me animaban a destapar. Desde hoy mismo tengo todos los materiales, libro incluido, y vamos a ver. Les tendré al tanto.

26 julio, 2012

El control de constitucionalidad explicado a los niños (y a algún que otro mayor)


El Derecho, queridos infantes, es un sistema de reglas la mar de sencillo. Un sistema de reglas también es este otro: unos padres ponen a sus hijos pequeños unas cuantas normas referidas a las comidas y el comportamiento en la mesa. Una de esas normas dice que no se cogen con la mano alimentos como las lentejas, las natillas o los macarrones, sino que se usa cuchara y tenedor; otra, que en la mesa no se escupe; una más, que durante la comida no se canta ni se grita. Para que dichas reglas se apliquen de modo bien objetivo e imparcial, se decide poner de árbitros o jueces a los abuelos, encargados, pues, de dirimir las dudas que surjan y de velar porque aquellas indicaciones se cumplan en sus justos términos.

                Ahora vamos a ver qué dos actitudes pueden tomar los abuelos en el desempeño de su importante labor. Hay dos posibilidades: que se guíen por los enunciados de tales normas, por lo que ellas dicen, o que aprovechen para imponer un sistema alternativo de reglas, de su cosecha.

                Un día, uno de los pequeñuelos se pone a zampar las lentejas estofadas a puñados, a mano y pringándose entero. Si los abuelos aplican la norma de la que son garantes, le dirán que eso está prohibido, que no se puede hacer así. Si, en cambio, empiezan con que tal pauta no rige los sábados, o que vale solo para los niños, pero no para las niñas, o que va en contra del derecho de los hijos a su autonomía culinaria, están suplantando a los papás, enmendándoles la plana y sentando ellos un sistema alternativo de reglas. En otra ocasión, surge la duda de si también la manzana se debe comer con tenedor o si se puede tomar en la mano para arrearle mordiscos. Si los abuelos se atienen a lo que dice la norma, tendrán que reconocer que de las manzanas la norma nada dice y, por tanto, podrán concluir que al niño no se le prohíbe comerla de esa manera. Mas si afirman que entre las reglas vigentes también hay una, igual de imperativa, que obliga a usar cuchillo y tenedor para las manzanas, se la estarán inventando ellos y la añadirán por su cuenta, por mucho que la justifiquen como basada en el más pleno respeto al espíritu de la reglamentación paterna.

                ¿Qué harán los chavales si los abuelos proceden de la segunda de las maneras y un día tienen ganas, los chavales, de cantar durante el segundo plato o de liarse a escupitajos a los postres? Dirigirse a los abueletes y preguntar: ¿abuelito, podemos escupir o tararear a voz en grito la canción de Bob Esponja? Si les contestan que no, replicarán: pues el sábado nos dejaste comer con la mano las lentejas y nos dijiste que teníamos autonomía culinaria. Los niños entienden de maravilla las normas, igual que muchos mayores, al menos los mayores que no son jueces de altísimos tribunales. Esa casa será un despelote y lo de que en ella haya normas en la mesa será un decir.

                Pues con la Constitución, el Tribunal Constitucional y el control de constitucionalidad de las leyes pasa lo mismito. No hay más Constitución que lo que dicen las normas constitucionales. A veces hace falta interpretarlas, pues surgen dudas razonables sobre lo que significará tal o cual palabra o expresión. Por ejemplo, y siguiendo con nuestra comparación, es difícil saber dónde está la frontera entre hablar muy alto y gritar. Eso le compete al tribunal y él precisará lo impreciso. Precisar lo impreciso se llama interpretar, y lo hacen los abuelos cuando establecen que si las voces de la conversación se escuchan desde las habitaciones, eso ya es gritar. En cambio, si deciden que hablarle bajito a otro al oído también es proferir un grito, debido a la proximidad de la oreja del receptor, no están interpretando, están añadiendo, porque les da la gana, una norma completamente nueva.

