Uno
opina y opina y puede estar equivocado, juzga y vuelve a juzgar y cabe que haga
injusticia. O se incurre en generalizaciones desenfocadas por carentes de
adecuada base empírica o de muestra suficientemente representativa. No es
descartable que usted y yo nos lancemos a decir esto o lo otro del mundo
determinados nada más que porque los cuatro gatos que conocemos o tratamos con
alguna asiduidad son todos negros, o pardos. Por eso antes de pontificar otra
vez como Papa teutón, me van a permitir que les proponga un experimento para
que ustedes mismos lo hagan y luego, si ha lugar, con ese apoyo me dan o me
quitan razón sobre la tesis que al final mantendré.
La
prueba, sencilla, tiene unos poquitos pasos que ahora mismo les expongo. Antes
que nada, elabore cada uno una lista de unos diez conocidos suyos y ordénelos
según la estima en que tenga su seso. Pongan arriba los que consideren
intelectualmente más capaces y moralmente más ecuánimes y vayan asignando los
últimos puestos a los que vean más torpones o tirando a lerdos. A continuación,
hagan memoria de las últimas ocasiones en que a cada uno de esos lo oyó opinar
sobre algún tema importante e intrincado, ya sea en materia política, económica
o moral. Para que no se líen ustedes con los datos, no sería mala cosa que al
lado de cada nombre y para cada uno de esos temas fueran apuntando los
argumentos por esos interlocutores esgrimidos en aquellas ocasiones que usted
está recordando.
Finalizada
la labor, verá cómo se confirma su clasificación inicial, ahora con más
detallado fundamento. Es decir, cuanto más tontainas los amigos, más dados a
explicarlo todo y a solucionarlo todo a base de tópicos y cómodas fórmulas
acríticamente aprendidas. Por ejemplo, que el déficit del Estado y la crisis
económica entera se solucionarían quitando todos los coches oficiales o
eliminando dos mil ayuntamientos o bajando un cincuenta por ciento el sueldo a
los políticos. Para qué hacer cuentas, si el arreglo para cualquier cosa viene
en cómodas grageas administradas por vía oral. Ojo, no es que no pueda haber
buenas razones para aligerar el parque de coches oficiales o para suprimir
algunos ayuntamientos, pero me refiero a los que dicen, convencidos, que con eso
y poco más tendríamos la vida arreglada en el país y no haría falta ni tocar el
sueldo de los funcionarios ni dejar de subvencionar el actual cine de barrio.
Sí,
me dirán ustedes que para ese viaje no hacían falta alforjas ni elaborados
experimentos y que bien conocido es el percal del paisanaje sin necesidad de
más vueltas. De acuerdo, pero falta la segunda parte, que tiene algo más de
picante. Tomen aquella misma relación de nombres de gentes que conocen bien o
hagan una nueva, pero ahora se trata de correlacionar estos otros dos factores:
su mayor o menor condición de pícaros y la tendencia a echar de todo las culpas
al prójimo, a un prójimo distante, completamente ajeno, y designado mediante
conceptos muy genéricos y abstractos, bajo fórmulas del tipo “la culpa completa
es de los tal o los cual” (los banqueros, los políticos, los alemanes…).
Aquí
no hablamos de meros cabezas huecas, sino de sujetos que pueden hasta tener
buena inteligencia, pero que carecen de toda aptitud para el examen de
conciencia, son portadores de una conciencia muy laxa y, pase lo que pase,
jamás van a reconocer que también sus acciones tuvieron algo de torpe, inmoral
o ilícito, ni que esos comportamientos suyos, junto con otros iguales de
muchos, hayan podido cooperar, aunque sea en una millonésima parte, para la
causa desastre. Son los que más de los nervios se ponen cuando oyen, por
ejemplo, que de la actual crisis tremenda en España podamos todos o muchísimos
ser en algo corresponsables. Es el pícaro inmaculado, el pillastre armado de
indignación contra los lejanos que no sean de su casa, de su familia, de su
oficio o hasta de su Comunidad Autónoma. Los malos, los único malos, siempre
son otros y están lejos o no tienen trato cercano con nosotros.
