Días
añadidos en Asturias, para aprovechar el sol inusual. Muchos ratos de playa,
siempre huyendo de los barullos y recreándose con el paisaje. Y una sorpresa:
en tales parajes, la gran mayoría de las mujeres en top-less son abuelas, o por
la edad podrían serlo. Sería buen tema para una investigación rigurosa.
Puestos
a pergeñar hipótesis a modo de posible explicación, se me ocurren dos
combinadas. Una, que las señoras por encima de los cincuenta y tantos o sesenta
y pico han entrado en la fase de a la porra todo y a estas alturas qué importa,
si tanta norma y tanto pudor y tanto cuidado con los demás no han evitado que
todo se vaya al carajo: los hijos pasando de ellas o pasándose con ellas, los
maridos a uvas o al fútbol, el ambiente general degenerando y hundiéndose en
miserias y corruptelas. Y con ese panorama y tales ánimos ¿no voy a sacarme las
tetas? Así pensarán. Para ellas es posible que todavía tenga algún sentido de
liberación el gesto, de tardío reto, un golpe sobre la mesa o sobre la arena de
la playa para decir que ahí estaban, aunque nadie les hiciera ni puñetero caso,
y que, ahora y ya de vuelta, se ciscan en rígidos y pudibundos y en tres
cuartas partes de la mentira en la que han vivido. No es que a seno limpio vaya
a desencadenarse ninguna revuelta, eso ya lo sabían y lo sabíamos de antes,
pero que ellas se saquen los pechos ahora es también una manera de recordar que
ninguna revolución real les llegó.
Esa
es una parte de la historia. La otra viene de que nos preguntemos por qué las
más jóvenes ya no se destapan tanto. Mi idea es que porque van descubriendo lo
mismo, que los cambios sociales y las mutaciones que importan no se logran a
base de símbolos en las calles o frente al mar, sino en casa. Que lo que te
convierte en una mujer libre y autónoma, hecha y derecha, no es retar a tu
abuela a base de quitarte la parte de
arriba del bikini, o las dos, sino la
hazaña de que nadie te chulee haciéndote creer que eres la monda de progre y
rupturista, mientras sigues haciendo, en lo esencial, lo mismo que hacía tu
abuela. Porque eso es lo gracioso de la situación, que muchas de las mujeres
que hoy andan alrededor de los cuarenta se diferencian de sus madres y abuelas
en dos cosas y se parecen muchísimo en una. Las diferencias están en que estas
de hoy han conseguido, muchas, trabajar fuera de casa y, hace quince o veinte
años, ponerse en top-less en las playas como quien desafía al mundo y dice aquí
estoy yo y soy libre. La coincidencia consiste en que, con todo y con eso, esas
señoras siguen casi siempre cocinando para toda la familia y casi todos los
días, ocupándose de casi todo el trabajo de los niños, llevando la
administración hogareña con arreglo al viejo concepto de ama de casa,
limpiando, barriendo y haciendo las camas. Etcétera. Y por eso resultó un timo
aquello de que con despelotarse un poco cambiábamos el mundo. Alegraron la
vista a los señores mientras los señores seguían, con ellas y en la intimidad,
haciendo de tales. De ahí que probablemente a las hijas de estas que decimos ya
no se la vayan a dar con queso de esa manera. Saben que la pelea está en la
pareja y es también con los hijos, no con la gente que va a la playa a su bola
y a la que, al fin y al cabo, qué le importa cómo se lo monte cada cual o qué
parte del cuerpo se tapa o esconde.
Hay
una paradoja que me deja muy perplejo cuando me fijo en estas cosas y
reflexiono un poco sobre ellas. Conozco algunas damas que sí se organizan como
auténticas marquesas y que ni trabajan fuera del hogar ni en el hogar dan palo
al agua, auténticas reinonas que se reivindican como amas de casa y servidoras
de su familia para no buscar tarea en otra parte, pero que en la intimidad le
hacen ver a su marido que hoy en día es el hombre el que debe apechugar con
niños y escobas si no quiere ganarse una imperecedera etiqueta de machistas.
Esas suelen ser mujeres carentes de discurso político y que hasta suelen votar
conservador. Ellas van a lo que van, a vivir como Dios, y son de lo más
eficaces en el cumplimiento de su designio.
Pero
luego están las otras, las que se han labrado a golpe de esfuerzo un oficio y
que, además, acostumbran a considerarse concienciadas y progresistas. Curiosamente,
y sin que se sepa por qué, las más tienen maridos que se la dan con queso y del
más artístico modo. Creo que he llegado a descubrir cómo se hace. Por una
parte, a tales damas hay que trabajarles muy bien los símbolos, llevarlas a
manifestaciones, hablarles mucho de cómo nos explota todo el mundo (las
multinacionales, los Estados, las iglesias…), proponerles gestos que las hagan
sentirse en la vanguardia de la lucha por el cambio social, como ponerse en
top-less o colaborar con alguna ONG de ayuda a las mujeres maltratadas. Al
mismo tiempo, hay que despertar en ellas el viejo instinto materno y femenino:
mira, mi vida, les susurra el varoncete, yo soy un feminista del copón, pero
resulta que, al mismo tiempo, represento a un sector de las víctimas del machismo,
porque mi madre siempre me cocinó y me hizo todo y porque, a estas alturas, si
cojo una bayeta no sé qué hacer con ella ni dónde se le pone el líquido
limpiacristales, y no digamos si me pongo a freír un huevo, seguro que provoco
un incendio y se nos quema la cocina. Y ellas, entre tontas y felices, tragan
y se sienten realizadas hasta cuando son las únicas que limpian las cagadas al
bebé. Igualitarias ejemplares en la oficina o la empresa; sumisas, dependientes
y abnegadas en casa y con su avispado compañero. Ah, y con un añadido importante: el noventa por ciento de las señoras con ese perfil consideran que su marido o compañero es mucho más inteligente y capaz que ellas, aunque no ejerza, y en ese complejo encuentran adicional razón para someterse y sacrificarse. Por si un día a él le da por sacar todo lo que lleva dentro y que no se diga que ellas le pusieron obstáculo. A veces es más listo el marido, en efecto. Otras, la mujer. La proporción real andará por la mitad para cada lado. Sin embargo, insisto, hasta las más lúcidas de ellas se ven inferiores a su contraparte, aun cuando se trate de un tontaina empedernido. Otra obra de arte de esos muchachotes.
El
feminismo y la lucha por la igualdad legal y social de las mujeres han sido el
gran hito de nuestro tiempo, y así lo recordarán los historiadores durante
muchos siglos. Pero ningún cambio social relevante ocurre sin sus reflujos y
sin que haya quien se aproveche malamente de los eslóganes y los signos. Al
feminismo le ha ocurrido. Con algunas mujeres, porque se han hecho
profesionales de la liberación de las otras sin liberarlas un carajo. Con
muchos hombres, porque se lo han sabido montar para que su señora les prepare la
comida y les arregle la casa exactamente igual que hacía su abuela con su
abuelo, pero sintiéndose ellas felices porque sus maridos ya no se ponen celosos
si ellas van con los pechos al aire por la playa, o hasta las animan a liberarse así
muchísimo.
Eso
es lo que a lo mejor se está acabando. La única revolución social importante es
la que sucede en los domicilios de la gente y en las relaciones familiares y de
pareja. El resto, lo otro, es pura consigna fofa, falsa conciencia, timo,
ganancia para pillos y predominio de los de siempre, machitos incluidos.
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