                En la vida ordinaria nos entendemos así, y porque así funcionamos con toda naturalidad podemos atenernos a reglas y coordinamos nuestras acciones y comportamientos sin demasiadas dificultades. En el Derecho muchas veces son de otro modo las cosas, pues se ha convertido en un arcano independiente de las palabras y las expresiones y cuyo sentido para cada ocasión disponen con gran libertad los abuelos; quiero decir, los jueces y tribunales. Por ejemplo, ni todo lo que dice la Constitución es constitucional ni todo lo constitucional está dicho por la Constitución. Los que saben en verdad cuál es el contenido íntimo, recóndito, de la Constitución son los tribunales constitucionales. Así que la única norma que rige en aquella familia de nuestro caso es la que fija la competencia dirimente de los abuelos, y la única norma constitucional que es tomada al pie de la letra y con la que no admiten bromas las cortes constitucionales es la que dispone la competencia suprema de la las propias cortes constitucionales.

                Por eso, antes de nombrar a los abuelos valedores de las normas familiares conviene comprobar si están bien de la cabeza o si no querrán ajustar cuentas al yerno o la nuera, aprovechando la candidez de los niños y sus naturales y disculpables egoísmos. Y por eso también los partidos y los gobiernos luchan a brazo partido para controlar férreamente el nombramiento de los magistrados constitucionales o para que la independencia judicial sea relativa y como un decir. Porque no confían en la Constitución como tal, para nada, sino que buscan a quienes los ayuden a hacérsela a su medida, como un traje que les siente de perlas. Es como si los padres sobornaran a los abuelos y les pusieran un coche y unos mayordomos para tenerlos contentos y que les dieran caña a los hijos díscolos.

                En las familias suele haber seriedad bastante, a pesar de la tendencia de muchos abuelillos a alcahuetar a sus nietos. En el Derecho, hoy, es distinto, muy distinto.

25 julio, 2012

¿La universidad (pública) que viene?

Miren esto que andan tramando los que gobiernan en Cataluña. Saben los amigos que soy crítico en grado sumo con nuestras universidades y su modo de gobernarse, pero este sistema que se avecina en las universidades catalanas recuerda bastante el modo en que se dirigían y controlaban las universidades en tiempos de la dictadura de Franco. Pasaremos de votar para todo y a lo loco a la toma directa de la Universidad por la casta política, y de la autonomía universitaria completamente despendolada a la dirección bien atada por los chicos del Mivimento. Renacerá el SEU, al tiempo. Pero, claro, si se les ocurre a los nacionalistas catalanes, no pude ser cosa de fachas, eso va de suyo.
En efecto, aun pueden empeorar los rectores. 
Urge crear un observatorio.

24 julio, 2012

Gestión del propio tiempo


                A la mayoría de las personas que trato les oigo una y otra vez eso de que no tienen tiempo para nada. Ellas también lo escuchan de mi boca a cada rato. Queremos decir que las horas y los días no nos alcanzan para tanto que tenemos que hacer o que nos gustaría. Al oírnos, diríase que nos pueden los ajetreos cotidianos y que vamos con la vida repleta de actividades insoslayables; tantas, que se nos quedan la mitad de los propósitos sin cumplir, incluidos muchos de la mayor importancia. Cuánto trabajaríamos si hubiera ocasión, qué cantidad de libros devoraríamos, cómo disfrutaríamos de todas esas películas que pasan por los cines antes de que lleguemos a verlas, cómo viajaríamos por tantos rincones del mundo que nos esperan en vano.