Vuelvo
a la aclaración y al por si acaso. No estoy afirmando que todos sean o seamos
pícaros así, con pinta de descerebrados y tremendamente autoindulgentes. Habrá
quien jamás se ha apropiado de nada que no debiera o que no haya hecho ninguna
trampa al Estado o a las Administraciones públicas o que nunca haya intentado
dársela con queso a un vecino, un colega o una empresa. Y los habrá que lo
hayan hecho de vez en cuando, pero lo reconozcan, aunque sea en confianza y con
discreción. De esos no hablo. Me refiero a esos de los que nos consta que son
tramposos a carta cabal y que vivían felices urdiendo ganancias indebidas o
ventajas que no merecían y que ahora montan en santa cólera ante la más mínima
insinuación de responsabilidades colectivas o te persiguen por esquinas y los
pasillos para gritarte que todo lo robado lo robó Botín en complicidad con unos cuantos
ministros.
Para
afinar el diagnóstico, les sugiero un paso más. Como santos hay y ha habido
poquísimos en estos tiempos y a lo mejor tampoco uno lo ha sido, busque cada
cual algún compañero o amigo con el que haya urdido una fechoría que haya dado
ganancia a costa de alguna institución pública y del erario común y dígale lo
siguiente: Si nadie hubiera hecho eso que nosotros hicimos aquella vez ni cosas
por el estilo, quizá las cuentas públicas no estarían tan esquilmadas o puede
que la economía del país no se hubiera hundido tanto. Y a ver qué le contesta y
a clasificar a los individuos.
Si
su interlocutor le mira con enojo y, sin más, se pone a soltarle una larga
perorata sobre el sueldo de los políticos, la ganancia de los bancos o lo bien
que les ha ido a los alemanes al vendernos sus coches, ya sabe dónde debe ubicarlo.
Entre los pícaros que echan balones fuera y que tienen el innegociable
propósito de seguir haciendo de salteadores de caminos y de rebelarse
furibundamente contra cualquier gobierno, del partido que sea, que pueda tener
el propósito serio de poner coto a los desmadres y los desmanes (hoy un partido
así no tiene pinta de gobernar, eso es aparte). Si todavía conserva usted un
resto de humor para seguir con las clasificaciones, puede entretenerse en
dividir a esos pilluelos en cínicos e inconscientes. El cínico es el que se
sabe truhán, pero ha asumido su propia naturaleza y no quiere dar pistas, a fin
de seguir en sus trece y pase lo que pase. El inconsciente, abundantísimo, es
el que se cree su propia verborrea de otros aprendida y hasta se disculpa de
buena fe a sí mismo, en el convencimiento de que los que de verdad ganaron con
sus propias tropelías de andar por casa o por la oficina fueron los bancos, o
los políticos o los alemanes.
La
combinación de picaresca al hispánico modo (o griego, o italiano…),
inconsciencia y autoindulgencia es una de las más fuertes razones para que lo
nuestro no tenga arreglo. Somos profesionales de la instalación de pajas en ojo
ajeno. Antes muertos que con reparos morales o remordimiento alguno. Por eso,
para nuestro paisanaje resulta tan sumamente funcional el descrédito de la
política y los políticos, de las instituciones, de ciertas empresas, de los
gobiernos todos. Por eso, también, la picardía es actitud en el fondo desideologizada.
Pues no es seria o auténtica ideología política la que, en boca de ventajistas
de poca monta, se limita a repetir que ahí fuera nos hay más que ladrones y
criminales. Eso, así, no es diagnóstico serio de la realidad que nos circunda,
es íntima coartada. Porque lo nuestro, lo de muchos de nosotros, no es más que “el
chocolate del loro” y por el chocolate del loro no se han podido torcer tanto
las cosas. El chocolate del loro, eso dice todo carterista, mientras señala
algún dato macroeconímico y pone un rictus de santidad en su cara. Miles y
millones de loros repetimos “chocolate”, “chocolate”. Es un ruido infernal y no
hay manera de oír otra cosa ni de aclararse de más. Y cuanta más hambre tienen
los pajarracos, peor.
Y
naturalmente que no hay por qué tolerar los atropellos de las Bankias o en el
BOE, por supuesto que no. Pero la norma bien entendida empieza por su
aplicación a uno mismo. Lo otro se llama ley del embudo.