                A la queja general añade cada uno los matices que más le conciernen, siempre seguidos de puntos suspensivos: si no estuviera casado, si no tuviera hijos, si mi marido hiciera más en casa, si mi mujer no pasara tantas horas fuera, si no trabajara a turnos, si tuviera libres los fines de semana, si no viviera tan lejos, si no me dieran estas jaquecas, si no hubiera aceptado la presidencia de la sociedad de festejos, si no tuviera clase a la una, si no debiera cuidar a mi padre, si los trenes fueran más baratos, si le hubiera hecho caso a mi madre… Siempre salen uno o varios impedimentos que condensan las causas de la impotencia temporal, razones para que los días pasen sin que uno ponga mano a aquello que tanto ansía o que lo llenaría de satisfacciones y puede que hasta de éxitos, al parecer. O, como cuentan que decía aquel viejo profesor universitario, qué gran trabajo el nuestro si no fuera por la horita semanal de clase.

                No mentimos dolosamente cuando así nos expresamos, no suele tratarse de desfachatez, aunque sí abunde el autoengaño, la coartada piadosa que uno se busca para sí mismo. En el fondo sabemos que de solteros nuestros viajes eran todavía menos, que antes de tener niños tampoco íbamos apenas al cine o que nuestro padre mayor está hasta la boina de que lo cansemos con nuestra presencia o le vigilemos cada comida como si no tuviéramos mejor cosa que hacer. Que nuestra pareja nos acompañara más en casa en el fondo nos molestaría, pues no nos dejaría concentrarnos en el Marca o chatear a gusto con aquel viejo colega que también es un fetichista de las medias de seda negra. Por otra parte, durante esas vacaciones, bajas, permisos o moscosos en que no estamos sometidos al horario imperativo de la oficina o la fábrica, dormimos como cerdos nuestras doce horas seguidas, más las cinco reglamentarias de televisión nocturna y el telediario con siesta a las tres, seguido del documental que nos hace de adicional somnífero  ¿Entonces?

                Han cambiado mucho los tiempos y los usos. El tiempo libre existía cuando no se habían inventado las actividades de tiempo libre y cuando no se multiplicaban las tareas que no lo son pero que se buscan a conciencia porque lo parecen. Siempre esperas a tener cuatro días seguidos de asueto para leer aquella novela o perpetrar los cuatro poemas que un día se te ocurrieron en el bus, pero en la tarde del último día laborable, recién salido del tajo, te tomas apresurado la pizza del congelador y sales para Ikea como alma que lleva el diablo, para volver cargado de artilugios que ni necesitabas ni sospechabas que existieran, pero que te tendrán ocupado veinte o treinta horas a base de consultar nanográficos suecos y meter tornillos como vil inmigrante búlgaro. O te pones a hacer mermelada de ciruela porque tus suegros te trajeron quince kilos de la finca, aunque nadie coma mermelada en tu casa y jures a los amigos que tu verdadero deseo era redactar aquel artículo para la revista el Colegio de Aparejadores que tienes tan bien pensado desde hace tanto. Eso de las estanterías nórdicas y las confituras de ciruela japonesa sumado a las veinte fotos que vas a colgar en tu facebook y a que contestarás noventa correos electrónicos y enviarás por propia iniciativa otros tantos, unos para preguntarle a Puri si ya se le pasó la lumbalgia y otros para que Anselmo te relate qué tal picaron las truchas la semana pasada o si ya se tiró a la asistenta.

                Cuando mi padre terminaba una labor del campo, un día cualquiera, se sentaba a liar un cigarrillo de Ideales, y en cuanto lo agotaba, se marchaba a hacer alguna otra tarea, pues no tenía nada más en qué entretenerse, salvo que se muriera alguien y hubiera funeral con vinos o que fuera sábado al atardecer y tocara acercarse al bar a echar la partida. Si fuera hoy, a lo mejor las vacas lo reclamarían a mugido limpio mientras acababa de mirar en internet los resultados de la liga inglesa o hasta que dejara de hablar por el móvil con su primo de Albacete, que le está contando que ayer perdió un tren y mientras esperaba el siguiente una señora se cayó en el andén y se hizo un esguince y no veas cómo gritaba.

                Yo mismo ando perplejo cada vez que llega un verano, pues me he prometido a mí mismo hacer un montón de cosas que he ido dejando y resulta que me faltan las horas ahora que tengo más. En qué se me irán los ratos. Pues en que me apuro menos porque es menor mi prisa. Me levanto algo más tarde, me enchufo a las lecturas de internet sin que el reloj me limite, doy conversación al que me la busca, sucumbo al sopor digestivo… y me prometo que mañana me organizo y que ya verás. Cuentos chinos.

                La diferencia capital es que hoy en día siempre tienes la sensación de estar haciendo algo mientras pierdes el tiempo o lo torturas, pues la inactividad de esta época es sumamente activa. Antes, parar era quedarse parado, pero actualmente dejar de hacer cuanto valga la pena supone meterse en un trajín imparable. Nunca hemos sido tan improductivos a base de tantísimo ajetreo, nunca hemos estado más quietos que ahora que nos movemos tanto, jamás se hizo tanta cosa que de tan poco sirviera. Pero vale para engañarse y creerse ocupadísimo y de lo más estresado. Fíjate que todavía tengo sin contestar varios e-mails de ayer y que hace más de una semana que no pongo nada en mi twitter, imagínate cómo andaré de agobiado. Y, encima, aun me falta redactar la memoria del último proyecto de investigación, actualizar la guía docente de mi asignatura y comprar el regalo para el cumple de Consuelines.

                El tiempo solamente lo aprovecha, en vez de asesinarlo vilmente, aquel que se vuelve medio asocial, ajeno a los guiños de los demás ociosos atareados e intolerante con las añagazas de esta sociedad de aburridos y escapistas. El que quiere puede, pero hay que querer. Basta invertir los términos del razonamiento: en lugar de dedicarse a cuanta pendejada se nos insinúe y esperar que sobre algo de tiempo para lo de uno, todo el tiempo para uno y media horita diaria para las quimeras sin seso ni razón de ser. ¿Qué no le respondes a aquel que te escribe para que le comentes en qué concesionario mercaste tu último coche y que si te hicieron buen precio? Pues que se joda y que se compre una muñeca hinchable para conversar por las tardes. ¿Que te dice la conserje que ya puedes ver en youtube el reportaje de la última fiesta con los niños? Que les den a los niños y a ella. ¿Qué expone en un salón de la Caja de Ahorros un primo del becario y que vamos a ir todos y luego a lo mejor nos tomamos unas cañas y puede que hasta acuda uno que enseña Historia del Arte en Valladolid? Vale, que se tomen una a mi salud después de contemplar los adefesios y mientras soportan a los pedantes de guardia.

                No es que no se pueda acudir a determinadas citas o cultivar determinadas amistades, naturalmente que no es eso. Pero el que no selecciona, se apunta a cualquier cretinez y no deja pasar ocasión para que el tiempo se esfume a lo tonto, que no se queje luego y, sobre todo, que no se engañe: a los demás no los engaña. No es que ande falto de tiempo, es que ni encuentra cosa útil que hacer ni tiene donde caerse muerto.

                Bueno, y dicho esto, voy a darme un bañito y luego me jugaré un buen partido de pádel con mi vecino. Más tarde prepararé algo de cena, tomaré unos chupitos de orujo gallego con mi santa y le contaré alguna verduscada y a ver cómo respira. Pero porque quiero y me da la gana y sin llorar luego porque no logré escribir esta tarde un capítulo sobre la esencia de las normas eidético-constitutivas o sobre los derechos fundamentales de los tuertos del ojo izquierdo. Que ya ves tú qué problema.

23 julio, 2012

Un cierto estado de excepción


            Leer sobre el Derecho y su teoría provoca melancolía profunda en estos tiempos, como sería para el que fue burlado por su amada entregarse a lecturas sobre el amor romántico y las historias de enardecidos amantes, o como le pasaría al que se diera a la literatura libertina después de haber sido por vía quirúrgica convertido en eunuco.

            Hace un rato repasé un artículo que publica en Diario La Ley y que resume la sentencia del Tribunal Constitucional Portugués sobre la constitucionalidad o no de la supresión de pagas extraordinarias a los funcionarios portugueses. Que si igualdad en el reparto de cargas, que si proporcionalidad de las medidas y los sacrificios, que si adecuada motivación de las decisiones. Bonito, sí. Ahora mismo he mirado los periódicos digitales como el que se observa una radiografía fatídica y está la señora prima en más 640, la bolsa por debajo del suelo y el bono a diez años al 7,5. Supongo que al acabar la jornada será peor, pero mucho mejor que mañana.Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Se acabó lo que se daba.

            Los juristas, o los presuntamente tales, tenemos que escondernos esta temporada. Viene el habitual vecino guasón y te pide que le expliques cómo era aquello de los derechos adquiridos o en qué ha quedado lo de la jerarquía normativa, y a ver dónde te metes para que no se te suban los colores. Y qué decir si te sacan la retahíla de derechos fundamentales, empezando por esos tan formales y procedimentales que nos gustan a los positivistas. Para qué decir nada, balones fuera y a ir preparando la huerta, con sus lechugas y unas pocas coliflores.

            Dicho sea sin afán de precisión técnica, estamos o vamos hacia una especie de estado de alarma o excepción, según queramos mirarlo. No estoy proponiendo que jurídicamente se declare así, ya que puede ser peor el remedio que la enfermedad, a la vista de la sapiencia de nuestros gobernantes. Pero fácticamente andamos en esas. Esto se nos cae, y rezar a Santa Bárbara o confiar en que escampe el domingo ya no sirve. Algo gordo se va a consumar, aunque no sepamos exactamente qué. Estamos metidos en una casa endeble que el vendaval agita, a la que se aproxima un maremoto y cuyos cimientos crujen porque se mueve violentamente el suelo. Cruzamos los dedos y seguimos dentro, pero es cuestión de días que se nos venga encima. Algunos sobrevivirán y hasta habrá quien haga negocio después con el solar. Pero, en general, de esta no salimos indemnes, ni siquiera con heridas de pronóstico reservado. Nos aferramos, y el primero el Gobierno, a que acudan los del pueblo de al lado a apuntalarnos las paredes, malditos ricachones, pero nos dan calabaza tras calabaza y si te vi no me acuerdo. Ellos miran por lo suyo, como nosotros haríamos en su situación. A la esperanza le están saliendo uñas y pelajos. No se ve escapatoria.

            Si miramos la referida sentencia del Constitucional portugués, nos sumimos en la perplejidad. Buenas intenciones de las que llenan los infiernos. Por ejemplo, la pretensión de varios magistrados de que sean equitativas y proporcionadas las medidas de ahorro de dineros públicos y la duda de si es constitucionalmente lícito que se descuente sueldo a todos los funcionarios. Habría estado bien debatirlo aquí hace un año y ver si cabían alternativas, mas entonces, hace tan poco, semejantes disquisiciones nos sonaban a chino y todavía confiábamos en la Divina Providencia más que nada. Ahora ya no se trata de recortar a capuletos o a montescos, sino que en cuatro días no va a quedar dinero para pagar a nadie. O casi.

            Las circunstancias nos han pillado con las reflexiones sin hacer. Últimamente se escucha por doquier a los que imploran una reforma radical del Estado, de su organización territorial y administrativa. A buenas horas. Esas reformas o se hacen cuando hay paz social y todavía perdura algo de seso, o después de la catástrofe, al reconstruir para echar a andar de nuevo. En instantes como estos, que son los del sálvese quien pueda, carecemos de base social y política para empresas de esa envergadura. Los funcionarios nos sublevamos, las Comunidades Autónomas se sublevan, los sindicatos se sublevan, el capital huye, que es su manera de rebelarse, los partidos se atrincheran pensando en su supervivencia el día después. No se hizo a tiempo el diagnóstico y ahora viene la pataleta contra el tratamiento, y más cuando lo recetan unos matasanos con pinta de estar más asustados que nadie y con ganas de coger ellos mismos las de Villadiego. No hay una sociedad que como tal se avenga a tomar conciencia y a plantear una terapia de choque, primero, y luego a reformular unas reglas de juego mínimamente viables. El barco va a la deriva mientras la tripulación se mesa los cabellos y el pasaje se alborota y reclama cada uno que no le toquen el camarote y que le den un buen chaleco salvavidas. Al fondo todos y en entrañable unión.

            Tienen razón los muy despistados magistrados lusos. Claro que importa que las consecuencias de la hecatombe económica se paguen por la ciudadanía de modo proporcionado y no discriminatorio. Pero no mencionan quién le pone el cascabel a ese gato y cómo reaccionará la camada. Si hablamos nada más que de funcionarios, la cuadratura del círculo se ve tal que así: por una parte, es injusticia grande que a todos se les recorte el sueldo de un tajo; por otra, hay, dicen, más de tres millones de funcionarios y debe de sobrar la tercera parte. Dejarnos a todos como estamos y sin que se nos toque ni un pelo no parece viable, y ahí sí que también se da discriminación de otros trabajadores. Bajarnos  el sueldo a todos de la misma manera tiene mucho de agravio comparativo de puertas adentro y, además, también los funcionarios podemos invocar con mucha razón que hay otros “colectivos” que se van de rositas. Una liposucción administrativa que pusiera de patitas en la calle unos cientos de miles provocaría un tremendo cisma y, además, no se ve quién pueda hacerlo como se debería, combinando funcionalidad de las instituciones con rendimiento real de los trabajadores. Están bloqueadas las salidas y, por tanto, será el ciego azar o el destino inclemente el que dicte sentencia para todos. Y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.

            Aligeremos un poco este tono apocalíptico, pero es más de lo mismo. Acabo de pasar cuatro días en Galicia. Me gusta mucho esa tierra y me caen muy bien sus paisanos, primos hermanos de los asturianos. Pero si uno anda con estas moscas detrás de la oreja, no sale de la risueña perplejidad. Vamos a comer magníficamente a “furanchos”, de muchos de los cuales te cuentan que no están declarados o que se la dan con queso a Hacienda. En un pueblecillo muy simpático oigo que hubo un proyecto de poner por allí un cuartel de la guardia civil, pero que eso provocó gran indignación popular. Por qué, pregunto, y me contestan que es que casi todo el mundo anda con los tractores ilegales por esto o por lo otro y que menudo lío si se topan a diario con los guardias. Ya sé, ya sé, lo afirmo yo igualmente: eso no es absolutamente nada en comparación con las Bankias, las CAM y compañía. Principio de proporcionalidad también. Si Rato fuera gallego y humilde, pondría un furancho clandestino o llevaría el tractor remendado, y es posible que el paisanillo de la aldea aquella se asignara un sueldo guapo si fuera consejero o presidente de una Caja de Ahorros. La mayor injusticia la hace el destino al no igualar nuestras oportunidades.

            Habría que replantearse el país sin prejuicios ni etiquetas, mas ya es tarde. La defensa legítima de todo tipo de intereses gremiales, corporativos, políticos y territoriales debería tener el contrapeso de un Estado atento al interés general y de una sociedad capaz de pensar en sus nietos y deseosa de construirse una casa sólida para todos, en lugar de esta barriada de garitos selváticos. Ese Estado y esa sociedad no existen, me temo. Moriremos con las raídas botas puestas y arreándonos dentelladas.

            Yo también espero que mi Universidad sobreviva y que a mí no me reduzcan más el sueldo. A lo mejor, si así ocurre, no vuelvo a protestar y hasta pienso que es proporcionada y justa la salida de la crisis, aunque a mi alrededor no vuelva a crecer la hierba. Ándeme yo caliente y ríase la prima.

¿Qué rey queremos? Por Francisco Sosa Wagner


Al final buena parte de lo que hacen los reyes resulta una extravagancia y es tomado a pitorreo por la población que se cree tan lista. Entre nosotros, don Juan Carlos ha perdido la condición de presidente de honor de una asociación por haber ido a matar un elefante. Son ganas de enredar porque don Juan Carlos colecciona las presidencias de honor como las cabelleras el indio de las películas, así que alguien me explicará qué merma de honor ha sufrido con haberle quitado una silla si tiene el trono. 

Ya expliqué en otra sosería que me parecía un contrasentido que se criticara al rey por ir de cacería. A mi juicio, eso es lo que tiene que hacer un monarca constitucional: ir de sarao en sarao, presidir fiestas de la banderita, acudir al Vaticano a beatificar piadosos varones y descubrir bustos y estatuas. Porque, si no es así, se dedicará a nombrar magistrados, presidentes de gobierno, directivos de los bancos y cofrades mayores de las procesiones de semana santa, algo que, si se hace una vez, parece que se le coge tanto gusto que ya es imposible dejarlo. Justamente eso es lo que hacía su augusto abuelo, el gran tarambana, hasta 1931, y ya se sabe su final. O su cuñado en Grecia quien se aficionó a nombrar coroneles y acabó en Londres haciendo visitas a Harrods como cualquiera de nosotros, turistas que carecemos de blasones y tenemos la sangre más roja que Lenin.

Por tanto quien crea que puede criticar al monarca por ser aficionado a la caza le recomiendo que se relea a los clásicos, desde Locke para acá y escriba en un encerado mil veces las funciones de un monarca constitucional.

Pero si nosotros, que tenemos un rey constitucional, nos olvidamos de la teoría política que le explica, otros, que tienen un rey absoluto, se empeñan también en enmedarle la plana.

Es lo que ocurre en el principado de Liechtenstein, un Estado tan pequeñito -entre Austria y Suiza- que se puede recorrer en coche en tercera pues no hay ocasión de meter la cuarta. Tiene un castillo en Vaduz, la capital, que está sacado de las novelas de sir Walter Scott, y una familia reinante que podría haber salido de alguna de las óperas históricas de Bellini o de Donizetti. El paisaje de ese principado es un lujo de montañas altivas y un coliseo de árboles, todo ello envuelto en luces apagadas donde los pocos poetas del lugar llenan sus alforjas de imágenes y ripios.

El principado es además un paraíso fiscal que, a la vista de la evolución de la teología, es el único paraíso al que podemos acogernos con alguna fiabilidad.   

El príncipe ostenta poderes feudales que están recogidos en los textos fundacionales del lugar y todo eso de la Constitución le suena lo mismo que a un vegetariano la receta del cocido maragato. Dispone de vidas y haciendas, nombra a quien le peta presidente de esto o aquello, los jueces ponen las sentencias que le complacen y así seguido. Ni siquiera tiene razones para reivindicar el derecho de pernada porque las mozas tienen la obligación de enamorarse de él un rato.  

Ahora han querido unos ciudadanos ilusos recortarles esos poderes y darle a leer a Rousseau o cualquier otra antigualla parecida. Ha montado en su caballo alazán y también en cólera y ha tronado desde el palacio que guarda secretos remotos y desde allí ha anunciado que a él nadie le toca un pelo. Valentón él ha convocado un referéndum y lo ha ganado. Nadie quiere ver reducido a su apuesto príncipe a la condición de monarca sometido a una Constitución y desprovisto de poderes como eran aquellos obispos “in partibus infidelium” que no tenían un fiel a quien colocar una homilía.

¿Qué modelo queremos, el de don Juan Carlos o el del príncipe de Liechenstentein? A mí el que me gusta es el que sale en la zarzuela que narra las aventuras del rey que rabió.